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Aquí encontrarán contenido muy variado: desde cuentos debidamente ficcionalizados a análisis y soluciones de videojuegos, pasando por otras categorías indefinidas que podrán ser analizadas por los lectores mientras las estén procesando.

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viernes, 6 de febrero de 2009

IPA 500 mg (8 semestres)

ATENCIÓN: Antes de administrar, lea atentamente el prospecto y ante cualquier duda consulte a al Ministerio de Educación y Cultura (si tiene suerte).


FÓRMULA:

Burocracia 58 mg
Ineptitud 60 mg
Estupidez 500 mg

Cada comprimido birranurado contiene:
IPA 500 mg

CARACTERÍSTICAS FARMACOLÓGICAS:
El IPA es un derivado de infradotado del cloruro de estupidinia burocratizada, que en experimentos con plantas, animales y seres humanos ha demostrado los efectos característicos de toda la familia de estupidinas burocráticas, en particular una marcada acción estupidizante.

POSOLOGÍA Y FORMAS DE ADMINISTRACIÓN:
La dosis debe adecuarse individualmente en función de la respuesta clínica y la tolerancia de cada paciente. En los casos nuevos y no refractarios al tratamiento, es recomendable comenzar con dosis bajas y elevar progresivamente la dosis (no se recomienda) hasta alcanzar la dosis de mantenimiento adecuada.

Niños de hasta 10 años de edad: No se recomienda administración.

Niños de 10 a 16 años de edad: No se recomienda administración.

Adultos
Dosis inicial: 1-2 mg/día repartidos en un mínimo de cuatro años (que pueden llegar hasta diez).
Dosis mantenimiento: 1-4 mg/mes fraccionado en dos o tres tomas.
Dosis máxima: 20 mg/día (no se recomienda administrar esta cantidad, salvo que se persiga la eliminación del paciente)

CONTRAINDICACIONES:
Intolerancia conocida a la estupidina buroctratizada u otras estupidinas.
Pacientes que padezcan un mínimo de inteligencia y sentido común.
Pacientes que no deseen arruinar su vida y su carrera.

PRECAUCIONES:
Utilizar con extrema precaución en pacientes que hayan hecho o estén haciendo una carrera universitaria, ya que el efecto del choque entre la estupidina del IPA y la sensatez del mundo universitario puede causar shok severo, parálisis cerebral, insuficiencia mental, epilepsia, colapso psico emocional y mal funcionamiento del sistema nervioso central.
Utilizar con precaución en personas con tendencias suicidas, ya que la administración de IPA puede causar severas depresiones e intensificar los deseos de autoeliminación.

ADVERTENCIAS:
Deberá advertirse a aquellos pacientes que operen maquinarias, conduzcan vehículos, desempeñen tareas peligrosas, o que requieran completa alerta mental que la administración de IPA puede influir (negativamente) sobre la capacidad de reacción, la capacidad de pensar y la capacidad de razonar, debiendo por ello evitarse estas actividades durante el tratamiento.
La disminución rápida de la dosis o la suspensión abrupta de su administración luego de un tratamiento prolongado puede, al igual que con otras estupidinas, dar lugar a la aparición de síntomas de abstinencia. Estos comprenden sudoración, temblor, agitación, vómito, diarrea severa, piorrea incontrolable, derrames cerebrovasculares, afecciones cardíacas incurables, retardo intelectual, deseos de suicidio, psicosis, paranoia, esquizofrenia, epilepsia, oligofrenia, sífilis, cólera, acné, sarpullido, mocos, lagañas, llanto irrefrenable, trastornos del sueño, pesadillas aterradoras, ansiedad, malformaciones en las extremidades, impotencia, flatulencias, entre otros. Se aconseja por tanto que la interrupción del tratamiento, aunque el mismo sea de corta duración (que seguro no lo será), sea progresiva, con disminución gradual de la dosis.
La estupidina burocratizada, al igual que otras estupidinas, puede inducir dependencia, siendo mayor el riesgo en pacientes con reconocida predisposición al abuso de estupidez, con enfermedades psiquiátricas severas o con marcadas tendencias sadomasoquistas.

EFECTOS COLATERALES Y SECUNDARIOS:
Pueden observarse al inicio del tratamiento y no disminuyen hasta que este termina, ni siquiera si se disminuye la dosis y en algunas ocasiones pueden durar para siempre, incluso mucho tiempo después de terminado el tratamiento.
Los secundarismos más frecuentes son cansancio, somnolencia, fatiga, mareos, cefaleas severas, ataxia, excitación nerviosa, agitación, irritabilidad, comportamiento agresivo, trastornos de concentración, reacciones disminuidas, amnesia anterógrada, muerte cerebral, colapso emocional y todos los efectos que se mencionan más arriba, en los síntomas del síndrome de abstinencia.

PRESENTACIÓN
IPA 500 mg: Envase con 40, 80 o 120 comprimidos (dependiendo de la orientación elegida por el paciente).

CONDICIONES DE CONSERVACIÓN:
Almacenar en lugar seco, refrigerado, a la sombra, con aire acondicionado y a temperatura no superior de 65 ºC.
Especialidad medicinal autorizada por el M.E.C
IPA 500 mg: certificado Nº 0000000
Industria Uruguaya – Venta bajo receta profesional (aunque en realidad no)
Medicamento (Des)Controlado
Director: Ágapo Palomeque, Dir Gral asociado retrospectivo.
Ley 15.987

La casa de al lado (primera parte)

