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lunes, 12 de junio de 2017

La piscina

Joaquín Becerra, de once años de edad, salió al patio, sonriéndole al sol. Era una mañana de verano perfecta. Hacía el calor justo (aunque seguramente hacia el mediodía empezaría a apretar), no había una sola nube en el cielo y los pájaros llenaban el aire con la alegría de su canto.
     Contempló el paisaje que se abría delante de él. También era perfecto. El césped recién cortado (su padre lo había podado la tarde anterior) era una alfombra verde, mullida y esponjosa. Las flores que su madre cuidaba con tanto cariño se veían exuberantes, esplendorosas. Los muebles de jardín, la mesa y las sillas blancas, resplandecían con tanta intensidad bajo el sol que parecía que despidieran su propia luz. Joaquín se concentró en lo mejor de todo: la piscina. La razón por la que había salido al patio en primer lugar. Se veía increíblemente seductora. El agua era de un tono verdoso tropical y la superficie aún estaba quieta, a pesar de que toda su familia ya se encontraba allí. Su padre estaba desplegando una reposera, pronto para tumbarse en ella con una revista. Su madre ya había hecho lo propio. Estaba tendida lánguidamente, con los brazos a los costados y aquellos enormes lentes de sol redondos que le cubrían la mitad superior de la cara. A Joaquín siempre le habían parecido ridículos. Parecían ojos de mosca. Por su parte, su hermana mayor, Diana, estaba sentada en el borde de la piscina, con las piernas hundidas en el agua hasta las rodillas. Como siempre, tenía puestos los auriculares de su teléfono celular. Seguramente estaba escuchando esa música horrenda que le gustaban a ella y a sus amigas: esas bandas de niñatos que cantaban a coro canciones pop tan empalagosas y pegajosas como el algodón de azúcar. Estaba muy concentrada mirando la pantalla del aparato, algo también muy habitual. Seguramente estaba escribiéndose con alguna de sus amigas. Por supuesto, todos estaban de traje de baño: su padre tenía puesta su bermuda roja con flores amarillas. Era su favorito. Su madre, el traje entero negro que casi nunca usaba. Su hermana, el bikini rosa caramelo. Y Joaquín su bañador azul oscuro que le quedaba un poco demasiado holgado. Pero era cómodo y, lo más importante, nunca lo había traicionado: jamás se le había salido al lanzarse al agua.
     Caminó hasta la piscina. Su primera idea fue correr y lanzarse como una bomba (hubiera sido genial salpicar a su hermana), pero la calma era tan perfecta que no se atrevió a romperla.
     -¡Hola, Joaquín! –lo saludó su padre enérgicamente, dándole una palmada en la espalda-. Al fin llegas.
     -Estaba en el baño.
     -¿Te pusiste protector, Joaquín? –preguntó su madre de inmediato, mirándolo a través de las enormes gafas.
     -Sí, mamá, por supuesto –dijo Joaquín poniendo los ojos en blanco.
     Todavía sentía la piel de los brazos grasienta por la crema que se acababa de poner. Fue hasta el borde y se sentó, hundiendo las piernas en el agua, como su hermana, que, desde que Joaquín había llegado, no le había prestado la menor atención. El agua estaba fresca, invitadora. El olor a cloro que despedía era demasiado tenue como para resultar molesto. Era momento de entrar.
     Joaquín se deslizó por el borde y se hundió por completo, con los ojos cerrados. El agua se cerró sobre él con un pequeño chapoteo. Se dejó caer hasta que sus pies tocaron el fondo. Entonces abrió los ojos y miró hacia arriba. Podía ver las figuras ondulantes y difusas de sus padres. Miró a la izquierda y allí estaban las piernas de su hermana, moviéndose perezosamente. Joaquín sonrió. Sabía que no iba a poder evitar hacer lo que iba a hacer. Nadó hasta su hermana despacio, con el vientre casi pegado al fondo.
     Diana, que seguía con la mirada clavada en la pantalla de su celular sintió que algo le atenazaba el tobillo y le daba un repentino tirón. Gritó sobresaltada y estuvo a punto de dejar caer su teléfono. Se puso de pie de un salto. Miró el agua. En ese momento, la cabeza de Joaquín emergía a la superficie con el pelo empapado pegado a la frente y una sonrisa de oreja a oreja. Señalaba a su hermana y reía.
     -Cuidado con el tiburón, Diana.
     Diana lo miró con ojos chispeantes de rabia.
     -Idiota –gruñó-. Casi tiro mi teléfono.
     Joaquín rió con más fuerza.
     -Enano estúpido –dijo Diana y dio una patada en el agua para salpicarlo.
     -No te pasó nada –repuso Joaquín.
     -Niños –dijo su madre desde el otro lado de la piscina, todavía con la cara hacia el sol-. Dejen de pelear.
     -Joaquín, deja en paz a tu hermana –agregó su padre, sin dejar de leer su revista de pesca-. Sabes que no le gusta que le hagas eso.
     -Solo era una broma –dijo Joaquín.
     -Nada de bromas –advirtió mamá.
     Joaquín suspiró.
     -Está bien.
     -¿Por qué no te hundes hasta el fondo y te quedas ahí hasta que te ahogues? –le dijo Diana a su hermano.
     Joaquín rió, pero su madre exclamó escandalizada:
     -¡Diana! Eso es horrible. No vuelvas a decir algo así.
     -Pero mamá, él empezó –señaló Diana.
     -Ya lo sé, pero eso no lo justifica.
     -Diana, no más deseos malignos hacia tu hermano –agregó el padre, pasando una página de su revista-. Joaquín, no más bromas pesadas a tu hermana. Fin de la discusión.
     Diana guardó silencio. Le echó una mirada cargada de veneno a Joaquín. Luego echó a andar hacia la casa.
     -¿A dónde vas? –preguntó la madre.
     -A tomar jugo –fue la lacónica respuesta de Diana.
     Entró por la puerta corrediza de la cocina y desapareció de la vista.
     Joaquín pensó que seguramente estaría un buen rato adentro (quizá una media hora) y luego volvería a salir, cuando se hubiera calmado. Lo bueno era que ahora que su hermana no estorbaba, podría hacer un buen lanzamiento.
     Nadó hasta el borde y salió de la piscina.
     Con el cuerpo y el bañador chorreando agua, fue hasta el trampolín que estaba en el extremo. Joaquín era prácticamente el único que lo usaba de toda la familia. Su padre lo había instalado el año anterior, pero nunca había quedado convencido con el trabajo. El tablón era demasiado corto. Además era un trampolín bastante bajo, apenas tenía dos escalones. Pero a Joaquín le había gustado. Le gustaba saltar y lanzarse como una bomba. Los días muy calurosos se lanzaba una y otra vez, hasta quedar agotado. Hoy pensaba hacerlo dos, quizás tres veces.
     Subió la escalerilla y miró fijamente la piscina.
     -Cuidado –dijo el padre, que había advertido los movimientos de su hijo-. Joaquín se va a lanzar.
     La madre suspiró.
     -Hora de moverse –dijo.
     Ambos padres se levantaron y empujaron las reposeras alejándolas del agua.
     Joaquín corrió por el corto tablón y cuando llegó al borde, se impulsó dando un salto. Flexionó las piernas y las rodeó con los brazos, al tiempo que daba un giro en el aire. Por un instante vio su propia figura reflejada en la ondulante superficie del agua. Acto seguido se hundió con un sonoro ¡Splash!
     Se dejó hundir lentamente hasta el fondo. Entonces volvió a mirar hacia arriba y se impulsó con las piernas. Salió del agua con un salto elegante, como un delfín, y se dejó caer hacia atrás, satisfecho. Había sido un salto perfecto. La vuelta en el aire, la salida del agua… una acrobacia digna de un 10.
