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miércoles, 24 de septiembre de 2008

Juliana

UNO

Una tarde nubosa y fría de principios de septiembre llegué a la casa de mi amigo Rolando Santini, lleno de creciente preocupación. Había escuchado un mensaje suyo grabado en el contestador automático de mi teléfono cuando llegué a casa de la Facultad de Ciencias, en la que estudiaba antes de cometer el error de decidir ir al IPA. Era un mensaje breve, pero lo que decía Rolando con una voz asustada que yo nunca había escuchado, me dejó consternado.
Fede —decía el mensaje—. Necesito... necesito que vengas. Es urgente. Creo que hice algo que no... (se escuchó un sonido extraño, como el gruñido de un animal, seguido de una serie de golpes. Rolando gimió de angustia). Por favor... rápido. Ven rápido. El proyecto del que te hablé se salió de control y..”
Se escuchó otro rugido, esta vez más cerca. Luego, algo que me pareció un grito (es difícil precisarlo, porque el mensaje estaba lleno de ruidos), otro golpe contundente y finalmente silencio.
Yo escuché el mensaje en la quietud de mi living y al principio no supe cómo reaccionar. Simplemente me quedé parado al lado del teléfono, mirando el parlante por el que había salido la voz grabada de mi amigo pidiéndome auxilio. Sentí que empezaba a embargarme una sensación de irrealidad. Era la primera vez que escuchaba a Rolando tan asustado. Sin duda, en el momento de grabar el mensaje, estaba muerto de miedo.
Luego de un momento de silencio, escuché la voz de robot que anunciaba la hora y la fecha en que el mensaje había sido grabado. “4 de septiembre de 2007, 17:21 hs”.
En ese momento, volví en mí y miré el reloj. Eran las 17:40. Hacía casi veinte minutos que el mensaje había sido grabado... cuando yo todavía estaba en la Facultad, asistiendo a una clase de física de dos horas. Había estado en la Facultad desde las nueve de la mañana y durante el regreso a casa sólo había pensado en comer algo y descansar un par de horas antes de empezar a estudiar. Quizá también una pequeña siesta. Un plan sencillo, en el que no tenía previsto escuchar una grabación tan inquietante en el contestador automático.
Ahora, parado junto a la mesita del teléfono, con la mochila todavía colgándome del hombro, me dije que mis planes iban a quedar, al menos por el momento, postergados. No podía ignorar a Rolando. Me estaba pidiendo ayuda. Lo había hecho hacía veinte minutos y quizá ya fuera demasiado tarde.
Así que, descolgué la mochila de mi espalda y la dejé caer al suelo, sin molestarme en colgarla del gancho que hay junto a la puerta, o ponerla sobre una silla. Me volví hacia la puerta y salí. Sabía que tenía que apurarme.
DOS

Llegar a la casa de Rolando, ubicada en la calle Divina Comedia, me llevó otros quince minutos. Ya eran casi las seis. Me pregunté cómo había podido pasar tanto tiempo.
La casa, grande, cómoda y limpia, tenía el mismo aspecto de siempre, al menos desde afuera. Las paredes muy blancas y el tejado bajo de losetas moradas. El césped de la entrada, prolijamente cortado y de un color verde muy vivo. Sobre el sendero escalonado de piedra que conducía a la puerta había algunas hojas de árbol, secas y arrugadas, que habían sido arrastradas por el viento desde la vereda.
En ese momento, la calle estaba desierta y el silencio era absoluto. Yo sabía que Divina Comedia era una calle tranquila, pero nunca la había visto así.
Subí los leves escalones del sendero, encaminándome hacia la puerta de entrada, mientras sentía los latidos de mi corazón cada vez más acelerados. La casa se veía bastante normal, aunque el silencio reinante empezaba a incomodarme. Lo que más me preocupaba era lo que pudiera encontrarme cuando entrara. Durante el camino, había estado pensando en mil posibilidades distintas de lo que podía haber ocurrido. ¿Rolando había sido agredido por alguien? ¿Acaso había entrado un ladrón en la casa? ¿O era algo peor?
Ven rápido —había dicho Rolando—. El proyecto del que te hablé se salió de control y..”.
El proyecto”, pensé. ¿Qué podía tener que ver? ¿Qué era lo que había hecho Rolando exactamente?
Llegué a la puerta.
En ese momento, un lujoso Ford plateado pasó por la calle, prácticamente en silencio. Me volví por un segundo, para mirarlo mientras se alejaba.
Debería pedir ayuda —pensé—. Debería llamar a la policía”.
Mejor no. Estaba preocupado, pero no quería causar un alboroto, al menos por ahora. Primero tenía que asegurarme que todo estaba bien, tenía que tener una idea de lo que estaba pasando.
Toqué el timbre. Escuché su tono musical vibrando dentro de la casa y vi mi rostro reflejado en las ventanillas arqueadas de la puerta blanca estilo Monticcello. Me di cuenta de que tenía un aspecto horrible, como si hubiese visto un fantasma.
Esperé unos segundos que se me hicieron eternos, moviendo los dedos nerviosamente. Rolando no me respondió. Él vivía solo, así que era poco probable que me atendiera alguien que no fuera él.
Volví a intentarlo. Toqué el timbre y además, di tres vigorosos golpes en la puerta.
¿Rolando? —grité, acercando mi cara a las ventanillas—. Soy yo, Fede. Escuché tu mensaje en el contestador. Vine en cuanto pude. —Volví a tocar—. ¿Rolando?
Esperé otra vez. Y no hubo respuesta.
Miré la manija de la puerta. Seguramente estaba cerrada con llave, pero...
Sujeté la manija y la giré. La puerta se abrió sin problemas. Lo normal es que hubiera estado trancada y no me hubiera dejado entrar. Sin embargo, estaba abierta. Era como si alguien que no era Rolando (algún visitante no deseado) supiera que yo iba a ir y me estuviera esperando.
Respiré hondo. Vi cómo la puerta se abría ante mí. Di un paso y entré.
TRES

Cerré la puerta muy despacio, detrás de mí. Estaba en el pequeño vestíbulo de la casa.
¿Rolando? —pregunté en medio del silencio. No me gustó el tono agitado de mi voz—. ¿Rolando? Soy yo, Fede ¿Dónde estás?
¿Y no se te ocurrió pensar que a lo mejor no te llamó desde su casa? —me dije en ese momento—Puede haberte llamado desde cualquier otro lado”
No —dije en voz alta, pero murmurando—. Si Rolando hubiera estado en otro lugar, me lo hubiera dicho.
Tal vez —me dije—, pero era posible que sí estuviera en otro lugar y no hubiese tenido tiempo de decírtelo. Después de todo, el mensaje se interrumpió de golpe. Alguien lo interrumpió”.
Era verdad, pero ya estaba en la casa y procuraría asegurarme que Rolando no estaba allí antes de pensar en ir a otro lado. Después de todo, la puerta de calle no estaba trancada cuando llegué. Eso indicaba que había algo anormal allí.
Di vuelta a la esquina y me encontré en el verdadero vestíbulo, que comunicaba con todas las habitaciones de la casa y en donde estaba la escalera que llevaba al piso de arriba.
Desde allí podía ir a la cocina, al comedor, a la sala de estar o al baño, y si subía, podía ir al cuarto de Rolando, a su estudio, al pequeño cuarto de huéspedes o al baño de la planta alta.
¿Rolando? —volví a preguntar.
Me acerqué a la escalera alfombrada de blanco, (para que hiciera juego con el empapelado de las paredes) y miré hacia arriba. Pensé en subir, pero lo mejor era que primero revisara el piso de abajo.
Fui a la cocina.
Allí, me recibieron los destellos metálicos de los modernos electrodomésticos y el zumbido suave y monocorde de la heladera. Sobre la mesa redonda del centro de la cocina había un vaso con agua y una taza. Cuando me acerqué, vi que la taza contenía un resto de café. Seguramente, el que había tomado Rolando esa mañana. La jarra de la cafetera, colocada sobre el mármol color crema, estaba casi llena.
Sobre la puerta de la heladera había pegadas varias notas escritas a mano, sujetas con imanes con forma de frutas y vegetales. Eran pequeños recordatorios que Rolando solía escribir para no olvidar las tareas que debía realizar. Si había algo que caracterizaba a Rolando era su organización y orden, algo que lo diferenciaba mucho de mí.
Rolando no estaba en la cocina, eso era evidente, así que me fui.
Crucé el vestíbulo y fui al salón, en donde estaba el enorme televisor de pantalla semiplana, el reproductor de DVD y el home theater. Mirar películas en la casa de Rolando era como ir a un cine.
Los sillones blancos y modernos estaban ordenados. Los almohadones no tenían una sola arruga y no había nadie sentado o acostado en ellos. Contra las paredes había estanterías repletas de libros y revistas (en su mayoría libros de ciencias y revistas como “Investigación y Ciencia”, “Nature” y “National Geographic”), además de cajas con CDs (el gusto musical de Rolando iba desde el jazz, pasando por el funk hasta la música tecno) y unos cuantos adornos de vidrio que yo siempre consideré de mal gusto. Pero su dueño, no estaba.
Volví al vestíbulo, pensando en revisar el baño antes de subir, cuando escuché un ruido proveniente del piso de arriba.
Me detuve en seco frente a la escalera y miré hacia lo alto. Sonó como si alguien corriera un mueble pesado con rapidez.
¿Rolando? —pregunté.
La idea de revisar el baño de la planta baja quedó olvidada. Con el nombre de mi amigo en los labios, corrí escaleras arriba.
CUATRO