I. FEDE

1

—Filo —dije, levantando la vista del libro—. ¿Qué es ese ruido?
Filomena me miró, apartando la vista de su cuaderno de apuntes. La luz de la tarde que entraba oblicua por la ventana, se reflejaba en sus lentes, lo cual me impedía parcialmente ver sus ojos.
—No sé —dijo ella—. Suena... como una sierra.
—Una sierra eléctrica —respondí yo.
El sonido, molesto, venía de afuera y de muy cerca de la casa de mi amiga, en donde nos encontrábamos.
Filomena se levantó del almohadón grande en el que había estado sentada y se acercó a la ventana. Yo me levanté del pequeño sofá del rincón e hice lo mismo.
La ventana estaba abierta, ya que era una tarde cálida de primavera. El cielo estaba totalmente despejado, no había nubes a la vista, y las flores del jardín de Filomena soltaban un perfume encantador. Los pájaros cantaban, pero su canto ya no podía escucharse, debido a aquél ruido infernal que lo llenaba todo.
—Viene de la casa de al lado —dijo Filomena.
Estábamos en el piso de arriba y podíamos ver los techos de las casas vecinas.
—¿Y qué está haciendo? —pregunté—. ¿Talando un árbol?
—No creo —respondió ella.
De pronto, el sonido de sierra se detuvo de inmediato, como si el aparato se hubiese desenchufado.
El silencio volvió de golpe y sentí que los oídos me zumbaban levemente. Esperamos un momento, pero el sonido no se repitió.
—Parece que al fin se calló —dije.
Acto seguido, el ruido empezó otra vez, pero ahora no era una sierra, sino una serie de golpes contundentes y muy sonoros. ¡Bam, bam, bam!
—Martillazos —dije, suspirando—. Tu vecino debe estar haciendo remodelaciones.
—Buen momento eligió para hacerlo —dijo Filomena con ironía.
Yo estaba de acuerdo. Estábamos estudiando para el segundo parcial de biología del IPA, que iba a ser el sábado de la semana siguiente. Todavía nos quedaba mucho por estudiar y no íbamos a poder hacerlo si esos ruidos molestos continuaban.
Filomena cerró la ventana. Los martillazos quedaron amortiguados, pero no desaparecieron del todo.
—Con la ventana cerrada nos vamos a ahogar —dije.
Era la única ventana que había en el pequeño cuarto del piso superior de la casa de Filomena, al que se accedía por una escalera caracol que a mi siempre me había parecido inestable.
—Vayamos abajo —sugirió ella.
Asentí. Me gustaba estudiar allí arriba, pero en realidad, me daba lo mismo cualquier lugar, siempre y cuando fuera tranquilo.
Recogimos las cosas, el pesado libro de biología celular, los cuadernos, las fotocopias, y bajamos. Yo lo hice muy despacio, ya que a cada paso, la escalera entera temblaba bajo mis pies.
Estábamos solos.
Los padres de Filomena estaban trabajando y su hermano menor se había ido a la casa de algún amigo. El televisor estaba encendido, pero le habían sacado el sonido. En ese momento, estaban transmitiendo alguna de las novelas brasileras de la tarde. Francamente, no entiendo la costumbre de la gente de dejar el televisor prendido cuando no hay nadie mirando. Es como si le tuvieran miedo al silencio.
Allí abajo, las cosas no habían cambiado demasiado. Los martillazos del vecino seguían escuchándose.
Dejamos nuestros materiales sobre la mesa que la familia de Filomena usaba para comer. Ella tomó el control remoto que estaba encajado entre dos almohadones del sofá y apagó el televisor. Mentalmente, yo se lo agradecí.
—No puede ser —dijo Filomena, quejumbrosa—. Maldito vecino. ¿Tiene que ponerse a martillar justo ahora?
Ahora, además del martilleo, se había sumad el ladrido de un perro.
—Podríamos aprovechar para descansar un poco —dije. Miré mi reloj—. Hace tres horas que estamos estudiando sin parar.
Filomena hizo una mueca.
—Puede ser —dijo. Luego, pareció que la idea había terminado de convencerla—. Esta bien, descansemos un poco. ¿Quieres comer algo?
—Está bien —dije. No me había dado cuenta, pero tenía hambre.
Filomena fue a la cocina.
Yo me senté en el sofá y el almohadón se hundió bastante bajo mi peso, como si el sofá no tuviese resortes. Me levanté, incómodo, y me senté en el sillón, que no era tan mullido como el sofá, pero al menos, no se hundía.
Los martillazos habían empezado a hacerme doler la cabeza. Supongo que debía agregar todas las horas de estudio posteriores. Las sienes habían empezado a latirme al compás del martillo. Cerré los ojos. Esperé acostumbrarme, pero me di cuenta de que sería muy difícil.
Volví a abrir los ojos, cuando escuché que Filomena se acercaba y en ese instante, los martillazos cesaron. Fue de manera tan repentina como la motosierra que habíamos escuchado antes.
—Al fin —dije, aliviado.
—No cantes victoria —respondió Filomena.
Era cierto. Podía ser que solo fuera una pausa. Ya casi esperaba a que el golpeteo empezara otra vez. Pero no sucedió. Pasaron dos minutos de hermosos silencio y luego, este se prolongó.
—Parece que terminó por hoy —observé.
Filomena había traído un plato con unas pequeñas galletas de arroz redondas untadas con algo que parecía muzarela derretida. Dejó el plato en la mesita de centro y se sentó en una silla.
—No es para que lo mires —me dijo con un tono divertido de reproche—. Es para comer.
—Sí, a eso iba —dije yo.
Tomé una galleta y la mordí. En efecto, era muzarela. Estaba fría, pero no me importó.
—¿Prendo la tele? —preguntó Filomena.
Me encogí de hombros.
—Como quieras —dije.
Filomena tomó el control remoto y prendió el televisor, que había apagado porque creía que íbamos a estudiar. Seguían transmitiendo la telenovela brasilera. Una mujer lloraba desconsoladamente en el hombro de un sujeto de mandíbula cuadrada. La misma escena repetida mil veces, con distintos actores cada vez.
Filomena empezó a cambiar de canal. Nada la convencía, lo cual no era extraño.
Luego de pasar por todos los canales, la apagó y dejó el control sobre la mesita, al lado del plato de galletas.
—A esta hora nuca hay nada interesante —se quejó.
—A ninguna hora hay nada interesante en la televisión —respondí.
—No creo que encontremos nada interesante qué hacer... —murmuró.
—Con quedarme un rato sentado sin hacer nada, me conformo —dije.
Filomena rió.
En ese momento, escuchamos que el motor de un coche arrancaba de golpe. Miramos hacia la ventana. Vimos un auto negro, un BMW bastante sucio, manchado de barro seco en la parte de abajo, saliendo hacia atrás de la casa vecina. Parecía que le dueño todavía no había aprendido a conducir, porque el auto avanzaba frenando, como si tuviera hipo.
Filomena se paró y fue hasta la ventana.
El BMW salió al camino, maniobró sin agilidad y la parte de atrás golpeó un árbol, aunque sin fuerza. Luego, el conductor (a quién no podíamos ver porque los vidrios estaban tan sucios que era imposible) aceleró a fondo. Las ruedas derraparon sobre el camino de tierra y luego el auto aceleró de golpe. Por un instante, temí que fuera a salirse del camino y a chocar contra el enrejado de alguna casa, o contra algún árbol, pero no sucedió. El BMW se alejó contoneándose, dejando atrás una nube de polvo y humo que se elevó en el aire de la tarde y quedó suspendida.
—Pero, ¿qué le pasa? —preguntó Filomena.
—¿Ese era tu vecino ruidoso?
—Sí. Espero que no tenga problemas.
—Si se fue, por lo menos, ya no va a hacer ruido —dije medio en broma. Pero a Filomena no le hizo gracia.
Se dirigió a la puerta y la abrió.
—¿Adónde vas? —pregunté.
—A ver si los vecinos están bien —dijo y salió. Yo fui con ella.
Salimos al calle Atlántida, frente a la casa de Filomena, en la tranquila Ciudad de la Costa. La nube de polvo ya casi se había asentado, pero en el aire quedaba un ligero olor a combustible quemado, aunque lo que predominaba era el aroma de los pinos. Las chicharras cantaban monótonamente en el jardín. En algún lugar zumbaba un abejorro.
La casa del vecino era de dos pisos, de ladrillo, similar a la de Filomena, pero un poco más grande y tenía una tapia de madera pintada de verde oscuro, que la rodeaba. El portón del camino del garaje, por donde acababa de salir del BMW negro, estaba abierto. Era evidente que el vecino había salido a toda prisa, como si tuviera urgencia por llegar a algún sitio.
—¿Los conoces? —pregunté.
—Claro —dijo Filomena, sorprendida por mi pregunta—. Son mis vecinos.
A mi no me parecía una pregunta tan sorprendente. Yo vivía en una cooperativa hacía diez años y todavía no conocía al ochenta porciento de mis vecinos y eso que las casas están pagadas una al lado de la otra.
—Es un matrimonio. Sergio y Carla Pizarro —explicó Filomena—. Tienen dos hijos: una niña, Camila, de doce años y un niño, Teo, de diez. Sergio es dentista. Son gente muy amable. Y los niños son preciosos. Yo los cuidé más de una vez, cuando los padres salían de noche.
—Qué bien —dije—. Supongo que te habrán pagado.
Filomena me miró con impaciencia.
—Sí, me pagaron —dijo.
Sonreí por lo bajo.
Llegamos a la casa y filomena tocó el timbre que estaba debajo del buzón de lata. Escuchamos un zumbido lejano, proveniente del interior de la casa.
Esperamos cerca de un minuto, pero nadie nos atendió.
Filomena volvió a tocar. Pero otra vez, no hubo respuesta.
—Debieron haberse ido todos —dije.
—Puede ser... —murmuró Filomena, no muy convencida—. Pero...
Dejó la frase en el aire.
Nos acercamos al portón abierto y miramos la casa. En el suelo, había marcas negras de las ruedas del BMW, que había salido a toda velocidad. La puerta ancha del garaje estaba abierta unos treinta centímetros. Al parecer, había quedado mal cerrada. La casa estaba silenciosa. Una de las ventanas del piso alto estaba abierta y la cortina floreada asomaba hacia fuera, moviéndose muy suavemente por la brisa.
—Filo, no creo que haya nadie —dije.
Pero Filomena no pareció escucharme. Caminó por el sendero de piedra hasta la galería de entrada. Yo me quedé un momento, mirando la puerta del garaje mal cerrada y la seguí.
Cuando llegué, Filomena estaba tocando el timbre. Al otro lado de la puerta, escuchamos un musical “¡Ding-dong!”
“Falta que nos atienda un mayordomo vestido con traje de tres piezas”, pensé.
Esperamos un momento, pero eso no llegó a suceder. No nos atendió ningún mayordomo, tampoco una mucama, ni la señora de la casa, ni alguno de sus hijos.
Cada vez estaba más convencido de que la casa estaba vacía, pero Filomena no quería entrar en razón.
Volvió a tocar, acercó su rostro a la puerta y dijo:
—¿Carla? Soy Filomena. —esta vez tocó la puerta con el puño, tres veces—. ¿Carla?
—No está, Filomena —dije, esta vez, un poco más impaciente—. No hay nadie. Si hubiera alguien, creo que ya nos hubiera atendido. ¿No te das cuenta que no...
En ese momento, la puerta se abrió.


