PRIMERA
PARTE
1
El
sábado 19 de julio, mi amiga Melina y yo fuimos a ver una película.
Quedamos en encontrarnos en el Moviecenter de Portones (que queda
bastante más cerca de mi casa que de la de ella) a eso de las seis y
media de la tarde.
Llegué
allí a las seis y veinticinco y me senté en un banco a esperarla,
pero un segundo después, la vi. Estaba parada en un rincón, junto
al cartel de una película (no la que nosotros íbamos a ver),
hablando por celular. Noté que junto a ella, estaba Juancho, nuestro
amigo en común. Juancho miraba a Melina con una expresión
divertida, como si acabara de contarle algo gracioso, o estuviera a
punto de hacerlo. Ellos me vieron y me hicieron señas con la mano
para que me acercara.
Yo
lo hice, tratando de esquivar a la gente que se cruzaba en mi camino.
El cine estaba bastante lleno a esa hora. Era normal, porque era
sábado y además, en plenas vacaciones. El lugar estaba atiborrado
de niños que correteaban de un lado a otro, gritaban, se reían, se
peleaban y se arrojaban pop, como si fueran balas. Había largas
colas en las boleterías y otras en el puesto de comida. En ese
momento, pensé que hubiera sido mejor que alquiláramos una película
en DVD para verla en casa. Pero ya estábamos en el cine e íbamos a
quedarnos.
Saludé
a mis amigos y nos pusimos a hablar de cualquier cosa, mientras
esperábamos a que empezara la película. Hablamos del tiempo, que
era inusualmente cálido para la época, de los estudios, de las
películas que estaban proyectando en el cine y de vuelta al tiempo.
De
pasada, les conté que hacía dos días había ido a visitar a Elliot
Herman, un amigo en común. Hacía tiempo que no lo veíamos, Melina
sobre todo.
—¿Y
cómo está? —preguntó ella sin mayor preocupación. Elliot y
Melina en realidad, no eran exactamente amigos. De hecho, los únicos
amigos de verdad que tenía Elliot eran la computadora, los juegos en
red y las consolas de Play Station.
—Está
bien, creo —dije, encogiéndome de hombros—. Como siempre,
encerrado en su cuarto, jugando, jugando, jugando...
Melina
hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, como diciendo: “ya
conozco el asunto”.
Unos
minutos después, se empezaron a formar las filas para entrar en las
salas. Nosotros estábamos cerca de las escaleras que conducen a las
salas y fuimos de los primeros en formarnos.
Nos
tocaba la sala seis, que quedaba casi al final del pasillo.
Cuando
pasamos y nos dirigimos a la sala, tuve una sensación extraña. No
podría describirla de manera exacta, por más que lo he intentado.
Fue parecido a estar en un lugar completamente a oscuras y que de
pronto se enciendan luces muy potentes. No fue precisamente así,
pero es la descripción más aproximada a la que puedo llegar.
Lo
que sí puedo decir es que la sensación fue tan intensa, que me
detuve de golpe, parpadeé, como si estuviera deslumbrado y me llevé
una mano a la frente. Fue una reacción lo suficientemente llamativa
como para que Melina y Juancho se volvieran a mirarme.
—¿Qué
pasa? —me preguntó Melina—. ¿Estás bien?
—Sí
—dije—. No pasa nada. Sólo fue un mareo.
—¿Un
mareo? —preguntó Melina, con recelo. Era evidente que estaba
preocupada.
—Sí.
Ya se me pasó. —Intenté sonreír—. Creo que es por estas luces.
Cada vez que entro en un shopping me siento mareado. No sé por qué.
Volví
a sonreír. Pero era evidente que a Melina mi explicación no le
satisfacía. Y a mí tampoco.
—Vamos
—dije—. Antes de que ocupen los mejores asientos.
Reanudamos
la marcha y en ese momento, un par de las lámparas que había en la
pared, irradiando una cruda luz blanca, parpadearon y emitieron un
zumbido, como si tuvieran problemas de tensión.
2
La
película transcurrió bien durante la primera media hora, pero a
partir de ahí, cayó en picada. Se volvió monótona, aburrida. Y yo
no era el único que tenía esa opinión. A mi izquierda, Juancho
había empezado a bostezar y Melina parecía más interesada en
enviar mensajes de texto a sus amigas que en lo que sucedía en la
pantalla. En la sala había unas treinta o cuarenta personas. Muchas
de ellas habían empezado a conversar entre ellas, e incluso un
hombre viejo con la cabeza calva cubierta de piel descamada se
levantó y se marchó con aire indignado. Seguramente, iba a la
boletería para que le devolvieran el dinero de la entrada.
Pasaron
quince minutos más y entonces me levanté.
—¿A
dónde vas? —preguntó Juancho.
—Al
baño —respondí.
—No
tardes —dijo él—. Te vas a perder la mejor parte.
—Sí,
claro —repuse con tono irónico y me fui.
Salí
de la sala y me dirigí al baño, que estaba al final del corredor.
El baño estaba completamente vacío y olía demasiado a pino
artificial de desinfectante. Es un olor que yo tolero, pero hasta
cierto punto; más allá, resulta desagradable. Procuré hacer los
trámites rápido para poder salir cuanto antes y no tener que
aspirar por mucho tiempo las emanaciones perfumadas del producto
químico que habían vertido para limpiar.
Cuando
abandoné el bañó, unos minutos después, frotándome las manos
resecas por el aire caliente del secador, vi que Melina y Juancho
estaban en el corredor, cerca de la puerta de la sala, mirando
alrededor con aire nervioso. Cuando me aproximaba a ellos, me vieron
y se acercaron a mí corriendo.
—¿Qué
pasa? —les pregunté. Por su cara, pensé que era algo grave. Que
el cine se estaba incendiando, o algo así.
—¿Dónde
estabas? —me preguntó Melina.
—En
el baño —dije, sorprendido—. Creo que ya lo sabían... ¿Están
bien? Están más blancos que un papel.
—Pasa
algo raro —dijo Juancho.
—¿Qué?
—pregunté yo—. ¿Qué pasa?
—No
hay nadie... En la sala, no hay nadie.
Fruncí
el ceño, sin entender.
—¿Cómo?
—La
sala está totalmente vacía —dijo Melina—. Todo el mundo
desapareció.
Me
quedé mirándolos largo rato, preguntándome si me estaban haciendo
una broma tonta. Todavía no terminaba de entender lo que me querían
decir. ¿Qué significaba que todo el mundo había desaparecido?
—¿De
qué... —empecé a decir, pero Melina me tomó de la mano y me
llevó de un tirón hacia la sala.
Entramos
y entonces vi lo que querían decir.
La
sala estaba totalmente vacía. La película seguía proyectándose en
la pantalla, pero no había nadie mirándola. Había restos de pop en
el suelo, vasos de refresco en los aros de soporte que había en los
asientos... pero no había nadie. Nosotros éramos los únicos.
—Parece
que la película es realmente mala —dije.
—No
—exclamó Melina—. La gente no se fue. Desapareció, ¿lo
entiendes?
—Esperen
—dije—. ¿Cómo que desapareció?
—Nosotros
estábamos ahí —dijo Juancho, señalando los asientos que habíamos
ocupado. Iba a decir algo más, pero Melina lo interrumpió.
—Yo
estaba mandando un mensaje de texto —dijo—. Pero en un momento,
levanté la cabeza, para volver a mirar la película y me di cuenta
de que la sala estaba vacía. Le dije a Juancho: “¿Dónde está
todo el mundo?”. Y entonces él también lo notó. No había nadie.
Esbocé
una sonrisa.
—¿Y
cuál es el problema? —pregunté—. La gente se fue porque no le
gustó la película y punto. Fin del misterio.
—No
—replicó Juancho—. Si cuarenta personas se hubieran levantado
para irse, seguramente lo hubiéramos notado. Pero no fue así. En un
segundo estaban y al siguiente no.
—Ustedes
no estaban prestando mucha atención a la película, ¿no? —repuse—.
Estaban distraídos con otra cosa. Melina, estabas usando el celular.
Juancho, seguramente estabas a punto de quedarte dormido. La sala
está muy oscura, lo cual es normal en una sala de cine. Si la gente
se empezó a ir, seguramente ustedes no lo notaron. Lo más probable
es que no se hayan ido todos a la vez, sino de a poco... digamos que
de a diez. Es muy probable que no los hayan visto.
Pero
mi explicación, aunque sonaba bastante lógica (incluso para mí),
no pareció convencerlos.
—No
—dijo Melina—. No fue así. La gente desapareció.
—Niños
—dije con tono altanero—, si están tratando de hacerme una
broma, les aviso que no voy a caer. No estoy asustado, ni preocupado,
ni mucho menos. ¿Se dan cuenta de que lo que dicen no tiene sentido?
¿Cómo hicieron cuarenta personas para desaparecer todas de golpe en
un segundo?
Melina
y Juancho conocían mi predilección por las historias de misterio y
terror, los fenómenos paranormales y demás, pero yo soy lo
suficientemente racional como para distinguir entre la verdad y la
ficción y para no tragarme el primer cuento barato que me cuentan.
Melina
miró a Juancho.
—Vamos
a ver el resto del cine —dijo—. Para ver si encontramos a
alguien.
—Está
bien —dijo Juancho.
Yo
suspiré. Al parecer, querían llevar la broma todavía más lejos,
querían hacerme caer a como diera lugar. Decidí seguirlos, por mera
diversión.
Cruzamos
el corredor hasta la sala siguiente, la cinco. Nos asomamos por la
puerta. Allí estaban proyectando otra película, una de ciencia
ficción con efectos especiales sorprendentes y muy ruidosos. Pero
tampoco había nadie. Lo normal hubiera sido que viéramos siluetas
de cabezas en los asientos, pero no era así.
Melina
me miró con una expresión desafiante, como diciendo: “¿Viste? Yo
tenía razón.”
Debo
confesar que para ese momento, ya había empezado a preocuparme.
—Vamos
a ver otra sala —propuso Juancho.
Cruzamos
el corredor, hacia la sala tres. Entramos y otra vez lo mismo:
película proyectándose, nadie mirándola.
Volvimos
al corredor.
—Parece
que todas las salas están vacías —dije en voz baja—. Tengo que
admitir que no parece muy lógico.
—Sí,
eso es lo peor de todo —dijo Juancho—. Sobre todo porque, cuando
llegamos, el cine estaba repleto.
—Vamos
al vestíbulo —dijo Melina.
Bajamos
la escalinata alfombrada de azul. El vestíbulo estaba tan desierto
como las salas. No había ni un alma. El silencio sólo era
interrumpido por la música que salía de los altavoces que había
colocados en lo alto de las paredes. Los grandes afiches de las
películas parecieron observarnos como centinelas desconfiados.
Me
acerqué a la boletería. No había nadie para atender. Las
computadoras estaban encendidas e incluso había una entrada asomando
por la ranura expendedora del mostrador, como una lengua rectangular
de cartón amarillo. Era como si la persona que la iba a retirar,
hubiera desaparecido antes de poder hacerlo.
En
el kiosco de comidas tampoco había nadie. La enorme máquina seguía
haciendo pop acaramelado. Los refrigeradores en donde se guardaban
los refrescos seguían zumbando. Pero no había nadie.
—No
puede ser —dije, pensando en voz alta.
Melina
se acercó a mí y me observó con aire grave.
—Parece
que estamos solos —dijo.
3
—Esto
es imposible —dije—. La gente no desaparece de esa manera. Eso
sólo pasa en las películas.
—¿Qué
podemos hacer? —preguntó Melina. Se notaba que estaba asustada,
aunque trataba de mantener un tono de voz firme.
—Podríamos
tratar de buscar a alguien en el shopping —propuso Juancho—. No
podemos ser los únicos que quedamos.
—Me
parece buena idea —dije en voz baja.
Miré
hacia las puertas de vidrio que daban al exterior, a la playa de
estacionamiento. Eran las siete y cuarto de la tarde y a esa hora ya
casi era noche cerrada. Me acerqué a las puertas, caminando como un
sonámbulo, y miré hacia fuera. Los altos faroles de la playa de
estacionamiento, estaban encendidos. Había bastantes autos
aparcados; parecían grandes animales dormidos de metal.
—¿Habrá
alguien afuera? —me pregunté, aunque lo hice en voz alta.
—Vamos
por partes —dijo Juancho—. Primero, el shopping. Después
salimos.
Estaba
de acuerdo.
Cruzamos
juntos el pasillo que comunicaba el cine con el shopping. El silencio
era tan intenso que parecía irreal, casi pesadillesco.