Cuando llegué al corredor tapizado con una moqueta blanca, me encontré con que la puerta del estudio de Rolando (la habitación que usaba para estudiar y trabajar) estaba abierta de par en par. Las otras puertas (la del baño, del cuarto de huéspedes y el dormitorio) estaban cerradas.
Iba a entrar en el estudio cuando algo en el suelo, sobre la mullida alfombra, me llamó la atención. Me arrodillé para verlo mejor. Eran marcas, como cortes hechos con algún objeto afilado... como un cuchillo. Había seis cortes en total, dispuestos en dos grupos de tres. Eran tan profundos que habían atravesado la moqueta y llegado al suelo de madera de abajo, el cual estaba arañado. Entonces me dije que esas marcas no habían sido hechas con un cuchillo, sino con garras.
Recordé el rugido gutural que había escuchado en mi contestador automático.
¿Acaso Rolando había sido atacado por algún animal? Pero, ¿qué animal podía dejar unas marcas como esas en la alfombra? Seguramente un oso, pero era imposible.
El proyecto del que te hablé se salió de control”...
Entré en el estudio.
Estaba vacío y lo supe desde el pasillo, pero aún así quería ver lo que podía encontrarme allí dentro. Sentía tanta curiosidad por eso como por lo que le había pasado a Rolando.
Allí estaba el moderno escritorio, sobre el cual había un montón de ordenados papeles, un par de vasos portalápices, algunos libros de bolsillo, manuales de física y una calculadora con un sinnúmero de botones. En el rincón opuesto, se encontraba la mesa de la computadora. La máquina estaba apagada. Junto a ella había un teléfono y un par de portarretratos. Colgada de la pared, justo encima de la computadora, había una cartelera de corcho con docenas de notas clavadas con alfileres de colores.
Me acerqué a la mesa de la computadora y empecé a abrir los cajones. Me sentía como un intruso. No me gustó, pero aún así no me detuve. Tal vez pudiera encontrar una pista sobre lo que le había ocurrido a mi amigo. Después de todo, allí, en el estudio, era donde desarrollaba su famoso proyecto.
En los cajones no encontré nada más emocionante que unos cuantos artículos de oficina, paquetes de papel, disquetes y CDs. Miré la limpia superficie de la mesa. Las fotografías enmarcadas llamaron mi atención.
Una era de la casa de Rolando, tomada desde la fachada un soleado día de verano. Yo conocía esa foto, la había visto algunas veces antes. Pero la otra, no. En ella, se veía a Rolando rodeando con un brazo los hombros de una niña de unos siete u ocho años, de ojos enormes de mirada intensa y la nariz moteada de pecas. Ambos sonreían a la cámara, felices. La foto había sido tomada en el jardín de la casa de Rolando, a juzgar por los arbustos que se veían atrás.
Tomé la fotografía para observarla mejor. Sin duda era reciente, porque yo no la había visto antes. La niña no me resultaba familiar. ¿De quién se trataría? Rolando era soltero, no tenía hijos. ¿Alguna sobrina, quizás? ¿La hija de algún amigo?
Dejé la fotografía sobre la mesa y me acerqué al escritorio. Miré los papeles que había encima. En su mayoría eran diagramas hechos por Rolando, con anotaciones, fórmulas y números garabateados a los costados.
Aquello eran algunos bosquejos de su proyecto. No logré entenderlos, sobre todo porque Rolando no me había hablado más que superficialmente de él. Según tenía entendido, estaba relacionado con la interpretación de los sueños. Rolando me había comentado que quería desarrollar un sistema mediante el cual fuera posible visualizar los sueños, con el fin de interpretarlos y comprenderlos mejor.
Hasta la fecha, nadie sabe exactamente por qué soñamos —me había dicho en una ocasión, cuando almorzábamos en la cantina de la Facultad—. Nadie sabe qué son los sueños, qué significan y demás. En ese sentido, la ciencia aún se encuentra en pañales. Ni la psicología, ni la psiquiatría, ni siquiera la neurobiología han podido comprenderlo del todo. Es irónico, ¿no? Para los seres humanos, la mente humana sigue siendo un misterio.
Yo asentí. Estaba de acuerdo con Rolando, aunque me parecía que su proyecto era un tanto ambicioso y no me imaginaba cómo podría llevarlo a cabo. Por supuesto, no le expresé mis ideas. Además, estaba convencido de que Rolando era bastante más inteligente que yo. Tenía una sagacidad, tenacidad y astucia como pocas veces he visto. Sin duda podría alcanzar su meta con relativa facilidad.
Seguí mirando el extraño diagrama, que parecía una especie de anillo erizado de pinchos de los que salían cables muy delgados, sin entender cómo podía ayudarme a encontrar a mi amigo.
Entonces, percibí una presencia en el estudio. Había alguien conmigo y me observaba.
Levanté la vista de inmediato y vi a la niña de la fotografía parada en el umbral de la puerta. Me escudriñó con sus ojos enormes y oscuros y luego me sonrió.
CINCO

Al principio no supe qué hacer. Me quedé parado donde estaba, tratando de decir algo, pero solamente logré emitir un balbuceo.
La niña seguía sonriéndome. Noté que le faltaba un diente inferior. Tenía el cabello enrulado de color negro sujeto con un par de broches de plástico blanco. Llevaba puesto un vestido negro con volados en la falda, que se me antojó un poco anticuado para una niña de esta época. Los zapatos de hebilla también eran negros y estaban tan lustrados que brillaban como espejos.
Hola —logré articular—. Yo... ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Sabes... sabes dónde está Rolando?
La pequeña permaneció un momento más allí parada, sin dejar de sonreír. Entonces, repentinamente, dio media vuelta y se fue corriendo.
¡No! —dije, y fui tras ella—. ¡Espera!
Salí del estudio y la vi corretear por el pasillo hacia la puerta del fondo, la que daba al cuarto de huéspedes. La gruesa alfombra blanca ahogaba los pasos de la niña.
Llegó a la puerta, la abrió, entró y la cerró de inmediato, como si estuviese ocultando algo que no quería que yo viese. Pero iba a verlo, eso era seguro.
Me acerqué rápidamente a la puerta y la abrí.
Esper... —empecé a decir al tiempo que entraba.
Pero no di un paso cuando me detuve en seco, retrocedí trastabillando y por poco caigo de espaldas al suelo.
Ante mí se alzaba una criatura inenarrable, espantosa. Era un animal cuadrúpedo, macizo, de aspecto pesado y rápido a la vez. Estaba cubierto de un pelaje largo de color rojizo que se veía tan suave como el alambre. Tenía una cabeza larga, terminada en trompa, y unas orejas puntiagudas que más bien parecían cuernos. En el extremo del hocico tenía una nariz hendida y una boca pequeña.
Cuando me vio, la criatura se levantó sobre sus patas traseras, adquiriendo un tamaño colosal. Extendió las largas patas delanteras, velludas y terminadas en largas garras negras, curvas y cortantes como navajas. Ahora entendía qué había hecho aquellos tajos en la alfombra frente a la puerta del estudio. Yo tenía razón, no había sido un cuchillo.
El animal abrió su pequeña boca y ésta se agrandó, agrandó y agrandó, hasta que quedó convertida en una abertura lo suficientemente grande como para meter una sandía entera. Tenía unos dientes largos, puntiagudos y amarillentos. Una lengua larga como una serpiente, de color gris negruzco, erizada de escamas punzantes, emergió de la boca, se agitó delante de mí y soltó unos cuantos hilos de una baba espesa que se derramó en el suelo.
Los ojos negros, redondos como canicas, me miraron con maligna avidez desde encima del hocico.
La criatura rugió y recordé lo que había escuchado en el contestador de mi casa. A aquel mismo animal, rugiendo de furia.
Yo grité en respuesta. Di otro torpe paso hacia atrás y esta vez sí caí al piso, con los brazos echados hacia adelante. Si alguien me hubiera visto, seguramente se hubiera reído.
Miré hacia la puerta del cuarto de huéspedes otra vez y entonces advertí que la criatura que me había dado un susto de muerte, había desaparecido. Su rugido seguía resonando en mis oídos, pero el pasillo se encontraba en absoluto silencio.
Eché una rápida mirada a la redonda. Estaba solo. ¿Dónde se había metido ese animal? ¿Cómo había hecho para desaparecer tan rápido?
Me levanté, jadeando, sintiendo cómo mi corazón se desaceleraba lentamente.
La puerta del cuarto de huéspedes estaba abierta por completo. Me atreví a acercarme dos pasos y miré hacia adentro. No había nadie allí. Ni la criatura ni la niña que me había sonreído en el estudio. Ahora que estaba solo otra vez, me parecía que la pequeña nunca había estado allí. Como si hubiese sido una ilusión mía.
El pequeño cuarto estaba vacío, sin embargo lo que vi dentro, me llamó la atención, así que entré.
SEIS