2

La mujer nos escudriñó con curiosidad y una expresión que dejaba en claro que no le gustaba que estuviéramos ahí, como si nosotros fuéramos vendedores de puerta en puerta o Testigos de Jehová. La verdad, yo me sentía un poco así.
—¿Sí? —preguntó.
Había abierto la puerta tan solo un poco, lo suficiente para asomar el rostro hacia fuera y poder mirarnos.
Era una mujer de unos treinta años, con cabello rizado de color rojo encendido y unos ojos de un color marrón tan oscuro que parecía negro. Tenía la piel del rostro muy blanca, como si nunca hubiese tomado sol.
Noté que Filomena la miraba con extrañeza y enseguida me di cuenta por qué: ella no conocía a esa mujer. Ni la mujer conocía a Filomena.
—Ho—hola —dijo, un tanto desconcertada—. Yo... soy vecina de Carla.
La mujer pelirroja la miró un instante y luego sonrió.
—¿Sí? —dijo—. Yo soy su hermana, Natalia. La tía de los niños.
—¿Ah, sí? —repuso Filomena—. Qué bueno. Gusto en conocerte. Pero nunca te había visto...
—El gusto es mío. Y no, la verdad es que no vengo muy seguido —explicó la mujer—. No vivo en el país. Vine de visita. Me voy a quedar unos días.
—Entiendo —dijo Filomena.
Se produjo un breve silencio incómodo.
—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó la pelirroja.
—Yo... yo sólo... —soltó una risita nerviosa—. Quería saber si estaba todo bien. —La mujer la miró extrañada, pero a la vez divertida—. Ya sé que parece raro, es que estábamos en mi casa y empezamos a escuchar ruidos... después vimos el auto de Sergio, el BMW, saliendo a toda velocidad de la casa y...
La mujer sonrió.
—Sí, todo está bien. Sergio tuvo que salir de urgencia al consultorio. Lo llamaron por no sé qué problema con un paciente. Y los ruidos que escuchaste son porque están haciendo algunas remodelaciones... poniendo unos muebles nuevos en la cocina.
—Ah, entiendo... —dijo Filomena. Sonrió como si acabara de cometer una tontería—. Perdón por molestarte, es que yo pensé que...
—No, está bien —respondió la mujer—. Es muy dulce de tu parte que te hayas preocupado así. Ojalá hubiera más vecinos como tú. Pero todo está bien. En serio. Perdón si los ruidos te molestaron y si te asustó ver a Sergio salir disparado. Es que es un largo camino de acá hasta la Aguada.
—No pasa nada —respondió Filomena. “Sí, pasa —pensé yo—. Nos interrumpieron mientras estábamos estudiando las etapas de la mitosis celular”.— ¿Carla está?
—No, fue a hacer unas compras. Los están niños todavía en el colegio. Yo me quedé para supervisar las obras... —acercó el rostro y habló en tono confidencial, como si no quisiera que la escucharan—. No se puede confiar en los carpinteros.
Filomena rió.
—Bueno, me alegro que todo esté bien —dijo—. Y perdón por la molestia.
—No hay problema —respondió la mujer—. Cuídense.
—Gracias.
Y cerró la puerta. Se escuchó un clic, cuando la llave giró en la cerradura.
—¿Ves? —le dije a Filomena—. No hay problema. No deberías ser tan paranoica.
—Creo que no —dijo ella.
Dimos media vuelta y volvimos por donde habíamos venido.
Nos dirigíamos de vuelta a la casa de Filomena, caminando en silencio, cuando ella dijo:
—Qué raro.
—¿Qué? —pregunté.
—La mujer, Natalia... —murmuró Filomena—. Dijo que Sergio había ido al consultorio por una emergencia.
—¿Y?
—Dijo que había salido apurado porque tenía un largo camino de acá hasta la aguada...
—¿Y? —repetí.
—El consultorio de Sergio queda en el Centro —apuntó Filomena.
Me encogí de hombros.
—Ella dijo que vivía fuera del país, que hacía tiempo que no veía a la familia —dije—. Debe haberse confundido.
—Puede ser —dijo Filomena.
—No le des más vueltas al asunto, Filo —repliqué—. Esto no es un episodio de Columbo. El sábado que viene tenemos un parcial y todavía nos queda mucho por estudiar. Ya tuvimos suficiente descanso por ahora.
Filomena hizo una mueca y asintió con la cabeza.
—Es verdad —dijo.
Entramos en la casa. Las galletas de arroz con muzarela todavía estaban sobre la mesita, esperándonos.
—Volvamos arriba —dijo ella.
—Buena idea.
Recogí los apuntes y el pesado mamotreto de Bruce Alberts, Filomena buscó la bandeja con galletas y volvimos a subir por la inestable escalera caracol.
Dejamos las cosas sobre la mesa cuadrada que tenía las patas tan bajas que ni siquiera sentado en el suelo se lograba estar cómodo y volví al sofá.
Filomena había dejado la ventana cerrada antes de que bajáramos y se dirigió a abrirla, mientras yo degustaba otra galleta.
Abrió la ventana y luego se quedó mirando hacia fuera durante un rato.
—Fede... —me llamó en voz baja.
—¿Qué pasa? —pregunté, mientras hojeaba mi cuaderno de apuntes para saber en qué parte de la mitosis me había quedado. ¿Telofase o anafase? No lo recordaba.
—Mira... ven a ver esto —dijo Filomena, haciéndome señas con la mano, sin dejar de mirar por la ventana. Tenía casi media cuerpo afuera y parecía que estuviera a punto de perder el equilibrio y caer.
—No deberías asomarte así —le advertí al tiempo que me levantaba y me acercaba a ella—. Es peligroso.
Pero ella no me oyó. Estaba muy concentrada en lo que estaba viendo.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté, mientras me asomaba, a su lado.
—Mira —dijo, señalando hacia la casa de sus vecinos.
Desde donde estábamos, podíamos ver una de las ventanas del piso alto de la casa. Estaba cerrada y la luz del sol hacía algo de relejo, pero aún así podíamos ver hacia el interior, ya que las cortinas estaban descorridas.
Vimos a la tía Natalia, quién nos había atendido tan amablemente minutos atrás. Estaba hablando con un hombre alto, fornido, con la cabeza afeitada y vestido con un mameluco de color azul oscuro. Tenía un cinturón de herramientas colgándole de la cintura. Más que hablando, parecían estar discutiendo. No podíamos escuchar lo que decían, pero los rostros de ambos eran agrios y Natalia gesticulaba mucho, moviendo los brazos con evidente furia. El hombre le respondía lanzando manotazos al aire.
Traté de escuchar con atención y pude oír sus voces, pero solo un poco.
—¿Qué hacen? —preguntó Filomena.
—¿Acaso no es obvio? —dije.
—Pero, ¿por qué están ahí? Natalia dijo que estaban poniendo unos muebles en la cocina. Y ese es un cuarto del piso de arriba...
—A lo mejor también están poniendo muebles en el cuarto —sugerí.
—Pero, ¿por qué discuten?
—¿Cómo voy a saberlo? Tal vez el carpintero está cobrando más de lo que debe por su trabajo. ¿Quieres que volvamos a preguntarle?
En ese momento, la puerta del cuarto de los Pizarro se abrió y apareció otro hombre, alto, aunque no tan fornido como el otro. Estaba vestido con una camisa negra arremangada hasta los codos.
El hombre les habló a Natalia y al del mameluco, como si estuviera calmándolos. Ellos le respondieron algo. Natalia negó con la cabeza. El hombre de la camisa negra les hizo una seña con la mano y ellos salieron del cuarto. Natalia fue la primera en salir. El hombre fornido del mameluco azul se detuvo en seco de pronto y se volvió, mirando hacia la ventana. Mirándonos a nosotros.
Fue algo tan repentino que Filomena echó la cabeza hacia atrás, sobresaltada y yo sentí que el corazón me daba un vuelco.
Nos quedamos inmóviles, asomados por la ventana, mientras el hombre se acercaba a la ventana del cuatro matrimonial. Se acercó tanto, que pude ver la desagradable cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha y el aún más desagradable ojo completamente blanco, sin pupila.
Pensé que abriría la ventana y nos gritaría algo, pero no lo hizo. Se limitó a cerrar las cortinas con fuerza, para que ya no pudiéramos verlo.


