Joaquín Becerra, de once años de edad,
salió al patio, sonriéndole al sol. Era una mañana de verano perfecta. Hacía el
calor justo (aunque seguramente hacia el mediodía empezaría a apretar), no
había una sola nube en el cielo y los pájaros llenaban el aire con la alegría
de su canto.
Contempló el paisaje que se abría delante de él. También era
perfecto. El césped recién cortado (su padre lo había podado la tarde anterior)
era una alfombra verde, mullida y esponjosa. Las flores que su madre cuidaba
con tanto cariño se veían exuberantes, esplendorosas. Los muebles de jardín, la
mesa y las sillas blancas, resplandecían con tanta intensidad bajo el sol que
parecía que despidieran su propia luz. Joaquín se concentró en lo mejor de
todo: la piscina. La razón por la que había salido al patio en primer lugar. Se
veía increíblemente seductora. El agua era de un tono verdoso tropical y la
superficie aún estaba quieta, a pesar de que toda su familia ya se encontraba
allí. Su padre estaba desplegando una reposera, pronto para tumbarse en ella
con una revista. Su madre ya había hecho lo propio. Estaba tendida
lánguidamente, con los brazos a los costados y aquellos enormes lentes de sol
redondos que le cubrían la mitad superior de la cara. A Joaquín siempre le
habían parecido ridículos. Parecían ojos de mosca. Por su parte, su hermana
mayor, Diana, estaba sentada en el borde de la piscina, con las piernas
hundidas en el agua hasta las rodillas. Como siempre, tenía puestos los
auriculares de su teléfono celular. Seguramente estaba escuchando esa música
horrenda que le gustaban a ella y a sus amigas: esas bandas de niñatos que
cantaban a coro canciones pop tan empalagosas y pegajosas como el algodón de
azúcar. Estaba muy concentrada mirando la pantalla del aparato, algo también
muy habitual. Seguramente estaba escribiéndose con alguna de sus amigas. Por
supuesto, todos estaban de traje de baño: su padre tenía puesta su bermuda roja
con flores amarillas. Era su favorito. Su madre, el traje entero negro que casi
nunca usaba. Su hermana, el bikini rosa caramelo. Y Joaquín su bañador azul
oscuro que le quedaba un poco demasiado holgado. Pero era cómodo y, lo más
importante, nunca lo había traicionado: jamás se le había salido al lanzarse al
agua.
Caminó hasta la piscina. Su primera idea fue correr y lanzarse
como una bomba (hubiera sido genial salpicar a su hermana), pero la calma era
tan perfecta que no se atrevió a romperla.
-¡Hola, Joaquín! –lo saludó su padre enérgicamente, dándole una
palmada en la espalda-. Al fin llegas.
-Estaba en el baño.
-¿Te pusiste protector, Joaquín? –preguntó su madre de
inmediato, mirándolo a través de las enormes gafas.
-Sí, mamá, por supuesto –dijo Joaquín poniendo los ojos en
blanco.
Todavía sentía la piel de los brazos grasienta por la crema que
se acababa de poner. Fue hasta el borde y se sentó, hundiendo las piernas en el
agua, como su hermana, que, desde que Joaquín había llegado, no le había
prestado la menor atención. El agua estaba fresca, invitadora. El olor a cloro
que despedía era demasiado tenue como para resultar molesto. Era momento de
entrar.
Joaquín se deslizó por el borde y se hundió por completo, con
los ojos cerrados. El agua se cerró sobre él con un pequeño chapoteo. Se dejó
caer hasta que sus pies tocaron el fondo. Entonces abrió los ojos y miró hacia
arriba. Podía ver las figuras ondulantes y difusas de sus padres. Miró a la
izquierda y allí estaban las piernas de su hermana, moviéndose perezosamente. Joaquín
sonrió. Sabía que no iba a poder evitar hacer lo que iba a hacer. Nadó hasta su
hermana despacio, con el vientre casi pegado al fondo.
Diana, que seguía con la mirada clavada en la pantalla de su
celular sintió que algo le atenazaba el tobillo y le daba un repentino tirón.
Gritó sobresaltada y estuvo a punto de dejar caer su teléfono. Se puso de pie
de un salto. Miró el agua. En ese momento, la cabeza de Joaquín emergía a la
superficie con el pelo empapado pegado a la frente y una sonrisa de oreja a
oreja. Señalaba a su hermana y reía.
-Cuidado con el tiburón, Diana.
Diana lo miró con ojos chispeantes de rabia.
-Idiota –gruñó-. Casi tiro mi teléfono.
Joaquín rió con más fuerza.
-Enano estúpido –dijo Diana y dio una patada en el agua para
salpicarlo.
-No te pasó nada –repuso Joaquín.
-Niños –dijo su madre desde el otro lado de la piscina, todavía
con la cara hacia el sol-. Dejen de pelear.
-Joaquín, deja en paz a tu hermana –agregó su padre, sin dejar
de leer su revista de pesca-. Sabes que no le gusta que le hagas eso.
-Solo era una broma –dijo Joaquín.
-Nada de bromas –advirtió mamá.
Joaquín suspiró.
-Está bien.
-¿Por qué no te hundes hasta el fondo y te quedas ahí hasta que
te ahogues? –le dijo Diana a su hermano.
Joaquín rió, pero su madre exclamó escandalizada:
-¡Diana! Eso es horrible. No vuelvas a decir algo así.
-Pero mamá, él empezó –señaló Diana.
-Ya lo sé, pero eso no lo justifica.
-Diana, no más deseos malignos hacia tu hermano –agregó el
padre, pasando una página de su revista-. Joaquín, no más bromas pesadas a tu
hermana. Fin de la discusión.
Diana guardó silencio. Le echó una mirada cargada de veneno a Joaquín.
Luego echó a andar hacia la casa.
-¿A dónde vas? –preguntó la madre.
-A tomar jugo –fue la lacónica respuesta de Diana.
Entró por la puerta corrediza de la cocina y desapareció de la
vista.
Joaquín pensó que seguramente estaría un buen rato adentro
(quizá una media hora) y luego volvería a salir, cuando se hubiera calmado. Lo
bueno era que ahora que su hermana no estorbaba, podría hacer un buen
lanzamiento.
Nadó hasta el borde y salió de la piscina.
Con el cuerpo y el bañador chorreando agua, fue hasta el
trampolín que estaba en el extremo. Joaquín era prácticamente el único que lo
usaba de toda la familia. Su padre lo había instalado el año anterior, pero
nunca había quedado convencido con el trabajo. El tablón era demasiado corto.
Además era un trampolín bastante bajo, apenas tenía dos escalones. Pero a Joaquín
le había gustado. Le gustaba saltar y lanzarse como una bomba. Los días muy
calurosos se lanzaba una y otra vez, hasta quedar agotado. Hoy pensaba hacerlo
dos, quizás tres veces.
Subió la escalerilla y miró fijamente la piscina.
-Cuidado –dijo el padre, que había advertido los movimientos de
su hijo-. Joaquín se va a lanzar.
La madre suspiró.
-Hora de moverse –dijo.
Ambos padres se levantaron y empujaron las reposeras alejándolas
del agua.
Joaquín corrió por el corto tablón y cuando llegó al borde, se
impulsó dando un salto. Flexionó las piernas y las rodeó con los brazos, al
tiempo que daba un giro en el aire. Por un instante vio su propia figura
reflejada en la ondulante superficie del agua. Acto seguido se hundió con un
sonoro ¡Splash!
Se dejó hundir lentamente hasta el fondo. Entonces volvió a
mirar hacia arriba y se impulsó con las piernas. Salió del agua con un salto
elegante, como un delfín, y se dejó caer hacia atrás, satisfecho. Había sido un
salto perfecto. La vuelta en el aire, la salida del agua… una acrobacia digna
de un 10.
-Mamá, papá, ¿lo vieron? –dijo, quitándose el agua de los ojos-.