Lo
que habitualmente debería ser un lugar repleto de gente a esa hora,
un día en plenas vacaciones, era un desierto de metal, vidrio y
mármol. Lo normal hubiera sido tener que abrirse paso casi a las
patadas entre la multitud para poder pasar, lo normal hubiera sido
tener que esquivar grupos de niños que jugaban como si estuvieran en
un parque de diversiones, lo normal hubiera sido tener que hablar en
voz alta para poder hacerse escuchar por sobre el murmullo de la
multitud.
Pero
no había ninguna de estas cosas. Sólo vacío. Lo cual no era
normal.
El
sonido de nuestras pisadas se escuchaba perfectamente y resonaba en
el enorme lugar como en una caverna. Clap, clop, clap, clop...
Pasamos
junto a una tienda de electrodomésticos, donde tenían varios
televisores de distintos tamaños en las vidrieras. Estaban pasando
una película que se veía en todas las pantallas. Escuchábamos un
zumbido muy, muy lejano y tenue, seguramente producto del generador
de energía. Todo estaba iluminado, encendido, funcionando. Pensé
que era una buena señal. Al menos, podíamos ver a dónde íbamos y
lo que hacíamos. Si todo hubiera estado a oscuras, seguramente,
hubiéramos entrado en pánico.
—Parece
que tampoco hay nadie —dijo Juancho, pensativo.
—No
lo entiendo —manifestó Melina—. ¿Por qué todo el mundo
desapareció, menos nosotros tres? No tiene sentido.
—Es
una buena pregunta —dije—. Pero también hay otra más
importante: ¿a dónde fueron todos?
—Creo
que no deberíamos apresurarnos —dijo Juancho—. Todavía es
demasiado pronto para saber si realmente somos los únicos que
quedamos. Es posible que haya gente en otra parte.
Yo
quería aferrarme a esa posibilidad, pero resultaba difícil.
Miré
a Melina y me di cuenta de que ella todavía tenía el celular en la
mano. Era como si no se diera cuenta de que lo llevaba. Entonces se
me ocurrió una idea.
—Melina
—dije—. ¿Por qué no tratas de llamar a alguien?
Ella
me miró sorprendida, como si no entendiera de lo que le hablaba.
Entonces, notó el teléfono en su mano y se sobresaltó, como si
nunca hubiera visto un aparato así en su vida.
—Claro
—dijo—. Buena idea.
Pulsó
un botón y la pequeña pantalla se encendió.
—Hay
línea —anunció.
Pulsó
un par de botones más (seguramente usando el marcado rápido) y se
llevó el aparato a la oreja.
—¿A
quién llamas? —preguntó Juancho.
—A
mi casa —dijo Melina—. Espero que mi madre y mi hermana estén.
Esperó.
Los
tres esperamos, en silencio. Juancho y yo mirábamos a Melina
expectantes, como si estuviera a punto de dar el veredicto de un
jurado en un juicio y nosotros fuéramos los acusados.
Al
cabo de unos minutos (puede que fueran tan sólo unos segundos, pero
a mí se me hicieron eternos), dije:
—¿Y?
Melina
hizo una mueca y movió la cabeza en señal negativa.
—Nada
—dijo—. No contesta nadie.
Sentí
un cosquilleo desagradable en el estómago. Si la familia de Melina
había desaparecido, era probable que la mía también. ¿Y si nunca
volvía a verlos? ¿Y si nunca volvíamos a ver a nadie? ¿Y si
Melina, Juancho y yo nos quedábamos solos en el mundo por el resto
de nuestras vidas? En otras circunstancias, no hubiera sido una
perspectiva ingrata, pero dada la situación que estábamos viviendo,
era una idea... aterradora.
Luché
para no desesperarme, o, por lo menos, para no mostrarme desesperado
ante mis amigos. Lo último que quería era asustarlos más de lo que
ya estaban.
De
pronto, Juancho se apartó un poco de nosotros, levantó la cabeza,
extendió los brazos hacia los costados y gritó:
—¡Hola!
¿Hay alguien? ¡Hay alguien en algún lado!
Su
voz resonó en el techo abovedado, produjo un eco como sólo he
escuchado en las películas, extendiéndose por los corredores
desiertos, hasta que se desvaneció.
Los
tres permanecimos silenciosos durante un momento, como si esperásemos
una respuesta. Que nunca llegó.
—Por
favor —dijo Melina en voz baja—. No vuelvas a hacer eso.
—Perdón
—murmuró Juancho—. Solamente quería asegurarme.
Soltó
un largo suspiro, como si estuviera muy cansado.
Fuimos
a sentarnos a un banco, cerca de la plaza de comidas. Durante un
rato, no dijimos nada.
—¿Qué
podemos hacer? —preguntó Melina después.
—Podríamos
aprovechar que no hay nadie para robarnos todo lo que podamos —dijo
Juancho—. Tenemos todo para nosotros.
Melina
y yo lo miramos con aire solemne. Juancho había pretendido hacer un
chiste, pero la verdad no resultó muy gracioso.
—Creo
que lo mejor que podemos hacer es tratar de entender lo que pasa
—dije.
—Pero,
¿cómo vamos a entenderlo? —se quejó Melina—. No tiene sentido.
—Ya
sé, pero pensemos un segundo —insistí—. Aparentemente, todo el
mundo desapareció, excepto nosotros tres. Podemos aceptar que no hay
nadie más en el shopping, nadie más afuera, quizá nadie más en el
país, e incluso nadie más en todo el mundo. Que, por alguna
misteriosa razón, nosotros somos los únicos que quedamos.
—¿Entonces?
—dijo Juancho.
—Si
nosotros somos los únicos aquí, es posible que no sea porque los
demás desaparecieron. Lo que pasó, no les pasó a los demás, sino
a nosotros.
Melina
y Juancho intercambiaron una mirada de desconcierto, que luego
dirigieron a mí.
—Creo
que no entiendo —dijo ella.
—Yo
tampoco —convino Juancho.
—Tanta
gente no pudo desaparecer en un santiamén, así, de golpe... en
cambio, tres personas sí.
—Pero
nosotros no desaparecimos —replicó Melina—. Estamos... bueno,
estamos acá.
—¿Acá
dónde? —pregunté.
—En
el shopping, obviamente —repuso Melina.
—Es
cierto, pero la gente que supuestamente desapareció, también está
en el shopping. Creo que no desapareció nadie, excepto nosotros.
Mis
amigos volvieron a mostrarse confundidos.
—Sigo
sin entender —dijo Juancho—. ¿Cómo la gente puede estar y no
estar? Es evidente que acá no están. Acá no hay nadie. No podemos
verlos. Nadie responde a nuestros llamados. Estamos solos. No hay que
ser muy inteligente para darse cuenta.
—Lo
que quise decir —dije— es que nosotros estamos aquí, lo cual es
obvio, pero... no es el aquí que nosotros pensamos.
—Entonces,
¿qué es?
—Es
otro lugar. Otro sitio. De alguna manera, en algún momento, pasamos
del shopping en el que estábamos a este otro, totalmente vacío.
Juancho
hizo una mueca que dejaba en claro que pensaba que yo estaba diciendo
estupideces.
—Eso
no tiene ningún sentido —dijo— ¿Estás diciendo que de alguna
manera saltamos a un universo paralelo, a otra dimensión, o algo
así?
Me
quedé en silencio, como si meditara la respuesta, pero creo que mi
cara evidenciaba que eso era lo que pensaba, por muy descabellado que
sonara.
—Creo
que estás viendo demasiadas películas —dijo Juancho con desdén—.
Y estás leyendo demasiadas novelas.
—Si
se te ocurre otra explicación, estaría encantado de oírla —dije,
aunque no estaba ofendido. En el fondo, yo tampoco me creía mi
razonamiento.
—Por
el momento no tengo ninguna —dijo Juancho—. Lo admito. Pero no
voy a empezar a pensar en cosas imposibles. Suponiendo que fuera
cierto que pasamos a otro universo, o a otra dimensión, o lo que
sea, ¿en qué momento lo hicimos? Yo no vi ninguna puerta, ningún
agujero negro, ninguna luz brillante al final de un túnel, ni nada
parecido. Simplemente, estábamos en la sala, mirando la película, y
de un momento a otro, todo el mundo desapareció.
—Creo
que el que está mirando demasiadas películas eres tú —dije con
calma—. ¿Por qué asumes que para pasar de una dimensión a otra
hay que atravesar un agujero negro o acercarse a una luz brillante, o
un puerta celestial? Podría pasar de un momento a otro, de un
segundo a otro, sin que lo notes, o que apenas lo notes.
—Son
demasiadas suposiciones —dijo Juancho.
—Creo
que esto tiene que ver, de alguna manera, con lo que me pasó cuando
llegamos.
—¿Qué
te pasó? —inquirió Melina.
—Cuando
estábamos entrando en la sala —dije— y de repente me sentí
mareado. Ustedes me preguntaron qué me pasaba.
—Dijiste
que no era nada —dijo ella.
—Es
verdad. Fue solamente un malestar momentáneo, pero... quizá ese fue
el momento.
—¿El
momento en que cruzamos? —preguntó Melina.
Asentí
con la cabeza.
—Pero
si tú lo sentiste, ¿por qué nosotros no? Además, la gente no
desapareció en ese momento. Desapareció cuando ya estábamos en la
sala. Y otra cosa: ¿por qué nosotros tres cruzamos esa puerta y
nadie más lo hizo?
Reflexioné
unos instantes y dije:
—Puede
ser que me haya equivocado. A lo mejor, ese no fue el momento en que
cruzamos. Quizá fue después y esa sensación que tuve fue algo
previo, como... como lo que se siente cuando está a punto de haber
tormenta eléctrica.
Melina
asintió con la cabeza, como si supiera a qué sensación me refería,
pero Juancho soltó una risita irónica y negó con la cabeza.
—No
puedo creerlo —dijo—. ¿Se están escuchando? Están hablando
como los personajes de una película barata de ciencia ficción. No
se lo tomen a mal, pero creo que se están volviendo locos.
Melina
me miró como diciéndole: “no le hagas caso”.
—Toda
esta explicación parece lógica en ciertos puntos, pero en otros no
—dijo —. Es posible que nosotros hayamos desaparecido y los demás
no. Pero sigo sin entender por qué precisamente nosotros tres y no
nadie más.
Me
encogí de hombros.
—Creo
que eso es lo de menos —dije—. Que seamos nosotros tres los que
cruzamos, puede ser algo causal, fortuito. Simplemente, nosotros
pasamos por la puerta, pero pudo haber sido cualquiera. Pasamos y
llegamos a este... a este lugar. Una especie de réplica exacta de
nuestro mundo, sólo que... sin personas. Sin seres humanos.
—Pero,
¿por qué tendría que haber precisamente una réplica exacta de
nuestro mundo al otro lado de esa puerta? —preguntó Melina—. Si
saltamos a otra dimensión, a otro universo, o como quieras llamarlo,
¿no debería ser... diferente?
—¿En
qué sentido? —pregunté.
—Simplemente,
creo que debería ser diferente.
—Supongo
que tanto podría serlo, como no serlo —repliqué—. Eso tampoco
importa demasiado. Lo importante ahora es: ¿cómo vamos a hacer para
volver?
—Deberíamos
cruzar esa misma puerta —sugirió Melina.
—Estaba
pensando lo mismo —repuse—. Pero para eso, deberíamos
encontrarla.
—¿De
qué clase de puerta estamos hablando? Me imagino que no de una
convencional. Debe ser una puerta invisible.
—Una
especie de agujero negro —dije—. Una perturbación en la
continuidad espacio—tiempo, una curvatura que se encuentra en un
lugar en el que no debería... a lo mejor, una grieta abierta en el
tiempo.
—Pero,
¿cómo pudo haberse abierto esa grieta?
Volví
a encogerme de hombros.
—No
sé —dije—. Tal vez en este lugar, en este universo, se produjo
algo, algún fenómeno que causó esa abertura. Tal vez, el colapso
de alguna estrella, aunque creo que una estrella pequeña.
—¿Una
estrella? —preguntó Melina, confusa—. ¿Qué tiene que ver eso?
—Los
agujeros negros —expliqué—, se producen cuando se colapsa una
estrella, cuando ésta llega al final de su ciclo. Colapsa sobre sí
misma, al agotarse el hidrógeno, convirtiéndose en un cuerpo muy
pequeño, pero extremadamente denso. Tan, pero tan denso, que genera
un campo gravitatorio increíblemente poderoso. Ese campo
gravitatorio es tan intenso que no sólo atrae materia hacia él,
sino espacio y tiempo. Por eso el espacio se curva, formándose una
especie de agujero, para decirlo groseramente.
—Y
por ese agujero puede pasar cualquier cosa.
—Teóricamente
sí —dije—. Tal vez, este agujero negro se produjo tan cerca de
nuestro universo que su campo gravitatorio produjo una grieta, una
rotura en nuestro propio espacio—tiempo. Digamos que tiró de la
membrana espacio-temporal hasta que la rompió. ¿Entiendes?