3

Filomena y yo nos alejamos de la ventana. Intercambiamos una mirada en silencio.
—¿Viste a ese tipo? —me preguntó después de un momento que se me antojó interminable.
—¿Al del ojo blanco? —dije—. Sí. Lo ví.
—No tenía aspecto de carpintero...
—No, pero eso no quiere decir nada —repuse—. Estamos haciendo suposiciones...
—...pero el que más me preocupa es el otro. El de la camisa negra.
—¿No se trataría de Sergio?
Filomena me miró como si le hubiese preguntado una estupidez.
—No —dijo—. Ese no era Sergio.
—Tal vez era el marido de Natalia —sugerí.
—No podemos estar seguros.
—Es verdad. No podemos estar seguros de nada. Como te dije, solamente estamos adivinando. Sacando conclusiones apresuradas sobre algo que, en el fondo, no es nuestro problema.
Filomena suspiró y se frotó los ojos con una mano. Lo hizo sin quitarse los lentes, por debajo de estos.
—Hay algo que no está bien —dijo.
—Filo, ¿qué no puede estar bien?
—No sé... —exclamó con desesperación—. Esa mujer, Natalia... Yo nunca había oído hablar de ella. Conozco muy bien a los Pizarro, estuve muchas veces en su casa. Carla es como... una amiga para mí. Y nunca me habló de una hermana suya llamada Natalia. En su casa no hay una sola fotografía suya. Hay fotografías de los niños por todos lados, de ella y Sergio, hasta de los niños con sus primos... pero ninguna de esa mujer. Y está lo que ella dijo: que Sergio había ido al consultorio en la Aguada, cuando el consultorio de Sergio está en el Centro. Lo sé porque fui más de una vez. Sergio es mi dentista. Tú viste al BMW salir de la casa, Fede. Salió y maniobró tan rápido que chocó la parte de atrás contra un árbol. ¿Qué dentista sale así en un auto a atender un paciente por urgente que sea? Y ahora esto... ese tipo vestido de azul con más aspecto de matón que de carpintero. Estaba en el cuarto de arriba. Nos vio y cerró la cortina de golpe. Como si no quisiera que lo viéramos. Como si no quisiera que viéramos lo que está haciendo.
Guardó silencio. Yo asentí con la cabeza, con un gesto de resignación.
—Es cierto —dije—. Lo admito. Las cosas que vienen sucediendo hasta ahora son... un poco raras. Pero no creo que sea razón para alarmarse y hacer un escándalo, Filo. Dentro de esa casa pueden estar sucediendo miles de cosas que no tienen por qué ser algo malo. Tal vez Natalia se confundió cuando dijo lo de la Aguada. Tal vez ellos no tienen fotografías suyas en la casa porque no las hay y, si las tienen, deben estar guardadas en un álbum. Todas las familias tienen álbumes de fotos, Filomena. Y esos dos tipos deben ser los carpinteros, que seguramente hicieron un mal trabajo. Natalia se los echó en cara y ellos se molestaron. Pasa todo el tiempo.
—Sí, pero, ¿por qué estaban en el cuarto de arriba?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Y en el fondo, ¿qué importa? Y en cuanto al BMW... puede ser que Sergio, sea dentista, arquitecto, plomero, o lo que sea, esté obsesionado con su trabajo, o que lo hayan llamado por una emergencia real y por eso salió como loco. Lo que quiero decir, es que hay tantas posibilidades que...
—Entonces, ¿por qué no aceptar que pasa algo malo? —dijo ella.
—Porque sería estúpido —repliqué—. ¿Qué quieres hacer? ¿Llamar a la policía? Y cuando vengan, ¿qué les vas a decir? ¿Y cuando vayan a la casa de los vecinos y se encuentren con que no pasa absolutamente nada? Hacer una denuncia falsa es un delito, Filo.
—No cuando uno no sabe que es una denuncia falsa —dijo Filomena—. No cuando uno actúa de buena fe.
Ella tenía razón en este punto.
—Aún así sería una estupidez —dije—. Y te haría quedar en ridículo.
—Prefiero quedar en ridículo y tener la certeza de que no pasa nada a no llamar la atención y seguir con la incertidumbre.
—No creo que a tus padres les haga ninguna gracia que su hija esté llamando a la policía porque es una paranoica.
—No me importa lo que piensen mis padres —repuso Filomena con firmeza—. Además yo...
En ese momento, sonó el timbre. Nos sobresaltó a ambos, tanto como un trueno en una noche tranquila. Filomena dio un salto y yo, que había vuelto a sentarme en el sillón, me estremecí como si me hubieran dado una descarga eléctrica. En ese momento, sentí un instante de rabia hacia Filomena. Me estaba contagiando su ridícula paranoia y ahora me asustaba hasta cuando sonaba el timbre.
Solté un soplido apesadumbrado.
—¿Esperabas a alguien? —dije.
—No —respondió ella, intranquila.
Me levanté.
—Creo que estuvimos estudiando demasiado —dije—. Estás pálida como un papel, Filomena. ¿Quién se pone así cuando suena el timbre? Y lo peor de todo es que estás empezando a asustarme a mí.
Entonces, el timbre volvió a sonar. Filomena me miró, indecisa.
—¿No piensas atender?
—Yo...
Puse los ojos en blanco.
—Te acompaño —dije.
—Está bien —respondió, agradecida.
Y bajamos otra vez.
Filomena se acercaba a la puerta como si esta fuera un animal rabioso que podía morderla en cualquier momento. Yo iba a su lado, tratando de no adelantarme, ni mostrarme impaciente. Pero me resultaba difícil.
Llegamos frente a la puerta y Filomena se paró en puntas de pie para poder alcanzar la mirilla.
—Por Dios —dijo al cabo de un segundo.
—¿Qué pasa?
Filomena abrió la puerta.
Yo casi esperaba encontrarme con el tipo de la cicatriz en la mejilla, llevando un cuchillo enorme y ensangrentado en la mano.
Pero resultó que quién había tocado el timbre era un niño, montado en una bicicleta de color rojo con las ruedas amarillas a tono. En una mano llevaba una correa de perro de la cual colgaba un collar vacío.
—Hola, Julián —dijo Filomena.
—Hola —respondió el niño, que no debía tener más de once años. Tenía el cabello color miel y la cara salpicada de pecas—. Filomena, estoy buscando a mi perro. ¿Lo viste? Se escapó hace un rato y no lo encuentro.
—¿Tu perro? —dijo Filomena—. No, no lo ví. —El niño bajó la cabeza un momento, acongojado—. ¿Ya preguntaste en la casa de Sergio?
—Llamé, pero no me atendió nadie. Parece que no están.
Filomena me echó una rápida mirada por encima del hombro. Luego volvió a mirar al niño y le dijo:
—No te preocupes por tu perro, Julián. Ya va a aparecer. Pregúntale a los demás vecinos. Escucha...
—¿Sí?
—¿Hoy viste a Teo o a Camila? ¿Estuviste jugando con ellos, o fueron a andar en bici?
Julián la miró con extrañeza.
—No —dijo—. Teo y Camila no están.
—¿Qué quiere decir que no están?
—Se fueron ayer al campamento de la escuela. Vuelven recién el domingo de noche. Fueron a Colonia y me dijeron que iban a ir a Acuamanía, donde tienen esos toboganes de agua que...
En ese momento, el recuerdo de nuestra visita a la casa de los Pizarro acudió como un rayo.
“¿Carla está?”, había preguntado Filomena.
“No. Fue a hacer unas compras. Los niños Los están niños todavía en el colegio”.
Julián seguía hablando de lo maravilloso que era el campamento a donde habían ido los niños Pizarro, pero yo no lo escuchaba y creo que Filomena tampoco. Creo que ella se dio cuenta de lo mismo que yo.
—Julián —dijo, interrumpiéndolo en su discurso. El niño la miró con atención—. Escúchame: no quiero que vayas a la casa de Sergio, ¿está claro? No vayas por ninguna circunstancia.
—Pero... ¿por qué...? —dijo Julián confundido.
—No importa —repuso Filomena con tono firme—. Pero prométeme que no te vas a acercar a esa casa hasta que yo te diga. ¡Promételo!
—Sí, está bien, lo prometo —respondió Julián, que miraba a Filomena, como si se hubiese vuelto loca. Yo también la había mirado así antes y más de una vez.
—Muy bien —dijo Filomena—. Ahora, vuelve a tu casa y no salgas.
—Pero...
—Obedece, Julián.
—Pero quiero buscar a Bonzo...
—Bonzo ya va a aparecer —dijo Filomena—. No te preocupes. Es un perro grande y puede cuidarse. Además, sabe cómo volver a tu casa y estoy segura de que cuando tenga hambre o te extrañe va a volver enseguida. Pero ahora, vuelve a tu casa y quédate ahí. No salgas y sobre todo, no te acerques a la casa de Sergio, ¿está claro?
—Está bien, está bien —dijo Julián, resignado.
Giró el manillar de su bicicleta, pisó el pedal y se alejó.
Ambos lo vimos, alejándose por el camino.
—¡Directo a tu casa, Julián! —le gritó Filomena desde la puerta.
Julián volvió a decirle que sí.