Sobre la cama de una plaza, tendida con pulcritud, había un aparato que parecía un televisor futurista. Tenía una pantalla rectangular y una barra llena de botones debajo. Conectado al televisor había un cable que terminaba en un objeto en forma de aro que había sobre la cama.
Me acerqué a la cama y levanté el aro, erizado de picos de los que salían delgados cables. Era igual al diagrama que había visto en el estudio de Rolando. Al parecer, mi amigo había materializado sus ideas, no se había quedado en meros planos.
Volví a mirar el televisor futurista. La pantalla apagada estaba negra. Estudié los botones, preguntándome cuál sería el de encendido. Entonces pulsé el más grande, basado en la idea arbitraria de que el botón más grande siempre es el interruptor.
Y no me equivoqué. La pantalla se encendió, pero en ella tan sólo se veía estática, una nieve gris que se agitaba, como cuando la tele pierde señal. Pensé en oprimir algún otro botón, para obtener imagen, pero decidí no hacerlo. Tenía miedo de hacer una operación equivocada y de alguna manera desestabilizar el invento de mi amigo. Volví a pulsar el interruptor y la pantalla se apagó en silencio.
Me volví y vi que en el rincón había una pequeña mesa cuadrada con una silla. Sobre la mesa había una PC portátil Dell. Estaba cerrada y tenía el aspecto de una agenda.
Abrí la portátil y la encendí.
Lleno de impaciencia, esperé a que Windows se cargara. Y cuando por fin lo hizo (después de lo que me parecieron dos horas), apareció un cuadro de diálogo que me pedía una contraseña.
Di un golpecito sobre la mesa con el puño cerrado. Debería haberme imaginado que iba a ocurrir algo así.
Vamos a ver —me dije—. Si fueras Rolando, ¿qué contraseña utilizarías?”
Miré a mi alrededor, como si pudiera encontrar la respuesta en esa habitación (quizá en algún objeto), pero no.
Entonces, noté que al lado de la PC había una pequeña libreta con espiral. Abrí la libreta y vi la palabra “JULIANA” escrita encima de un montón de anotaciones hechas con una caligrafía diminuta.
Juliana —murmuré en voz alta, en el cuarto silencioso y vacío. Parecía un nombre, un nombre de mujer. Pero no me sonaba familiar.
Entonces recordé la fotografía que había visto en el estudio de Rolando, en el que aparecían él y la niña pecosa, en el jardín de la casa. Mi mente hizo una rápida asociación, quizá potenciada por el hecho de haber visto a la niña y de haberme encontrado con aquella temible criatura.
No me cupo duda de que Juliana era el nombre de la pequeña.
Volví a mirar la pantalla de la laptop. El cuadro de diálogo esperaba mi respuesta, así que tecleé “Juliana” e hice clic en el botón de aceptar. El sistema se abrió sin problemas.
Sonreí, pero no pude evitar sentirme como un intruso otra vez.
Miré atentamente la pantalla de escritorio y vi una carpeta que se llamaba (sorpresa, sorpresa) “Juliana”. Abrí la carpeta. Dentro había un montón de archivos, quizá más de veinte, y eran de varios tipos. Había documentos de texto, planillas de datos y hasta archivos de sonido y video. Los nombres de estos últimos eran las fechas en las que evidentemente habían sido creados.
Decidí abrir el archivo de video más reciente que encontré, que era de hacía tres días.
Se abrió el reproductor multimedia y entonces pude ver una imagen en blanco y negro y tomada desde un ángulo alto, como de una cámara de seguridad, que mostraba el vestíbulo de la casa. La niña que había visto, se encontraba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos juntas. Se movía hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, casi de manera convulsiva.
De pronto, algo bajaba la escalera. Vi su sombra proyectada en la pared. Se trataba de la criatura que me había asustado hacía apenas unos minutos. Al verla en la grabación, sentí un hormigueo en el estómago. La criatura bajó lentamente los escalones y se acercó a la niña. Con la respiración contenida, esperé ver cómo le saltaría encima para comerle la cabeza de un mordisco con su horrible boca. Pero no hizo eso. El animal rodeo a la niña, dio una vuelta alrededor de ella y luego se sentó a su lado. La pequeña levantó una mano y le acarició la cabeza, justo entre las orejas. El animal cerró los ojos, contento. Era como ver a una niña con su perro grande. La criatura se echó en el suelo.
Entonces, una sombra emergió de la puerta de la cocina. Una sombra larga, de aspecto amenazante, que se proyectó en el suelo, oscureciendo a la niña.
Ella levantó la cabeza, asustada, y miró a quien fuera que estuviera en la puerta de la cocina. Yo no podía verlo, porque el ángulo de la cámara no me lo permitía. La criatura se levantó de inmediato, echando la larga cabeza hacia delante, en señal de alerta. La sombra se movió en el piso, acercándose a la chica, y entonces la grabación terminó.
Me quedé un momento inmóvil, atónito. No acababa de creer lo que había visto. El animal que me había asustado y que yo creía peligroso era la mascota de Juliana, o, mejor dicho, su guardián. ¿Y quién era la sombra ominosa que apareció recortada en el suelo? ¿Se trataría de Rolando? No, me dije, no podía ser él. No sabía cómo lo sabía, pero no era mi amigo. ¿Acaso se trataba de un ladrón? Tal vez por eso Rolando había instalado un sistema de cámaras de vigilancia en la casa. Yo no lo sabía y no las había visto al entrar.
Repentinamente, la máquina soltó un pitido y apareció un mensaje que decía AXOVAC ACABA DE DETECTAR ACTIVIDAD.
¿Axovac? me pregunté. Hice clic en ACEPTAR y entonces se abrió otra ventana, en la que se veía el living, también desde un ángulo alto y en blanco y negro. Vi cómo el enorme televisor se encendía solo, los almohadones del sofá salían volando en direcciones distintas y las cortinas se sacudían violentamente, todo al mismo tiempo. Luego, vi una silueta, idéntica a la que acababa de ver en la grabación, cruzar la sala de un lado a otro. Era una silueta, nada más, una sombra proyectada sobre los objetos, incorpórea. En el salón no había nadie.
Cierra la puerta —dijo alguien a mi lado, de repente.
Me volví sobresaltado y vi a la niña, a Juliana, mirándome con expresión aterrada.
Me levanté de un salto con tanta brusquedad que la silla se volcó hacia atrás.
Ahí viene —dijo la niña—. ¡Cierra la puerta, rápido!
Al principio no entendí a qué se refería. Entonces, miré la puerta del cuarto. En ese momento, escuché que, en efecto, algo venía. Algo furioso, que subía las escaleras a toda velocidad con pasos rápidos y sonoros. Sin duda no se trataba de una visita amigable, así que cerré la puerta de golpe, como me pidió la niña.
Casi de inmediato, escuché un rugido del otro lado, proveniente del corredor, luego una especie de grito inhumano, hueco y resonante. Hubo un golpe contundente que hizo vibrar el suelo y la ventana del cuarto. Otro rugido más, otro grito y luego silencio. Un silencio que cayó pesadamente. Caí en la cuenta de que me había quedado sin aliento y que había dejado de respirar y tuve que hacer un esfuerzo consciente para volver a hacerlo.
Juliana miraba la puerta del cuarto, petrificada y con los ojos enormes.
Ahora había calma, pero estaba seguro que lo que fuera que estaba allí, no se había ido.
SIETE