—Sí
—dijo Melina—. Y nosotros cruzamos esa grieta.
—Exacto.
—Bueno
—dijo ella tras unos instantes de silencio—, es posible que siga
abierta, ¿no?
—Sí,
es posible.
—Y
que siga en el mismo lugar.
—También
es posible. No creo que se haya movido.
—Entonces,
vayamos a buscarla. Pero, ¿dónde puede estar?
—Creo
que no está en el corredor —dije—. Sino en la sala. Justo donde
nosotros estábamos sentados.
Melina
se puso de pie de un salto.
—Vayamos
a ver —exclamó.
Yo
también me levanté. En ese momento, se me ocurrió mirar a mi
alrededor.
—¿Dónde
está Juancho?
Había
estado tan absorto en mis increíbles explicaciones que ni siquiera
me había dado cuenta de su ausencia.
Melina
miró en torno suyo.
—¿Juancho?
—preguntó en voz alta—. Juancho, ¿dónde estás?
Nos
miramos, con la misma expresión de terror.
Yo
iba a decir algo, cuando de pronto, escuchamos un grito. Un grito de
miedo y sorpresa.
Melina
se sobresaltó y se tapó la boca para sofocar un gemido.
—Juancho
—dije. Supe que era él. Ambos lo sabíamos.
—¿Dónde
está? —dijo Melina.
Me
volví hacia el corredor que llevaba al cine.
—Creo
que está allá —dije y los dos salimos corriendo de inmediato.
Entonces, nuestro amigo volvió a gritar.
SEGUNDA
PARTE
1
Cuando
Melina y yo llegamos al vestíbulo alfombrado de azul del cine, todo
parecía en orden, al menos a simple vista.
Pero
entonces vimos a Juancho. Estaba parado en la escalinata que conducía
al corredor de las salas de proyección, de espaldas a nosotros. No
se movía. A juzgar por el grito que había dado cuando nosotros
estábamos sentados en el banco de la plaza de comidas, hablando
sobre lo que nos había sucedido, creí que alguien lo había
atacado. Sin embargo, parecía estar ileso.
—Juancho
—exclamé—. ¿Qué pasa?
Él
no dijo nada. Tampoco se movió. Era como una estatua.
—¿Juancho?
—preguntó Melina con voz asustada.
Juancho
estaba mirando fijamente algo en el suelo del corredor. Se notaba por
la inclinación de su cabeza.
“¿Qué
será? —pensé yo—. ¿Un cadáver? Dios, eso es lo único que nos
falta.”
Entonces,
nos acercamos. Subimos la escalinata y nos paramos frente a él.
—Juancho,
¿qué... —empecé a decir, pero las palabras murieron en mis
labios, cuando miré el suelo. Melina ahogó un gemido.
El
suelo del corredor, que debía medir unos diez o doce metros de
largo, estaba cubierto de ratas. O, en realidad, esa fue la primera
impresión que me dio: que se trataba de ratas. Pero al ver mejor,
comprobé que no lo eran. De hecho, la semejanza de estas criaturas
con las ratas era prácticamente nula.
Se
trataba de unos animalillos pequeños (al menos en eso sí se
parecían a las ratas), completamente negros, pero no cubiertos de
pelo, sino más bien de una extraña pelusa que se veía erizada. Al
tocarla, debía sentirse áspera y desagradable, como la lengua de un
gato. No había tocado a ninguno de esos animales (aún), pero estaba
totalmente seguro de lo que se sentiría al hacerlo.
Tenían
una cabeza alargada, extremadamente alargada, casi más que el
cuerpo, con un hocico que se iba angostando, formando una trompa que
terminaba en un orificio, por el cual sobresalían unos dientecillos
minúsculos pero curvos, puntiagudos y evidentemente afilados. No
tenían orejas, sino simples agujeros cubiertos de una piel escamosa
de color gris. Los cuerpos, regordetes, terminaban en unas colas
cortas y gruesas surcadas por docenas de venas de color negro que
latían, hinchándose y distendiéndose. Uno casi podía ver fluir la
sangre negra en su interior. Se apoyaban sobre seis patas (tres a
cada lado) diminutas, rematadas por unas uñas como agujas de cinco
centímetros de largo. Aunque lo peor eran los ojos. De color rojo
brillante, como un par de saquitos de membrana llenos de sangre. Eran
saltones, como si estuvieran a punto de salirse de las órbitas, o a
punto de reventar. Estaba seguro de que si los ojos de esas criaturas
demenciales estallaban y lo que fuera aquel líquido rojo que
contenían, llegaba a salpicarme, podía darme un infarto y moriría
allí mismo.
Todos
estaban en el suelo del corredor, como un ejército ordenado y
disciplinado que se dispone a entrar en el campo de batalla. Todos
miraban hacia nosotros con sus inquietantes ojillos de sangre. Y
también emitían un sonido espeluznante. Era una respiración
bronca, que producía un sonido similar al que harían unas uñas
rotas al rasgar un pizarrón. Ponía la piel de gallina.
Los
vellos de la nuca se me erizaron y vi que a mi lado, Melina se
estremeció como si recibiera una corriente eléctrica. Los dientes
le castañetearon.
—¿Qué...
—empezó a decir.
—Shhh
—le hizo Juancho, llevándose un dedo a los labios. Era como si
temiera que si hacíamos un ruido o movimiento brusco, las criaturas
nos saltarían encima y nos acribillarían con aquellas uñas como
agujas.
Tomé
un brazo de Melina, casi sin darme cuenta.
—Vamos
—dije en voz baja. Retrocedí un paso, bajando un escalón—.
Vámonos de una vez.
Pero
ellos no se movieron. Las criaturas tampoco. Estaban esperando...
esperando el momento oportuno para atacarnos.
—Oigan
—dije con tono más firme y apreté el brazo de Melina—. Vámonos.
¿Entienden? Vámonos.
Melina
reaccionó, como si despertara de un trance. Me miró desconcertada y
bajó los escalones. Luego, Juancho hizo lo mismo, pero sin apartar
la mirada de las criaturas. Nunca lo había visto en ese estado. Era
como si estuviera en shock. Y la verdad no era reconfortante.
Después
de un instante que se me hizo eterno, Juancho bajó la escalinata
alfombrada y se unió a nosotros. Las criaturas permanecieron muy
quietas. Era como si estuvieran disfrutando del momento, saboreando
nuestro miedo, regodeándose con él.
Al
principio empezamos a retroceder lentamente, muy despacio. Pero no
habíamos recorrido la mitad del vestíbulo, cuando Melina tropezó
con su propio pie. Estuvo a punto de caer de espaldas, pero yo la
sujeté a tiempo. Sin embargo, el accidente fue como una señal de
partida. Las criaturas soltaron un chillido y se abalanzaron hacia
nosotros. Saltando en bandada por encima de los escalones. Se
movieron todas al mismo tiempo, moviendo sus pequeñas bocas erizadas
de dientes.
Esta
vez, Melina soltó un chillido auténtico, no un gemido. No intentó
disimularlo, o taparse la boca para no dejarlo escapar. Gritó y el
estridente sonido retumbó en todo el vestíbulo, o tal vez en todo
el shopping, haciendo que me zumbaran los tímpanos.
Instintivamente
(supongo) corrimos hacia la puerta de vidrio que conducía a la playa
de estacionamiento, y por consiguiente, al exterior.
Pero
cuando llegamos, nos detuvimos en seco, al ver que afuera, justo al
otro lado de la puerta, había más de estas criaturas. En el
corredor del cine había tal vez unas trescientas o cuatrocientas.
Pero afuera, debía haber miles. Todas formaban una alfombra negra
iluminada por diminutos puntos rojos. De pronto, se empezaron a
abalanzar contra la puerta, golpeándose contra ella con golpes
sordos. Querían abrirla. E iban a hacerlo.
—¡Van
a entrar! —gritó Melina.
La
tomé de la mano, porque parecía petrificada por el miedo, y
corrimos en la dirección contraria, hacia el pasillo que comunicaba
con el shopping.
Entramos
por ahí y las criaturas del cine nos siguieron, al tiempo que las
que estaban afuera destrozaban los vidrios de la puerta y entraban.
No lo vi, pero escuché el estallido de los cristales.
El
suelo del shopping no estaba alfombrado, de modo que nuestras pisadas
se escuchaban perfectamente. Y las de las criaturas también. El
sonido que producían sus uñas al golpear el suelo era espeluznante.
Un castañeteo como el que hacen los dientes de las calaveras en las
películas de terror.
Al
principio corrimos sin rumbo, sin saber exactamente a dónde ir. Era
obvio que teníamos que alejarnos de aquellas alimañas endemoniadas,
pero me imaginé que no podríamos salir del shopping. Seguramente lo
estaban rodeando. Seguramente estaban por doquier, en las calles,
dirigiéndose a nosotros.
Echamos
a correr por un corredor larguísimo. En determinado momento, Juancho
levantó uno de los recipientes de basura que había dispuestos a
intervalos regulares, se volvió, sin dejar de correr y lo lanzó
contra las criaturas.
El
recipiente cayó sobre ellas, pero no aplastó a ninguna, o si lo
hizo, no las mató. Las criaturas le pasaron por arriba, cubriéndolo
y cuando lo dejaron atrás, estaba reducido a unos cuantos jirones de
metal, como viruta carcomida. En un segundo habían corroído el
metal con sus dientes y sus uñas espeluznantes. No quise ni
imaginarme qué harían con la piel blanda de un ser humano.
Me
di cuenta de que no podíamos seguir corriendo por siempre. No
teníamos más remedio que escondernos en algún lugar, al menos por
el momento.
Miré
hacia un lado y vi una tienda de electrodomésticos, por supuesto,
desierta. Tenía el cartelito de ABIERTO pegado en la puerta de
vidrio con una ventosa.
—¡Vamos!
—les dije a mis amigos.
Nos
dirigimos hacia allí, aunque al principio ellos parecieron algo
desconcertados por mi decisión, pero no la objetaron.
Entramos
y yo cerré la puerta de golpe. Era una de esas de vaivén, de grueso
plexiglás. El cartel de ABIERTO se
sacudió y produjo un sonido similar al aletear de las alas de un
pájaro que huye asustado al escuchar el rugido de un depredador.
Las
criaturas llegaron a la puerta y empezaron a aglomerarse del otro
lado. Algunas se aplastaban contra el cristal, soltando chillidos de
protesta, abriendo sus horribles bocas y sacando sus aún más
horribles lenguas, largas y cilíndricas, como lombrices.
Empecé
a sentir la fuerza que hacían para entrar, la fuerza sumada de todas
ellas, que empujaban la puerta como una mano gigante. Juancho me
ayudó a mantener la puerta cerrada, empujando también. Pero no
íbamos a resistir mucho tiempo.
—¡Ayúdenme!
—gritó Melina de pronto.
Me
volví con el corazón en la boca, seguro de que las criaturas
estaban entrando por algún otro lugar (tal vez el conducto de la
ventilación), pero no era así. Melina estaba parada detrás de una
secadora vertical, con las manos apoyadas en ella, como si intentara
empujarla.
—No
te muevas —le dije a Juancho.
Dejé
la puerta y me acerqué a Melina para ayudarla. Empujamos la secadora
(que era bastante pesada) y ésta cayó de costado con un golpe
similar a una campanada. Entonces la arrastramos hacia la puerta.
Juancho se apartó y su lugar fue ocupado por la secadora. La puerta
quedó bloqueada. Pero las criaturas no cejaron en su empeño por
entrar. Siguieron amontonándose, golpeando. Habían empezado a
formar una especie de pared al otro lado de la puerta, subiéndose
unas encima de otras.
Pensé
que si ejercían la fuerza suficiente iban a hacer estallar la
puerta, como habían hecho con los vidrios de la puerta del cine. O
tal vez se comieran el plexiglás, como habían hecho con el tacho de
basura que Juancho les había arrojado en el corredor.
Retrocedimos
un paso y nos quedamos mirando la puerta, pasmados. Yo me sentía
desnudo e indefenso. Supongo que porque estábamos rodeados de
cristal a través del cual las criaturas podían vernos con sus
malsanos ojillos rojos.
—¿Qué
vamos a hacer? —preguntó Juancho, mirándome, como si yo tuviera
la respuesta.
En
ese momento, Melina se movió hacia un rincón, en el que había una
manivela discretamente oculta. Empezó a girarla con rapidez y una
rejilla de hierro empezó a bajar rápidamente desde una roldana en
el techo, encima de la puerta. Claro, era la rejilla de seguridad que
tienen todos los comercios para evitar que entren personas
indeseables cuando cierran sus puertas al público.