¡Hice una vuelta en el aire!
Esperaba a que sus padres lo felicitaran y hasta aplaudieran,
pero no sucedió. Ya no estaban en las reposeras.
-¿Mamá? –preguntó Joaquín en el jardín vacío.
Tal vez habían entrado… Pero, ¿en qué momento? ¿Cuando Joaquín
estaba debajo del agua? Pero no habían sido más de tres segundos. ¿Acaso se
habían levantado rápidamente y habían entrado corriendo? Diana tampoco había
salido aún.
Ahora Joaquín estaba solo en la piscina.
Una nube tapó el sol. Joaquín sintió un leve escalofrío en la
espalda. Miró el cielo. Efectivamente, una nube baja estaba pasando.
Decidió salir de la piscina. El agua chorreó de su cuerpo
formando un charco alrededor de sus pies. Fue hasta las reposeras en las que
habían estado sus padres hasta hacía apenas un minuto. La revista de pesca de
su padre estaba tirada en el suelo, abierta, con las páginas hacia abajo. El
sonriente pescador de la portada, que posaba con una caña que tenía un ril
enorme, le devolvió la mirada. En la reposera de su madre, colgando del
respaldo, estaba la toalla rosada que usaba habitualmente en la piscina, completamente
seca.
Joaquín se dirigió a la casa. Cruzó el jardín, pisando el
acolchado césped y luego las baldosas de cerámica de la terraza. Entró en la
cocina por la puerta abierta.
-¿Mamá? –dijo.
La cocina estaba vacía. El silencio era roto únicamente por el
ronroneo del refrigerador.
Los platos en los que habían desayunado estaban apilados en el
fregadero. En el mármol, al lado de la heladera, estaba la jarra de jugo de
naranja y un vaso vacío, apenas con un milímetro de líquido en el fondo.
Seguramente era el vaso que había usado su hermana. Y como siempre, no había
vuelto a guardar la jarra en la heladera. Joaquín lo hizo.
-¿Mamá? –volvió a preguntar mientras cruzaba el pequeño pasillo
que llevaba al living comedor.
No hubo respuesta. Al igual que la cocina, el salón se hallaba
en profundo silencio. Joaquín paseó la vista por el lugar. El televisor y el
equipo de audio estaban apagados. Reinaba el desorden superficial típico de
cualquier casa de familia (revistas desparramadas, prendas de ropa en los
sillones, alguna taza de café de mamá o papá en la mesa), pero no había rastros
de actividad reciente.
-¿Mamá? ¿Papá?
Joaquín esperó un instante, tratando de percibir cualquier
atisbo de actividad: pasos en el piso de arriba, voces, puertas cerrándose,
cualquier cosa. Pero no hubo nada.
Fue hasta el pie de la escalera y miró hacia arriba.
-¿Diana? ¿Dónde estás?
Subió.
En el corredor, todas las puertas estaban abiertas. Joaquín se
asomó al cuarto de sus padres. La cama matrimonial estaba sin tender. No había
nadie allí. Pasó al cuarto de su hermana. Los niñatos de las bandas de moda lo
miraron desde los posters que había colgados en las paredes. Pero Diana no
estaba ahí. En la cama estaba la portátil cerrada y apagada. Pero no había
rastros del móvil. Diana debía tenerlo, donde quiera que estuviera. Joaquín
pensó que seguramente Diana no había pasado por su habitación. Pero entonces,
¿dónde estaba? ¿Dónde estaban todos?
-¿Mamá, dónde estás?
Fue hasta su propio cuarto. Todo estaba tal y como lo había
dejado cuando se despertó aquella mañana: la cama hecha un desorden, zapatillas
y revistas de cómics tiradas por el suelo, los muñecos de colección de Star
Wars en la estantería de la pared. Su silueta se reflejó parcialmente en el
monitor apagado de la PC de escritorio.
Abandonó el cuarto y por último entró al baño del piso de
arriba, que era el que más usaba la familia, aunque sabía de antemano que el
resultado de la búsqueda sería el mismo: nada. Percibió el tenue aroma del champú
floral que usaban su madre y su hermana. Los azulejos rosados resplandecían
alegremente.
Joaquín dejó el baño y por primera vez sintió una punzada de preocupación.
Si su familia le estaba gastando una broma, ya no resultaba tan graciosa. Por
un instante se le ocurrió que esa podía ser la solución al enigma: tal vez
Diana se estaba vengando por lo que Joaquín le había hecho en la piscina y
había pergeñado con sus padres un pequeño chascarrillo: esconderse en un lugar
donde él no pudiera encontrarlos. Seguramente los tres estaban apretujados en
algún armario (acaso en el cuarto de los padres), tapándose la boca para
contener la risa. Incluso tal vez pensaban abrir las puertas de golpe y darle
un buen susto.
Pero en el fondo, Joaquín no lo creía. Su hermana era capaz,
pero dudaba que sus padres se prestaran a una broma tan complicada. Además,
había otra cosa que a Joaquín no le cerraba: ¿en qué momento sus padres se
habían escondido? Si cuando él se lanzó del trampolín, ellos todavía estaban en
las reposeras. Los tres segundos que tardó en salir del agua no le parecían
tiempo suficiente como para que sus padres se levantaran y salieran corriendo a
toda velocidad. Los hubiera visto, de eso no tenía duda.
Solo por cerciorarse, Joaquín regresó al cuarto de sus padres y
abrió las puertas del armario de golpe. Una parte de él casi esperaba que sus
padres y su hermana saltaran del interior gritando “¡Buuu!”, pero, como temía,
eso no ocurrió. Dentro del armario no había más que ropa colgada, zapatos,
cinturones, carteras, y hasta algunos sombreros. El lado izquierdo era de papá,
el derecho de mamá. Los estantes inferiores, destinados a los zapatos, estaban
ocupados en su mayor parte por pares pertenecientes a mamá: tacones, botas,
zapatillas deportivas, hasta un par de zapatillas de ballet... De un perchero
colgaban seis cinturones distintos, como exóticas pieles de serpientes. No
había allí nada demasiado interesante. Joaquín cerró el armario y se marchó.
Volvió al corredor, sintiendo que la punzada de preocupación se
agudizaba. Sintió un leve ardor detrás de los ojos. Las lágrimas querían hacer
su aparición. Joaquín apretó los ojos y se los tapó con una mano.
-No seas imbécil –murmuró.
Era estúpido y cobarde llorar. Además, no había razón alguna
para hacerlo. Su familia tenía que estar en algún sitio, eso era obvio. Y no
podían estar lejos. Debía haber una buena razón para que no estuvieran en la
casa. Cuando los encontrara, les preguntaría cómo habían hecho para desaparecer
así, como por arte de magia. La verdad es que había sido muy impresionante.
Volvió a entrar al cuarto de su hermana, que era el que daba a
la calle. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La calle Carros estaba
desierta y tan silenciosa como su propia casa. No veía a sus vecinos caminando
por las veredas, jugando con sus perros o andando en bicicleta.
“Tal vez todos estén en sus piscinas”, pensó Joaquín, aunque
desconocía cuántos de sus vecinos tenían una. Miró hacia el fondo de la calle
donde se erigía aquel viejo caserón destartalado. Lo lúgubre del lugar
desentonaba bastante con la calle soleada y agradable. Era como una mancha de
oscuridad. Esa casa estaba abandonada desde hacía décadas, desde mucho antes de
que Joaquín naciera. Solía ir allí con sus amigos a explorar, aunque su padre
se lo tenía terminantemente prohibido. Una casa abandonada podía ser peligrosa
por muchas razones: peligro de derrumbe, presencia de ratas, arañas y otras
alimañas... También se decía que aquella casa estaba embrujada, pero Joaquín
nunca había visto un fantasma. Sí había visto algún que otro indigente
durmiendo en el suelo mugriento. Como fuera, el caso es que sus padres tampoco
estaban en la calle, ni en el patio delantero. El coche de papá estaba
estacionado en la entrada del garaje, justo donde lo había dejado la tarde
anterior al volver del trabajo.