     -Mamá, papá, ¿lo vieron? –dijo, quitándose el agua de los ojos-. ¡Hice una vuelta en el aire!
     Esperaba a que sus padres lo felicitaran y hasta aplaudieran, pero no sucedió. Ya no estaban en las reposeras.
     -¿Mamá? –preguntó Joaquín en el jardín vacío.
     Tal vez habían entrado… Pero, ¿en qué momento? ¿Cuando Joaquín estaba debajo del agua? Pero no habían sido más de tres segundos. ¿Acaso se habían levantado rápidamente y habían entrado corriendo? Diana tampoco había salido aún.
     Ahora Joaquín estaba solo en la piscina.
     Una nube tapó el sol. Joaquín sintió un leve escalofrío en la espalda. Miró el cielo. Efectivamente, una nube baja estaba pasando.
     Decidió salir de la piscina. El agua chorreó de su cuerpo formando un charco alrededor de sus pies. Fue hasta las reposeras en las que habían estado sus padres hasta hacía apenas un minuto. La revista de pesca de su padre estaba tirada en el suelo, abierta, con las páginas hacia abajo. El sonriente pescador de la portada, que posaba con una caña que tenía un ril enorme, le devolvió la mirada. En la reposera de su madre, colgando del respaldo, estaba la toalla rosada que usaba habitualmente en la piscina, completamente seca.
     Joaquín se dirigió a la casa. Cruzó el jardín, pisando el acolchado césped y luego las baldosas de cerámica de la terraza. Entró en la cocina por la puerta abierta.
     -¿Mamá? –dijo.
     La cocina estaba vacía. El silencio era roto únicamente por el ronroneo del refrigerador.
     Los platos en los que habían desayunado estaban apilados en el fregadero. En el mármol, al lado de la heladera, estaba la jarra de jugo de naranja y un vaso vacío, apenas con un milímetro de líquido en el fondo. Seguramente era el vaso que había usado su hermana. Y como siempre, no había vuelto a guardar la jarra en la heladera. Joaquín lo hizo.
     -¿Mamá? –volvió a preguntar mientras cruzaba el pequeño pasillo que llevaba al living comedor.
     No hubo respuesta. Al igual que la cocina, el salón se hallaba en profundo silencio. Joaquín paseó la vista por el lugar. El televisor y el equipo de audio estaban apagados. Reinaba el desorden superficial típico de cualquier casa de familia (revistas desparramadas, prendas de ropa en los sillones, alguna taza de café de mamá o papá en la mesa), pero no había rastros de actividad reciente.
     -¿Mamá? ¿Papá?
     Joaquín esperó un instante, tratando de percibir cualquier atisbo de actividad: pasos en el piso de arriba, voces, puertas cerrándose, cualquier cosa. Pero no hubo nada.
     Fue hasta el pie de la escalera y miró hacia arriba.
     -¿Diana? ¿Dónde estás?
     Subió.
     En el corredor, todas las puertas estaban abiertas. Joaquín se asomó al cuarto de sus padres. La cama matrimonial estaba sin tender. No había nadie allí. Pasó al cuarto de su hermana. Los niñatos de las bandas de moda lo miraron desde los posters que había colgados en las paredes. Pero Diana no estaba ahí. En la cama estaba la portátil cerrada y apagada. Pero no había rastros del móvil. Diana debía tenerlo, donde quiera que estuviera. Joaquín pensó que seguramente Diana no había pasado por su habitación. Pero entonces, ¿dónde estaba? ¿Dónde estaban todos?
     -¿Mamá, dónde estás?
     Fue hasta su propio cuarto. Todo estaba tal y como lo había dejado cuando se despertó aquella mañana: la cama hecha un desorden, zapatillas y revistas de cómics tiradas por el suelo, los muñecos de colección de Star Wars en la estantería de la pared. Su silueta se reflejó parcialmente en el monitor apagado de la PC de escritorio.
     Abandonó el cuarto y por último entró al baño del piso de arriba, que era el que más usaba la familia, aunque sabía de antemano que el resultado de la búsqueda sería el mismo: nada. Percibió el tenue aroma del champú floral que usaban su madre y su hermana. Los azulejos rosados resplandecían alegremente.
     Joaquín dejó el baño y por primera vez sintió una punzada de preocupación. Si su familia le estaba gastando una broma, ya no resultaba tan graciosa. Por un instante se le ocurrió que esa podía ser la solución al enigma: tal vez Diana se estaba vengando por lo que Joaquín le había hecho en la piscina y había pergeñado con sus padres un pequeño chascarrillo: esconderse en un lugar donde él no pudiera encontrarlos. Seguramente los tres estaban apretujados en algún armario (acaso en el cuarto de los padres), tapándose la boca para contener la risa. Incluso tal vez pensaban abrir las puertas de golpe y darle un buen susto.
     Pero en el fondo, Joaquín no lo creía. Su hermana era capaz, pero dudaba que sus padres se prestaran a una broma tan complicada. Además, había otra cosa que a Joaquín no le cerraba: ¿en qué momento sus padres se habían escondido? Si cuando él se lanzó del trampolín, ellos todavía estaban en las reposeras. Los tres segundos que tardó en salir del agua no le parecían tiempo suficiente como para que sus padres se levantaran y salieran corriendo a toda velocidad. Los hubiera visto, de eso no tenía duda.
     Solo por cerciorarse, Joaquín regresó al cuarto de sus padres y abrió las puertas del armario de golpe. Una parte de él casi esperaba que sus padres y su hermana saltaran del interior gritando “¡Buuu!”, pero, como temía, eso no ocurrió. Dentro del armario no había más que ropa colgada, zapatos, cinturones, carteras, y hasta algunos sombreros. El lado izquierdo era de papá, el derecho de mamá. Los estantes inferiores, destinados a los zapatos, estaban ocupados en su mayor parte por pares pertenecientes a mamá: tacones, botas, zapatillas deportivas, hasta un par de zapatillas de ballet... De un perchero colgaban seis cinturones distintos, como exóticas pieles de serpientes. No había allí nada demasiado interesante. Joaquín cerró el armario y se marchó.
     Volvió al corredor, sintiendo que la punzada de preocupación se agudizaba. Sintió un leve ardor detrás de los ojos. Las lágrimas querían hacer su aparición. Joaquín apretó los ojos y se los tapó con una mano.
     -No seas imbécil –murmuró.
     Era estúpido y cobarde llorar. Además, no había razón alguna para hacerlo. Su familia tenía que estar en algún sitio, eso era obvio. Y no podían estar lejos. Debía haber una buena razón para que no estuvieran en la casa. Cuando los encontrara, les preguntaría cómo habían hecho para desaparecer así, como por arte de magia. La verdad es que había sido muy impresionante.
     Volvió a entrar al cuarto de su hermana, que era el que daba a la calle. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La calle Carros estaba desierta y tan silenciosa como su propia casa. No veía a sus vecinos caminando por las veredas, jugando con sus perros o andando en bicicleta.
     “Tal vez todos estén en sus piscinas”, pensó Joaquín, aunque desconocía cuántos de sus vecinos tenían una. Miró hacia el fondo de la calle donde se erigía aquel viejo caserón destartalado. Lo lúgubre del lugar desentonaba bastante con la calle soleada y agradable. Era como una mancha de oscuridad. Esa casa estaba abandonada desde hacía décadas, desde mucho antes de que Joaquín naciera. Solía ir allí con sus amigos a explorar, aunque su padre se lo tenía terminantemente prohibido. Una casa abandonada podía ser peligrosa por muchas razones: peligro de derrumbe, presencia de ratas, arañas y otras alimañas... También se decía que aquella casa estaba embrujada, pero Joaquín nunca había visto un fantasma. Sí había visto algún que otro indigente durmiendo en el suelo mugriento. Como fuera, el caso es que sus padres tampoco estaban en la calle, ni en el patio delantero. El coche de papá estaba estacionado en la entrada del garaje, justo donde lo había dejado la tarde anterior al volver del trabajo.