Miré a la niña, que se encontraba a mi lado. Ella me devolvió la mirada. Seguramente, mi rostro fue muy elocuente, porque me dijo:
No te preocupes. Gary lo va a mantener a raya.
¿Gary?
Mi guardián —dijo la niña.
¿Te refieres a... a ese...
Juliana asintió con la cabeza.
Gary me protege. Ya sé que te asustó, pero es bueno. No le haría daño a nadie... a nadie que no me hiciera daño a mí, claro.
Tú eres Juliana, ¿verdad? —traté de mantenerme calmado, de no parecer asustado o exaltado, pero me era muy difícil. Noté que las manos me temblaban ligeramente y no podía controlarlas. Eso me desesperaba.
La niña asintió con la cabeza, respondiendo mi pregunta.
¿Qué haces aquí? —inquirí entonces—. ¿Conoces a Rolando? Seguro que lo conoces. Estás con él en esa foto que tiene en el estudio.
Rolando y yo somos vecinos —explicó Juliana—. Además, somos muy buenos amigos. Él me ayudó a dormir, pero ahora... surgieron problemas.
Bajó la mirada hacia sus brillantes zapatos negros. Hablaba de manera increíblemente adulta para ser una niña de siete años.
¿Problemas? —murmuré. Sí, era evidente que habían surgido graves problemas. Me arrodillé en el suelo, para mirarla a los ojos—. Escucha, yo me llamo Fede. Soy amigo de Rolando. Él me llamó por teléfono, dejó un mensaje en el contestador, pidiéndome que viniera. Parece que... necesitaba ayuda. Por eso viene. Para ayudarlo. Pero no lo encuentro por ningún lado. Y tú estás aquí y... y parece que también alguien más.
Rolando está durmiendo —dijo Juliana—. El Sombrero lo puso a dormir.
¿Qué quiere decir eso? —exclamé. Un escalofrío me recorrió la espalda—. ¿Qué es El Sombrero?
No qué, sino quién —corrigió la niña con una expresión de maestra de escuela que en otras circunstancias me hubiese hecho reír—. El Sombrero no me dejaba dormir. Por eso Rolando me ayudó.
Señalé hacia la cama, hacia el aparato extraño que había encima de ella.
¿Te ayudó con eso?
Juliana asintió con la cabeza.
¿Qué es esa máquina? —le pregunté—. ¿Para qué sirve? ¿Lo sabes?
Sirve para ver los sueños —dijo Juliana—. Uno se coloca ese aro en la cabeza cuando está durmiendo y otro puede ver lo que está soñando en la pantalla. Hace mucho tiempo que yo tengo pesadillas y que casi no puedo dormir. A veces, paso días enteros sin dormir. Tengo pesadillas con El Sombrero.
¿Quién es El Sombrero?
Es... es alguien malo. Se mete en mis sueños y me asusta. Está todo vestido de negro y lleva puesto un sombrero enorme, también negro. El sombrero no me deja ver su cara. Nunca pude verla. Pero El Sombrero me asusta. Y Gary me protege de él.
A ver, Juliana —dije—. Vamos por partes. Tú tienes pesadillas. Rolando inventó este aparato con el que puede verlas.
Sí.
Pero esto no es un sueño —dije, aunque en ese momento, empezaba a tener ciertas dudas—. Esto es la vida real; ahora tú y yo estamos despiertos.
Sí —repitió Juliana como si hubiese dicho algo tan obvio que resultaba tonto.
Entonces, ¿cómo es posible que ese tal Sombrero y Gary estén aquí? —pregunté.
Creo que fue por una falla en el sistema —dijo Juliana—. Eso fue lo que dijo Rolando. De alguna manera, su equipo falló y mis pesadillas se materializaron en el mundo real.
Me estremeció que una niña de su edad supiera la palabra “materializaron”, pero no dije nada.
Ahora, El Sombrero me persigue aquí también —dijo Juliana—. Quiere... quiere llevarme. Por suerte, tengo a Gary, pero no sé si va a poder protegerme mucho tiempo.
No te preocupes —respondí—. Volvamos a El Sombrero. Dijiste que había puesto a Rolando a
dormir. ¿Qué quiere decir eso exactamente?
Que lo llevó abajo, al garaje, y lo dejó dormido, conectado a su máquina. El Sombrero manipuló el invento de Rolando y ahora lo usa para mantenerlo atrapado dentro de sus propias pesadillas. Es lo mismo que quiere hacer conmigo, es lo que quiere hacer con todos.
Traté de pensar un instante, pero no lo conseguí.
O sea que Rolando está simplemente dormido —acoté.
Sí, pero no puede despertar. La única manera de despertarlo es desconectándolo de la máquina de El Sombrero.
Me imagino que eso no es tan sencillo —repuse.
Juliana negó con la cabeza.
No. No es simplemente tirar de un enchufe. Si se desconecta mal, Rolando podría no volver a despertar jamás. Su mente podría quedar atrapada en sus pesadillas para siempre.
¿Cómo sabes todas estas cosas? —pregunté.
Juliana se encogió de hombros.
Las sé —respondió, lacónica—. Rolando me explicó mucho cuando me ayudaba con mis pesadillas.
Bueno —dije—, ahora nosotros tenemos que ayudarlo a él. ¿Dónde está Rolando? Me refiero a... su cuerpo.
Abajo, en el garaje —dijo Juliana—. Pero no creo que podamos entrar sin que El Sombrero nos descubra. Ahora mismo está ahí afuera... al otro lado de la puerta. Esperándonos.
Yo no oigo nada —declaré.
Pero él está ahí.
¿Y dónde está... Gary?
También está afuera, vigilando que El Sombrero no entre en el cuarto —dijo Juliana—. El Sombrero le tiene miedo.
Recordé la grabación que había visto en la PC de Rolando, en la que una silueta siniestra aparecía proyectada en el suelo del vestíbulo, donde estaban Juliana y Gary. Recordé la manera en que Gary se había erguido cuando la silueta apareció. Sí, era posible que El Sombrero le tuviera miedo.
Pero tenemos que ayudar a Rolando —repliqué—. Aunque también hay otro problema: ¿cómo nos deshacemos de El Sombrero?
Rolando me dijo que tal ver fuera posible encerrarlo en la máquina —comentó Juliana.
¿Cómo? —pregunté.
No sé. Sólo Rolando lo sabe.
¿Y cuándo te lo dijo?
Hace un rato.
Pero... ¿eso significa que lo viste? ¿Qué hablaste con él?
Puedo hablar con él —dijo Juliana—. Mentalmente, digamos.
No lo entiendo —confesé. Estaba perdido.
Yo también estoy en el garaje, Fede —dijo la niña— Quiero decir, mi cuerpo. Está en el garaje, junto al de Rolando. El Sombrero logró atraparme. Pero yo logré materializar mi mente fuera de ese lugar. Gary me ayudó. Por eso puedo aparecer aquí ahora. Y por eso El Sombrero anda tras de mí. Quiere atrapar mi mente y encerrarla dentro de mis pesadillas.
¿O sea que... o sea que no estás aquí realmente? ¿Qué eres como un fantasma?
Juliana negó con la cabeza.
No —dijo—. No soy ningún fantasma. Simplemente, soy yo.
Levanté una mano trémula y le toqué el cabello. Era suave y sedoso. Y tangible. Mi mano no atravesó su cabeza como si se tratara de un holograma. Ella estaba allí realmente. Dios, ¿cómo podía hacerlo? Toda esa situación iba mucho más allá de mi comprensión. De repente, sentí un mareo y la habitación dio una vuelta vertiginosa. Me tambaleé y caí sentado en la silla. Si no hubiera estado ahí, habría acabado en el suelo.
¿Estás bien? —me preguntó Juliana, preocupada.
Sí —murmuré—. Sí, sólo... creo que esto es más de lo que puedo manejar.
Es entendible —repuso ella con ese tono adulto que resultaba tan inquietante.
En ese momento, Gary apareció. Atravesó la puerta y se materializó al lado de su pequeña protegida. Yo no pude evitar sobresaltarme. Era un animal tan... bueno, tan extraño...
Se sentó al lado de Juliana. Ella le acarició la cabeza, entre las orejas puntiagudas. Gary respondió entrecerrando sus ojos negros y soltando un áspero ronroneo.
Parece que El Sombrero se fue —dijo Juliana.
¿Adónde?
No sé. Debe estar ideando otra manera de atraparme. Por eso Gary volvió conmigo.
Miré al animal y y pensé en tocarlo a él también, pero me resistí. Tal vez fuera muy amigable, pero su aspecto no lo ayudaba.
En ese momento, se me ocurrió una idea.
OCHO