La
rejilla bajó hasta encontrarse con la secadora y chocó contra ella,
de modo que no pudo bajar más. Yo me moví rápido. Corrí la
secadora apenas un centímetro, separándola de la puerta. Entonces
la rejilla terminó de caer y volví a poner la secadora como estaba,
antes de que las criaturas aprovecharan el momento para embestir
nuevamente.
Otra
vez volvimos a mirarlas a través de la puerta. Ahora, nuestro campo
de visión estaba obstruido por la rejilla. Sus huecos eran bastante
pequeños, afortunadamente. Pero todavía podíamos ver los miles de
pares de ojos rojos.
Al
cabo de un momento, sucedió algo extraño. Las criaturas empezaron a
retroceder, a replegarse. Se alejaron de la puerta, abriendo una
brecha entre ellas y nosotros. Formaron una especie de círculo en el
suelo del corredor, como si se reunieran para discutir otra
estrategia de ataque. Quizá eso mismo estaban haciendo.
Nosotros
intercambiamos una mirada de perplejidad y miedo. Melina movió las
manos como diciendo: “¿Y ahora qué hacemos?”
Yo
me encogí de hombros. “No tengo idea”.
2
No
sé cuánto tiempo pasó, tal vez media hora o cuarenta y cinco
minutos. Los tres estábamos en silencio, como metidos en nuestros
propios pensamientos. Yo estaba sentado tras el mostrador del local
(que no era muy grande) con los brazos cruzados y la cabeza apoyada
sobre ellos. Juancho estaba en un rincón, sentado en una silla
plegable de aluminio, mirando las luces fluorescentes del techo, como
si lo tuvieran hipnotizado. Melina estaba acurrucada sobre un
lavarropas, con las piernas flexionadas contra el pecho, los brazos
alrededor y la barbilla encima de las rodillas. Tenía las mejillas
rojas, como si hubiera estado llorando, aunque en todo ese tiempo no
la vi derramar una sola lágrima. Los ojos le brillaban.
Por
su parte, las criaturas seguían allí, en el corredor, sin moverse,
mirándonos con sus vivaces ojillos rojos. No parecían tener ánimos
de atacarnos. Era como si tan sólo quisieran asustarnos. O
estuvieran esperando a que nos volviéramos locos y decidiéramos
escapar. En lugar de desperdiciar energía en tratar de entrar,
preferían esperar a que nosotros saliéramos. Y yo sabía que íbamos
a tener que hacerlo en algún momento, porque no podíamos quedarnos
a vivir en esa tienda de electrodomésticos para siempre.
En
un momento, Juancho se levantó de la silla. Lo hizo muy despacio,
como si temiera alertar a las criaturas. Luego, se acercó a la
vitrina y miró a través de la rejilla de seguridad.
—¿Qué
están haciendo? —murmuró, después de un momento de silencio—.
Es como si... como si estuvieran esperando. Como si pensaran.
—Son
sádicas —dijo Melina. No me gustó nada escucharla decir eso. O
tal vez, fue el tono de voz en que lo dijo.
Juancho
se volvió hacia nosotros y nos miró.
—¿Cómo
vamos a salir? —preguntó.
Me
miraba como si yo tuviera la culpa de la situación que estábamos
viviendo. No entendía por qué. Supongo que se debía a su
desesperación.
—Es
posible que si salimos no nos ataquen —dijo Melina.
Yo
negué con la cabeza.
—Sería
muy arriesgado comprobarlo —objeté.
—Pero
míralos —dijo Melina—. Están ahí, sin moverse. Sin hacer nada.
Podríamos pasar entre ellos.
—No
—dije con un tono de voz más firme—. Es posible que eso mismo
estén esperando que hagamos.
—Bueno,
pero no podemos quedarnos acá encerrados para siempre —dijo
Melina, casi gritando.
Juancho
y yo nos sobresaltamos. Ella había pensado lo mismo que yo, pero lo
había dicho.
Me
levanté de la silla y me acerqué a donde estaba.
—Mely
—dije en voz baja—, estamos muy asustados. Pero vamos a tratar de
mantener la calma. Si nos desesperamos, no vamos a poder encontrar
una solución.
—Yo
no veo ninguna —repuso Melina con aire sombrío. Permaneció en
silencio un momento. Luego, mirándome, dijo:— ¿Saben? Hace un
rato me di cuenta de algo extraño.
—¿Qué
cosa? —pregunté.
—De
que no recuerdo... nada —dijo ella.
Fruncí
el ceño.
—¿Qué
quieres decir?
—Eso.
Que no recuerdo. No me acuerdo de nada, de antes de llegar al cine.
En este rato que estuvimos en silencio, me puse a pensar y me di
cuenta de que no me acuerdo ni de lo que hice ayer, o esta mañana, o
incluso esta tarde, antes de venir. Es como si me hubieran borrado la
memoria.
Yo
me sobresalté. No tanto por lo que había dicho Melina, sino porque
me di cuenta de que a mí me pasaba lo mismo. Lo intenté con
esfuerzo, pero tampoco pude acordarme de nada que hubiera ocurrido
antes de que llegara al Moviecenter. ¿Qué había hecho esa mañana?
¿Y durante la tarde? ¿Qué había almorzado? ¿Qué programa había
visto en la televisión? ¿Había hablado con alguien por teléfono,
había ido a algún lugar? No me acordaba. Recordaba vagamente (muy
vagamente) haber ido a visitar a Elliot Herman, pero... todo era
demasiado borroso.
Miré
a Juancho. Su expresión dejaba bien en claro que a él le pasaba lo
mismo.
Me
froté los ojos con las manos y procuré no desesperarme.
—Creo
que deberíamos buscar otra manera de salir que no fuera por la
puerta —sugirió Juancho, de pronto y se lo agradecí. Estaba
preocupado por resolver ese problema primero. Después, podíamos ver
lo de nuestra repentina amnesia—. Por el tubo de ventilación o
algo así.
Yo
levanté una mano, señalando hacia lo alto de la pared que estaba
detrás del mostrador. Juancho siguió mi dedo y vio la rejilla del
ducto de ventilación. Era un rectángulo de unos quince centímetros
de ancho y cuarenta de largo. Por allí no podía pasar nada más
grande que una rata... o que una criatura de ojos rojos.
—Ah
—murmuró Juancho, decepcionado, al ver la rejilla.
—¿Y
si las distrajéramos de alguna manera? —preguntó Melina—. A lo
mejor, si hiciéramos un ruido fuerte o llamáramos su atención con
algo, podríamos alejarlas de la puerta y salir.
—Pero,
¿cómo lo haríamos? —dije yo—. Además, aunque consiguiéramos
salir, todavía tendríamos que resolver otro problema: ¿a dónde
iríamos? ¿Qué haríamos? ¿A quién le pediríamos ayuda? No se
olviden que somos los únicos en este... lugar.
—Entonces,
deberíamos encontrar la manera de volver —dijo Melina. Me miró
con los ojos brillantes—. Eso era lo que íbamos a hacer, ¿verdad?
Antes de que las criaturas aparecieran. Íbamos a buscar esa puerta
que nos iba a llevar de regreso a nuestro mundo.
Juancho
soltó una especie de bufido e hizo un ademán brusco con la mano.
—No
empiecen con esa estupidez otra vez —exclamó.
—¿Todavía
crees que es una estupidez después de esto? —dijo Melina,
señalando hacia la ventana, hacia las criaturas.
Juancho
las miró momentáneamente. Luego, se dirigió a Melina, diciendo:
—No
sé de dónde salieron. No sé qué son. Tampoco sé dónde estamos.
Y en el fondo, eso es lo de menos. Lo importante es salir. Que
salgamos de una buena vez. Que volvamos a donde estábamos antes.
—Eso
es lo que queremos todos —dije yo—. Y además...
De
pronto, el timbre de un teléfono me interrumpió. Los tres nos
sobresaltamos. Melina estuvo a punto de caer de encima del
lavarropas. El sonido venía de ahí mismo, de la tienda.
Miramos
el teléfono que había sobre el mostrador, al lado de la
computadora. Cuando sonaba, una lucecita naranja parpadeaba.
Melina,
Juancho y yo nos miramos, como preguntándonos qué hacer.
—Deberíamos
atender —murmuró Melina.
Entonces
yo me aproximé al teléfono y levanté el tubo.
—¿Hola?
—dije sin aliento. El corazón me latía desbocado en el pecho.
Melina y Juancho se acercaron a mí para escuchar. Aunque al
principio, no se oyó nada. Sólo silencio, como si la línea
estuviera muerta—. ¿Hola? —repetí—. ¿Quién... quién
está...
Entonces,
escuchamos un sonido extraño y desagradable, como de succión, como
el sonido que hacen los niños cuando toman sopa, pero más grave y
profundo. La mano que sostenía el auricular del teléfono, empezó a
temblar.
—¿Quién
es? —grité—. ¿Quién está ahí?
El
sonido se hizo más agudo y luego empezó a sonar entrecortado, como
si quien lo estaba haciendo, estuviese tosiendo. Se trataba de
alguien, estaba seguro. Alguien estaba usando el teléfono,
profiriendo esos sonidos guturales con el fin de asustarnos. Era una
broma estúpida y enfermiza de un bromista pervertido. Alguien que
sabía la situación en la que nos encontrábamos y se burlaba de
nosotros.
—¿Quién
es? —grité más fuerte—. ¡Responda!
Entonces,
el sonido se convirtió en una carcajada grave, similar a la que
hacen los personajes de Cuentos de la Cripta, pero mucho más
realista. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. El vello
de mis brazos se erizó.
La
risa se prolongó unos segundos. Luego se cortó de golpe y el
teléfono volvió a quedar en silencio, pero yo me quedé con el
auricular pegado a la oreja más tiempo.
—¿Qué
pasó? —preguntó Melina, angustiada—. ¿Quién era?
—No...
no sé —murmuré. Volví a dejar el tubo en su lugar.
—¿No
sabes? —exclamó Melina—. Pero, ¿dijo algo?
—No
dijo nada —respondí—. Sólo escuché sonidos... sonidos
extraños. Y una risa.
—¿Una
risa? —preguntó Juancho, consternado.
Asentí.
—Alguien
se burla de nosotros —dije—. Creo que no estamos aquí por
accidente... Creo que alguien nos puso en esta situación adrede
para... jugar con nosotros.
Juancho
y Melina intercambiaron una mirada de perplejidad.
—Eso
no tiene sentido —dijo Juancho—. ¿Quién nos pondría en esta
situación? ¿Cómo? ¿Y por qué?
—No
sé —repetí, negando con la cabeza.
Me
acerqué a la ventana y me quedé largo rato mirando a las criaturas
en el corredor. Seguían allí, tan inmóviles como antes.
Esperando... esperando tal vez una orden.
Melina
se acercó a mí.
—¿Qué
pasa? —inquirió.
—No
se mueven —dije en voz baja—. Siguen ahí, sin moverse. Son
como... perritos amaestrados, que hacen trucos bajo las órdenes de
un amo. No creo que esos bichos piensen por sí mismos. No están
esperando a que nosotros salgamos; están esperando a que su amo les
dé una orden.
Melina
me observó como si me hubiese vuelto loco. Tal vez fuera así.
—Vamos
a tener que hacer algo para comprobarlo —dijo—. Deberíamos
salir.
Negué
enfáticamente con la cabeza.
—No,
es muy arriesgado —dije—. Es posible que me equivoque. Que esas
criaturas no estén siguiendo órdenes y simplemente...
—No
voy a quedarme acá sentada a esperar a que pase algo —dijo
Melina—. No quiero que jueguen conmigo... quien quiera que sea.
Pasó
junto a mí rápidamente, tomó la manivela que levantaba la cortina
y empezó a girarla.
—No,
espera —dije, pero en ese momento, las criaturas empezaron a
moverse.
No
se abalanzaron contra nosotros (aunque al principio creí que eso era
lo que iban a hacer), no intentaron atacarnos, no empezaron a rascar
la puerta con sus uñas largas como agujas de máquina de coser.
Simplemente se apartaron.
Se
movieron hacia los lados, abriendo un camino de un metro de ancho,
justo delante de la puerta del local. Se abrieron como el mar ante
Moisés y sus seguidores. Era como si nos invitaran a salir, como si
nos dijeran: “Adelante, son libres de irse cuando quieran”.
Melina
se había detenido en la tarea de levantar la persiana (que se había
elevado unos cincuenta centímetros del suelo) y miraba atónita a
las criaturas, igual que Juancho y yo. Pero al cabo de un instante,
empezó a girar la manija otra vez.
Yo
le sujeté la muñeca con una mano, para que parara.
—Espera
—dije.
—Parece
que quieren dejarnos salir —dijo ella con ansiedad.
—Puede
ser un truco —repuse—. Puede que sea justo lo que ellas quieren
que hagamos.
Melina
soltó un característico suspiro de impaciencia, como hacía
siempre que tenía que enfrentarse a un
problema difícil o a una labor que no quería
hacer. Movió el brazo con brusquedad y se soltó de mi mano.