     Joaquín se alejó de la ventana. Bajó la escalera y se detuvo en el centro de salón, girando sobre sí mismo. Las paredes danzaban a su alrededor.
     -Mamá, papá, Diana, ¿dónde están? –dijo en voz muy alta, casi gritando.
     El sonido de su propia voz, desesperada, no le gustó para nada.
     Las lágrimas pujaron por salir otra vez, pero las contuvo.
     Fue hasta la puerta, buscó las llaves que colgaban de la placa de madera de la pared, la abrió y salió.
     Sus pies tocaron las baldosas tibias del porche. Desde allí, paseó la vista por la calle. Seguía tan desierta como cuando la había visto por la ventana del piso superior, pero desde allí, veía las cosas más de cerca. Fue hasta el portón de hierro que daba a la calle y miró por entre los barrotes, como un preso en una celda. No había rastro de actividad. No veía a sus vecinos por ningún lado. Miró la casa de enfrente. Las ventanas estaban tapadas por cortinas blancas y no podía ver el interior. No se escuchaba otro sonido que no fuera un silbido muy tenue provocado por la brisa. Ni siquiera los pájaros cantaban. Joaquín tragó saliva. Supo que no era un silencio normal.
     Volvió sobre sus pasos hasta el coche de papá. Miró por la ventanilla del conductor, poniendo las manos ahuecadas a los lados de la cara, para eliminar el reflejo. No había nadie dentro del coche.
     “¿Y qué esperabas? –pensó-. No iban a estar agazapados debajo de los asientos.”
     Fue hasta la ancha puerta de persiana del garaje. Era el único lugar de la casa que le quedaba por revisar. Se inclinó, sujetó el borde inferior con los dedos de las dos manos y empujó hacia arriba. La puerta se levantó sin mayores dificultades, subiendo sola por sus guías. Tenía un sistema automático que funcionaba con un control remoto pero hacía por lo menos tres años que se había roto y hacía por lo menos un año que el control se había perdido. Era otra de las tantas cosas que su padre decía que en algún momento iba a reparar, pero lo cierto es que no era ninguna emergencia.
     “¡Por fin los encontré!”, estuvo a punto de decir Joaquín mientras la persiana se levantaba. Pero las palabras murieron antes de salir de su boca.
     Joaquín fue recibido por la fresca humedad del garaje, perfumada con aroma a aceite de motor y removedor de pintura. Allí estaba la grasienta valija de herramientas de papá, los utensilios de jardinería de mamá, la estantería con viejas latas de pintura, la manguera enrollada colgada de un gancho en la pared, las bicicletas polvorientas apiladas en un rincón, la pelota de fútbol semi desinflada… pero su familia no estaba ahí.
     Joaquín entró, como para asegurarse, pisando el suelo lleno de manchas.
     Soltó un suspiro derrotado.
     La conclusión era tan contundente como clara: su familia no estaba en la casa. No tenía idea de dónde estaban o de por qué se habían marchado, pero el caso era que no estaban. Así de sencillo.
     No iba a encontrarlos buscando debajo de la alfombra ni abriendo los armarios de la cocina. Si quería encontrarlos, iba a tener que ampliar el área de búsqueda. Eso era elemental.
     ¿Cuál era el lugar más evidente? La casa de los vecinos, por supuesto.
     Joaquín fue hasta el portón. Buscó las llaves que había dejado en el bolsillo de su bañador, el cual ya había empezado a secarse (en ese momento cayó en la cuenta de que seguía vestido únicamente con el bañador azul, su torso y sus pies seguían desnudos) y seleccionó la correspondiente a la reja.
El portón se abrió con su chirrido característico, casi musical, que se escuchó demasiado alto en el silencio sepulcral de la calle.
Joaquín fue a la casa de los Sánchez, a la izquierda. Los Sánchez eran los vecinos con los que su familia más se relacionaba. Era un matrimonio que tenía más o menos la misma edad que sus padres, pero no tenían hijos. La madre de Joaquín y la señora Sánchez se llevaban muy bien. Iban juntas a clases de yoga. Por su parte, su padre y el señor Sánchez compartían la misma pasión por las revistas antiguas, en especial Mecánica Popular.
     Joaquín abrió el pequeño portón de madera blanca y avanzó por el camino de piedra hasta la puerta. En cierto modo la casa de los Sánchez y la suya se parecían bastante. Tocó el timbre y en seguida, golpeó la puerta con los nudillos. No quería parecer desesperado, pero lo cierto es que lo estaba. Esperó unos segundos que se hicieron eternos. Volvió a tocar el timbre y la puerta casi al mismo tiempo.
     Fue hasta la ventana, a la derecha de la puerta y miró. Las persianas bloqueaban gran parte de la vista, pero pudo ver el salón penumbroso y desierto.
     “Los Sánchez tampoco están”, pensó Joaquín, pero aún así tocó la puerta una vez más. Y también habló en voz alta.
     -¿Hola? ¿Están ahí?
     No hubo respuesta. Joaquín intuyó que si revisaba todas las casas de la calle, una por una, obtendría el mismo resultado. Pero, ¿cómo era posible? ¿A dónde habían ido todos?
     “No, no puede ser”, pensó.
     Desesperanzado, volvió a la calle. Estaba pensando cuál era el próximo paso a seguir (tal vez volver a entrar y simplemente esperar a que su familia volviera), cuando percibió movimiento en la periferia de su campo visual.
     Se detuvo en seco y giró, mirando hacia la vereda de enfrente.
     Le parecía haber visto a alguien… o algo. Una figura que se había movido con mucha rapidez. Estaba seguro de que había venido de la casa de la señora Mancuso, la viuda jubilada que vivía justo enfrente de los Becerra. La casita de Mancuso era pequeña y muy pintoresca. El techo de tejas rojas combinaba a la perfección con las paredes blanquísimas, que a esa hora del día brillaban como si emitieran su propia luz. La señora tenía un frondoso jardín lleno de flores coloridas y hasta una fuente para pájaros en la entrada. ¿Era la señora Mancuso a quien acababa de ver? Tal vez la anciana estaba trabajando en su jardín. Joaquín cruzó la calle a toda prisa.
     -Señora Mancuso –llamó-. ¡Señora Mancuso!
     Saltó a la vereda y entró por el camino de baldosas. Le había parecido ver que la señora Mancuso se había ocultado detrás del olmo que crecía en la esquina de su jardín delantero.
     -Señora Mancuso, necesito ayuda –dijo Joaquín acercándose al árbol.
     La anciana era muy agradable y muy querida en el barrio. Seguramente estaría muy dispuesta a ayudar a un niño desesperado.
     Entonces algo rodeó el tronco del olmo y enfrentó a Joaquín.
     El niño se detuvo con un sobresalto y su respiración se cortó. Sintió como si se le vaciaran los pulmones en una milésima de segundo.
     Lo que estaba delante de él no era la señora Mancuso.
Un zumbido eléctrico que surgió de la nada, llenó pronto sus oídos. Como si se hubiera parado debajo de una torre de alta tensión. Empezó a nublársele la vista. Joaquín quiso echar a correr, pero sentía las piernas rígidas, como de cemento.
     “¿Qué está pasando?”
     Lo que estaba parado frente a él dio un paso.
     Fue entonces que Joaquín reaccionó. Dio un salto hacia atrás, trastabilló y cayó sentado en el pulcro césped de la señora Mancuso. Se levantó con rápida torpeza, sin darse cuenta de lo que hacía, y echó a correr.