Joaquín se alejó de la ventana. Bajó la escalera y se detuvo en
el centro de salón, girando sobre sí mismo. Las paredes danzaban a su
alrededor.
-Mamá, papá, Diana, ¿dónde están? –dijo en voz muy alta, casi
gritando.
El sonido de su propia voz, desesperada, no le gustó para nada.
Las lágrimas pujaron por salir otra vez, pero las contuvo.
Fue hasta la puerta, buscó las llaves que colgaban de la placa
de madera de la pared, la abrió y salió.
Sus pies tocaron las baldosas tibias del porche. Desde allí,
paseó la vista por la calle. Seguía tan desierta como cuando la había visto por
la ventana del piso superior, pero desde allí, veía las cosas más de cerca. Fue
hasta el portón de hierro que daba a la calle y miró por entre los barrotes,
como un preso en una celda. No había rastro de actividad. No veía a sus vecinos
por ningún lado. Miró la casa de enfrente. Las ventanas estaban tapadas por
cortinas blancas y no podía ver el interior. No se escuchaba otro sonido que no
fuera un silbido muy tenue provocado por la brisa. Ni siquiera los pájaros
cantaban. Joaquín tragó saliva. Supo que no era un silencio normal.
Volvió sobre sus pasos hasta el coche de papá. Miró por la
ventanilla del conductor, poniendo las manos ahuecadas a los lados de la cara,
para eliminar el reflejo. No había nadie dentro del coche.
“¿Y qué esperabas? –pensó-. No iban a estar agazapados debajo de
los asientos.”
Fue hasta la ancha puerta de persiana del garaje. Era el único
lugar de la casa que le quedaba por revisar. Se inclinó, sujetó el borde inferior
con los dedos de las dos manos y empujó hacia arriba. La puerta se levantó sin
mayores dificultades, subiendo sola por sus guías. Tenía un sistema automático
que funcionaba con un control remoto pero hacía por lo menos tres años que se
había roto y hacía por lo menos un año que el control se había perdido. Era
otra de las tantas cosas que su padre decía que en algún momento iba a reparar,
pero lo cierto es que no era ninguna emergencia.
“¡Por fin los encontré!”, estuvo a punto de decir Joaquín mientras
la persiana se levantaba. Pero las palabras murieron antes de salir de su boca.
Joaquín fue recibido por la fresca humedad del garaje, perfumada
con aroma a aceite de motor y removedor de pintura. Allí estaba la grasienta
valija de herramientas de papá, los utensilios de jardinería de mamá, la
estantería con viejas latas de pintura, la manguera enrollada colgada de un
gancho en la pared, las bicicletas polvorientas apiladas en un rincón, la
pelota de fútbol semi desinflada… pero su familia no estaba ahí.
Joaquín entró, como para asegurarse, pisando el suelo lleno de
manchas.
Soltó un suspiro derrotado.
La conclusión era tan contundente como clara: su familia no
estaba en la casa. No tenía idea de dónde estaban o de por qué se habían
marchado, pero el caso era que no estaban. Así de sencillo.
No iba a encontrarlos buscando debajo de la alfombra ni abriendo
los armarios de la cocina. Si quería encontrarlos, iba a tener que ampliar el
área de búsqueda. Eso era elemental.
¿Cuál era el lugar más evidente? La casa de los vecinos, por
supuesto.
Joaquín fue hasta el portón. Buscó las llaves que había dejado
en el bolsillo de su bañador, el cual ya había empezado a secarse (en ese
momento cayó en la cuenta de que seguía vestido únicamente con el bañador azul,
su torso y sus pies seguían desnudos) y seleccionó la correspondiente a la
reja.
El
portón se abrió con su chirrido característico, casi musical, que se escuchó
demasiado alto en el silencio sepulcral de la calle.
Joaquín
fue a la casa de los Sánchez, a la izquierda. Los Sánchez eran los vecinos con
los que su familia más se relacionaba. Era un matrimonio que tenía más o menos
la misma edad que sus padres, pero no tenían hijos. La madre de Joaquín y la
señora Sánchez se llevaban muy bien. Iban juntas a clases de yoga. Por su
parte, su padre y el señor Sánchez compartían la misma pasión por las revistas
antiguas, en especial Mecánica Popular.
Joaquín abrió el pequeño portón de madera blanca y avanzó por el
camino de piedra hasta la puerta. En cierto modo la casa de los Sánchez y la
suya se parecían bastante. Tocó el timbre y en seguida, golpeó la puerta con
los nudillos. No quería parecer desesperado, pero lo cierto es que lo estaba.
Esperó unos segundos que se hicieron eternos. Volvió a tocar el timbre y la
puerta casi al mismo tiempo.
Fue hasta la ventana, a la derecha de la puerta y miró. Las
persianas bloqueaban gran parte de la vista, pero pudo ver el salón penumbroso
y desierto.
“Los Sánchez tampoco están”, pensó Joaquín, pero aún así tocó la
puerta una vez más. Y también habló en voz alta.
-¿Hola? ¿Están ahí?
No hubo respuesta. Joaquín intuyó que si revisaba todas las
casas de la calle, una por una, obtendría el mismo resultado. Pero, ¿cómo era
posible? ¿A dónde habían ido todos?
“No, no puede ser”, pensó.
Desesperanzado, volvió a la calle. Estaba pensando cuál era el
próximo paso a seguir (tal vez volver a entrar y simplemente esperar a que su
familia volviera), cuando percibió movimiento en la periferia de su campo
visual.
Se detuvo en seco y giró, mirando hacia la vereda de enfrente.
Le parecía haber visto a alguien… o algo. Una figura que se
había movido con mucha rapidez. Estaba seguro de que había venido de la casa de
la señora Mancuso, la viuda jubilada que vivía justo enfrente de los Becerra.
La casita de Mancuso era pequeña y muy pintoresca. El techo de tejas rojas
combinaba a la perfección con las paredes blanquísimas, que a esa hora del día
brillaban como si emitieran su propia luz. La señora tenía un frondoso jardín
lleno de flores coloridas y hasta una fuente para pájaros en la entrada. ¿Era
la señora Mancuso a quien acababa de ver? Tal vez la anciana estaba trabajando
en su jardín. Joaquín cruzó la calle a toda prisa.
-Señora Mancuso –llamó-. ¡Señora Mancuso!
Saltó a la vereda y entró por el camino de baldosas. Le había
parecido ver que la señora Mancuso se había ocultado detrás del olmo que crecía
en la esquina de su jardín delantero.
-Señora Mancuso, necesito ayuda –dijo Joaquín acercándose al
árbol.
La anciana era muy agradable y muy querida en el barrio.
Seguramente estaría muy dispuesta a ayudar a un niño desesperado.
Entonces algo rodeó el tronco del olmo y enfrentó a Joaquín.
El niño se detuvo con un sobresalto y su respiración se cortó.
Sintió como si se le vaciaran los pulmones en una milésima de segundo.
Lo que estaba delante de él no era la señora Mancuso.
Un
zumbido eléctrico que surgió de la nada, llenó pronto sus oídos. Como si se
hubiera parado debajo de una torre de alta tensión. Empezó a nublársele la
vista. Joaquín quiso echar a correr, pero sentía las piernas rígidas, como de
cemento.
“¿Qué está pasando?”
Lo que estaba parado frente a él dio un paso.
Fue entonces que Joaquín reaccionó. Dio un salto hacia atrás,
trastabilló y cayó sentado en el pulcro césped de la señora Mancuso. Se levantó
con rápida torpeza, sin darse cuenta de lo que hacía, y echó a correr.