Juliana —dije—. ¿Puedes hablar con Rolando en este momento?
Sí —dijo ella—. Le dije que viniste a ayudarlo. Él se alegra.
Qué bien —dije—. Pero, ¿puedes preguntarle cómo puedo hacer para ayudarlo exactamente?
Sí —dijo Juliana—. Creo que puedo hacerlo.
La niña se sentó en el suelo, cruzada de piernas, y cerró los ojos. A su espalda, Gary también se echó, aunque con un ojo puesto en la puerta de la habitación.
Juliana puso las manos sobre las rodillas y suspiró.
¿Rolando? —murmuró—. Necesito encontrarte... Fede vino a ayudarte.
Esperé, con el aliento contenido. Juliana no dijo nada por un buen rato. Ni se movió. En ese momento parecía una estatua. Pensé en decir algo, pero temía interferir de alguna manera y romper la conexión entre ella y mi amigo.
Al final, Juliana abrió los ojos de golpe y me sobresalté.
¿Y? —pregunté, lleno de ansiedad.
Juliana negó con la cabeza.
No logro encontrarlo.
¿Qué? —exclamé.
No responde. Lo busqué, pero... no lo encuentro... Creo que El Sombrero lo atrapó y lo escondió en algún lugar.
Pero, ¿dónde? —dije, casi gritando, desesperado.
En ese momento, una mano enorme emergió del suelo. Era como una garra negra, hecha de sombra, que salió de repente y se cerró sobre Juliana y Gary. El animal soltó un rebuzno gutural, más de furia que de miedo, y Juliana chilló aterrada. La mano los envolvió, cubriéndolos por completo de oscuridad.
¡Juliana! —grité yo.
Salté sobre la mano, convencido de que la atravesaría debido a su textura insustancial. Pero un pulgar del tamaño de un palo borracho se eyectó, golpeándome de lleno. Fue como darme contra un muro y salí volando hacia atrás. Choqué de espaldas contra la pared y me desplomé en el suelo, ruidosamente.
La mano empezó a descender, hundiéndose otra vez en el piso, que seguía tan sólido como siempre. Los gritos de Juliana y los bramidos de Gary sonaban amortiguados, sordos.
Cuando la mano ya estaba casi por completo hundida, escuché un potente rugido. Una de las zarpas de Gary abrió una brecha en la mano negra y la criatura saltó hacia fuera. Casi de inmediato, el tajo rasgado se volvió a cerrar, cicatrizando de una manera alarmante.
Gary intentó ayudar a su protegida, intentó morder la mano que se la llevaba, pero ya era demasiado tarde.
La mano se hundió y desapareció. Los gritos desesperados de Juliana cesaron de inmediato.
NUEVE

Me incorporé, sintiendo un dolor sordo en la nuca, la parte posterior de la cabeza y la espalda.
Gary husmeaba el suelo con su gran nariz, daba vueltas en círculos, nervioso, alrededor del sitio donde la mano había desaparecido. Cuando me levanté, se volvió a mirarme con sus penetrantes ojos negros.
Tenemos que ayudarla”, decían esos ojos claramente. “No podemos dejar que se la lleve”.
Pero, ¿cómo? —pregunté yo en voz alta, y me sobresalté. Le estaba hablando a una criatura irreal como si ella me hubiese hablado primero. Tal vez fue así. Ahora que lo pienso, no estoy del todo seguro.
Gary saltó sobre la cama y levantó el aro conectado a la máquina con sus fauces. Yo lo miré.
¿Qué quieres que haga? —pregunté—. ¿Qué me ponga eso?
Gary permaneció mirándome durante largo rato. “Sí”, parecía decir.
Me acerqué a la cama y me senté.
Pero no sé cómo funciona este aparato —respondí—. No sabría qué hacer. Además, se supone que hay que estar dormido y en este momento no tengo sueño. Ahora, nada de nada podría hacerme dormir.
Gary hizo un movimiento con la cabeza, como insistiendo en que le hiciera caso.
Pero...
Se acercó a mí. Pude percibir el calor que irradiaba su cuerpo. Un calor muy real. Puso el aro sobre mi regazo. Yo lo tomé entre las manos, lo levanté y examiné.
Está bien —murmuré—. Aunque no sé qué...
Gary saltó de la cama y se sentó frente al panel de la máquina, frente al televisor futurista lleno de controles. Utilizando una de sus garras pulsó delicadamente el interruptor y la pantalla se encendió. Luego, con la punta de la nariz empezó a pulsar otros botones. Yo me quedé mirándolo, atónito.
La máquina emitió una serie de sonidos distorsionados, como una radio que busca señal. En la pantalla al principio sólo se veía estática, pero entonces se oscureció y aparecieron unas palabras en verde que rezaban SISTEMA LISTO.
La criatura se volvió a mirarme, como diciendo: “Ahora”.
Yo levanté el aro, que se parecía mucho a la corona de espinas que supuestamente llevó Jesús el día de su crucifixión y de la que tanto me habían hablado cuando era niño e iba al colegio católico. Me habían hablado de cómo las espinas se clavaban en la frente y el cuero cabelludo de Jesucristo, rasgando la piel, abriendo heridas que luego goteaban sangre sobre su rostro torturado... Eran cuentos muy agradables para niños de seis años.
Coloqué el aro sobre mi cabeza.
Listo —le dije a Gary—. ¿Y ahora?
Utilizando sus dientes, accionó un par de botones más. A continuación, se acercó a mí.
¿Qué... —empecé a decir, pero me dio un golpe tremendo en la cabeza con una de sus enormes patas. Yo me desplomé de lado en la cama, inconsciente.
DIEZ