4

Filomena cerró la puerta despacio.
—¿Escuchaste lo que dijo? —inquirió.
—Sí —dije.
—Ahora, ¿qué piensas? ¿Sigues creyendo que soy una paranoica?
—Bueno... no. Al menos, no tanto como antes. ¿Quién era ese niño?
—Otro vecino —dijo Filomena—. Tiene un perro, un labrador enorme y baboso que se llama Bonzo. No es un perro muy inteligente, pero eso muy bueno. Julián es amigo de Camila y Teo. Siempre juegan juntos. Sabe más de ellos que esa mujer que nos atendió... sea quién sea.
—Ahora es evidente que ella nos mintió —dije—. Y si los niños están en un campamento, me alegra.
—Y a mí —dijo Filomena—. Pero lo que me preocupa es dónde están sus padres.
A mí también me preocupaba.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté.
—Creo que ahora sería buena idea llamar a la policía —dijo Filomena.
—Filo... —empecé a decir para protestar, pero entonces, escuchamos un sonido proveniente del camino. Un coche que se acercaba.
Miramos por la ventana y vimos el BMW negro, que regresaba a la casa. Noté que tenía una abolladura en un costado, sobre el guardabarros de la rueda trasera. Tal vez fuera reciente, tal vez no.
Esta vez, el coche iba a mucha menor velocidad. Parecía que su conductor ya no estaba tan apurado, o tal vez, estaba más tranquilo.
A pesar de que las ventanillas del auto estaban muy polvorientas, ahora pudimos ver el rostro del conductor. Era un hombre joven, que llevaba una gorra con visera de color azul oscuro en la cabeza.
—Ese no es Sergio —comentó Filomena.
A continuación fue hacia la puerta, la abrió y salió.
—¿Adónde vas? —exclamé, alarmado—. ¡Filomena!
Pero no me hizo caso y salió.
El BMW ya había dado la vuelta y estaba entrando en el camino particular de la casa de los Pizarro, de modo que el conductor no pudo vernos cuando salimos.
Alcancé a Filomena que caminaba a grandes zancadas hacia la casa de sus vecinos. La tomé del brazo, sin fuerza alguna, y logré detenerla.
—¿Adónde vas? —pregunté—. ¿Qué estás haciendo?
—Quiero ver quién es —dijo ella.
—¿No te parece que sospecharían si nos vieran otra vez merodeando en la casa?
—No me van a ver —repuso Filomena y con un movimiento sinuoso se soltó de mi mano—. No voy a llamar la atención. Solamente quiero asomarme.
Y reanudó su camino hacia la casa. Yo solté un suspiro de impaciencia y fui tras ella.
Filomena llegó a la esquina que formaba el vallado verde que flanqueaba la casa y se detuvo. Pareció que hacía un cálculo mental y luego se acercó casi a hurtadillas. No estaba en el camino, sino en su propio jardín delantero. Los tablones de la valla estaban separados entre sí por un espacio de casi un centímetro. Más que suficiente para poder mirar hacia el otro lado.
Filomena apoyó las manos contra los polvorientos tablones y acercó el rojo a una ranura para mirar.
—¿Ves algo? —le pregunté en voz baja.
Ella no dijo nada y me hizo una seña con la mano para que me acercara, o bien para que no la molestara. Opté por acercarme. Me coloqué a su lado y miré por la ranura contigua a la que estaba usando ella.
Pude ver que la puerta del BMW, que se encontraba estacionado frente al garaje, se abría. El conductor salió del coche, ajustándose la visera a la cabeza. en una mano llevaba un portafolios negro, similar al que usan los médicos que hacen visitas a domicilio.
Fue hasta la puerta y tocó tres veces. Luego dijo:
—Soy yo.
Se escuchó una llave girando en la cerradura. La puerta se abrió y Natalia, la mujer pelirroja que nos había atendido tan amablemente, asomó la cabeza hacia fuera. Miró al hombre de la visera con expresión irritada.
—¿Por qué demoraste tanto? —preguntó—. Entra de una vez.
El hombre entró, sin decir nada. Natalia miró hacia ambos lados, como para asegurarse de que nadie la había visto y a continuación, cerró la puerta. El chasquido de la llave girando en la cerradura se escuchó perfectamente en la quietud de la tarde.
Filomena se apartó de la valla y me miró.
—Esto no fue de mucha ayuda —observé—. ¿Habías visto a ese tipo antes?
—Nunca —dijo—. Nunca lo había visto por aquí.
—Volvamos adentro —sugerí.
—Espera, quiero hacer algo más.
—¿Qué cosa? —pregunté, impaciente y sorprendido.
Filomena se volvió otra vez hacia la valla.
—Quiero ver el auto —dijo.
—Ya lo viste.
—Quiero verlo de cerca —respondió.
—¿Para qué?
—Tal vez haya algo que nos sirva para saber quién es esta gente —dijo.
—Filomena, ¿te volviste loca? —dije—. ¿Crees que puedes acercarte al auto sin que te vean? Esa gente, sea quién sea, está vigilando quién se acerca a la casa y quién no. Lo que sea que están haciendo dentro es algo que no quieren que se sepa. Y me parece que nosotros les llamamos la atención al respecto, cuando tocamos a su puerta por primera vez. Lo mejor que podemos hacer es volver a tu casa y si quieres, hasta podemos llamar a la policía para que...
—Primero quiero estar segura de que hay que llamar a la policía —respondió Filomena, distraídamente, como si hubiese escuchado tan solo la mitad de lo que le dije.
—Hasta hace un momento, te morías de ganas de llamarlos —observé.
—Sí, pero ahora quiero ver más antes de hacerlo. Quiero saber quién es esta gente de una vez.
—Por otro lado, ¿qué esperas encontrar en el auto?
—No sé —dijo—. Por eso quiero verlo. Escucha, no tienes que acompañarme. Si quieres, puedes volver a la casa y esperarme. No voy a tardar nada, te lo prometo. Además, si somos dos, hay más riesgo de que nos vean.
—Ni pienses que te voy a dejar sola... —repliqué.
—Qué caballero —repuso ella con un dejo de ironía que me molestó ligeramente.
—...Eso sería aún más mentecato que la idea que se te acaba de ocurrir.
—Ja, ja —respondió ella—. ¿Vas a venir o no?
Suspiré, poniendo los ojos en blanco.
—No sé qué se te dio por jugar a la detective —dije—. Sí, vamos.