Cruzó la calle dando largas zancadas. Empujó el portón de
entrada de su casa con tanta fuerza que rebotó con un chasquido metálico y
volvió a cerrarse. Entró en la casa y cerró la puerta con llave. Tuvo que hacer
varios intentos para poder hacer girar la llave en la cerradura.
Fue a la cocina, sin saber exactamente a donde ir y allí se
quedó, de pie, tomando grandes bocanadas de aire, sintiendo cómo su corazón
explotaba con cada latido.
“Esto es un sueño –pensó Joaquín-. Estoy soñando. Solamente es
una pesadilla.”
Tenía que ser una pesadilla. No podía tratarse de otra cosa.
Nada de lo que estaba ocurriendo era real (no podía ser), pero ya había tenido
suficiente y quería despertar.
Su familia debía estar en la piscina, disfrutando de la mañana
estival. Sus vecinos debían estar en sus casas, haciendo planes veraniegos. La
señora Mancuso debía estar cuidando su precioso jardín, con su enorme sombrero
floreado para protegerse del sol y disfrutando de una sabrosa limonada.
Lo que había visto en el jardín de la anciana no era real. No
existía. Estaba solo en su imaginación. No entendía cómo podía jugarle
semejante mala pasada, pero no era más que eso.
Se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas. Las lágrimas
por fin habían salido y se derramaban por su rostro de forma incontenible. Se
las limpió con las manos y se miró las palmas brillantes.
Las lágrimas eran reales. Lo sabía. Y si las lágrimas eran reales,
todo lo demás era real.
Con las manos temblorosas abrió la canilla del agua fría, se
llenó las manos ahuecadas y se mojó la cara. La sensación fue muy agradable.
Pero no mitigó el miedo.
No podía quitarse de la cabeza la imagen de lo que había visto
en la casa de la señora Mancuso. Cada vez que cerraba los ojos veía esa
espantosa e imposible figura.
¿Qué era exactamente? ¿Un fantasma?
Esa era la primera impresión que le había dado. Pero ¿y si era
otra cosa? ¿Algo aún peor?
De pronto, el zumbido eléctrico regresó, pero esta vez, mucho
más agudo. Joaquín sintió que le perforaba los tímpanos. Apretó los dientes y
se llevó las manos a las orejas.
Se escuchó una especie de chasquido eléctrico y entonces vio que
algo avanzaba por el salón, en dirección a la cocina.
No era el fantasma. Se trataba de otra cosa. Una especie de
cortina verdosa que iba del suelo al techo y se expandía en todas direcciones.
Como un campo de energía que se extendía.
Joaquín miró hipnotizado el resplandor verde que se dirigía a la
cocina. Pasaba por encima de los muebles y los electrodomésticos y los dejaba
atrás sin afectarlos, al menos a simple vista. Pero, ¿qué ocurriría si esa
energía lo tocaba a él?
Echó a correr otra vez.
Sin tener otro lugar a donde ir, salió al jardín por la puerta
de la terraza. La cortina verdosa, que zumbaba como un enjambre de abejas
furiosas, le pisaba los talones.
Joaquín corrió en línea recta, llegó al borde de la piscina y
sin poder hacer otra cosa, saltó.
Se hundió en el agua con una gran salpicadura. Cuando sus pies
tocaron el fondo, levantó la cabeza y miró la agitada superficie. La cortina
verdosa pasó por encima del agua, cruzando la piscina, y siguió su camino.
Joaquín esperó bajo el agua hasta que el aire que contenían sus
pulmones pareció hervir. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuarenta segundos? No
iba a poder quedarse ahí abajo para siempre, eso era evidente. Pero, ¿y si el
campo de energía verdosa lo alcanzaba? ¿Y si la aparición que había visto lo
encontraba? Había caído en un callejón sin salida y para colmo en uno que no le
permitía respirar.
Sintiendo que la desesperación lo atenazaba, se empezó a sacudir
bajo el agua, empezó a agitar brazos y piernas, como si eso fuese a mitigar su
desesperación. Finalmente, sin poder aguantar más, se impulsó con las piernas
hacia arriba, con la cabeza echada hacia atrás.
Su cara salió del agua y Joaquín tomó una enorme bocanada de
aire fresco. Luego se echó a toser. No quería sacar la cabeza entera del agua.
Le parecía que era exponerse demasiado. Paradójicamente, el agua de la piscina,
con su temperatura agradable, le brindaba ahora cierta sensación de confort y
protección.
Nadó con suavidad hacia el borde. Volvió a tomar aire y hundió
la cara hasta la mitad, dejando los ojos por fuera, como un cocodrilo al
acecho. Miraba hacia la casa. No había signos de movimiento o actividad. Giró
en redondo, mirando el vallado que limitaba el jardín. El campo de energía
había desaparecido. O se había expandido tanto que ya no estaba a la vista.
Tampoco se escuchaba el zumbido eléctrico. Joaquín no se sentía diferente. Si
el campo de energía había causado algún cambio en las cosas que había tocado,
él no lo percibía. Las flores, el césped, las reposeras, las revistas de pesca,
todo estaba como antes. Tampoco había penetrado en el agua. De eso estaba
seguro. Joaquín había visto el resplandor verdoso pasar rasando sobre la
superficie, pero no lo había visto dentro de la piscina. Haberse lanzado al
agua había sido una buena idea, después de todo.
Se preguntó qué hubiese ocurrido si esa extraña energía llegaba
a tocarlo. Había echado a correr instintivamente en el momento en que la había
visto. Eso había sido bueno. Pero, ¿y si no lo hubiese hecho? ¿Y si la cortina
verde lo alcanzaba? ¿Qué hubiera pasado?
De pronto, se le ocurrió una idea estremecedora.
Antes de que pudiera terminar de darle forma, la figura que
había visto en el jardín de la señora Mancuso se materializó en la terraza.
Había salido por la puerta de la cocina.
Joaquín abrió la boca para gritar, pero se llenó de agua. La
escupió, tomó una gran bocanada de aire y se hundió de inmediato.
Quedó sentado en el fondo, mirando hacia arriba. Veía las nubes
ondulándose a través del agua.
Esperó.
Cada segundo se hizo eterno. El aire empezaba a hervir otra vez
en sus pulmones.
Entonces lo vio.
La figura fantasmal se asomó por el borde de la piscina. Desde
allí abajo parecía altísima. Joaquín intentó hundirse más, pero el fondo se lo
impedía. Se tendió, quedando acostado boca arriba, con los dientes apretados.
La aparición miraba hacia un lado y hacia otro. Luego, bajó la
cabeza, mirando el agua. Joaquín deseó que el agua se volviera negra como el
petróleo. Hundió la cabeza entre los hombros y se puso rígido.
Ver el rostro de aquella cosa era horrible, pero verlo
distorsionado por el agua, era aún peor.
Pero, la cosa, ¿podía verlo a él?
Parecía estar mirando la superficie con indecisión. Extendió una
mano larga de dedos delgados y tocó el agua. Los dedos se hundieron despacio,
con cautela, explorando. Se movieron despacio, agitando el agua. No llegaron a
tocar a Joaquín, que estaba demasiado abajo. Al cabo de un momento, la mano
subió.
La criatura se irguió y se marchó, desapareciendo del acuoso
campo visual de Joaquín.
Joaquín esperó unos segundos más, para asegurarse. Luego, empezó
a ascender muy despacio. Volvió a asomar la cabeza lo suficiente como para
poder respirar. Tomó aire intentando ser lo más silencioso posible.
Vio a la aparición dirigiéndose de nuevo a la casa. Su manera de
moverse era tan extraña que provocaba escalofríos. Una pierna se estiraba hacia
delante de manera grotesca y luego el cuerpo entero se movía. Joaquín todavía
no podía decidir qué era aquello. Se trataba de un ser extremadamente delgado
con unas piernas larguísimas, como de insecto, que se flexionaban en varias
direcciones cada vez que las movía. Los brazos también eran largos y delgados y
terminaban en manos de tres dedos que más bien parecían tentáculos. La cabeza
era como una calabaza alargada. Los ojos eran manchas totalmente negras que no
tenían forma alguna. La boca era como una cicatriz abierta y ondulante. Carecía
de labios. La piel era gris verdoso y de un aspecto muy extraño: era
semitransparente y movediza. Parecía reptar sobre el cuerpo del ser. Como un
organismo independiente.