Abrí los ojos y me encontré de pie en un lugar que no era el cuarto de huéspedes de la casa de Rolando.
Miré a mi alrededor exaltado, confundido y asustado. Me invadía una sensación extraña, difícil de describir. Me sentía... desconectado, como que yo no era yo. Sé que es confuso, pero no se me ocurre otra manera de expresarlo.
No estaba solo, había alguien conmigo. Miré a un lado y allí estaba mi viejo amigo, Gary, sentado en el suelo como un perro. Levantó la cabeza, mirándome.
¿Qué pasó? —pregunté.
En ese momento, recordé el golpe que me había dado en la cabeza. Claro, me había puesto a dormir, lo cual era necesario para que el infernal invento de Rolando funcionara. En realidad estaba inconsciente, pero era como dormir, después de todo.
Contemplé el lugar, asustado. Me encontraba en un lugar que no me era en absoluto familiar. No era la casa de Rolando, eso estaba claro.
¿Dónde estamos? —le pregunté a Gary.
No esperaba respuesta, así que dejé de mirarlo, pero entonces, escuché una voz tranquila que decía:
Esto es la casa de Juliana”.
Me volví conteniendo el aliento y volví a mirar a Gary. Él seguía sentado en el suelo, observándome con sus ojos negros.
¿Qué... dijiste... dijiste algo? —No puedo decir que estuviera particularmente sorprendido. A esas alturas, después de todo lo que había pasado, no.
Sí —respondió la voz—. Dije que esta es la casa de Juliana”.
Yo había estado mirando fijamente a Gary y no lo vi mover la boca durante la pronunciación de esa frase. Es más, parecía que las palabras sonaban dentro de mi cabeza, como si yo mismo tuviera una voz interior que me hablaba.
¿Estás... me estás hablando?
¿Y a quién más iba a hablarle?”, preguntó la voz con tono ligeramente burlón.
¿Puedes hablar?
Ya ves que sí”.
Gary me miraba, sin abrir sus fauces.
Pero, ¿cómo...
Aquí si puedo hablar —repuso Gary. Su voz sonaba increíblemente humana—. Mejor dicho, aquí tú sí puedes escucharme”.
¿Aquí?
Me refiero a este... a este sector de la realidad —explicó Gary—. Este vendría a ser el mundo de los sueños, para decirlo de un modo que lo entiendas. Aquí mis palabras pueden ser entendidas por cualquiera. Incluso, podrías escuchar hablar a un perro, si se diera la oportunidad”.
Me quedé en silencio un momento, tratando de pensar. “Claro —me dije—, no estaba despierto, estaba soñando. Yo no estaba realmente allí, mi cuerpo descansaba en el cuarto de huéspedes de la casa de Rolando. Se supone que en los sueños todo es posible. Uno puede volar, o transformarse en un dinosaurio o pasearse en un Ferrari rojo a toda velocidad... Y las criaturas monstruosas pueden hablar como los humanos.”
Supongo que es posible —murmuré.
Lo es”, afirmó Gary.
Pero... ¿por qué estamos aquí? —inquirí.
Es la única manera de derrotar a El Sombrero —dijo Gary—. No podemos hacerlo en el mundo real. Allí, solamente podemos contenerlo”.
Pero, ¿cómo vamos a derrotarlo? —pregunté—. Creo que es demasiado poderoso.
Y lo es, pero sólo porque vive de la imaginación de una niña de siete años... igual que yo. La única manera de derrotar a El Sombrero, es demostrarle que él no existe. Que no es más que un invento. Que nunca ha existido y nunca podrá hacerlo”.
Perfecto —dije yo—. ¿Y cómo hacemos eso?
Por eso estamos aquí —dijo Gary—. Sígueme”.
Gary se levantó y empezó a caminar. Y yo lo seguí, por supuesto.
Por primera vez desde que llegamos, me fijé realmente en la casa. Parecía bastante más grande que la de Rolando y bastante más vieja.
El suelo era de una madera oscura (creo que pino) tan encerado que brillaba como un enorme espejo negro. De las paredes colgaban unos cuantos cuadros, que en su mayoría eran pinturas de flores o naturaleza muerta. Los muebles se veían anticuados, aunque en muy buen estado, tapizados de terciopelo verde. Cuando entramos en la sala, vi un reloj de péndulo contra la pared. Era de ébano, tan negro como el piso, y parecía fundirse con él, como si el reloj hubiese crecido del suelo. El aire tenía un fuerte olor a cera para muebles, cuero viejo y cortinas polvorientas. Una luz mortecina, gris y fría entraba por las ventanas.
¿Juliana vive aquí? —pregunté.
Así es —respondió Gary—. Lo sé, es una casa bastante espeluznante. No es extraño que Juliana imagine cosas como El Sombrero”.
Pero, ¿con quién vive? ¿Dónde están sus padres?
Juliana es huérfana —explicó Gary—. Sus padres murieron cuando ella tenía dos años. Vive con su tía, Catalina, que en realidad, podría ser su abuela. Es una mujer de bastante dinero, por eso tiene este caserón. Deberías verla. Parece escapada de un cuento de los hermanos Grimm. La madre de las hermanastras malvadas de Cenicienta. Viste siempre de negro, con un vestido grueso que va del cuello hasta los tobillos, y hace que Juliana se vista igual”.
Pero, ¿cómo la trata? —pregunté.
Yo diría que con cordial frialdad —dijo Gary—. Esa mujer es más fría que una estatua de mármol. Nunca ha maltratado a Juliana, pero la somete a un régimen muy severo. No la deja ir a la escuela, ¿sabes? Ella le enseña todo aquí. Juliana tiene que levantarse a una hora determinada todos los días y asistir a las lecciones que le imparte su tía durante unas seis horas seguidas. Le enseña matemática, idioma español y un poco de música, pero también costura y buenos modales. Buenos modales, ¿te das cuenta? Luego, Juliana tiene que hacer deberes ella sola. Apenas le deja tiempo para jugar. Juliana casi no tiene juguetes, excepto por unas muñecas viejas que eran de su madre. Y lo peor es la comida...”
¿Qué le da de comer?
Casi siempre una sopa repugnante de espinaca. Juliana la odia. Siempre trata de llenarse con pan, para no tener que tomarla. Mientras su tía toma té con bombones justo frente a ella”.
Eso es muy cruel —dije—. Pero, ¿no hay nadie que sepa de esa situación y piense hacer algo?
Creo que los pocos que saben, no se atreven, por miedo a que Catalina pueda tomar represalias. No te olvides que es una mujer muy poderosa”.
Me di cuenta de que habíamos subido una escalera alfombrada y que ahora estábamos dentro de un cuarto bastante grande. En él, había una cama de dos plazas, una cómoda con un espejo ovalado enorme encima, un armario estilo Luis XV en el que podría vivir una persona y un par de sillas del mismo estilo. La única ventana tenía unas cortinas largas de color blanco sujetas con listones a los costados.
¿Dónde estamos? —pregunté, aunque ya me lo imaginaba.
Este es el cuarto de Catalina”, dijo Gary.
Miré la cómoda y vi una cabeza de maniquí de plástico. Sobre ella había una peluca de color castaño claro con un peinado voluptuoso.
La tía de Juliana usa peluca”, me dije.
¿Por qué estamos aquí? —pregunté.
Aquí está lo que podríamos llamar la fuente de poder de El Sombrero. El origen de las pesadillas de Juliana”.
¿Dónde?
Gary se acercó al enorme armario. Yo lo seguí.
Adentro”, indicó.
Abrí la puerta, que produjo un chirrido agudo y entonces alguien dentro del armario me miró.
ONCE

Me sobresalté y di un paso hacia atrás, pero de inmediato me di cuenta de que no había qué temer. No había nadie mirándome dentro del armario. No se trataba de una persona, sino de un cuadro, que estaba colgado del lado de adentro de la puerta del armario.
Aún así, era para asustarse. Se trataba del retrato de una mujer vieja con una piel pálida como una sábana. Tenía un rostro alargado, las mejillas hundidas y los pómulos puntiagudos y salientes. Sus labios eran apenas una delgada línea pintada de un color rojo tan intenso que parecía sangre. Sus ojos eran oscuros, penetrantes, con una expresión tan fría que parecían dos astillas de hielo gris, apuntando siempre a quien se atreviera a mirarla. Llevaba el cabello gris—plateado sujeto en un peinado similar al de la peluca que había sobre la cómoda. Tenía el cuello largo como el de un cisne, que en una mujer con veinte años menos hubiera resultado bonito, pero que en ella, parecía una columna blanca surcada de cientos de pequeñas arrugas, y además, tenía la nuez muy pronunciada.
Es ella —dijo Gary detrás de mí—. Te presento a Catalina”.
Dios —dije—. Ahora entiendo lo que siente Juliana. Y además, ¿quién colgaría un cuadro dentro de un armario?
Alguien como Catalina” —fue la respuesta de Gary—. Pero eso no es lo importante, sino lo que hay dentro”.
Hizo un gesto con su larga cabeza. Yo miré y vi que colgado dentro del armario había un largo sobretodo negro y un sombrero del mismo color con un ala enorme, encima. El traje despedía un fuerte olor a naftalina. Vi que en el suelo del armario, había una polilla muerta.
El Sombrero —murmuré y sentí un escalofrío corriéndome por la espalda.
Aquí está —dijo Gary—. “La fuente de todos los miedos de Juliana... un simple sobretodo negro y un sombrero”.
Creo que si yo estuviese en el lugar de Juliana, también me asustaría —repuse—. Ella debe haberlo visto en algún momento y debe haberse asustado. Tal vez vio a alguien con esto puesto. ¿Es de Catalina?
Sí —dijo Gary—. Pero yo nunca la he visto usarlo”.
Tal vez, Catalina sí —dije—. Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
Hay que destruirlo —dijo Gary—. Hay que destruir este traje. Así, El Sombrero caerá en la cuenta de que no es real... y desaparecerá”.
¿Estás seguro de que va a funcionar?
Tiene que funcionar”, dijo Gary con tono seguro.
Volví a mirar el traje y el sombrero. Era inquietante. Parecía que había alguien dentro del armario.
Creo que podría quemarlo —dije.
Buena idea”, asintió Gary.