     Cruzó la calle dando largas zancadas. Empujó el portón de entrada de su casa con tanta fuerza que rebotó con un chasquido metálico y volvió a cerrarse. Entró en la casa y cerró la puerta con llave. Tuvo que hacer varios intentos para poder hacer girar la llave en la cerradura.
     Fue a la cocina, sin saber exactamente a donde ir y allí se quedó, de pie, tomando grandes bocanadas de aire, sintiendo cómo su corazón explotaba con cada latido.
     “Esto es un sueño –pensó Joaquín-. Estoy soñando. Solamente es una pesadilla.”
     Tenía que ser una pesadilla. No podía tratarse de otra cosa. Nada de lo que estaba ocurriendo era real (no podía ser), pero ya había tenido suficiente y quería despertar.
     Su familia debía estar en la piscina, disfrutando de la mañana estival. Sus vecinos debían estar en sus casas, haciendo planes veraniegos. La señora Mancuso debía estar cuidando su precioso jardín, con su enorme sombrero floreado para protegerse del sol y disfrutando de una sabrosa limonada.
     Lo que había visto en el jardín de la anciana no era real. No existía. Estaba solo en su imaginación. No entendía cómo podía jugarle semejante mala pasada, pero no era más que eso.
     Se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas. Las lágrimas por fin habían salido y se derramaban por su rostro de forma incontenible. Se las limpió con las manos y se miró las palmas brillantes.
     Las lágrimas eran reales. Lo sabía. Y si las lágrimas eran reales, todo lo demás era real.
     Con las manos temblorosas abrió la canilla del agua fría, se llenó las manos ahuecadas y se mojó la cara. La sensación fue muy agradable. Pero no mitigó el miedo.
     No podía quitarse de la cabeza la imagen de lo que había visto en la casa de la señora Mancuso. Cada vez que cerraba los ojos veía esa espantosa e imposible figura.
     ¿Qué era exactamente? ¿Un fantasma?
     Esa era la primera impresión que le había dado. Pero ¿y si era otra cosa? ¿Algo aún peor?
     De pronto, el zumbido eléctrico regresó, pero esta vez, mucho más agudo. Joaquín sintió que le perforaba los tímpanos. Apretó los dientes y se llevó las manos a las orejas.
     Se escuchó una especie de chasquido eléctrico y entonces vio que algo avanzaba por el salón, en dirección a la cocina.
     No era el fantasma. Se trataba de otra cosa. Una especie de cortina verdosa que iba del suelo al techo y se expandía en todas direcciones. Como un campo de energía que se extendía.
     Joaquín miró hipnotizado el resplandor verde que se dirigía a la cocina. Pasaba por encima de los muebles y los electrodomésticos y los dejaba atrás sin afectarlos, al menos a simple vista. Pero, ¿qué ocurriría si esa energía lo tocaba a él?
     Echó a correr otra vez.
     Sin tener otro lugar a donde ir, salió al jardín por la puerta de la terraza. La cortina verdosa, que zumbaba como un enjambre de abejas furiosas, le pisaba los talones.
     Joaquín corrió en línea recta, llegó al borde de la piscina y sin poder hacer otra cosa, saltó.
     Se hundió en el agua con una gran salpicadura. Cuando sus pies tocaron el fondo, levantó la cabeza y miró la agitada superficie. La cortina verdosa pasó por encima del agua, cruzando la piscina, y siguió su camino.
     Joaquín esperó bajo el agua hasta que el aire que contenían sus pulmones pareció hervir. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuarenta segundos? No iba a poder quedarse ahí abajo para siempre, eso era evidente. Pero, ¿y si el campo de energía verdosa lo alcanzaba? ¿Y si la aparición que había visto lo encontraba? Había caído en un callejón sin salida y para colmo en uno que no le permitía respirar.
     Sintiendo que la desesperación lo atenazaba, se empezó a sacudir bajo el agua, empezó a agitar brazos y piernas, como si eso fuese a mitigar su desesperación. Finalmente, sin poder aguantar más, se impulsó con las piernas hacia arriba, con la cabeza echada hacia atrás.
     Su cara salió del agua y Joaquín tomó una enorme bocanada de aire fresco. Luego se echó a toser. No quería sacar la cabeza entera del agua. Le parecía que era exponerse demasiado. Paradójicamente, el agua de la piscina, con su temperatura agradable, le brindaba ahora cierta sensación de confort y protección.
     Nadó con suavidad hacia el borde. Volvió a tomar aire y hundió la cara hasta la mitad, dejando los ojos por fuera, como un cocodrilo al acecho. Miraba hacia la casa. No había signos de movimiento o actividad. Giró en redondo, mirando el vallado que limitaba el jardín. El campo de energía había desaparecido. O se había expandido tanto que ya no estaba a la vista. Tampoco se escuchaba el zumbido eléctrico. Joaquín no se sentía diferente. Si el campo de energía había causado algún cambio en las cosas que había tocado, él no lo percibía. Las flores, el césped, las reposeras, las revistas de pesca, todo estaba como antes. Tampoco había penetrado en el agua. De eso estaba seguro. Joaquín había visto el resplandor verdoso pasar rasando sobre la superficie, pero no lo había visto dentro de la piscina. Haberse lanzado al agua había sido una buena idea, después de todo.
     Se preguntó qué hubiese ocurrido si esa extraña energía llegaba a tocarlo. Había echado a correr instintivamente en el momento en que la había visto. Eso había sido bueno. Pero, ¿y si no lo hubiese hecho? ¿Y si la cortina verde lo alcanzaba? ¿Qué hubiera pasado?
     De pronto, se le ocurrió una idea estremecedora.
     Antes de que pudiera terminar de darle forma, la figura que había visto en el jardín de la señora Mancuso se materializó en la terraza. Había salido por la puerta de la cocina.
     Joaquín abrió la boca para gritar, pero se llenó de agua. La escupió, tomó una gran bocanada de aire y se hundió de inmediato.
     Quedó sentado en el fondo, mirando hacia arriba. Veía las nubes ondulándose a través del agua.
     Esperó.
     Cada segundo se hizo eterno. El aire empezaba a hervir otra vez en sus pulmones.
     Entonces lo vio.
     La figura fantasmal se asomó por el borde de la piscina. Desde allí abajo parecía altísima. Joaquín intentó hundirse más, pero el fondo se lo impedía. Se tendió, quedando acostado boca arriba, con los dientes apretados.
     La aparición miraba hacia un lado y hacia otro. Luego, bajó la cabeza, mirando el agua. Joaquín deseó que el agua se volviera negra como el petróleo. Hundió la cabeza entre los hombros y se puso rígido.
     Ver el rostro de aquella cosa era horrible, pero verlo distorsionado por el agua, era aún peor.
     Pero, la cosa, ¿podía verlo a él?
     Parecía estar mirando la superficie con indecisión. Extendió una mano larga de dedos delgados y tocó el agua. Los dedos se hundieron despacio, con cautela, explorando. Se movieron despacio, agitando el agua. No llegaron a tocar a Joaquín, que estaba demasiado abajo. Al cabo de un momento, la mano subió.
     La criatura se irguió y se marchó, desapareciendo del acuoso campo visual de Joaquín.
     Joaquín esperó unos segundos más, para asegurarse. Luego, empezó a ascender muy despacio. Volvió a asomar la cabeza lo suficiente como para poder respirar. Tomó aire intentando ser lo más silencioso posible.