“Es un extraterrestre –pensó Joaquín-. Un fantasma
extraterrestre”.
La idea le parecía descabellada y acertada a la vez.
La criatura se volvió al llegar a la terraza. Joaquín pudo ver
que llevaba algo en las manos. Manipulaba un objeto de forma piramidal
totalmente negro. Los dedos-tentáculos se movían sobre él como serpientes.
De pronto, otra figura emergió de la penumbra de la cocina. Joaquín
contuvo la respiración, sofocando un gemido. Volvió a hundir la cabeza en el
agua un instante y luego volvió a sacarla. Había más de una de esas cosas.
¿Cuántas había en total? ¿De dónde venían y qué era lo que querían? Joaquín
sintió los fríos dedos del terror apresando su corazón.
El ser recién llegado se enfrentó al primero. Sus bocas se
abrieron, pero no se movieron. Joaquín escuchó una serie de sonidos vibrantes y
ecos. Recordó un juguete que tenía cuando era más chico. Era un micrófono que
podía distorsionar la voz y producir eco. La voz de esos seres era algo similar
a usar aquel micrófono. Joaquín intentó descifrar alguna palabra, pero le fue
imposible. No podía identificar ninguno de los fonemas, si es que de fonemas se
trataba.
El alien que tenía la pirámide negra en la mano se la entregó a
su compañero. Este la observó detenidamente, manipulándola, como si buscara un
botón para hacerla funcionar, a pesar de que las paredes eran totalmente lisas.
De pronto, el zumbido eléctrico se hizo oír otra vez. De la
pirámide emergió un cono de luz verdosa que se agrandó rápidamente y empezó a
expandirse. El campo de energía de nuevo. El cono se estiró hasta convertirse
en una muralla de unos tres metros de alto que se expandió por el jardín.
Joaquín volvió a sumergirse en el acto. Otra vez, mirando hacia
arriba, divisó la cortina verde pasando sobre el agua.
Esperó unos segundos antes de volver a salir.
Las criaturas estaban entrando en la cocina. Rápidamente
desaparecieron de la vista.
Joaquín suspiró y notó que estaba temblado. No tenía frío, pero
no podía evitar que todo su cuerpo se agitara. Querías salir del agua, pero era
tan seguro como quitarse el traje especial en la Luna. La piscina parecía ser
el único lugar en donde podía estar relativamente a salvo. Por ahora.
Estaba claro que por alguna razón, la energía que despedía ese
artefacto piramidal no podía atravesar el agua. Aquellos seres tampoco podían
ver a través de ella. Joaquín se preguntó cómo veían. Las manchas oscuras que
tenían por ojos no parecían estructuras demasiado complejas. Tal vez no podían
hacer mucho más que distinguir entre luz y oscuridad. Tal vez veían en un
espectro totalmente distinto al del ser humano. Era posible que el agua la
vieran como una gran masa negra impenetrable, o como un espejo que reflejaba
toda la luz sin absorberla. Como fuera, el agua lo protegía.
Volvió a la idea que se le había estado ocurriendo antes de que
la criatura saliera al patio. Recordó el momento preciso en el que se había
lanzado del trampolín. Sus padres estaban en sus reposeras y su hermana
adentro. Y él en el agua. Se imaginó que en el instante en el que se sumergió,
la muralla de energía había barrido el jardín y toda la casa, mientras su
familia estaba expuesta. Diana debía haber sido la primera. Seguramente uno de
los monstruos se había parado en la calle, frente a la casa y había disparado
su arma mortal. Debían haber hecho lo mismo en todas las casas de la calle
Carros. El rayo debía haberse expandido lo suficiente para llevarse a sus
padres. Joaquín pensó qué debieron haber sentido ellos y su hermana cuando la
energía verde los envolvió. ¿Sintieron dolor? ¿Sufrieron? Se echó a temblar con
más fuerza. Como fuera, él había tenido la “buena suerte” de haber estado bajo
el agua, justo en el momento crucial. Esos dichosos tres segundos que había
pasado sumergido le habían salvado la vida. Si hubiese decidido lanzarse del
trampolín un segundo antes, hubiera corrido la misma suerte que su familia.
Ahora entendía que ellos simplemente no se habían levando y se habían ido. No
estaban ocultos en el armario ni debajo de ninguna cama.
A continuación pensó en lo silencioso que estaba todo. Por lo
general, una mañana de verano, aunque fuera tranquila, estaba llena de ruidos:
los pájaros cantaban alegres, las moscas, abejas y demás insectos zumbaban,
hasta se escuchaban ladridos de perros que de seguro estaban jugando con sus
dueños… pero ahora todo era un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por
un silbido muy tenue producido por la brisa ocasional. El rayo verde debía
haberse llevado más que a su familia y vecinos. Al parecer había arrasado con
todos los animales. Por el contrario, las plantas estaban intactas. Joaquín
paseó la vista por el jardín: las flores de su madre seguían igual, el césped
estaba tan verde y esponjoso como siempre, los árboles se veían frondosos y
sanos. Al parecer el rayo solo afectaba a los seres vivos pertenecientes al
mundo animal. Era curioso. ¿Afectaría también a los electrodomésticos? ¿La
radio, la televisión, el microondas? Joaquín no había podido comprobarlo cuando
estaba dentro de la casa, pero suponía que sí.
También se preguntó cómo habían entrado a la casa. Si él había
cerrado la puerta con llave. Tal vez se habían colado por alguna ventana
abierta. Su cuerpo se veía tan elástico y flexible que de seguro no tenían
problemas para meterse por recovecos estrechos. Eso era lo de menos. El caso
era que estaba completamente solo e indefenso.
Pero, ¿de verdad estaba completamente solo? ¿Aquellas dos criaturas habían arrasado con la
calle entera? ¿No había nadie más en la piscina? ¿O en la ducha? ¿O en la
bañera? Se preguntó si la calle Carros había sido la única afectada. ¿Habrían
atacado todo el barrio? ¿Toda la ciudad? ¿Todo el país? ¿El mundo entero? Lo
último le parecía poco probable, al menos por el momento. Tenía que haber
alguien más en algún sitio. Alguien más debía haber descubierto que el agua
podía protegerlo. Si él, un simple niño de once años lo había hecho, ¿por qué
otros no? Pero si había más gente, iba a tener que buscarla. Y salir de la
piscina le parecía una pésima idea, aún. Las criaturas andaban rondando, de eso
estaba seguro.
Seguía temblando, pero con más suavidad que antes. Pensar,
preguntarse y sacar conclusiones lo había calmado, de cierta manera. Aunque
tenía más preguntas que respuestas.
¿Qué debía hacer ahora? Salir de la piscina estaba descartado.
¿Quedarse allí, esperando? Pero, ¿esperando qué?
Se preguntó qué hora sería. Miró el cielo. El sol estaba alto. Debía
ser mediodía. De pronto, sintió un rugido en su estómago. Tenía hambre. Recordó
que no había comido nada aún. Desde que se había levantado. Ni siquiera había
desayunado, porque la piscina era todo lo que tenía en mente cuando se
despertó. Pero no iba a salir de la piscina para ir a buscar un bocadillo a la
heladera. Iba a tener que aguantar.
Tenía los brazos apoyados en el borde. Sus pies se movían
perezosamente en el agua. Miraba
fijamente a la cocina, a la espera de que las criaturas volvieran a salir. El
sol había empezado a calentarle la cabeza. Su pelo se estaba secando. Se hundió
brevemente para refrescarse y volvió a salir.