Extendí una mano hacia el armario y tomé la punta de una manga del sobretodo. Iba a tirar de él, cuando de pronto, el sobretodo se infló, adquiriendo proporciones humanas. Escuché un rugido de furia y el brazo que sujetaba se eyectó hacia adelante como un pistón, golpeándome en la cara. Salté hacia atrás trastabillando y caí al suelo.
El traje salió fuera del armario. Flotaba en el aire y la parte baja se agitaba como una banderola al viento. En los puños del sobretodo aparecieron un par de garras negras, con unos dedos largos y huesudos. El sombrero se levantó y un círculo de oscuridad pareció mirarme.
El Sombrero había llegado justo a tiempo, para impedir que lo destruyera.
Estiró los brazos hacia los lados y éstos se alargaron hasta alcanzar los dos metros de longitud. Luego, se proyectaron hacia delante y las garras me sujetaron de los tobillos. Me levantaron en el aire y quedé colgando de cabeza. El Sombrero giró en un rápido círculo y me soltó. Salí volando y caí encima de la cómoda, chocando de espaldas contra el espejo, que se hizo pedazos. Aplasté la cabeza de plástico que llevaba la peluca y me desplomé en el suelo junto a una lluvia de trozos de cristal.
En ese momento, Gary saltó encima de El Sombrero por detrás y hundió sus enromes dientes en su hombro, al tiempo que clavaba las garras en el sobretodo. Lo rasgó, abriendo unas grietas negras que se cerraron casi de inmediato.
Una de las garras de El Sombrero creció hasta adquirir las dimensiones de un auto compacto y golpeó de lleno a Gary. Tuvo que hacerlo dos veces antes de que Gary lo soltara y cayera al piso, soltando chillidos de dolor.
Pero Gary no era tan fácil de vencer. Volvió a incorporarse, sacudió la cabeza y saltó otra vez sobre El Sombrero. Ambos empezaron a forcejear en el aire, revolviéndose el uno sobre el otro. Rebotaban contra las paredes, como una pelota de goma, tirando los cuadros que había colgados. Los rugidos de Gary eran ensordecedores.
De pronto, El Sombrero logró sujetar a Gary del cuello y lo golpeó tres veces contra la pared. Luego lo hizo dar una vuelta, como había hecho conmigo, y lo arrojó contra la ventana. Gary la atravesó y desapareció, cayendo al vacío.
En ese momento, yo me levanté, con torpeza. Me dolía la espalda y sentía cortes pequeños en las manos, producto de las astillas del espejo que se había roto. No sabía para quién serían los siete años de mala suerte, si para mí o para El Sombrero.
Yo traté de erguirme y mantenerme firme, a pesar de que estaba muerto de miedo. Recordé lo que me había dicho Gary. “La única manera de derrotar a El Sombrero, es demostrarle que él no existe. Que no es más que un invento. Que nunca ha existido y nunca podrá hacerlo”.
El Sombrero flotó hacia mí y me sujetó del cuello con una de sus garras. Sentí las uñas negras clavándose en mi piel. Traté de hablar, pero solté una arcada seca. El Sombrero iba a matarme, estaba dispuesto a hacerlo.
No lo permitas —me dije—. No permitas que vea el miedo que sientes. No lo dejes alimentarse de tu miedo”.
¿Vas a matarme, imbécil? —dije con voz ahogada, mientras me ahorcaba—. No vas a poder hacerlo. Ya no te tengo miedo. ¿Sabes por qué? Porque sé lo que eres. No eres nada. ¡Nada! No existes. Eres tan sólo la invención de una niña. Nada más que una sombra que se mueve en el aire. Nada más. No puedes matar a nadie. No puedes asustar nadie. Eres... eres patético. Una mala imitación de fantasma. Un remedo mal hecho de espantajo. Solamente un traje negro y un sombrero ridículo flotando en el aire. Nada más que eso. Y nunca vas a llegar a ser nada más.
Estaba funcionando. La fuerza que El Sombrero ejercía sobre mi cuello disminuyó paulatinamente. Noté que todo su cuerpo negro empezaba a temblar.
Me das gracia —continué—. No das miedo, das risa. Eres... eres un payaso. Pero un payaso triste que solamente logra hacer reír dando lástima, pretendiendo ser algo que no es, haciéndose el chico malo cuando no es nada más que una sombra que tiene que vestirse con una gabardina y un sombrero negro para asustar a los niños. ¡Los niños! Al final, ni siquiera ellos te van a tener miedo, estúpido. Nadie te va a tener miedo y todo el mundo se va a reír de ti. Todo el mundo se va a burlar del fantasma fracasado. ¡Ja, ja! Ese es un buen nombre. No El Sombrero, sino El Fantasma Fracasado. ¡Fantasma Fracasado!
La garra que me apretaba el cuello fue cediendo hasta soltarme. El Sombrero dio un paso hacia atrás, indeciso, y en ese instante yo me moví deprisa, tomé el sombrero y se lo quité.
Ni siquiera te atreves a mostrar la cara —dije con tono burlón.
Cuando le quité el sombrero, yo esperaba no ver nada más que una mancha oscura, como un trozo de sombra. No esperaba encontrarme con un rostro perfectamente formado y tangible.
Al principio pensé que se trataba de un hombre, pero cuando vi las facciones, noté que era una mujer y me di cuenta de inmediato de qué mujer se trataba. Vi la piel blanca como el mármol, las mejillas hundidas, el cuello largo lleno de arrugas. Los labios de color rojo sangre, que estaban curvados en una mueca de odio. El cráneo estaba totalmente calvo, excepto por algunas hebras grises y arrugadas que colgaban del cuero cabelludo lleno de desagradables manchas amarillentas. Los ojos de color tormenta me miraban lanzándome destellos de maldad, ira y miedo.
Allí estaba El Sombrero, quien por fin revelaba su identidad. Era Catalina, la tía malvada de Juliana.
Claro —me dije—. ¿Quién más podía ser?” A esas alturas, parecía obvio que la fuente de todas las pesadillas de Juliana fuera su tía, esa mujer fría, severa y en cierto punto aterradora a quien Juliana (y seguramente cualquier otro niño) le tenía miedo.
Usted —dije sin aliento.
¡Mocoso! —gritó la mujer con una voz gutural, cavernosa, apenas humana—. ¡Mocoso, atrevido, insolente! ¿Cómo te atreves a desafiarme? Todos los niños de ahora son iguales. Irrespetuosos de la autoridad, mal educados, irrespetuosos de sus mayores. Juliana es igual. La pusilánime de mi hermana no quiso entenderlo.
¿Qué? —exclamé.
La fea boca de Catalina se curvó en una sonrisa torva.
Haces mal en no tenerme miedo. ¿Crees que solamente me gusta asustar?
Extendió una mano. Creí que iba a golpearme, pero la usó para taparme los ojos. Entonces, vi a un bebé en una cuna, dormido. O, mejor dicho, a una bebé, a juzgar por las sábanas rosadas que la cubrían. Una mujer joven, muy hermosa, miraba a la criatura con amor. Luego, la escena cambió bruscamente y me encontré mirando una pequeña cocina. Sobre una mesa cuadrada con un mantel de hule había tres tazas de té. Una figura alta, encorvada y oscura se inclinaba sobre ellas. La figura, vestida de negro, volvió el rostro y noté que se trataba de Catalina. Tenía algo en la mano. Era un frasco color caramelo y estaba vertiendo un líquido incoloro dentro de las tazas, con un gotero. La escena volvió a cambiar y ahora la mujer joven y un hombre joven (seguramente, su marido) tomaban el té. Catalina también, en silencio, y los miraba con una expresión de triunfo y soberbia. Cambio de escena: la mujer y el hombre jóvenes estaban tendidos en el suelo, junto a la mesa. Las tazas de té, rotas, estaban tiradas junto a ellos. Catalina los miraba con aquella expresión altanera. La imagen desapareció y fue sustituida por otra, en la que la bebé aparecía otra vez en la cuna. En esta oportunidad, estaba despierta, pero tranquila, moviendo sus pequeños y regordetes brazos. Entonces, una sombra que parecía llevar un enorme sombrero en la cabeza, apareció, oscureciéndola. Los ojos de la pequeña se abrieron como platos y rompió en llanto.
Catalina sacó su mano de mi cara y yo me aparté hacia atrás, jadeando.
¿Lo ves? —dijo Catalina—. ¿Ves lo que soy capaz de hacer?
Usted los mató —dije—. Mató a los padres de Juliana... ¿por qué?
¡Porque eran un par de ineptos! —chilló Catalina—. ¡Porque no servían para educar a una niña como se debe! ¡En cambio, yo sí! ¡Yo sé cómo hacerlo! ¡Yo sé cómo poner a los niños en su lugar!
Usted no es más que una vieja desquiciada —repliqué—. ¡Y una asesina!
Catalina echó la cabeza hacia atrás y rió con unos chillidos que me pusieron la carne de gallina.
Hice lo que tenía que hacer —repuso—. Ahora, esa mocosa de mi sobrina está bajo mi cuidado. Ahora, está bien.
Negué con la cabeza.
No, no lo está —dije—. Y no voy a permitir que siga martirizándola.
¿Cómo lo vas a hacer, mocoso enclenque? —preguntó con tono desafiante.
Usted no existe —repliqué.
¡Claro que existo!
No aquí. Este no es su mundo. Esta no es la realidad. Ya se lo dije: aquí no es más que El Sombrero. La invención de una niña. Aquí no puede matar a nadie.
El rostro de Catalina vaciló.
No —repuso—. Yo...
Antes tenía poder, pero ahora no —dije—. Ya no lo tiene. Porque yo no le tengo miedo. ¿Lo entiende? ¡No le tengo miedo!
La vieja se estremeció y dio un pequeño salto hacia atrás.
Ahora se intercambian los papeles”, pensé.
Yo empecé a avanzar hacia ella y ella empezó a retroceder.
No le tengo miedo, vieja idiota, ridícula y enajenada. No le tengo miedo, no le tengo miedo, no le tengo miedo...
En un momento, Catalina intentó armarse de valor, intentó endurecer su expresión, pero no lo consiguió.
Fede” —sentí que alguien me llamaba.
Me volví y vi a Gary detrás de mí. Estaba sentado en el suelo, junto a una lata de cera para pisos y una caja de fósforos. Yo había creído que El Sombrero lo había eliminado para siempre, pero gracias a Dios, me equivoqué.
Creo que vas a necesitar esto”, me dijo.
Me incliné y levanté los objetos.
Gracias —dije.
Destapé la lata y apunté con el pico hacia Catalina.
Quítese el traje —ordené.
No —repuso ella—. ¡Nunca!
Saqué un fósforo de la caja y lo encendí.
Última advertencia. ¡Sáqueselo ahora!
Vas a tener que quitármelo, mocoso —repuso ella—. ¡Soy El Sombrero! ¡Soy invencible!
No lo es —repuse.
Apreté la lata y un chorro de cera líquida empapó el traje. Luego, arrojé el fósforo que había encendido. El sobretodo negro se encendió de inmediato, con una potente llamarada amarilla.
Catalina empezó a agitar los brazos y a soltar horribles chillidos. Luego, comenzó a dar vueltas en círculos, con torpeza. Rebotaba contra las paredes, contra los objetos, mientras las llamas la envolvían con voraz rapidez. Sin darse cuenta, empezó a acercarse a la ventana rota, por la que había salido volando Gary momentos antes. Creí que iba a tener que empujarla, pero ella hizo todo el trabajo. Se topó con el borde de la ventana, tropezó y cayó al vacío. Aunque, en realidad, creo que se dejó caer. Sus gritos se hicieron cada vez más apagados y finalmente, se extinguieron.
Gary y yo nos acercamos a la ventana, asomándonos, y miramos hacia abajo.
El Sombrero estaba tendido sobre el césped seco del costado de la casa, convertido en un amasijo carbonizado. Todavía había algunas llamas pequeñas que luchaban por no extinguirse, aunque supe que no iban a conseguirlo.
Se fue —murmuré.
Gary asintió.
No escapó de la realidad”, dijo, sin mover la boca.
DOCE