II. FILO

5

Filomena se acercó muy despacio al portón, que, extrañamente, el hombre e la visera, había dejado abierto. Se detuvo a un lado y se asomó por un costado, con mucha cautela. Vio la parte de atrás del BMW, con el sol brillando sobre su negra superficie, aunque el polvo de barro seco que tenía pegado le quitaba bastante esplendor. Vio la matrícula mugrienta y abollada hacia adentro, el caño de escape ennegrecido, los diversos pegotines en el parabrisas trasero. Un auto en apariencia común y corriente. A pesar de eso, al verlo, Filomena sintió como el corazón se le aceleraba. A cada minuto, estaba más convencida de que en la casa de sus queridos vecinos pasaba algo que no era normal y tampoco era bueno.
Se volvió y miró a Fede, que estaba muy cerca de ella, también pegado contra el vallado. Fede la miraba con una mezcla de impaciencia y apremio. Ella estaba segura de que a él también le intrigaba mucho lo que estaba pasando.
—Quédate aquí —le dijo Filomena en un susurro—. Vigila si viene alguien.
Fede miró a su alrededor. La calle Atlántida estaba desierto. Las casas de los demás vecinos parecían vacías, pero, ¿lo estarían realmente? Fede no lo creía. Debía haber alguien, algún ama de casa aburrida, alguna empleada hasta de los culebrones televisivos que estuviera mirando por la ventana en ese momento. Y si los estaban viendo en ese momento, ¿qué estarían pensando? ¿Qué eran ladrones dispuestos a robar la casa de los Pizarro?
—¿Me escuchaste? —preguntó Filomena.
—Sí, sí, te escuché —respondió Fede con impaciencia.
Filomena asintió con la cabeza y luego se acercó un poco más a la entrada. Asomó la cabeza y miró hacia la casa, que ahora se encontraba en profundo silencio. La cortina de la ventana del piso superior seguía flameando hacia fuera, como si quisiera salir volando.
Filomena se arrodilló en el suelo, cubierto de una hierba rala y bastante seca que le pinchó las rodillas a través del pantalón. Por su parte, Fede seguía de pie, mirando por las ranuras entre los tablones del vallado.
Filomena, arrebujada, dio un pequeño salto y quedó oculta detrás del BMW. Apoyando una mano en el suelo de piedra se asomó por un lado, mirando hacia el porche de la casa. La puerta estaba cerrada. No había señales de que alguien fuera a salir en ese momento.
Filomena apoyó las manos sobre la tapa del baúl del coche y se levantó muy despacio. La chapa estaba caliente por el sol. Cuando se miró las palmas de las manos, las vio negras. También tenía manchas de tierra pegadas en las rodillas de su pantalón blanco. Hizo una mueca de reprobación. Odiaba ensuciarse la ropa. Pero en esta ocasión, su curiosidad podía más.
Fijó su atención en la puerta del lado del conductor del BMW. Acercarse a ella por ese lado, podía ser riesgoso, ya que estaba más cerca de la casa, de las ventanas y de la puerta y corría más riesgo de que la descubrieran. Sin embargo, si se acercaba por el lado opuesto, por el lado del acompañante, estaría oculta por el propio auto.
Miró sobre su hombro hacia la valla. No podía ver a Fede, porque estaba del otro lado. Pensó en decirle algo, pero decidió que era mejor no hacerlo.
Volvió a mirar el auto y lo rodeó.
Con tres silenciosos pasos, llegó hasta la portezuela del acompañante. Acercó el rostro a la polvorienta ventanilla y se hizo pantalla con las manos para mirar hacia adentro.
Vio los asientos cubiertos con un tapizado de vinilo gastado, el volante que tenía una cubierta de goma llena de pequeñas protuberancias, el pinito perfumado que colgaba el espejo retrovisor. En el asiento trasero, había un par de juguetes, que pertenecían a los niños: una mueca Barbie totalmente desnuda y un pequeño robot al que le faltaba una pierna.
Todo parecía normal.
Pero tenía que estar segura.
Acercó las manos a la manija de la puerta. Tiró de ella muy despacio, hasta que sintió el ¡clac! que hacía la tranca al soltarse. Abrió apenas la puerta, lo suficiente como para pasar y entró en el coche.
Una vez dentro, miró directamente hacia la casa. No había moros en la costa.
Luego, empezó a revisar el auto.
El aire dentro de él estaba caliente y se mezclaba el olor del pinito que colgaba del espejo, con el del vinilo del tapizado calentado por el sol.
Filomena abrió la guantera. Algunos papeles arrugados cayeron al suelo, ya que estaba llena a rebosar. Metió la mano y empezó a revisar con cuidado. Al parecer, tan sólo había papeles (en su mayoría, envoltorios de golosinas, que todavía tenían restos de chocolate o caramelo pegados), pero de pronto, sintió que tocaba algo frío y metálico cuya forma no fue capaz de determinar.
Sacó el objeto cuidadosamente y cuando lo tuvo a la vista, sofocó un gemido y estuvo a punto de soltarlo.
Era un revólver, o al menos, eso creía Filomena. Ella no entendía nada de armas y eso nunca la había preocupado, hasta ahora.
Lo levantó con cuidado, teniendo especial precaución en no tocar el gatillo. Examinó el tambor y le pareció que estaba cargado. Pensó que ojalá supiera cómo abrirlo para poder verlo mejor y saberlo a ciencia cierta. Pero le parecía ver los bordes de las balas.
—Por Dios —murmuró en voz muy baja—. ¿Qué planea esta gente?
En ese momento, escuchó un sonido familiar, que provenía de afuera. Sintió que se le cortaba la respiración y el sobresalto, el revólver se le cayó, rebotó en el asiento y fue a dar al suelo.
El sonido que había escuchado era el de la cerradura de la puerta de la casa al abrirse.
Filomena se quedó paralizada durante un instante, sin saber qué hacer.
Luego, de manera casi instintiva, saltó hacia el asiento trasero y se acurrucó en el estrecho espacio que había entre este y el asiento del conductor.
Asomó apenas la mirada hacia la ventanilla, para saber qué sucedía.