Esperar. No podía hacer otra cosa que esperar. Pero, ¿cuánto? ¿Y
para qué? No lo sabía. Trató de no pensar en nada, de no concentrarse en nada
en absoluto. Le pareció que así el tiempo podía pasar más rápido. Escuchaba el
murmullo de las hojas de los árboles movidas por el viento. Nada más. Ni voces,
ni pasos, ni ruidos de ninguna otra especie.
Y así pasó el tiempo. Una hora y unos minutos. Cada tanto, Joaquín
se movía, nadando en círculos en la piscina, para evitar que se le entumecieran
los músculos. Al pasar la hora ya tenía las yemas de los dedos arrugadas y muy
blancas. De pronto, lo asaltaron unas repentinas ganas de orinar. Empezó a
moverse a un lado y a otro, inquieto. Se le ocurrió salir de la piscina e ir
corriendo al baño, pero le pareció tan peligroso como meter la mano en un cesto
lleno de serpientes. Tal vez no fuera necesario entrar en la casa; con alcanzar
uno de los arbustos del jardín sería suficiente. Además, estaría lo
suficientemente cerca de la piscina para volver si los monstruos volvían a
aparecer.
Fijó la mirada en uno de los crategus que crecían a la
izquierda, pegados a la valla. Era un buen lugar, muy cercano. Joaquín se
empujó con los brazos y sacó una pierna fuera del agua. Fue en ese momento en
que vio a los monstruos salir. Esta vez no eran dos. Eran tres.
El corazón le dio un vuelco. Gimió ahogadamente y se dejó caer
de inmediato en el agua, hundiéndose otra vez. Tocó el fondo y allí se quedó,
preguntándose si lo habían visto. No lo creía. Los tres habían salido de la
cocina hablando entre sí. Tal vez habían escuchado el chapoteo, pero él había
sido muy rápido. Además, bajo el agua estaba a salvo. ¡Pero no se habían
marchado! O si lo habían hecho, ahora estaban de vuelta. Si se le hubiese
ocurrido salir un momento antes…
Esperó bajo el agua un segundo tras otro, mirando hacia arriba.
Entonces tres figuras ondulantes aparecieron en la superficie. Joaquín apretó
los dientes. No pudo evitar que algunas burbujitas escaparan de su boca y
ascendieran.
Los tres monstruos se miraron entre sí. Joaquín escuchaba los
ecos distorsionados de sus voces. Luego uno de ellos metió la mano en el agua y
movió los largos dedos. Parecía estar explicándoles a los otros dos lo que
estaba haciendo. Otro de ellos también metió la mano y la removió. Joaquín vio
los dedos como tentáculos enroscándose muy cerca de él. Se acostó boca abajo en
el suelo y se movió muy despacio, alejándose. Nadó moviendo apenas los pies,
hasta que su cabeza tocó la pared de la piscina. Se detuvo y siguió la pared
hasta el rincón. Allí se quedó mirando como aquellos dedos irreales tanteaban
el agua.
A continuación, el segundo que había hundido la mano, se inclinó
hacia adelante, doblándose sobre sí mismo y hundió la cabeza. Joaquín vio ese
óvalo alargado girando a un lado y después al otro. Las manchas negras que
tenía por ojos ondulaban bajo el agua. De su boca sin labios salieron un par de
diminutas burbujitas. Joaquín se encogió en el rincón, flexionando las piernas
y pegándolas al pecho. Hundió la cabeza entre los hombros. Nunca había deseado
con tanta fuerza ser invisible como en ese momento.
La cabeza volvió a girar a un lado. Luego al otro. Finalmente,
subió. El monstruo habló con sus compañeros. Seguramente les estaba comunicando
lo que había visto. ¿A él? ¿Había logrado ver a Joaquín a través del agua? Los
otros dos lo escuchaban con atención. Parecían muy interesados. Joaquín casi
esperaba que los tres se lanzaran al agua en picada y nadaran a toda velocidad
hacia él. Seguramente lo sacarían a la fuerza, o lo matarían allí mismo, bajo
el agua. El corazón del muchacho bombeaba con tanta fuerza que podía escucharlo
retumbar en sus tímpanos, como un tambor. Pero las tres criaturas se marcharon.
Se alejaron del borde y desaparecieron del campo visual de Joaquín. Él quiso
esperar, pero ya no podía. Cuánto tiempo había estado aguantando la
respiración? Le parecía que mucho más de un minuto. Sin embargo, se irguió con
delicadeza y volvió a asomar tan solo la cara por encima de la superficie.
Abrió la boca todo lo que pudo y tomó una enorme bocanada de aire fresco. Hizo
un espantoso ruido ahogado y rasposo, pero no pudo evitarlo.
Inspiró y exhaló varias veces. Lentamente, dejó que su cuerpo
flotara, como haciendo la plancha. Dejó pasar varios minutos. Luego, por fin,
sacó la cabeza del todo. Nadó despacio hasta el borde. Los monstruos se habían
ido.
“Por ahora”, pensó. No podía saber si iban a regresar en algún
momento o no. Tal vez el que había hundido la cabeza no había visto nada. Le
parecía lo más probable. Seguramente esa extraña sustancia líquida les llamaba
mucho la atención, pero habían decidido dejar la piscina en paz… pero claro,
nunca se sabía.
Las ganas de orinar volvieron con toda su fuerza. Pero Joaquín
no hizo intentos por salir de la piscina e ir al arbusto. No quería. No después
de lo que había pasado. Comprendió que se había salvado por un pelo. Cerró los
ojos, sintiendo el escozor de las lágrimas. No pudo contenerlas. Las lágrimas
salieron casi al mismo tiempo que la orina. Sintió una desagradable tibieza
rodeando su entrepierna, al tiempo que las lágrimas rodaban por sus mejillas.
La piscina tenía mucha agua, pero la orina se expandiría con rapidez. No podía
hacer nada por evitarlo. Sollozando, nadó hasta el borde opuesto, buscando
aguas más frescas.
Las horas pasaron, una tras otra. El sol fue cayendo, muy, muy
despacio, detrás del jardín. El cielo se tiñó de un naranja cada vez más
intenso, como un metal calentándose en el fuego. Joaquín, con la espalda
apoyada en la pared de la piscina y los brazos extendidos afuera, sobre el
borde, flotaba, inerme, lánguido como una medusa, las piernas extendidas hacia
adelante. Los ojos se le cerraban y el pugnaba por mantenerlos abiertos. El
hambre lo acosaba de a ratos, provocándole golpes de ardor estomacal. Además,
tenía sed. Sentía el paladar extremadamente seco. La lengua se pegaba a él como
un velcro. Había pensado en tomar un poco de agua de la piscina, pero se resistió.
No lo haría hasta que fuese absolutamente necesario. No pensaba beberse ese
coctel de cloro, orina y sudor a menos que fuera una emergencia.
En un momento, echó la cabeza hacia atrás, sin darse cuenta, y
dormitó unos minutos, sintiendo un intenso calor en el parte superior de la
cabeza y la nuca. Tuvo un sueño confuso y convulso, en el que figuras sin forma
alguna se arrastraban en la oscuridad y proferían gritos horrendos e
ininteligibles. Se despertó de golpe, estremeciéndose como si hubiese recibido
una descarga eléctrica. Miró en derredor, desconcertado. Estaba solo. No había
rastros de los monstruos.
Nadó despacio hacia un extremo y luego hacia el otro de la
piscina para despejarse. No quería volver a dormirse. Iba a tener que moverse
cada cierto tiempo.
El cielo pasó del naranja al rojo detrás del jardín, como si
estuviese derramando sangre. Las sombras se alargaron y se hicieron más
oscuras.
Joaquín nadaba dando una vuelta por la piscina durante un par de
minutos, paraba, se acercaba al borde, donde se quedaba flotando veinticinco
minutos o media hora, hasta que sentía que el cansancio volvía a aparecer y
entonces se ponía a nadar otro par de minutos.