Nos apartamos de la ventana y le dije a Gary:
Tenemos que salir. Tenemos que buscar a Rolando y a Juliana. ¿Dónde están?
No te preocupes —respondió él—. Están bien. Aún están en el sótano, pero todavía están conectados a la máquina de El Sombrero”.
Pero si El Sombrero no era real, su máquina tampoco lo era —repliqué.
No, la máquina sí es real —dijo Gary—. No te olvides que él pasó al mundo real, en donde pudo manipular el invento de Rolando para controlarlo”.
Entiendo —murmuré—. Tenemos que volver.
Mi trabajo ya terminó —repuso Gary—. Ya hice todo lo que podía. Ya derrotamos a El Sombrero. Ahora sólo resta desconectar la máquina, pero puedes hacerlo tú solo”.
Pero no sabría cómo —protesté—. Juliana me dijo que no se trataba simplemente de tirar del enchufe o corría el riesgo de que ellos quedaran atrapados para siempre.
No te preocupes —dijo con voz tranquila—. Eso era cuando El Sombrero controlaba la máquina. Pero ahora que se ha ido, no lo hace más. Juliana y Rolando están a salvo. Simplemente, están dormidos. Para desconectarlos, hay que seguir el mismo sencillo procedimiento que con la máquina a la que tú estás conectado”.
Pero tampoco sé manejar esa máquina —dije.
Te dejé las instrucciones junto a la cama para cuando despiertes”.
¿Y tú qué vas a hacer?
Irme a descansar un poco —dijo Gary—. Estoy cansado, Fede. Hoy fue un día muy duro”.
Lo sé —dije—. Creo que no vamos a volver a vernos.
Supongo que no”.
Bueno... gracias. Gracias por toda tu ayuda, Gary. En serio. Podría decir que Juliana tiene una mascota estupenda.
Gary rió, sin mover los labios. Escuché su risa en mi cabeza.
Gracias —dijo—. Y Rolando tiene un muy buen amigo. Además, no podría haber hecho esto sin tu ayuda. Así que yo soy el que te está agradecido.
Se acercó, sacó la lengua y me lamió la mano. Fue como si me lamiera un perro, al contrario de lo que yo imaginaba cuando vi a Gary por primera vez.
Adiós, Fede —dijo—. Y una vez más, gracias.
Dio media vuelta y se alejó, dirigiéndose a la puerta del cuarto.
Pero, espera —exclamé—. ¿Cómo voy a volver?
Gary volvió la cabeza, mirándome.
Despertarás en un segundo”, dijo. Luego, reanudó la marcha y se fue.
Yo me quedé ahí parado, en medio de aquella habitación vacía, en profundo silencio. Y de golpe, desaparecí.

Desperté sobresaltado, otra vez en la cama del cuarto de huéspedes de la casa de Rolando. Estaba agitado y jadeaba.
Me quité la corona electrónica de la cabeza y miré la máquina de sueños. En la pantalla, parpadeaba un cartel que decía SESIÓN TERMINADA. Sobre la pantalla había una libreta. La levanté y vi que decía INSTRUCCIONES PARA DESCONECTAR LA MÁQUINA, escrito en una caligrafía muy pulcra. No era de Rolando. ¿Quién había escrito eso? ¿Acaso Gary? Bueno, si era capaz de hablar como un ser humano, también sería capaz de escribir.
Gracias, Gary —dije.
Me levanté y salí del cuarto a toda velocidad. Corrí escaleras abajo, entré en la cocina, abrí la puerta que comunicaba al garaje y pasé.
Allí estaban mi amigo Rolando y mi nueva amiga Juliana. Ambos tendidos boca arriba sobre sendos catres, uno al lado del otro. Estaban inertes, con los ojos cerrados y los brazos extendidos a los costados. Cada uno tenía en la cabeza una corona como la que había llevado yo, pero negra, y cada corona estaba conectada a una máquina colocada entre ambos catres.
Era una máquina más grande que la que estaba en el cuarto de huéspedes y de color negro. En la pantalla se veían lo que parecían un par de radiografías de la cabeza de mis amigos.
Ahora mismo los saco —dije.
Me acerqué a la máquina y con ayuda de las instrucciones de la libreta, empecé a apretar botones y girar perillas. Leía dos veces cada instrucción antes de ejecutarla, porque tenía un miedo terrible de equivocarme. Gary había dicho que no había peligro, que ahora que El Sombrero (Catalina) se había ido, ellos estaban a salvo, pero aún así no quería correr riesgos.
Finalmente, pulsé el interruptor y la máquina se apagó con un lento silbido. Me aparté un paso y miré a mis amigos. Ninguno de los dos se movía, ninguno había abierto los ojos.
Con el corazón en la boca, creí que había cometido algún error.
Por favor —murmuré, sintiéndome al borde de las lágrimas.
Entonces, Juliana abrió los ojos, me miró y dijo:
Soñé que me rescatabas.
Me acerqué a ella, la abracé y la cubrí de besos.
Oigan, ¿qué pasa? —preguntó alguien alarmado, a mi lado.
Me volví y vi a Rolando, que se levantaba del catre, quitándose la corona de la cabeza.
Miró la máquina negra con estupefacta sorpresa.
¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué pasó? No... no me acuerdo de nada. Fede, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Y tú, Juliana?
Reí y abracé a mi amigo, quien me miró como si me hubiese vuelto loco.
No te preocupes —dije—. Es una historia muy larga, pero hay tiempo de sobra para que te la cuente. Sólo me gustaría pedirte un favor.
¿Cuál? —preguntó Rolando.
No vuelvas a inventar ninguna máquina de sueños nunca más —le dije.