—No
quiero quedarme más tiempo acá encerrada —dijo—. En serio. No
quiero hacerlo.
Giró
la manivela con más rapidez. En ese momento, Juancho se dispuso a
mover la secadora que bloqueaba la puerta. Parecía que él también
estaba ansioso por salir.
La
rejilla se levantó como un telón de metal plateado, descubriendo un
escenario inquietante: el camino que habían abierto las criaturas,
una franja de color blanco brillante trazada en medio de la oscuridad
de sus cuerpos negros.
Cuando
la persiana estuvo subida del todo, Juancho abrió la puerta.
—Despacio
—dije yo, ya que lo había hecho con excesiva brusquedad.
Me
miró con una expresión altiva, como diciéndome que ya era un
adulto y no le dijera lo que tenía que hacer. Luego dio un paso y
salió de la tienda.
3
Juancho
se quedó de pie, muy quieto, con la puerta a su espalda, mirando
fijamente el camino que las criaturas habían abierto.
Melina
y yo estábamos al otro lado del cristal,
todavía dentro de la tienda, observando a nuestro amigo con
la respiración contenida.
Yo
casi esperaba ver a Juancho dando un paso al frente y a las criaturas
saltando sobre él, cubriéndolo por completo, trepando por él con
sus afiladas garras... Cerré los ojos un instante y los apreté con
fuerza, para borrar esa imagen horrible de mi cabeza. Cuando volví a
abrirlos, vi que Juancho se había movido y no había dado uno, sino
dos pasos por el sendero. Se alejaba de la tienda muy despacio.
Las
criaturas a su alrededor, volvían sus cabezas deformes, clavando sus
ojillos rojos como sangre en él. Era como si quisieran atacarlo,
pero quien fuera que controlaba a esos animales, se los impidiera.
Ahora resultaba obvio que alguien las controlaba. De lo contrario, no
creo posible que hubieran podido abrirnos ese camino.
Juancho
caminó, un paso tras otro, uno por vez, como si avanzara por la
cuerda floja y las criaturas fueran el público que lo observaba
atentamente desde abajo. Melina y yo también lo observábamos,
petrificados como estatuas. Yo sentía los rápidos y pesados latidos
de mi corazón en las sienes. Eran como martillazos y había empezado
a dolerme la cabeza.
Juancho
tardó una eternidad (eso me pareció a mí) en llegar al final del
sendero, en donde el suelo blanco estaba totalmente despejado. Miró
hacia ambos lados con incredulidad, como si no pudiera creer que
había conseguido llegar hasta allí. Luego se volvió hacia nosotros
y nos hizo un gesto con la mano para que lo siguiéramos.
Melina
y yo nos miramos.
—Vamos
—dijo ella.
—Está
bien —dije—. Pero yo voy primero y tú atrás de mí. Si esas
cosas llegan a moverse o hacer algo, vuelve corriendo aquí, cierra
la puerta y baja la persiana, ¿está claro?
Melina
asintió como una niña pequeña. En ese momento, lo parecía.
—Bien
—dije—. Vamos.
Abrí
la puerta y salí. Melina fue detrás de mí, casi pisándome los
talones.
Miré
a mi alrededor. Las criaturas negras como el carbón me devolvieron
la mirada. Casi pude ver mi rostro reflejado en sus ojos rojos, como
verme reflejado en miles de espejos diminutos. Fue una sensación
espantosa.
Di
un paso y luego otro y otro más. Las criaturas no se movieron. Me
pareció que había avanzado una distancia enorme, pero me di cuenta
de que no era así. Tan solo me había apartado un metro o menos de
la puerta. Y Melina, que estaba a mi espalda, aún menos.
Juancho
estaba frente a nosotros, en el otro extremo del sendero, a una
distancia que parecía de unos ocho kilómetros.
Extendió los brazos hacia mí y movió los dedos, indicándome que
me acercara.
Yo
seguía caminando muy despacio.
—¿Mely,
estás bien?
—Sí
—dijo ella—. ¿Y tú?
—También.
Si
ella estaba bien, yo también.
Di
un último paso que fue como un pequeño salto y llegamos con
Juancho. Melina casi lo abrazó.
Nos
volvimos y miramos a las criaturas. Ellas se movieron otra vez,
cerrando el camino. Instintivamente, los tres retrocedimos un paso,
aunque ellas no se nos acercaron. Simplemente, cerraron el camino,
como si ya hubiesen terminado su trabajo.
Entonces
empezaron a apelotonarse, formando un círculo compacto en el centro
del corredor. Se subieron unas encima de otras y empezaron a cavar.
Me di cuenta porque raspaban sus uñas contra el suelo y lo
mordisqueaban con los dientes. Y realmente hicieron un pozo, o mejor
dicho, un agujero.
Lo
perforaron en menos de tres minutos, bajo nuestra mirada pasmada. El
sonido que hacían los dientes y las uñas al rascar la dura
superficie me hacía vibrar los dientes, pero pensé que si había
tolerado tanto hasta ahora, también podría soportarlo.
Era
un agujero de casi dos metros de diámetro, por el que las criaturas
se escabulleron. Pasaron por ahí y desparecieron. El agujero era un
círculo casi perfecto. No había escombros, ni trozos de piedra,
tierra o monolito mayores al tamaño de un grano de arena. Un
polvillo gris quedó flotando en el aire.
Unos
minutos después de que todas las criaturas se hubieron ido por el
agujero, yo me acerqué, como hipnotizado.
Escuché
que Melina pronunciaba mi nombre, como si quisiera que me detuviera,
pero no le hice caso.
Me
arrodillé frente al borde del pozo y miré. No se veía nada más
que oscuridad total, como si debajo de la superficie, debajo del
suelo del shopping no hubiera absolutamente nada, como si el inmenso
local estuviera flotando en medio del espacio. Y tal vez fuera
cierto. Después de todo, aquel no era el shopping al que nosotros
habíamos ido a ver una película, no era el lugar en el que
vivíamos. Era una especie de imitación, un remedo de nuestro mundo,
buena a simple vista, pero burda e incompleta en el fondo.
Me
hubiera gustado tener una linterna a mano para iluminar el agujero,
pero no la tenía. Tuve que contener el impulso de meter la cabeza
para ver mejor.
Al
cabo de un momento, Melina y Juancho se acercaron.
—¿Qué
hay ahí? —preguntó ella.
—Nada
de nada —respondí.
Juancho
se arrodilló a mi lado, para mirar.
Inclinó
un poco la cabeza, como si hubiera percibido un sonido.
—¿Escuchan
eso? —murmuró.
—¿Qué
cosa? —pregunté.
En
ese momento, una criatura saltó del agujero de golpe. Cayó al suelo
entre Juancho y yo. Ambos nos sobresaltamos y Melina gritó.
Nos
levantamos de inmediato. La criatura correteó hacia nosotros con la
boca muy abierta, emitiendo un chillido agudo y horrible.
Yo
levanté un pie y cuando la criatura estuvo lo suficientemente cerca,
lo bajé con todas mis fuerzas, aplastándole la cabeza.
Escuché
un ¡crack! contundente, pero no fue como el sonido que hacen los
huesos al romperse, sino más bien metálico. Como cuando se le da
demasiada cuerda a un juguete y las piezas saltan en su interior.
La
criatura quedo tendida en el suelo. Una de sus patas traseras vibró,
como si recibiera una descarga eléctrica y se detuvo.
Levanté
el pie y vi un pequeño charco de una sustancia viscosa de color rojo
a los lados de la cabeza aplastada de la criatura. Le había
reventado los ojos con el golpe. Vi que le salía algo brillante de
la boca, pero no era la lengua.
Extrañado,
me incliné para recoger al animal.
—¡No!
—exclamó Melina, sujetándome del brazo.
—Está
muerto —dije—. No te preocupes.
Ella
me soltó sin mucha convicción. Entonces yo sujeté la cola del
animal con la punta de los dedos y lo levanté, como a una rata
muerta.
La
cola, cubierta de escamas duras y puntiagudas, hizo un sonido como de
cascabel. Extendí la otra mano y puse a la criatura encima. Su pelo
negro, aunque muy fino, era áspero como el alambre. La cabeza
aplastada colgaba lánguidamente por el borde de mi mano, hacia
abajo. Todavía tenía aquel extraño objeto brillante saliéndole de
la boca, de la cual goteaba una sustancia aceitosa de color
amarillento.
Los
tres formamos un círculo alrededor de mi mano, observando a la
criatura con atención. Me di cuenta de que Melina estaba
petrificada. Estaba seguro de que si la criatura tenía un espasmo o
se despertaba de golpe, Melina se desmayaría del susto.
Juancho
miró las gotitas de sustancia que le caía de la boca. Tocó una con
la punta del índice y la frotó con el pulgar. Luego se olió los
dedos.
—Qué
asco —dijo Melina.
Pero
la expresión de Juancho no era de asco, sino de extrañeza.
—No
tiene olor a nada —dijo—. Y tiene una consistencia como de
lubricante.
Yo
levanté la cabeza de la criatura, colocándola sobre mi mano. Miré
el objeto que le salía de la boca. Estaba cubierto con aquella
sustancia aceitosa. Lo tomé con la punta de los dedos y tiré hasta
que salió por completo. Entonces, la larga trompa del animal se
frunció y desinfló.
Levanté
el objeto, observándolo bajo la luz cruda de los tubos
fluorescentes.
—¿Qué
es? —preguntó Melina.
—Un
resorte —dije.
—Es
verdad —dijo ella—. Pero... ¿por qué tenía un resorte en la
boca?
—Era
parte de su boca —dijo Juancho—. Esto es aceite —mostró los
dedos brillantes de la sustancia—. Como el que se usa en los
mecanismos de relojería para lubricar los engranajes.
Yo
asentí y pasé una mano sobre el lomo velludo de la criatura.
—Es
verdad —dije—. Y sientan esto. Es como tocar una esponja de
alambre.
Melina
pasó un dedo sobre la piel negra de la criatura.
—Es
alambre —afirmó—. Mírenle los ojos. Están rotos, como si
fueran burbujitas de cristal. Estas criaturas no son reales. No son
animales. Son... como robots. O muñecos.
—Bueno
—dije—, eso apoya mi teoría de que hay alguien jugando con
nosotros. Es evidente que alguien fabricó estas criaturas y las usó
para... asustarnos. Ahora entiendo cómo es posible que sean capaces
de comerse un recipiente de metal y hacer un agujero en un suelo de
monolito. Ningún animal de carne y hueso sería capaz de hacerlo.
Miré
las largas uñas. Aunque eran negras, ahora que las veía de cerca,
me daba cuenta de que eran de metal. Tal vez de acero.
—Eso
puedo entenderlo —dijo Melina—. Pero no explica lo demás. ¿Cómo
es posible que estemos completamente solos? ¿Y dónde estamos
realmente?
Iba
a responder que no lo sabía, cuando de pronto, la risa volvió a
escucharse. Pero no en el teléfono, sino en el corredor. Vino de
todas direcciones, desde muy lejos, y llegó a nosotros resonando en
las paredes.
Los
tres miramos a nuestro alrededor, asustados. A mí se me cayó la
criatura muerta (si es que se puede decir que alguna vez estuvo viva)
de la mano. Al golpear el suelo hizo un sonido similar al de una
bolsita llena de tornillos.
La
risa se prolongó por unos segundos, profunda, grave, horrible. Luego
se fue haciendo cada vez más leve, hasta que desapareció y el
silencio ominoso volvió a caer sobre nosotros como una pesada manta.
Melina
me sujetó la mano instintivamente, clavándome las uñas barnizadas
hasta que sentí dolor.
Aquel
bromista retorcido estaba allí, con nosotros, en todas partes.
TERCERA
PARTE
1
Cuando
el silencio volvió, Melina tembló violentamente y los dientes les
castañetearon, como si hubiese percibido una corriente de aire
helado.
Los
tres nos miramos, como preguntándonos qué hacer a continuación. La
criatura—robot yacía a nuestros pies, con la cabeza aplastada.
Teníamos el agujero que las criaturas habían cavado en el suelo,
justo delante de nosotros. Di un paso hacia él y lo miré, como
había hecho antes.
—¿Qué
vas a hacer? —me preguntó Melina.
Después
de un momento de silencio en el que fingí pensar, dije:
—Quiero
ver qué hay del otro lado.
—¡No!
—exclamó ella—. ¿Estás loco? Esas cosas están ahí abajo. Si
nos metemos por ahí...
—Melina
—dije con el tono más calmado del que fui capaz—, si esas
criaturas hubieran querido comernos, creo que ya lo hubieran hecho.
Tuvieron su oportunidad, ¿te acuerdas? Y en lugar de atacarnos, nos
dejaron el paso libre, hicieron este agujero y se fueron.