Así estuvo hasta que anocheció. El ocaso había sido larguísimo,
el más largo de toda su vida.
Cuando el cielo se oscureció por completo, empezó a tiritar.
Había comenzado a sentir frío. Se miró las manos. Eran manchas blancas muy
pálidas, que estaban arrugadas no solo en las yemas de los dedos, sino en las
palmas también, con surcos muy profundos. Notó que habían empezado a dolerle las
articulaciones, sobre todo las rodillas y los hombros.
Sabía que el cansancio iba a vencerlo tarde o temprano. No podía
luchar contra él eternamente. El jardín estaba totalmente oscuro, solo
iluminado por la luna. No había nadie que encendiera las luces exteriores. Y
las interiores tampoco. La casa era una masa negra de oscuridad, cuyas ventanas
resplandecían débilmente. Todas las casas de la calle Carros debían tener el
mismo aspecto, oscuro, silencioso, siniestro.
¿Y dónde estaban los monstruos? ¿Se habían marchado ya? ¿O
seguían rondando por ahí?
Hacía por lo menos cinco horas que no los veía.
“Se han ido –pensó-. Definitivamente, se han ido”.
Pero, ¿y si no era así?
Sin estar seguro de si debía o no, Joaquín apoyó las manos en el
borde y usó los brazos para impulsarse. No terminaba de decidir si iba a salir
definitivamente o no. Los brazos le temblaron violentamente mientras lo
sostenían, rígidos. Sentía el cuerpo muy pesado, como si estuviera relleno de
plomo bajo la piel.
De pronto, escuchó un crujido. ¿Había venido de algún lugar del
jardín o eran tan solo sus ateridos huesos? No lo dudó un instante,
inmediatamente, se dejó caer en el agua y se hundió. Permaneció un momento así,
inmóvil, mirando la luna ondulante a través de la superficie, hasta que no pudo
aguantar más la respiración y tuvo que salir. Se asomó mirando en derredor. No
había nada, al menos a simple vista. Aunque, claro, no podía estar seguro con
tanta oscuridad. No podía ver mucho más allá de un par de metros de la piscina,
todo lo engullía rápidamente la negrura. No tenía idea de lo oscuro que podía
ser su jardín trasero por la noche. Es que nunca lo había visto sin luces,
excepto durante algún apagón esporádico. Era casi como estar perdido en el
medio de un bosque extraño.
La oscuridad lo rodeaba, pero dentro de la piscina aún se sentía
protegido. El agua, a pesar de que lo enfriaba cada vez más, tenía el mismo
efecto que las sábanas de su cama durante la noche: lo protegían de los
monstruos.
Se acercó al borde y se sujetó con los blanquísimos dedos de una
mano, flotando, moviendo los pies y la otra mano perezosamente. Pensó que lo
peor de todo no era la oscuridad, sino el silencio. No escuchaba absolutamente
nada. Ni grillos, ni ranas, ni búhos, ni siquiera el aleteo de alguna mariposa
nocturna. Solo el sonido sordo y profundo de su propia respiración y el
ocasional chapoteo de sus manos en el agua. Era un silencio ensordecedor,
desesperante.
“Mamá, papá, Diana, ojalá estuvieran aquí”, pensó y se dio
cuenta que lo dijo en voz alta. En ese momento, escuchar sus voces era lo que
más deseaba en el mundo. Quería escuchar a su hermana reír. Hasta ese momento
no había pensando en lo hermosa que era la risa de Diana.
Procuró moverse un poco para despejarse. Y
para llenar el silencio, al menos en parte.
La noche avanzó hasta transformarse en madrugada y esta siguió
su curso, eterna. La luna acompañó a Joaquín durante todo ese tiempo, lo
observó nadar cada vez más despacio y cada vez con menos frecuencia. Haciendo
largas pausas aferrado al borde de la piscina. Sus temblores fueron cada vez
más frecuentes, fuertes e incontrolables. Sus dientes empezaron a entrechocar.
De pronto, el agua le pareció extremadamente fría, como si estuviese nadando en
pleno invierno. Había empezado a dolerle la garganta, sobre todo por la falta
de líquido. Comprendió que avanzaba inexorablemente hacia la deshidratación.
Iba a tener que hacer lo que había estado postergando todo ese tiempo.
Fue alrededor de las cuatro de la mañana que abrió la boca y
bebió un gran buche de agua. Se llenó los carrillos todo lo que pudo, esperó
exactamente un segundo y entonces tragó. Lo hizo lo más rápido que pudo,
cerrando los ojos, tratando de no prestar atención a los posibles sabores que
pudiera sentir. El agua pasó por su reseca garganta, bajó por el esófago e
impactó en su estómago como una bomba de frescura. Durante un breve instante
tuvo una insólita sensación de bienestar. Su estómago, vacío desde hacía casi
veinticuatro horas, aceptó agradecido el buche de agua. Aprovechó ese instante
de extraño placer para beberse otro buche, este más pequeño. Luego tosió. La
sensación agradable desapareció de inmediato. Un regusto a cloro subió por su
garganta. Eructó. Luego tuvo una arcada. Aterrado, pensó que iba a vomitar (lo
único que le faltaba, nadar entre su propio vómito), pero no ocurrió. Su
estómago lo traicionó, contrayéndose con violencia. Se había dado cuenta de que
el agua no era tan fresca y deliciosa en realidad. Joaquín hizo otra arcada.
Escupió en el borde de la piscina. Luego empezó a respirar ahogadamente, por la
boca. Apoyó la cabeza en el borde y se quedó así un buen rato, procurando que
su estómago se tranquilizara. No iba a poder quedarse allí hasta beberse toda la
piscina.
Al cabo de un rato, cuando su respiración se normalizó y su
estómago se calmó, Joaquín cruzó los brazos sobre el borde de la piscina, apoyó
la cabeza y cerró los ojos. Ya no podía hacer nada por evitarlo. El agotamiento
lo había embestido como un tren. Su mente le decía que se mantuviera despierto,
que volviera a nadar otro rato, pero su cuerpo no podía. Simplemente no podía.
Se durmió.
Despertó sobresaltado una hora después. Se hundió en el agua y
salió rápidamente. Miró en derredor, desconcertado. ¿Había soñado? No estaba
seguro. Tenía idea de que había visto a su madre, de que ella lo llamaba desde
la casa y él se alegraba mucho de escuchar su voz. Pero, ¿había sido real?
El jardín estaba bañado por una pálida luz lechosa. Pronto el
sol asomaría por encima de la casa y lo iluminaría con su cálida luz. Por el
momento la casa tenía un aspecto frío y extraño. Las ventanas seguían opacas,
llenas de penumbra.
Todo estaba tan silencioso como antes. Nada de pájaros cantando
alegremente al sol que asomaba. El silencio muerto y desesperante seguía
reinando en el jardín.
Joaquín carraspeó y sintió ardor en la garganta otra vez. Luego
comenzó a tiritar. No se sentía mucho más descansado que antes de quedarse
dormido. Movió los brazos ateridos. Sus huesos crujieron como los de un viejo.
El estómago le ardía de forma brutal.
“Tengo que salir –pensó-. No puedo quedarme aquí más tiempo.
Tengo que salir”.
Sabía que si se quedaba en la piscina moriría. Pero, si salía,
los monstruos lo atraparían.
¿De verdad? Hacía muchas horas que no los veía. No habían
regresado desde la última expedición a la piscina. Dudaba que estuvieran
merodeando por la casa. Los hubiera visto o escuchado.
“Deben estar lejos. Muy, muy lejos.”
De pronto, el miedo de que lo atraparan no era tan grande como
el miedo de morir de hambre o deshidratación y acabar flotando en el agua con
la piel arrugada como una pasa. La segunda opción se había vuelto la más
plausible y cercana. La piscina, que lo había ocultado de los monstruos, iba a
convertirse en su ataúd.