     Vio a la aparición dirigiéndose de nuevo a la casa. Su manera de moverse era tan extraña que provocaba escalofríos. Una pierna se estiraba hacia delante de manera grotesca y luego el cuerpo entero se movía. Joaquín todavía no podía decidir qué era aquello. Se trataba de un ser extremadamente delgado con unas piernas larguísimas, como de insecto, que se flexionaban en varias direcciones cada vez que las movía. Los brazos también eran largos y delgados y terminaban en manos de tres dedos que más bien parecían tentáculos. La cabeza era como una calabaza alargada. Los ojos eran manchas totalmente negras que no tenían forma alguna. La boca era como una cicatriz abierta y ondulante. Carecía de labios. La piel era gris verdoso y de un aspecto muy extraño: era semitransparente y movediza. Parecía reptar sobre el cuerpo del ser. Como un organismo independiente.
     “Es un extraterrestre –pensó Joaquín-. Un fantasma extraterrestre”.
     La idea le parecía descabellada y acertada a la vez.
     La criatura se volvió al llegar a la terraza. Joaquín pudo ver que llevaba algo en las manos. Manipulaba un objeto de forma piramidal totalmente negro. Los dedos-tentáculos se movían sobre él como serpientes.
     De pronto, otra figura emergió de la penumbra de la cocina. Joaquín contuvo la respiración, sofocando un gemido. Volvió a hundir la cabeza en el agua un instante y luego volvió a sacarla. Había más de una de esas cosas. ¿Cuántas había en total? ¿De dónde venían y qué era lo que querían? Joaquín sintió los fríos dedos del terror apresando su corazón.
     El ser recién llegado se enfrentó al primero. Sus bocas se abrieron, pero no se movieron. Joaquín escuchó una serie de sonidos vibrantes y ecos. Recordó un juguete que tenía cuando era más chico. Era un micrófono que podía distorsionar la voz y producir eco. La voz de esos seres era algo similar a usar aquel micrófono. Joaquín intentó descifrar alguna palabra, pero le fue imposible. No podía identificar ninguno de los fonemas, si es que de fonemas se trataba.
     El alien que tenía la pirámide negra en la mano se la entregó a su compañero. Este la observó detenidamente, manipulándola, como si buscara un botón para hacerla funcionar, a pesar de que las paredes eran totalmente lisas.
     De pronto, el zumbido eléctrico se hizo oír otra vez. De la pirámide emergió un cono de luz verdosa que se agrandó rápidamente y empezó a expandirse. El campo de energía de nuevo. El cono se estiró hasta convertirse en una muralla de unos tres metros de alto que se expandió por el jardín.
     Joaquín volvió a sumergirse en el acto. Otra vez, mirando hacia arriba, divisó la cortina verde pasando sobre el agua.
     Esperó unos segundos antes de volver a salir.
     Las criaturas estaban entrando en la cocina. Rápidamente desaparecieron de la vista.
     Joaquín suspiró y notó que estaba temblado. No tenía frío, pero no podía evitar que todo su cuerpo se agitara. Querías salir del agua, pero era tan seguro como quitarse el traje especial en la Luna. La piscina parecía ser el único lugar en donde podía estar relativamente a salvo. Por ahora.
     Estaba claro que por alguna razón, la energía que despedía ese artefacto piramidal no podía atravesar el agua. Aquellos seres tampoco podían ver a través de ella. Joaquín se preguntó cómo veían. Las manchas oscuras que tenían por ojos no parecían estructuras demasiado complejas. Tal vez no podían hacer mucho más que distinguir entre luz y oscuridad. Tal vez veían en un espectro totalmente distinto al del ser humano. Era posible que el agua la vieran como una gran masa negra impenetrable, o como un espejo que reflejaba toda la luz sin absorberla. Como fuera, el agua lo protegía.
     Volvió a la idea que se le había estado ocurriendo antes de que la criatura saliera al patio. Recordó el momento preciso en el que se había lanzado del trampolín. Sus padres estaban en sus reposeras y su hermana adentro. Y él en el agua. Se imaginó que en el instante en el que se sumergió, la muralla de energía había barrido el jardín y toda la casa, mientras su familia estaba expuesta. Diana debía haber sido la primera. Seguramente uno de los monstruos se había parado en la calle, frente a la casa y había disparado su arma mortal. Debían haber hecho lo mismo en todas las casas de la calle Carros. El rayo debía haberse expandido lo suficiente para llevarse a sus padres. Joaquín pensó qué debieron haber sentido ellos y su hermana cuando la energía verde los envolvió. ¿Sintieron dolor? ¿Sufrieron? Se echó a temblar con más fuerza. Como fuera, él había tenido la “buena suerte” de haber estado bajo el agua, justo en el momento crucial. Esos dichosos tres segundos que había pasado sumergido le habían salvado la vida. Si hubiese decidido lanzarse del trampolín un segundo antes, hubiera corrido la misma suerte que su familia. Ahora entendía que ellos simplemente no se habían levando y se habían ido. No estaban ocultos en el armario ni debajo de ninguna cama.
     A continuación pensó en lo silencioso que estaba todo. Por lo general, una mañana de verano, aunque fuera tranquila, estaba llena de ruidos: los pájaros cantaban alegres, las moscas, abejas y demás insectos zumbaban, hasta se escuchaban ladridos de perros que de seguro estaban jugando con sus dueños… pero ahora todo era un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por un silbido muy tenue producido por la brisa ocasional. El rayo verde debía haberse llevado más que a su familia y vecinos. Al parecer había arrasado con todos los animales. Por el contrario, las plantas estaban intactas. Joaquín paseó la vista por el jardín: las flores de su madre seguían igual, el césped estaba tan verde y esponjoso como siempre, los árboles se veían frondosos y sanos. Al parecer el rayo solo afectaba a los seres vivos pertenecientes al mundo animal. Era curioso. ¿Afectaría también a los electrodomésticos? ¿La radio, la televisión, el microondas? Joaquín no había podido comprobarlo cuando estaba dentro de la casa, pero suponía que sí.
     También se preguntó cómo habían entrado a la casa. Si él había cerrado la puerta con llave. Tal vez se habían colado por alguna ventana abierta. Su cuerpo se veía tan elástico y flexible que de seguro no tenían problemas para meterse por recovecos estrechos. Eso era lo de menos. El caso era que estaba completamente solo e indefenso.
     Pero, ¿de verdad estaba completamente solo?  ¿Aquellas dos criaturas habían arrasado con la calle entera? ¿No había nadie más en la piscina? ¿O en la ducha? ¿O en la bañera? Se preguntó si la calle Carros había sido la única afectada. ¿Habrían atacado todo el barrio? ¿Toda la ciudad? ¿Todo el país? ¿El mundo entero? Lo último le parecía poco probable, al menos por el momento. Tenía que haber alguien más en algún sitio. Alguien más debía haber descubierto que el agua podía protegerlo. Si él, un simple niño de once años lo había hecho, ¿por qué otros no? Pero si había más gente, iba a tener que buscarla. Y salir de la piscina le parecía una pésima idea, aún. Las criaturas andaban rondando, de eso estaba seguro.
     Seguía temblando, pero con más suavidad que antes. Pensar, preguntarse y sacar conclusiones lo había calmado, de cierta manera. Aunque tenía más preguntas que respuestas.
     ¿Qué debía hacer ahora? Salir de la piscina estaba descartado. ¿Quedarse allí, esperando? Pero, ¿esperando qué?
     Se preguntó qué hora sería. Miró el cielo. El sol estaba alto. Debía ser mediodía. De pronto, sintió un rugido en su estómago. Tenía hambre. Recordó que no había comido nada aún. Desde que se había levantado. Ni siquiera había desayunado, porque la piscina era todo lo que tenía en mente cuando se despertó. Pero no iba a salir de la piscina para ir a buscar un bocadillo a la heladera. Iba a tener que aguantar.
     Tenía los brazos apoyados en el borde. Sus pies se movían perezosamente en el agua.  Miraba fijamente a la cocina, a la espera de que las criaturas volvieran a salir. El sol había empezado a calentarle la cabeza. Su pelo se estaba secando. Se hundió brevemente para refrescarse y volvió a salir.