—Puede
ser una trampa —dijo ella—. Una trampa, precisamente para que las
sigamos.
—No
sé ustedes —intervino Juancho—, pero yo ya estoy harto de
especular, de hacer teorías y de jugar a que estamos viviendo una
novela de Phillip K. Dick. Si vamos a hacer algo, lo que sea,
hagámoslo de una vez. Este juego me tiene harto. Quiero irme.
—¿Por
qué no volvemos al cine? —propuso Melina—. Podríamos ver si esa
puerta interdimensional está realmente ahí, como habíamos supuesto
al principio.
Yo
me había arrodillado junto al borde del agujero y ahora me levanté.
—Seguramente
no hay nada —dije. Me sentía desganado. Ahora, todo mi
razonamiento, que a Melina tanto le había gustado (y a mí también),
me sonaba estúpido, un montón de palabrerío sin sentido que
parecía sacado de una serie barata de ciencia ficción. Hasta estaba
a punto de darle la razón a Juancho, que había rechazado mis
suposiciones sobre mundos paralelos y agujeros negros desde el
principio. Supongo que yo también estaba harto y todo lo que quería
era salir de ahí. Y encontrar al que nos había puesto en ese
lugar—. Ya no quiero perder más el tiempo.
—Yo
tampoco —convino Juancho. A pesar de que seamos tan buenos amigos,
es extraño que Juancho y yo estemos de acuerdo en algo—. Casi
tengo ganas de tirarme de cabeza en ese agujero, sólo para ver qué
hay del otro lado.
—Por
favor —repuso Melina—. Volvamos a la sala a fijarnos. Si la
puerta no está ahí, podemos volver y...
Juancho
suspiró y puso los ojos en blanco.
—Está
bien —dije yo—. Vamos al cine. Pero intentemos no tardar
demasiado.
Melina
me miró casi con alivio. Pensé que me iba a dar las gracias, pero
no lo hizo.
Entonces,
fuimos de vuelta al cine.
Pensé
que nos íbamos a encontrar con otra horda de criaturas de metal y
ojos rojos esperándonos, pero no fue así. El cine estaba desierto.
La alfombra azul, con su atractivo diseño espacial de planetas,
naves y cometas, estaba rasgada por todas partes: el producto de las
uñas de las criaturas al correr sobre la alfombra.
Miré
la puerta de salida. El vidrio estaba roto en la parte de abajo, por
donde los falsos animales habían entrado. Ahora, el lugar se
encontraba tan vacío, que era como si nunca hubiera sucedido nada.
Subimos
la escalinata y volvimos al corredor. Caminamos por él, pero nada
extraño sucedió. Llegamos a la sala seis y entramos. La película
había terminado. La pantalla se encontraba iluminada con una potente
luz blanca.
Me
volví y miré lo alto de la pared, hacia las ventanitas cuadradas
por las que salía la luz del cuarto de proyección. Motas de polvo
danzaban perezosamente sobre los conos de luz. “¿Habrá alguien
ahí arriba?”, me pregunté.
La
sala estaba totalmente oscura, como de costumbre. No había nada
raro, ninguna luz iridiscente flotando en el aire, ninguna emanación
de rayos cósmicos, ningún remolino celestial. Nada de nada, sólo
aire oscuro.
—¿Ves?
—le dije a Melina, y no me molesté en disimular mi impaciencia—.
Nada.
Ella
reflexionó unos instantes. Luego se sentó en una de las butacas, la
misma que había ocupado cuando estábamos viendo la película.
—Vengan
—nos dijo a Juancho y a mí—. Siéntense.
Juancho
y yo nos miramos.
—Háganlo
—dijo ella—. Por favor.
Obedecimos
de mala gana y nos sentamos en nuestras respectivas butacas,
exactamente las mismas que habíamos ocupado cuando mirábamos la
película.
Esperamos
unos momentos. Nada sucedió.
—¿Y?
—preguntó Juancho—. ¿Se supone que tiene que pasar algo?
—Te
lo dije, Melina —dije yo—. Esto no sirve. Mejor, volvamos al
shopping.
Juancho
y yo nos levantamos, pero ella se quedó sentada, mirando largo rato
la brillante pantalla blanca.
—¿Vas
a venir o no? —le pregunté.
Melina
suspiró, bajó la cabeza con aire derrotado y se levantó.
En
ese momento, se escuchó un chasquido, como si alguien hubiese
accionado un interruptor. Entonces la pantalla se oscureció por un
segundo y luego apareció una imagen. Estaban proyectando otra
película.
En
ella se veía un primer plano de un suelo oscuro moteado de puntitos
de color rojo brillante. Luego, el primer plano de las caras de
consternación y miedo de tres muchachos, dos hombres y una chica.
—¿Qué...
—dijo la chica en la película.
—Shhh
—le hizo uno de los muchachos, llevándose un dedo a los labios.
Hubo
otro primer plano de los ojillos rojos que miraban a los muchachos
con aire hambriento.
—Vamos
—dijo el otro muchacho en voz baja, y lo reconocí. Los reconocí a
los tres, reconocí lo que estaba sucediendo.
Éramos
nosotros. En la pantalla, estaban proyectando lo que nos había
ocurrido, como si se tratara de una película, como si todo el tiempo
nos hubiesen estado filmando. Pero no con una cámara oculta, sino de
manera “profesional”, como si nosotros de verdad estuviésemos
actuando en una película. Incluso cuando los personajes (o sea,
nosotros) hablaban, aparecían subtítulos en inglés, en la parte de
abajo.
—¿Qué
es esto? —murmuró Melina.
En
ese momento, sentí que estaba sosteniendo algo en la mano. Bajé la
mirada y vi la entrada amarilla que había comprado en la boletería,
cuando llegué al cine aquella tarde. Acerqué la entrada a mis ojos
y leí el título de la película. No era el de la película que
había ido a ver. En su lugar decía PERDIDOS EN EL CINE.
Metí
la mano en el bolsillo y encontré un folleto de papel satinado, con
los anuncios y horarios de las películas, doblado en cuatro. Recordé
haberlo tomado de la bandeja que había junto a la boletería. Lo
desplegué y miré el lado en que se anunciaban las películas en
cartel, con una breve sinopsis a un lado. Casi de inmediato encontré
Perdidos en el Cine. Había una foto diminuta del afiche de la
película, que apenas miré, porque lo que había al lado llamó mi
atención. Decía:
Director:
Albert Iceman. Duración: 111 min. Género: suspenso.
Tres
amigos van al cine de su barrio a mirar una película durante las
vacaciones. Al principio todo transcurre con normalidad, pero de
pronto, se dan cuenta de que son los únicos en el cine. Todo el
mundo ha desaparecido. De esta manera, comenzará una pesadillesca
aventura, en la cual los protagonistas intentarán descubrir qué les
sucede, a dónde fue todo el mundo y por qué.
Volví
a mirar la pantalla. En ella, nosotros corríamos por el pasillo del
shopping y llegábamos a la tienda de electrodomésticos en la que
nos escondimos, mientras las criaturas nos perseguían.
—¿Qué
está pasando? —preguntó Melina, con desesperación.
Juancho
levantó la cabeza, hacia los ventanucos rectangulares del cuarto de
proyección.
—Debe
haber alguien ahí arriba —dijo—. Alguien tuvo que haber puesto
la película.
Dicho
esto, salió corriendo de la sala. Yo fui tras él.
—¡Esperen!
—exclamó Melina y nos siguió.
Fuimos
hasta el final del corredor. En un rincón, casi escondida, había
una angosta puerta gris, que tenía un brazo neumático en la parte
superior. También tenía un cartel rojo con letras blancas que
decía: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO.
Juancho
tiró de la manija y la puerta se abrió sin problemas. Detrás de
ésta, había una escalera en caracol que ascendía. Subimos
rápidamente y llegamos a otra puerta común. La abrimos y nos
encontramos en el cuarto de proyección.
Era
la primera vez que entraba en un lugar así. Era un cuarto pequeño
con una alfombra negra cubriendo todo el suelo y las paredes de color
muy blanco. Contra la pared del fondo había estanterías de metal
llenas de rollos de película en latas redondas etiquetadas. El
mobiliario estaba compuesto por una pequeña mesa de metal y una
silla giratoria de oficina que se veía muy vieja. En las paredes
había algunos afiches de películas clásicas como Casablanca,
Apocalipsis Now y Psicosis.
Había
dos cámaras enormes colocadas con los lentes apuntado hacia los
ventanucos. Una de ellas estaba encendida y la película giraba a
toda velocidad. La potente luz parpadeaba con cada cuadro que pasaba.
Miramos
a nuestro alrededor, con una mezcla de fascinación, curiosidad y
miedo. El cuarto estaba vacío. No había nadie operando la cámara.
—Sea
quien sea que puso la película —dijo Juancho—, debe haberse ido.
—Si
es que la puso alguien.
Juancho
me miró como si no me entendiera, pero no le hice caso. Algo colgado
en la pared me llamó la atención. Me acerqué y vi otro afiche de
película. De la película que estaban proyectando en ese momento,
Perdidos en el Cine. El afiche era negro, con aspecto ominoso. En él,
se veían nuestras caras de susto en primer plano, delante de un
fondo que era un cine de aspecto siniestro y cientos de ojillos rojos
a nuestro alrededor. Debajo en letras rojas podía leerse el título
de la película. Más abajo, estaban los créditos, los cuales leí
rápidamente.
Guión
y dirección: Albert Iceman.
Leí
los demás nombres, de los productores, asistentes, editores y demás,
pero no me decían nada. Eran como nombres inventados, ficticios. Sin
embargo, el nombre del director, Albert Iceman me intrigaba. Me
resultaba conocido y no entendía por qué. A mí me encanta el cine
y nunca había escuchado hablar de él.
—¿Albert
Iceman? —dije en voz alta, pensativo.
Melina
se acercó a mí y miró el afiche.
—Dios,
esto es siniestro —murmuró—. ¿Y quién es Albert Iceman?
—No
sé —repuse—. Pero por alguna razón, el nombre me suena
familiar...
Sentía
que tenía la respuesta delante de mis ojos, pero no podía verla, lo
cual me frustraba profundamente.
Juancho
se acercó al proyector, lo examinó detenidamente, hasta que
encontró una pequeña palanca en un costado y la bajó. El aparato
se apagó de golpe. La película dejó de girar y la pantalla en la
sala se oscureció.
—Ya
no quiero ver esto —dijo.
Asentí.
Entendía cómo se sentía. Era demasiado extraño verse a uno mismo
en una pantalla de cine, agigantado, escuchando su propia voz
amplificada por los parlantes.
El
nombre de Albert Iceman me taladraba el cerebro, buscando una
respuesta, un rostro para ese nombre. Empezó a dolerme la cabeza
otra vez.
—Mejor
vámonos —dije—. Acá no tenemos nada que hacer.
Melina
y Juancho se mostraron de acuerdo.
2
Bajamos
por la escalera en caracol y abandonamos el cine. Caminamos en
silencio por el pasillo del shopping, volviendo por donde habíamos
venido. Íbamos a regresar al agujero que habían dejado las
criaturas en el suelo, aunque todavía no estábamos seguros de qué
íbamos a hacer al respecto.
Pasamos
por delante de una gran vitrina, en la que se exhibían computadoras
y otros artículos informáticos. Había un monitor encendido en el
que se veía un protector de pantalla extremadamente real de unos
peces coloridos nadando en una pecera.
Al
ver la pantalla, me detuve en seco, me volví hacia la vitrina y
corrí hacia ella, pegando la frente al helado cristal. Mis amigos me
miraron sobresaltados, como si me hubiera vuelto loco.
—Iceman
—dije mirando el monitor. No era el bonito protector de pantalla lo
que me había llamado la atención, sino la computadora en sí. Sentí
que de pronto, en mi mente, comenzaban a girar engranajes que habían
estado atascados durante mucho tiempo.
—¿Qué
pasa? —preguntó Melina, alarmada.
—Es
Iceman —dije yo, mientras seguía con la mirada los peces
tropicales digitales—. Es él.
—¿Qué?
—preguntó Juancho—. No te entiendo.
Me
volví hacia mis amigos.
—Ese
nombre —dije—, Albert Iceman me sonaba familiar por alguna razón,
pero no lograba darme cuenta de cual. Entonces, vi la computadora y
lo entendí. Albert Iceman... es Elliot. Elliot Herman.
Juacho
y Melina intercambiaron una mirada de desconcierto.
—¿Qué
quiere decir eso? —preguntó ella—. ¿Qué tiene que ver Elliot
con ese tal Albert Iceman, sea quien sea?
—¿Nunca
jugaste juegos en red con Elliot? —le pregunté.
Melina
reflexionó unos instantes, aunque la respuesta era obvia.
—No
—dijo.