En efecto, alguien había abierto la puerta. Era el hombre de la gorra azul. Con el corazón a punto de saltársele del pecho, Filomena tuvo la pavorosa idea de que el hombre iría hacia el coche (tal vez para buscar el arma que había dejado olvidada en la guantera) y la encontraría. Se lo imaginó sujetándola del cabello, sacándola a los tirones del auto, mientras ella gritaba y pataleaba. Entonces, Fede acudiría corriendo en su ayuda, pero el hombre, más rápido, le dispararía tres veces con su revólver y Fede caería abatido sobre el suelo de piedra de la entrada y se desangraría allí y...
Filomena apartó estos pensamientos horribles de su mente y trató de tranquilizarse.
El hombre no fue hasta el BMW. En lugar de eso, siguió de largo, hasta el portón, que seguía abierto.
“¡Fede está ahí afuera!”, pensó alarmada. “¿Lo habrá visto?”
No era probable. Si no la había visto a ella, mucho menos a Fede.
El hombre de la gorra no salió. Se limitó a cerrar el portón corredizo. Luego, usó una llave para trancarlo, comprobó que estaba bien cerrado y regresó sobre sus pasos.
“Me dejó encerrada —pensó Filomena con creciente desesperación—. ¿Ahora cómo voy a salir?”
El hombre de la gorra azul ya casi había llegado al porche, cuando se detuvo en seco, giró sobre sus talones y esta vez, sí se acercó al BMW.
Filomena se mordió la lengua para no gritar y se agachó de inmediato, tratando de meterse debajo del asiento trasero, pero por supuesto, no cabía.
El hombre de la gorra azul abrió la puerta del lado del conductor y se asomó adentro. Se paralizó al ver que la guantera estaba abierta y había papeles desparramados en el suelo. Y se sorprendió al ver que su revólver también estaba en el suelo. Se inclinó para recogerlo, lo levantó y lo examinó como si nunca hubiese visto algo así en su vida. Abrió el tambor y comprobó que seguía cargado con las seis balas que le había puesto esa mañana.
Volvió a mirar la guantera abierta con una mueca de desprecio.
—Porquería —dijo y la cerró de golpe. Tomó la pequeña manija y tiró para comprobar que no se abriría sola. Luego salió el auto y cerró la portezuela con brusquedad.
Filomena, que durante todo ese interminable proceso, se había mantenido quieta detrás del asiento del conductor, empezó a respirar otra vez.
Aguardó unos instantes. Luego, se asomó otra vez, mirando por la ventanilla. El hombre ya entraba en la casa y cerraba la puerta a su espalda. Filomena soltó un largo suspiro. Esto había estado cerca. Demasiado cerca.
“Por Dios, ¿cómo pude ser tan estúpida?”, se dijo en ese momento. Ahora no podía creerlo. ¿En qué estaba pensando cuando decidió meterse en el auto a investigar? Evidentemente, no estaba pensando en nada. ¿Por qué no le había hecho caso a Fede? ¿Por qué no habían vuelto a la casa para llamar a la policía? Eso hubiera sido, sin duda, lo más inteligente. Ahora estaba encerrada en ese auto, encerrada en esa casa con esa gente que evidentemente era peligrosa. ¿Por qué sino, tenían revólveres cargados?
Sintió que le ardían los ojos, como siempre que estaba a punto de ponerse a llorar, aunque Filomena no era de llorar muy seguido. Claro, porque no muy seguido se encontraba a merced de gente peligrosa.
“Ahora, ¿qué voy a hacer?”
De pronto, su teléfono celular empezó a sonar. El tono musical fue como si un cañón se hubiera disparado en el interior del coche. Filomena dio un salto en el asiento y soltó un grito. Esta vez no pudo evitarlo, aunque fue un grito corto.
Miró de inmediato hacia la casa. Al parecer, no había alarmado a nadie.
Con manos trémulas, se apresuró a buscar el teléfono, del cual se había olvidado por completo. Hubiera jurado que lo había dejado en la mesa del piso de arriba, cando estaban estudiando...
Extrajo el aparato del bolsillo y miró la pequeña pantalla. Debajo de la campanita animada que anunciaba una llamada leyó el nombre de quién llamaba: FEDE.
Filomena pulsó el botón y atendió.
—¿Hola? —dijo en voz muy baja.
—Filo —respondió Fede del otro lado con tono urgente y asustado—. ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
—Sí —dijo ella sin poder creerlo. Dentro de todo, estaba bien. Por ahora—. Estoy bien. Estoy en el auto.
—¿El auto?
—Sí, el BMW.
—¿Estás sola?
—Sí —dijo Filomena y volvió a echar una rápida mirada hacia la casa.
—Por Dios, ví a ese tipo saliendo de la casa y por poco me da un infarto. Pensé que me había visto y que iba a salir, pero cerró el portón y volvió a entrar.
—Sí, lo cerró con llave —ratificó Filomena—. Ahora estoy encerrada. No sé cómo voy a salir... Fede, estos tipos están armados.
—¿Qué? —exclamó Fede.
—En la guantera del auto había un revólver. Cargado. Dios, tengo miedo de lo que pueden haberles hecho a Carla y a Sergio... ¿Y si los mataron para robarles? ¿Y si cuando vimos salir el BMW por primera vez fue para llevárselos a un lugar alejado y...
—Filo, tranquila —la interrumpió Fede—. Calma. No te asustes. No podemos saber qué les hicieron a Sergio y Carla. Y es mejor no pensar en eso ahora. En lo que tenemos que pensar es en cómo sacarte de ahí.
—Fui una estúpida —dijo Filomena, al borde del llanto—. Tenías razón, Fede. Debería haberte hecho caso. Deberíamos haber vuelto a mi casa...
—Filo, no es momento para esto —dijo Fede—. No te culpes, no sirve de nada y además tú no tienes la culpa. Ahora, pensemos en cómo sacarte. ¿Hay alguna manera de que puedas salir de la casa?
—No si los dos portones están cerrados con llave —dijo Filomena—. Tuve suerte al entrar. Pero es casi imposible que salga sin llamar la atención. Por más cuidado que tenga, me van a ver si salgo, estoy segura.
—Está bien... estas en el auto, ¿no?
—Sí, en el asiento de atrás.
—Muy bien. Quédate ahí y que no te vean. Yo voy a llamar a la policía.
—¿En serio? —exclamó Filomena, sorprendida—. ¿Y qué les va a decir?
—Todavía no sé. Ya se me va a ocurrir algo. Pero cuando la policía llegue, será una distracción para ellos y vas a poder salir.
—¿Estás seguro de que...
—Sí —dijo Fede—. Tranquila, Filo. Te voy a sacar. Vas a tener que esperar un poco, pero hagas lo que hagas, no salgas del auto. ¿Está claro?
—Sí.
—Muy bien. Voy a llamarlos.
—Rápido.
—Claro. Ten cuidado.
—Sí.
Fede cortó.
Filomena se quedó mirando su teléfono con incredulidad.