Definitivamente, era hora de salir.
Avanzó despacio hasta la escalerilla de aluminio. Usualmente
salía por cualquier sitio, apoyando las manos en el borde y levantando las
piernas, pero ahora no tenía fuerzas para eso. Iba a necesitar un apoyo y era
posible que también un andador.
Se aferró a los tubos de la escalera con ambas manos y se
impulsó. Sus brazos temblaron como ramas secas de árbol agitadas por una
ventisca.
“¡No te sueltes!”
Colocó un pie en un escalón. Luego el otro en el siguiente.
Subió los tres escalones muy despacio. Por fin puso un pie en el suelo de
baldosas que rodeaba la piscina. Luego el otro. Su cuerpo trémulo chorreaba
agua que formó un charco alrededor de los pies. Esperó unos instantes, con las
manos fuertemente cerradas alrededor de la barandilla y finalmente se soltó. Se
tambaleó, dio un paso vacilante y cayó de rodillas en el césped fresco, todavía
húmedo por el rocío. Notó que su piel había perdido gran parte de la
sensibilidad.
Se sentía como una criatura marina que ha pasado toda su vida en
altamar y pisa tierra firme por primera vez.
Pensó en quedarse allí un momento, quizá unos minutos, hasta
recuperar fuerzas, pero no quiso hacerlo. Tenía que levantarse.
“Vamos. ¡Arriba!”
Se irguió despacio. Dejó que sus pies se asentaran bien en el
suelo. Extendió los brazos a los lados como un equilibrista y luego echó a
andar, arrastrando los pies sin despegarlos del suelo. Sintió un millón de
pequeñas contracturas en los músculos de las piernas y un extraño hormigueo por
todo el cuerpo. La sensibilidad perdida estaba regresando.
Caminaba
con la espalda encorvada, como un viejo. Su piel se había vuelto de un blanco
pálido notable y tenía los labios y las puntas de los dedos casi tan azules
como el bañador.
El camino hasta la entrada de la cocina se le hizo eterno. Pero
llegó. Fue entonces cuando decidió empezar a caminar de manera normal,
levantando un pie y luego el otro.
Entró en la penumbrosa cocina, tiritando, frotándose los brazos
con las manos. Sus manos estaban tan arrugadas que producían un desagradable
sonido rasposo al frotar la piel.
Todo estaba
sumido en un silencio sepulcral. Ni siquiera escuchaba el monótono ronroneo de
la heladera. Fue hasta ella y la abrió. La luz interior no se encendió. Parecía
que no había corriente. Echó un rápido vistazo al microondas. El reloj digital
estaba apagado.
Joaquín sacó la jarra de jugo. Todavía estaba fría. Pese a estar
apagada, la heladera había conservado bien la temperatura. Tuvo que sujetarla
con ambas manos, porque temblaba tanto que tuvo miedo de dejarla caer. Además
era increíblemente pesada. Abrió la boca e inclinó la jarra despacio.
El jugo artificial sabor naranja le supo a gloria. Se convirtió
en el néctar más delicioso que había probado en su vida. El líquido dulzón bajó
por su garganta y esta vez su estómago lo recibió sin problema alguno. Joaquín
se bebió casi toda la jarra, en largos y temblorosos tragos. Sintió que las
fuerzas volvían lentamente. Cuando terminó, sus temblores fueron menos
pronunciados.
Buscó en la heladera algo
de comer. Algo fácil que no requiriera cocción. Encontró un poco de jamón y
queso envueltos en celofán en el fondo del refrigerador. Buscó el pan que
estaba en la panera arriba de la heladera, una barra de pan que empezaba a
endurecerse, y devoró todo sin siquiera molestarse en hacerse un sándwich.
Engullía las fetas de queso y jamón directamente del paquete y le daba grandes
mordiscos al pan.
Comió vorazmente, como un salvaje, vestido únicamente con su
taparrabo azul.
Cuando terminó (se le acabó el fiambre y el queso mucho antes
que el pan) soltó un sonoro y largo eructo que resonó en la quietud de la casa.
Si su madre lo hubiese escuchado lo hubiera reprobado duramente.
Fue a la sala. Estaba desierta. Unos tímidos rayos de sol
matinal entraban por las ventanas, pero todo estaba bañado en la misma luz
extraña del amanecer.
Joaquín probó uno de los interruptores de la pared. La luz del
techo no se encendió. En efecto, no había corriente.
Dio un par de pasos, pasó frente al vestíbulo, y vio que la
puerta de calle estaba entreabierta. Se detuvo en seco, paralizado por el
terror. ¿Todavía estaba a tiempo de volver corriendo a la piscina? No sabía si
había algún monstruo merodeando por el piso de arriba o en los alrededores de
la casa. Él recordaba haber cerrado la puerta con llave cuando volvió de la
casa de la señora Mancuso. ¿Acaso los monstruos la habían abierto cuando
entraron?
“Tranquilo –pensó-. Que la puerta esté abierta no significa que
estén por aquí”.
Seguramente estuvo así toda la noche.
Miró por la ventana. La calle estaba tranquila. Tampoco
escuchaba nada proveniente del piso de arriba. No había nada que temer.
Decidió echar un vistazo para estar seguro.
Primero subió las escaleras con cautela (todavía tenía que
sujetarse de la baranda para poder subir). Llegó al pasillo, esperó un momento
y luego empezó a revisar todos los cuartos, uno por uno. Todo estaba tal como
él lo había dejado el día anterior. El mismo desorden cotidiano, pero nada más.
No faltaba nada, no había cajones abiertos con el contenido desparramado por el
suelo, ni camas dadas vuelta. Nada extraño excepto aquel silencio cada vez más
opresivo.
Bajó y abrió la puerta de calle.
El coche de su padre seguía allí. Joaquín se preguntó si
arrancaría. Pero por el momento no iba a probarlo.
Fue hasta el portón de la entrada, quitó la tranca y salió.
Caminó hasta quedar en medio de la calle Carros. No se oía nada más que el
silbido suave y fantasmal de la brisa matutina. Las casas, la suya, la de sus
vecinos, se alzaban a los lados como enormes y olvidados dioses monolíticos que
no han sido visitados en muchísimo tiempo. Las ventanas lo miraban como ojos
cegados.
Había algo tirado en la calle, a tres metros de donde estaba. Se
acercó para verlo mejor.
Era el objeto que los monstruos habían estado manipulando. La
pirámide negra que lanzaba campos de energía verde. Estaba simplemente tirada
allí, como un despojo.
El primer impulso de Joaquín fue echar a correr, pero supo que
no era necesario. Aquella cosa no le haría ningún daño.
Se inclinó y la tocó con dedos cautos. La superficie, antes muy
lisa, se había vuelto rugosa. No solo eso, se estaba descascarando,
desprendiendo diminutos fragmentos crujientes, como una hoja de árbol seca.
La levantó. Era sorprendentemente liviana, como si estuviera
hueca. Frotó sus dedos con el polvillo negro que la pirámide desprendía. Tenía
una textura que nunca había sentido antes. No era plástico, metal, o madera
quemada. Era otro material, pero nunca sabría qué.
Se le ocurrió que si recorría la calle de punta a punta, probablemente encontraría otros
objetos como aquel, tirados sin más, ya inútiles, una vez cumplida su función.
Sus dueños los habían usado, los habían agotado y luego se he habían marchado.
A dónde, nadie lo sabía.
Ya no quedaba rastro de su paso más que esa extraña pirámide de
material indefinido, que se deshacía entre sus dedos, como un pedazo de papel
carbonizado.
Joaquín levantó la vista hacia el final de la calle, silenciosa
como un cementerio. Una nube tapó el sol que asomaba.
“Se han ido –pensó-. Todos se han ido.”
Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El viento
empezó a soplar y se las llevó.
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