—Yo
sí —dije, y me volví a mirar el monitor otra vez—. Cada jugador
puede ponerse el nombre o nickname que quiera. El mío es Madmax,
como la película. Elliot siempre es Iceman... el hombre de hielo.
Melina
me miró en silencio durante largo rato, como si estuviese asimilando
lo que acababa de decirle. En cambio, Juancho me miraba como si ya
hubiese entendido todo.
—Pero
no lo entiendo —dijo Melina finalmente—. ¿Estás diciendo que
Elliot... está detrás de esto?
—Creo
que él quería que lo supiéramos, al final —dije—. Por eso nos
mostró esa película en la que aparecíamos nosotros, por eso dejó
el afiche en el cuarto de proyección, para que lo viéramos. Según
el afiche, él es el director, ¿no? Él es el que estuvo moviendo
los hilos desde el principio. El que se está burlando de nosotros,
jugando este juego enfermizo.
—Pero...
—murmuró Melina—. Pero, ¿cómo puede ser? ¿Cómo puede
hacerlo?
—En
el fondo no me sorprende demasiado —declaré—. Si hay alguien
capaz de hacer algo así, es Elliot. Ya lo conocen: es un adicto a
los videojuegos, está todo el tiempo conectado, jugando, escribiendo
programas, creando juegos en línea y jugando otra vez. La
computadora es su vida, no existe prácticamente nada más para él.
No me extraña que haya empezado a creer que todo es un juego, que la
vida es un enorme videojuego.
Recordé
a Elliot, rollizo, de baja estatura, con unos lentes enormes y la
cara grasienta, encerrado en esa cueva oscura y sin ventilar que es
su dormitorio, en donde pasa horas y horas jugando. Recordé la vez
que pasó tres días enteros con sus noches, sin dormir siguiera un
minuto, jugando a un violento juego en red en el que el objetivo era
matar a cualquiera que se te cruzara en el camino. Fue en su
cumpleaños. Yo estaba con él. También estaba Juancho y un par de
amigos más. Estuvimos jugando toda la noche, hasta las seis de la
mañana. Entonces, a mí ya me ardían los ojos, sentía los dedos
entumecidos y me dolía la espalda. Me marché y Juancho hizo lo
mismo unos minutos después. Todos nos fuimos de a poco y Elliot se
quedó solo, pero no dejó de jugar. Estaba conectado con gente de
todo el mundo, de lugares como la India, Pakistán e incluso
Sudáfrica. Y con ellos se quedó setenta y dos horas seguidas,
parando solamente para ir al baño o a comer algo, matando personajes
imaginarios en escenarios imaginarios con armas imaginarias. Sí, lo
de Elliot era realmente patológico.
Sentí
un escalofrío y me estremecí.
Melina
soltó un suspiro de frustración.
—Sigo
sin entender —dijo—. ¿Estás diciendo que somos los personajes
en un videojuego creado por Elliot?
—Creo
que sí —dije.
—Eso
es imposible —dijo Melina—. ¿Cómo es posible que estemos en un
videojuego?
—¿Hace
cuánto que no ves a Elliot? —pregunté.
—Hace
como un mes. O tal vez más —dijo ella.
—Yo
lo vi hace dos días —murmuré, intentando recordar—. Fui a su
casa. Estuvimos jugando... creo. Me siento un poco confundido, los
recuerdos son borrosos. Me acuerdo que fui a su casa. Y ustedes
también estaban ahí.
Juancho
y Melina se miraron.
—No
—dijo Juancho—. Hace años que no voy a la casa de ese idiota.
—Creo
que yo nunca fui a su casa —acotó Melina.
Guardé
silencio tratando de recordar. Mi mente era un alboroto. Veía
pequeños destellos, como chispas en mi memoria, imágenes de cosas
que habían sucedido, o que yo creía que habían sucedido. Yo estaba
en la casa de Elliot... luego llegó alguien... ¿era Juancho o
Melina? ¿Era verdad que Melina nunca había ido a la casa de Elliot?
Era posible, Elliot no era la clase de muchacho que las chicas suelen
visitar, pero...
“Vamos
a jugar a un juego nuevo”, había dicho Elliot.
El
mareo se intensificó. El piso dio vueltas. Me tambaleé hacia atrás
y me apoyé de espaldas contra la vitrina. De no haber estado ahí,
hubiera caído al piso.
Melina
se acercó a mí, preocupada, y me preguntó si me sentía bien.
Antes
de que pudiera decir que sí, una voz dijo a mi espalda:
—Muy
brillante, sabía que lo ibas a descubrir.
3
Me
volví sobresaltado, mirando la vidriera. En el monitor de la
computadora que estaba a la venta, el bonito protector de pantalla de
peces tropicales había desaparecido. En su lugar, se veía una cara
redonda, de cachetes hinchados y azotados brutalmente por el acné.
La nariz era algo respingona y los lentes tenían mucho reflejo.
Apenas dejaban ver los oscuros ojos que había detrás de ellos. Sin
embargo, supe quién era. Los tres lo supimos de inmediato. La cara
sonreía de manera sardónica.
—Elliot
—dije.
—Hola,
chicos —saludó él con tono casual, como si nos hubiese encontrado
en la parada del ómnibus—. ¿Cómo les está yendo? Realmente los
felicito. Sabía que tarde o temprano, se darían cuenta.
—¿Qué...
—murmuró Melina—. ¿Esto... esto es real? ¿Eres real?
—Tan
real como la lluvia —dijo Elliot, jovial—. Tan real como ustedes.
Juacho
se acercó a la vitrina y le dio un pequeño pero contundente golpe
con el puño.
—¿Qué
hiciste, idiota? —gruñó—. ¿Qué fue lo que nos hiciste? ¿Dónde
estamos? ¿Qué es todo esto?
Elliot
ni se inmutó.
—Tranquilo,
Juancho —dijo—. No te exaltes. Esto, como bien dijo tu amigo, es
un juego. Es mi juego, creado por mí mismo. ¡Y ustedes lo están
jugando! ¿No se sienten emocionados?
—Si
esto es un juego —dije—, ya no queremos seguir jugándolo. Nunca
quisimos. Nos pusiste en esta situación a propósito, sin que
nosotros lo supiéramos.
—Si
lo hubieran sabido —dijo Elliot—, no hubiera tenido ninguna
gracia.
—¿Te
parece que esto tiene gracia? —preguntó Juancho, resentido.
Elliot
adoptó una expresión altanera, como si fuera alguien educado que
trata de explicarle un problema de matemática sencillo a un trío de
retardados.
—Chicos,
les acabo de decir que es un juego. Nada más que eso. En un juego
uno no corre verdadero peligro. Uno no muere. Si le pegan no le
duele. Si se corta, no sangra. Eso es lo maravilloso. Podría decirse
que uno... es inmortal. Esas criaturas que tanto les asustaron, no
iban a hacerles daño. Sólo pretendía asustarlos un poco, para
demostrarles que mi juego realmente funciona. El lugar en que ustedes
se encuentran, ese shopping desierto, tampoco es real. Está hecho de
tal manera que lo parezca, pero sigue siendo una fantasía digital.
Solamente píxeles y renders, ceros y unos... —Me miró a mí—.
¿Lo ves? Te equivocas al decir que yo no distingo la fantasía de la
realidad, que creo que la vida es un enorme videojuego. —Nos miró
a todos—. Ustedes creen que estoy loco. Sé que lo creen, los
escucho hablar por la espalda, pero ustedes creen que no, porque
estoy encerrado en mi cueva oscura, jugando. Creen que soy... una
especie de enfermo, un adicto, como me llamaron. Pero no. Sé
distinguir entre un juego y la vida real. Y quería saber si ustedes
eran capaces de hacerlo. Por eso los hice jugar. Quería saber qué
tan buenos eran desenvolviéndose en una situación tan absurda como
la que creé. Tengo que admitir que lo hicieron mejor de lo que
esperaba. F...,
esta teoría tuya sobre el portal dimensional creado por un agujero
negro fue realmente fascinante, lo admito. Digna de Isaac Asimov.
Fascinante, sí, pero totalmente errada. Ahora, se dan cuenta. Yo
estuve escuchando todo lo que decían, estuve observando todo lo que
hacían y sus reacciones fueron básicamente las que yo esperaba. Se
preocuparon, luego se asustaron, luego estuvieron al borde de la
desesperación... los invadió el desconcierto, la sensación de que
era imposible lo que les estaba ocurriendo. Ustedes se burlaron de
mí, yo me burlé de ustedes.
—Pero,
¿cómo lo hiciste? —preguntó Melina.
Elliot
enarcó las cejas.
—¿No
lo recuerdan?
—Creo
que fuimos a tu casa —dije yo—. Hace dos días.
—Así
es —repuso Elliot—. Los tres fueron a mi casa.
Juancho
y Melina negaron con la cabeza al unísono.
—No
—dijo Melina—. No me acuerdo de eso. Eso nunca pasó.
—Claro
que sí —dijo Elliot—. Simplemente están padeciendo los efectos
de la droga que les administré.
—¿Droga?
—preguntó Juancho.
—Ustedes
vinieron a mi casa —dijo Elliot—. Yo los había invitado, aunque
no les dije la razón. Seguramente vinieron llenos de curiosidad.
Cuando llegaron, les ofrecí algo de tomar... nada raro, solamente
jugo de naranja...
En
ese momento otro destello se produjo en mi cabeza: yo levantaba un
vaso de jugo de una bandeja, en la cocina de la casa de Elliot. Me di
cuenta por la reacción de Melina y Juancho que ellos también lo
recordaban de golpe.
Los
tres nos miramos. Melina era la que estaba más desconcertada.
Seguramente se sentía como si hubiesen insertado esos recuerdos en
su memoria, sin que ella los hubiera vivido.
—El
jugo tenía una mezcla de sedantes —prosiguió Elliot—. No se
preocupen, la preparé yo mismo. Las dosis son inofensivas. Después
de que se durmieron, los conecté a mi consola de realidad virtual...
Me enorgullece decir, que también es un invento mío. Tardé años
en perfeccionarla. Lo que ustedes están viendo ahora es el resultado
de muchos años de esfuerzo.
—¿Quieres
decir que... hace dos días que estamos conectados a tu máquina?
—pregunté.
Elliot
asintió con la cabeza.
—No
se preocupen, el efecto de las drogas va a pasar en poco tiempo,
tal vez media hora o algo así.
Calculé
las dosis exactamente. Van a despertar como si nada y no van a sufrir
ningún efecto secundario. En este mismo momento están cómodamente
sentados en mi sillón, conectados a la máquina.
La
cara de Elliot desapareció de la pantalla y en su lugar vimos el
desordenado living de su casa. Los tres nos acercamos a la pantalla
para ver mejor.
Vimos
que en el sofá había dos cuerpos: el mío y el de Juancho.
Estábamos sentados el uno al lado del otro, con los brazos colgando
lánguidamente a los costados del cuerpo y la cabeza de cada uno
apoyada en un pequeño almohadón. Por su parte, Melina estaba
sentada en el sofá individual junto a nosotros, en una posición
similar. Parecíamos dormidos. No podíamos ver nuestros propios
rostros porque estaban cubiertos por algo similar a cascos de
motociclista con un montón de cables que les salían de la parte
superior. Los cables estaban conectados a un aparato que había sobre
la mesita de centro del living, que se parecía a una de esas
aspiradoras viejas con forma de tanque.
Al
verme allí tendido, tuve una sensación extraña, pero a la vez
empezaba a entender. Ahora comprendía por qué no podía recordar
nada de los dos días anteriores, ni ellos tampoco. No podíamos
recordar nada porque no habíamos hecho nada. Habíamos permanecido
en el living de Elliot Herman, dopados, durante cuarenta y ocho
horas, jugando a un juego siniestro sin que lo supiéramos.
Elliot
volvió a aparecer en la pantalla.
—Duermen
como bebés —dijo—. Por cierto, F...,
no te preocupes por ese extraño mareo que sentiste cuando estaban a
punto de entrar a la sala de cine. Simplemente, fue una fluctuación
en el flujo de energía. Nada de qué preocuparse.
Yo
apoyé una mano sobre el frío cristal de la vitrina y la cerré,
convirtiéndola en un puño. Mis dedos se apretaron con tanta fuerza,
que empezaron a dolerme.
—Elliot
—dije—. Más te vale que nos saques de acá ahora mismo.
—Eso
pensaba hacer —dijo él—. Simplemente estaba esperando a que
descubrieran la verdad. Creo que ese era el objetivo final del juego:
saber qué era lo que pasaba realmente. —Soltó una risita
despreocupada—. Me parece que ganaron, después de todo... pero se
llevaron un susto de muerte.
Nos
miró con expresión divertida.