     Esperar. No podía hacer otra cosa que esperar. Pero, ¿cuánto? ¿Y para qué? No lo sabía. Trató de no pensar en nada, de no concentrarse en nada en absoluto. Le pareció que así el tiempo podía pasar más rápido. Escuchaba el murmullo de las hojas de los árboles movidas por el viento. Nada más. Ni voces, ni pasos, ni ruidos de ninguna otra especie.
     Y así pasó el tiempo. Una hora y unos minutos. Cada tanto, Joaquín se movía, nadando en círculos en la piscina, para evitar que se le entumecieran los músculos. Al pasar la hora ya tenía las yemas de los dedos arrugadas y muy blancas. De pronto, lo asaltaron unas repentinas ganas de orinar. Empezó a moverse a un lado y a otro, inquieto. Se le ocurrió salir de la piscina e ir corriendo al baño, pero le pareció tan peligroso como meter la mano en un cesto lleno de serpientes. Tal vez no fuera necesario entrar en la casa; con alcanzar uno de los arbustos del jardín sería suficiente. Además, estaría lo suficientemente cerca de la piscina para volver si los monstruos volvían a aparecer.
     Fijó la mirada en uno de los crategus que crecían a la izquierda, pegados a la valla. Era un buen lugar, muy cercano. Joaquín se empujó con los brazos y sacó una pierna fuera del agua. Fue en ese momento en que vio a los monstruos salir. Esta vez no eran dos. Eran tres.
     El corazón le dio un vuelco. Gimió ahogadamente y se dejó caer de inmediato en el agua, hundiéndose otra vez. Tocó el fondo y allí se quedó, preguntándose si lo habían visto. No lo creía. Los tres habían salido de la cocina hablando entre sí. Tal vez habían escuchado el chapoteo, pero él había sido muy rápido. Además, bajo el agua estaba a salvo. ¡Pero no se habían marchado! O si lo habían hecho, ahora estaban de vuelta. Si se le hubiese ocurrido salir un momento antes…
     Esperó bajo el agua un segundo tras otro, mirando hacia arriba. Entonces tres figuras ondulantes aparecieron en la superficie. Joaquín apretó los dientes. No pudo evitar que algunas burbujitas escaparan de su boca y ascendieran.
     Los tres monstruos se miraron entre sí. Joaquín escuchaba los ecos distorsionados de sus voces. Luego uno de ellos metió la mano en el agua y movió los largos dedos. Parecía estar explicándoles a los otros dos lo que estaba haciendo. Otro de ellos también metió la mano y la removió. Joaquín vio los dedos como tentáculos enroscándose muy cerca de él. Se acostó boca abajo en el suelo y se movió muy despacio, alejándose. Nadó moviendo apenas los pies, hasta que su cabeza tocó la pared de la piscina. Se detuvo y siguió la pared hasta el rincón. Allí se quedó mirando como aquellos dedos irreales tanteaban el agua.
     A continuación, el segundo que había hundido la mano, se inclinó hacia adelante, doblándose sobre sí mismo y hundió la cabeza. Joaquín vio ese óvalo alargado girando a un lado y después al otro. Las manchas negras que tenía por ojos ondulaban bajo el agua. De su boca sin labios salieron un par de diminutas burbujitas. Joaquín se encogió en el rincón, flexionando las piernas y pegándolas al pecho. Hundió la cabeza entre los hombros. Nunca había deseado con tanta fuerza ser invisible como en ese momento.
     La cabeza volvió a girar a un lado. Luego al otro. Finalmente, subió. El monstruo habló con sus compañeros. Seguramente les estaba comunicando lo que había visto. ¿A él? ¿Había logrado ver a Joaquín a través del agua? Los otros dos lo escuchaban con atención. Parecían muy interesados. Joaquín casi esperaba que los tres se lanzaran al agua en picada y nadaran a toda velocidad hacia él. Seguramente lo sacarían a la fuerza, o lo matarían allí mismo, bajo el agua. El corazón del muchacho bombeaba con tanta fuerza que podía escucharlo retumbar en sus tímpanos, como un tambor. Pero las tres criaturas se marcharon. Se alejaron del borde y desaparecieron del campo visual de Joaquín. Él quiso esperar, pero ya no podía. Cuánto tiempo había estado aguantando la respiración? Le parecía que mucho más de un minuto. Sin embargo, se irguió con delicadeza y volvió a asomar tan solo la cara por encima de la superficie. Abrió la boca todo lo que pudo y tomó una enorme bocanada de aire fresco. Hizo un espantoso ruido ahogado y rasposo, pero no pudo evitarlo.
     Inspiró y exhaló varias veces. Lentamente, dejó que su cuerpo flotara, como haciendo la plancha. Dejó pasar varios minutos. Luego, por fin, sacó la cabeza del todo. Nadó despacio hasta el borde. Los monstruos se habían ido.
     “Por ahora”, pensó. No podía saber si iban a regresar en algún momento o no. Tal vez el que había hundido la cabeza no había visto nada. Le parecía lo más probable. Seguramente esa extraña sustancia líquida les llamaba mucho la atención, pero habían decidido dejar la piscina en paz… pero claro, nunca se sabía.
     Las ganas de orinar volvieron con toda su fuerza. Pero Joaquín no hizo intentos por salir de la piscina e ir al arbusto. No quería. No después de lo que había pasado. Comprendió que se había salvado por un pelo. Cerró los ojos, sintiendo el escozor de las lágrimas. No pudo contenerlas. Las lágrimas salieron casi al mismo tiempo que la orina. Sintió una desagradable tibieza rodeando su entrepierna, al tiempo que las lágrimas rodaban por sus mejillas. La piscina tenía mucha agua, pero la orina se expandiría con rapidez. No podía hacer nada por evitarlo. Sollozando, nadó hasta el borde opuesto, buscando aguas más frescas.
     Las horas pasaron, una tras otra. El sol fue cayendo, muy, muy despacio, detrás del jardín. El cielo se tiñó de un naranja cada vez más intenso, como un metal calentándose en el fuego. Joaquín, con la espalda apoyada en la pared de la piscina y los brazos extendidos afuera, sobre el borde, flotaba, inerme, lánguido como una medusa, las piernas extendidas hacia adelante. Los ojos se le cerraban y el pugnaba por mantenerlos abiertos. El hambre lo acosaba de a ratos, provocándole golpes de ardor estomacal. Además, tenía sed. Sentía el paladar extremadamente seco. La lengua se pegaba a él como un velcro. Había pensado en tomar un poco de agua de la piscina, pero se resistió. No lo haría hasta que fuese absolutamente necesario. No pensaba beberse ese coctel de cloro, orina y sudor a menos que fuera una emergencia.
     En un momento, echó la cabeza hacia atrás, sin darse cuenta, y dormitó unos minutos, sintiendo un intenso calor en el parte superior de la cabeza y la nuca. Tuvo un sueño confuso y convulso, en el que figuras sin forma alguna se arrastraban en la oscuridad y proferían gritos horrendos e ininteligibles. Se despertó de golpe, estremeciéndose como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Miró en derredor, desconcertado. Estaba solo. No había rastros de los monstruos.
     Nadó despacio hacia un extremo y luego hacia el otro de la piscina para despejarse. No quería volver a dormirse. Iba a tener que moverse cada cierto tiempo.
     El cielo pasó del naranja al rojo detrás del jardín, como si estuviese derramando sangre. Las sombras se alargaron y se hicieron más oscuras.
     Joaquín nadaba dando una vuelta por la piscina durante un par de minutos, paraba, se acercaba al borde, donde se quedaba flotando veinticinco minutos o media hora, hasta que sentía que el cansancio volvía a aparecer y entonces se ponía a nadar otro par de minutos.