—Está
bien —dije—. Ya aprendimos la lección. Ya nos dimos cuenta. Eres
un genio y nosotros unos idiotas. Nunca tendríamos que haberte
subestimado, ni habernos burlado. ¿Estás contento? ¿Era esto lo
que querías oír?
Elliot
reflexionó unos instantes.
—Mmmmm...
—murmuró—. Sí, eso era lo que quería oír. Gracias.
—Ahora,
sácanos —ordené.
—Para
salir, simplemente, tienen que entrar por el agujero que hicieron las
criaturas en el suelo —explicó Elliot—. Ellas les abrieron la
puerta de salida y ustedes por poco se mueren de la incertidumbre.
Pero ahora ya lo saben, el juego terminó. Vayan, así voy a poder
desconectarlos sin peligro.
—¿Peligro?
—preguntó Juancho.
—Si
los desconecto ahora, corro el riesgo de causarles daño cerebral.
Podrían quedar en coma de por vida o incluso... morir. ¡Pero no se
preocupen! Eso no va a pasar. Simplemente hagan lo que les digo.
Vayan al agujero. Nos vemos del otro lado.
Nos
saludó con la mano, divertido, y en ese momento, Melina soltó un
gemido de sorpresa. No estaba mirando la pantalla, sino el suelo, a
su lado.
Allí
estaban las criaturas otra vez. Las pequeñas mascotas enfermizas de
Elliot, mirándonos con sus penetrante ojitos rojos. A pesar de que
ya sabíamos que no eran reales, a pesar de que sabíamos que todo
era una pantomima, seguían resultando siniestras. Supongo que tengo
que reconocerle eso a Elliot: las criaturas y todo el mundo de
pesadilla que creó para nosotros fue bastante convincente.
—Oigan
—dijo Elliot, en la pantalla, mirando a las criaturas con aire
preocupado—. ¿Qué hacen ahí?
—Ya
fue suficiente, ¿no te parece? —dijo Juancho, apenas conteniendo
la ira—. ¿Para qué las trajiste? Ya sabemos lo que son. La broma
terminó.
Elliot
tecleó rápidamente en su teclado.
—¿Elliot?
—dije yo.
La
cara de Elliot empezó a palidecer. Pude ver que había empezado a
sudar y seguramente, frío.
—¿Elliot?
—Yo
no las traje —balbuceó—. Yo...
—¿Qué
pasa? —preguntó Melina.
Elliot
tecleaba con mayor rapidez y murmuraba algo incomprensible, como si
estuviese discutiendo consigo mismo.
Las
criaturas nos observaban jadeando.
—Elliot
—dije pausadamente—. Haz que se vayan.
—Es
lo que estoy intentando... no sé qué pasa... debe... haber algún
error en el sistema. No... no se asusten. Simplemente, ignórenlas.
Hagan lo que les digo: vayan al agujero.
En
ese momento, se escuchó un pitido ensordecedor, como una alarma, y
entonces el shopping tembló bruscamente.
Los
tres nos sacudimos y Melina cayó del rodillas. Escuchamos el
estruendo de cosas golpeándose y cayendo al suelo, el chirrido de
las vigas de metal del techo retorciéndose, el estallido cristalino
de las lamparitas.
En
la pantalla, la cara de Elliot tembló.
—¿Qué
pasa? —le grité—. ¡Haz que pare!
—Yo
no lo estoy haciendo —gritó Elliot a su vez—. ¡No soy yo!
¡Parece que la máquina tiene el control! ¡Corran! ¡Corran al
agujero! ¡Vayan a...
El
monitor se apagó y cayó al suelo, haciéndose pedazos. Hubo otro
temblor. La vitrina se rajó por todas partes y estalló sobre
nosotros en forma de un granizo de cristales. Me cubrí la cara con
las manos.
Luego
ayudé a Melina a levantarse, ya que seguía tendida en el suelo.
—¡Vamos!
—dijo Juancho.
Los
tres corrimos hacia el agujero y las criaturas salieron detrás de
nosotros.
Mientras
tanto, el shopping se desmoronaba a nuestro alrededor y encima
nuestro. Habían empezado a caer lámparas al suelo, bastante
grandes, trozos de revoque y gruesas vigas de metal. Por todos lados,
había docenas de pequeñas explosiones: aparatos que hacían
cortocircuito, lámparas que caían al suelo o simplemente
estallaban, objetos como platos, vasos, floreros y macetas que
reventaban como si alguien les hubiese colocado explosivos dentro.
Parecía
que el juego de Elliot había cobrado vida propia y no iba a permitir
que nos fuéramos, no nos iba a permitir ganar.
El
agujero que habían hecho las criaturas seguía allí, frente a la
tienda de electrodomésticos en la que nos habíamos ocultado, pero
me di cuenta de algo increíble: se estaba cerrando. Se estaba
haciendo cada vez más pequeño y bastante rápidamente.
—¡Rápido!
—grité—. ¡Se está cerrando!
Corrimos
más rápido.
Una
especie de armazón hecha de vigas de hierro cayó de pronto delante
nuestro, bloqueándonos el paso. Produjo un estruendo horrible de
hierros retorcidos. Un segundo más tarde y nos hubiera aplastado
como a cucarachas.
Rodeamos
el armazón, que era como el esqueleto de un dinosaurio de metal y
llegamos al agujero. Por él empezaron a salir más criaturas.
Estaban frenéticas. Arañaban el suelo con sus largas y afiladas
uñas. Parecían hormigas enfurecidas saliendo de un hormiguero.
Empezaron a rodearnos, pero no nos hicieron nada.
—No
puedo entrar ahí —gritó Melina, al borde de la histeria. Había
empezado a llorar. Aquellas criaturas realmente le daban miedo.
—Tenemos
que hacerlo —dijo Juancho—. ¡Se está cerrando cada vez más!
—Pero...
—empezó a decir Melina, pero no le di tiempo a terminar. No era el
momento de ponerse a discutir.
La
sujeté de los hombros y la empujé con fuerza al agujero. Ella
gritó, desesperada, pero cayó, hundiéndose en aquel negro vacío.
Su grito se extinguió de inmediato.
Juancho
me miró con los ojos como platos, como si no pudiera creer que
acababa de hacer una cosa así. La verdad es que yo tampoco.
—¿Qué?
—le grité en la cara—. ¿Te vas a quedar ahí parado?
Entonces
parpadeó, como volviendo en sí. Hubo otro violento temblor. Juancho
perdió el equilibrio. Se tambaleó al borde del agujero y yo lo
empujé, para que terminara de caer. Inmediatamente, yo también
salté detrás de él, cerrando los ojos y tomando aire, como si
estuviera a punto de lanzarme desde el trampolín de una piscina.
La
oscuridad me envolvió de golpe y el estruendo del shopping
desmoronándose se hizo inaudible de inmediato. Lo último que
escuché fue una especie de chillido infrahumano y luego hubo
silencio.
4
Durante
un período de tiempo que no sé exactamente cuánto duró (lo mismo
pudo ser un minuto que una hora) no estuve en ningún lado. Fue como
si mi espíritu flotara en medio de la nada absoluta. No veía nada,
no escuchaba nada. En realidad, por extraño que parezca, hasta
experimentaba una sensación de paz...
Entonces,
escuché una risita seca y una voz familiar que decía:
—Dios,
qué realismo.
Abrí
los ojos (o, en realidad, mis ojos se abrieron por cuenta propia) y
vi la cara de Elliot frente a la mía. Había recuperado su expresión
divertida.
Volví
a sentir mi cuerpo, de hecho, sentía un hormigueo en todos lados.
Estaba
acostado y me levanté de golpe. Elliot se apartó.
—Tranquilo
—dijo—. Está todo bien.
Miré
a mi alrededor, desconcertado, pero casi de inmediato supe en dónde
estaba. Era la casa de Elliot. Estábamos en el oscuro living,
rodeados de sus muebles poco cuidados y de su característico
desorden.
Vi
la consola de realidad virtual sobre la mesita de centro. En un
rincón, estaba la computadora de Elliot, la que seguramente usó
para controlar su juego. Vi el casco de motociclista que había
usado, tirado en el suelo, junto al sofá. Juancho estaba a mi lado,
sentado todavía, con la cabeza echada hacia atrás. Parpadeaba,
adormecido, como si volviera en sí después de haber estado
inconsciente. Parecía aturdido.
Melina
estaba sentada en el otro sillón. Todavía tenía el casco puesto y
no se movía. Iba a acercarme a ella, cuando de pronto se estremeció.
Sacudió los brazos y trató de quitarse el casco con rapidez.
—Tranquila
—le dijo Elliot, quien acudió en su ayuda—. No te preocupes,
Melina, todo está bien. Ya pasó.
Elliot
le sacó el casco. Melina sacudió la cabeza. Estaba bastante
despeinada y en otras circunstancias, hubiera resultado graciosa.
Miró
a Elliot, desconcertada, luego a su alrededor, luego a Juancho y por
fin a mí. Se puso de pie de un salto.
—¿Qué
pasó? —exclamó—. ¿Qué le pasa a Juancho? ¿Qué pasó cuando
estábamos...
—Tranquila
—volvió a decir Elliot, con aquella irritante voz divertida—. No
pasó nada. No te preocupes por Juancho, simplemente está un poco
mareado. Ya se le va a pasar.
Melina
bajó la cabeza y volvió a sentarse, como si las piernas le hubieran
fallado. En el sofá, Juancho balbuceó en voz muy baja algo que no
entendí. Yo también me sentía mareado y débil. Era normal,
después de todo, hacía dos días que no me movía.
—¿Qué
fue lo que pasó? —pregunté, mirando la consola sobre la mesita—.
Tu juego por poco nos mata.
Elliot
me miró, todavía sonriendo. Los granos que tenía por toda la cara
le brillaban más que nunca.
—Ese
fue el gran final —dijo—. ¡Le grand finalle! Genial ¿no? Creo
que, después de todo, yo soy el ganador. Se creyeron la última y
definitiva broma, el chiste cúlmine. El final siempre tiene que ser
lo más espectacular, ese es mi lema.
Parpadeé,
desconcertado.
—¿Quiere
decir que... —murmuré—. ¿Que... —pero no pude continuar.
Elliot
lo hizo por mí.
—Sí
—dijo, asintiendo con la cabeza—. Ese trágico final también fue
preparado por mí. En ningún momento perdí el control de la
máquina. Fue lo que les hice creer, pero yo lo hice todo. Tienen que
entenderme, chicos, no podía permitir que se fueran así como así.
Las
manos empezaron a temblarme.
—Podrías...
podrías habernos matado —dije con voz seca. Me moría de sed en
ese momento, pero eso apenas me preocupada. Lo que quería hacer en
ese momento, era saltar sobre Elliot y empezar a estrangularlo.
Elliot
negó con la cabeza.
—Ni
pensarlo —dijo—. Todo estaba bajo control. Todo estaba calculado.
Las cosas que caían, las cosas que explotaban... todo. No iba a
pasarles nada. Yo nunca pondría en riesgo la vida de mis amigos.
—rió entre dientes con aire triunfal—. Además, no se olviden
que nada era real... ¡Bueno! El juego por fin terminó. Seguramente
están muy cansados y quieren irse a su casa. Yo también quiero
descansar, hace dos días que no duermo.
—¿Ah,
no? —preguntó Melina a su espalda.
Elliot
se volvió a mirarla y Melina se levantó.
—No
—dijo Elliot, todavía divertido—. Crear mundos fantásticos es
un trabajo muy agotador... pero gratificante. ¿No están de acuerdo?
Ahora, es hora de descansar.
Melina
esbozó una sonrisita dulce. Apoyó una mano sobre el hombro de
Elliot. Éste se estremeció, ya que no estaba muy acostumbrado al
contacto femenino.
—Elliot...
—murmuró Melina—. Yo te voy a hacer descansar.
La
sonrisa desapareció de su rostro y con la otra mano le dio un
puñetazo en la cara. Los lentes de Elliot se partieron a la mitad
con un sonoro chasquido. Elliot trastabilló, perdió el equilibrio y
cayó hacia atrás, sobre la mesita de centro. Las patas se quebraron
y la mesa se desplomó, con la consola de realidad virtual y Elliot
encima.
No
pude evitar sonreír de satisfacción.
—Eso
no fue ningún juego —le dijo Melina a Elliot con cómica
solemnidad. Él estaba tendido en el suelo, con los ojos cerrados,
gimoteando como un niño y con la marca de los dedos de Melina sobre
la cara—. Fue muy real. Fue mi juego. ¿Qué te pareció?
—¿Qué
pasa? —preguntó Juancho, aturdido, desde el sofá.
—Al
final, nosotros ganamos —respondí.
Miré
a Melina y le hice un gesto de aprobación con los pulgares. Ella me
respondió con un guiño. Luego, ayudé a Elliot a levantarse. Él
también había aprendido su lección.