     Así estuvo hasta que anocheció. El ocaso había sido larguísimo, el más largo de toda su vida.
     Cuando el cielo se oscureció por completo, empezó a tiritar. Había comenzado a sentir frío. Se miró las manos. Eran manchas blancas muy pálidas, que estaban arrugadas no solo en las yemas de los dedos, sino en las palmas también, con surcos muy profundos. Notó que habían empezado a dolerle las articulaciones, sobre todo las rodillas y los hombros.
     Sabía que el cansancio iba a vencerlo tarde o temprano. No podía luchar contra él eternamente. El jardín estaba totalmente oscuro, solo iluminado por la luna. No había nadie que encendiera las luces exteriores. Y las interiores tampoco. La casa era una masa negra de oscuridad, cuyas ventanas resplandecían débilmente. Todas las casas de la calle Carros debían tener el mismo aspecto, oscuro, silencioso, siniestro.
     ¿Y dónde estaban los monstruos? ¿Se habían marchado ya? ¿O seguían rondando por ahí?
     Hacía por lo menos cinco horas que no los veía.
     “Se han ido –pensó-. Definitivamente, se han ido”.
     Pero, ¿y si no era así?
     Sin estar seguro de si debía o no, Joaquín apoyó las manos en el borde y usó los brazos para impulsarse. No terminaba de decidir si iba a salir definitivamente o no. Los brazos le temblaron violentamente mientras lo sostenían, rígidos. Sentía el cuerpo muy pesado, como si estuviera relleno de plomo bajo la piel.
     De pronto, escuchó un crujido. ¿Había venido de algún lugar del jardín o eran tan solo sus ateridos huesos? No lo dudó un instante, inmediatamente, se dejó caer en el agua y se hundió. Permaneció un momento así, inmóvil, mirando la luna ondulante a través de la superficie, hasta que no pudo aguantar más la respiración y tuvo que salir. Se asomó mirando en derredor. No había nada, al menos a simple vista. Aunque, claro, no podía estar seguro con tanta oscuridad. No podía ver mucho más allá de un par de metros de la piscina, todo lo engullía rápidamente la negrura. No tenía idea de lo oscuro que podía ser su jardín trasero por la noche. Es que nunca lo había visto sin luces, excepto durante algún apagón esporádico. Era casi como estar perdido en el medio de un bosque extraño.
     La oscuridad lo rodeaba, pero dentro de la piscina aún se sentía protegido. El agua, a pesar de que lo enfriaba cada vez más, tenía el mismo efecto que las sábanas de su cama durante la noche: lo protegían de los monstruos.
     Se acercó al borde y se sujetó con los blanquísimos dedos de una mano, flotando, moviendo los pies y la otra mano perezosamente. Pensó que lo peor de todo no era la oscuridad, sino el silencio. No escuchaba absolutamente nada. Ni grillos, ni ranas, ni búhos, ni siquiera el aleteo de alguna mariposa nocturna. Solo el sonido sordo y profundo de su propia respiración y el ocasional chapoteo de sus manos en el agua. Era un silencio ensordecedor, desesperante.
     “Mamá, papá, Diana, ojalá estuvieran aquí”, pensó y se dio cuenta que lo dijo en voz alta. En ese momento, escuchar sus voces era lo que más deseaba en el mundo. Quería escuchar a su hermana reír. Hasta ese momento no había pensando en lo hermosa que era la risa de Diana.
 Procuró moverse un poco para despejarse. Y para llenar el silencio, al menos en parte.
     La noche avanzó hasta transformarse en madrugada y esta siguió su curso, eterna. La luna acompañó a Joaquín durante todo ese tiempo, lo observó nadar cada vez más despacio y cada vez con menos frecuencia. Haciendo largas pausas aferrado al borde de la piscina. Sus temblores fueron cada vez más frecuentes, fuertes e incontrolables. Sus dientes empezaron a entrechocar. De pronto, el agua le pareció extremadamente fría, como si estuviese nadando en pleno invierno. Había empezado a dolerle la garganta, sobre todo por la falta de líquido. Comprendió que avanzaba inexorablemente hacia la deshidratación. Iba a tener que hacer lo que había estado postergando todo ese tiempo.
     Fue alrededor de las cuatro de la mañana que abrió la boca y bebió un gran buche de agua. Se llenó los carrillos todo lo que pudo, esperó exactamente un segundo y entonces tragó. Lo hizo lo más rápido que pudo, cerrando los ojos, tratando de no prestar atención a los posibles sabores que pudiera sentir. El agua pasó por su reseca garganta, bajó por el esófago e impactó en su estómago como una bomba de frescura. Durante un breve instante tuvo una insólita sensación de bienestar. Su estómago, vacío desde hacía casi veinticuatro horas, aceptó agradecido el buche de agua. Aprovechó ese instante de extraño placer para beberse otro buche, este más pequeño. Luego tosió. La sensación agradable desapareció de inmediato. Un regusto a cloro subió por su garganta. Eructó. Luego tuvo una arcada. Aterrado, pensó que iba a vomitar (lo único que le faltaba, nadar entre su propio vómito), pero no ocurrió. Su estómago lo traicionó, contrayéndose con violencia. Se había dado cuenta de que el agua no era tan fresca y deliciosa en realidad. Joaquín hizo otra arcada. Escupió en el borde de la piscina. Luego empezó a respirar ahogadamente, por la boca. Apoyó la cabeza en el borde y se quedó así un buen rato, procurando que su estómago se tranquilizara. No iba a poder quedarse allí hasta beberse toda la piscina.
     Al cabo de un rato, cuando su respiración se normalizó y su estómago se calmó, Joaquín cruzó los brazos sobre el borde de la piscina, apoyó la cabeza y cerró los ojos. Ya no podía hacer nada por evitarlo. El agotamiento lo había embestido como un tren. Su mente le decía que se mantuviera despierto, que volviera a nadar otro rato, pero su cuerpo no podía. Simplemente no podía.
     Se durmió.
     Despertó sobresaltado una hora después. Se hundió en el agua y salió rápidamente. Miró en derredor, desconcertado. ¿Había soñado? No estaba seguro. Tenía idea de que había visto a su madre, de que ella lo llamaba desde la casa y él se alegraba mucho de escuchar su voz. Pero, ¿había sido real?
     El jardín estaba bañado por una pálida luz lechosa. Pronto el sol asomaría por encima de la casa y lo iluminaría con su cálida luz. Por el momento la casa tenía un aspecto frío y extraño. Las ventanas seguían opacas, llenas de penumbra.
     Todo estaba tan silencioso como antes. Nada de pájaros cantando alegremente al sol que asomaba. El silencio muerto y desesperante seguía reinando en el jardín.
     Joaquín carraspeó y sintió ardor en la garganta otra vez. Luego comenzó a tiritar. No se sentía mucho más descansado que antes de quedarse dormido. Movió los brazos ateridos. Sus huesos crujieron como los de un viejo. El estómago le ardía de forma brutal.
     “Tengo que salir –pensó-. No puedo quedarme aquí más tiempo. Tengo que salir”.
     Sabía que si se quedaba en la piscina moriría. Pero, si salía, los monstruos lo atraparían.
     ¿De verdad? Hacía muchas horas que no los veía. No habían regresado desde la última expedición a la piscina. Dudaba que estuvieran merodeando por la casa. Los hubiera visto o escuchado.
     “Deben estar lejos. Muy, muy lejos.”
     De pronto, el miedo de que lo atraparan no era tan grande como el miedo de morir de hambre o deshidratación y acabar flotando en el agua con la piel arrugada como una pasa. La segunda opción se había vuelto la más plausible y cercana. La piscina, que lo había ocultado de los monstruos, iba a convertirse en su ataúd.
     Definitivamente, era hora de salir.
     Avanzó despacio hasta la escalerilla de aluminio. Usualmente salía por cualquier sitio, apoyando las manos en el borde y levantando las piernas, pero ahora no tenía fuerzas para eso. Iba a necesitar un apoyo y era posible que también un andador.
     Se aferró a los tubos de la escalera con ambas manos y se impulsó. Sus brazos temblaron como ramas secas de árbol agitadas por una ventisca.
     “¡No te sueltes!”
     Colocó un pie en un escalón. Luego el otro en el siguiente. Subió los tres escalones muy despacio. Por fin puso un pie en el suelo de baldosas que rodeaba la piscina. Luego el otro. Su cuerpo trémulo chorreaba agua que formó un charco alrededor de los pies. Esperó unos instantes, con las manos fuertemente cerradas alrededor de la barandilla y finalmente se soltó. Se tambaleó, dio un paso vacilante y cayó de rodillas en el césped fresco, todavía húmedo por el rocío. Notó que su piel había perdido gran parte de la sensibilidad.
     Se sentía como una criatura marina que ha pasado toda su vida en altamar y pisa tierra firme por primera vez.
     Pensó en quedarse allí un momento, quizá unos minutos, hasta recuperar fuerzas, pero no quiso hacerlo. Tenía que levantarse.
     “Vamos. ¡Arriba!”
     Se irguió despacio. Dejó que sus pies se asentaran bien en el suelo. Extendió los brazos a los lados como un equilibrista y luego echó a andar, arrastrando los pies sin despegarlos del suelo. Sintió un millón de pequeñas contracturas en los músculos de las piernas y un extraño hormigueo por todo el cuerpo. La sensibilidad perdida estaba regresando.
Caminaba con la espalda encorvada, como un viejo. Su piel se había vuelto de un blanco pálido notable y tenía los labios y las puntas de los dedos casi tan azules como el bañador.
     El camino hasta la entrada de la cocina se le hizo eterno. Pero llegó. Fue entonces cuando decidió empezar a caminar de manera normal, levantando un pie y luego el otro.
     Entró en la penumbrosa cocina, tiritando, frotándose los brazos con las manos. Sus manos estaban tan arrugadas que producían un desagradable sonido rasposo al frotar la piel.
Todo estaba sumido en un silencio sepulcral. Ni siquiera escuchaba el monótono ronroneo de la heladera. Fue hasta ella y la abrió. La luz interior no se encendió. Parecía que no había corriente. Echó un rápido vistazo al microondas. El reloj digital estaba apagado.
     Joaquín sacó la jarra de jugo. Todavía estaba fría. Pese a estar apagada, la heladera había conservado bien la temperatura. Tuvo que sujetarla con ambas manos, porque temblaba tanto que tuvo miedo de dejarla caer. Además era increíblemente pesada. Abrió la boca e inclinó la jarra despacio.
     El jugo artificial sabor naranja le supo a gloria. Se convirtió en el néctar más delicioso que había probado en su vida. El líquido dulzón bajó por su garganta y esta vez su estómago lo recibió sin problema alguno. Joaquín se bebió casi toda la jarra, en largos y temblorosos tragos. Sintió que las fuerzas volvían lentamente. Cuando terminó, sus temblores fueron menos pronunciados.
      Buscó en la heladera algo de comer. Algo fácil que no requiriera cocción. Encontró un poco de jamón y queso envueltos en celofán en el fondo del refrigerador. Buscó el pan que estaba en la panera arriba de la heladera, una barra de pan que empezaba a endurecerse, y devoró todo sin siquiera molestarse en hacerse un sándwich. Engullía las fetas de queso y jamón directamente del paquete y le daba grandes mordiscos al pan.
     Comió vorazmente, como un salvaje, vestido únicamente con su taparrabo azul.
     Cuando terminó (se le acabó el fiambre y el queso mucho antes que el pan) soltó un sonoro y largo eructo que resonó en la quietud de la casa. Si su madre lo hubiese escuchado lo hubiera reprobado duramente.
     Fue a la sala. Estaba desierta. Unos tímidos rayos de sol matinal entraban por las ventanas, pero todo estaba bañado en la misma luz extraña del amanecer.
     Joaquín probó uno de los interruptores de la pared. La luz del techo no se encendió. En efecto, no había corriente.
     Dio un par de pasos, pasó frente al vestíbulo, y vio que la puerta de calle estaba entreabierta. Se detuvo en seco, paralizado por el terror. ¿Todavía estaba a tiempo de volver corriendo a la piscina? No sabía si había algún monstruo merodeando por el piso de arriba o en los alrededores de la casa. Él recordaba haber cerrado la puerta con llave cuando volvió de la casa de la señora Mancuso. ¿Acaso los monstruos la habían abierto cuando entraron?
     “Tranquilo –pensó-. Que la puerta esté abierta no significa que estén por aquí”.
     Seguramente estuvo así toda la noche.
     Miró por la ventana. La calle estaba tranquila. Tampoco escuchaba nada proveniente del piso de arriba. No había nada que temer.
     Decidió echar un vistazo para estar seguro.
     Primero subió las escaleras con cautela (todavía tenía que sujetarse de la baranda para poder subir). Llegó al pasillo, esperó un momento y luego empezó a revisar todos los cuartos, uno por uno. Todo estaba tal como él lo había dejado el día anterior. El mismo desorden cotidiano, pero nada más. No faltaba nada, no había cajones abiertos con el contenido desparramado por el suelo, ni camas dadas vuelta. Nada extraño excepto aquel silencio cada vez más opresivo.
     Bajó y abrió la puerta de calle.
     El coche de su padre seguía allí. Joaquín se preguntó si arrancaría. Pero por el momento no iba a probarlo.
     Fue hasta el portón de la entrada, quitó la tranca y salió. Caminó hasta quedar en medio de la calle Carros. No se oía nada más que el silbido suave y fantasmal de la brisa matutina. Las casas, la suya, la de sus vecinos, se alzaban a los lados como enormes y olvidados dioses monolíticos que no han sido visitados en muchísimo tiempo. Las ventanas lo miraban como ojos cegados.
     Había algo tirado en la calle, a tres metros de donde estaba. Se acercó para verlo mejor.
     Era el objeto que los monstruos habían estado manipulando. La pirámide negra que lanzaba campos de energía verde. Estaba simplemente tirada allí, como un despojo.
     El primer impulso de Joaquín fue echar a correr, pero supo que no era necesario. Aquella cosa no le haría ningún daño.
     Se inclinó y la tocó con dedos cautos. La superficie, antes muy lisa, se había vuelto rugosa. No solo eso, se estaba descascarando, desprendiendo diminutos fragmentos crujientes, como una hoja de árbol seca.
     La levantó. Era sorprendentemente liviana, como si estuviera hueca. Frotó sus dedos con el polvillo negro que la pirámide desprendía. Tenía una textura que nunca había sentido antes. No era plástico, metal, o madera quemada. Era otro material, pero nunca sabría qué.
     Se le ocurrió que si recorría la calle de punta  a punta, probablemente encontraría otros objetos como aquel, tirados sin más, ya inútiles, una vez cumplida su función. Sus dueños los habían usado, los habían agotado y luego se he habían marchado. A dónde, nadie lo sabía.
     Ya no quedaba rastro de su paso más que esa extraña pirámide de material indefinido, que se deshacía entre sus dedos, como un pedazo de papel carbonizado.
     Joaquín levantó la vista hacia el final de la calle, silenciosa como un cementerio. Una nube tapó el sol que asomaba.
     “Se han ido –pensó-. Todos se han ido.”
     Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El viento empezó a soplar y se las llevó.

     

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