7

Fede, que estaba en el patio delantero de la casa de Filomena, pegado a la valla, a donde había corrido en cuanto vio al hombre de la gorra azul acercándose al portón, cortó la llamada que había hecho a su amiga y luego marcó 911.
Tragó saliva y notó que el corazón le latía muy rápido. Tenía que reconocer que estaba asustado. No muerto de miedo, pero sí asustado. Lo que había dicho Filomena acerca de un arma cargada... parecía que la situación empeoraba a cada momento. Y ahora, ¿qué iba a decirle a la operadora del 911 cuando lo atendiera?
Se dio cuenta de que no tenía tiempo de pensar en nada, porque lo atendieron casi de inmediato.
—911, ¿cuál es su emergencia?
—Hola —dijo Fede en voz baja. “Es la primera vez que llamo al 911”, pensó distraídamente—. Estoy... Creo que en la casa de mis vecinos ocurre algo. Hay gente dentro de la casa. No estoy seguro, pero creo que son ladrones. Y están armados.
—¿Dónde se encuentra usted, señor? —preguntó la operadora con voz maquinal, desprovista de emociones.
—En la casa de al lado. En realidad, no son mis vecinos, pero...
—¿Puede darme la dirección?
—Sí, Calle Atlántida, 1234. Por favor, envíen a alguien rápido. Me parece que los vecinos están en peligro.
“¡Y nosotros también!”, pensó.
—No se preocupe, enviaremos a alguien enseguida. Quédese donde está. No se acerque a la casa.
—Está bien. Gracias.
Fede cortó la llamada y luego volvió a llamar a Filomena.
Con una ansiedad terrible, esperó a que ella respondiera.
—¿Fede?
—Ya llamé al 911 —dijo él—. Vienen en camino.
—Espero que no tarden —dijo Filomena, angustiada.
—No te preocupes, no van a tardar nada... ¿Estás bien?
—Sí... creo que estoy bien. Yo...
En ese momento, el celular de Fede emitió un pitido. Fede lo apartó de su oreja y miró la pantalla. Soltó una maldición en voz baja.
—¿Qué pasa? —preguntó Filomena.
—Me queda poco crédito —respondió Fede—. Malditos teléfonos de tarjeta.
—¿Cuánto te queda? —quiso saber Filomena.
—No sé, dos minutos, o algo así —dijo Fede.
—No me cortes, Fede, por favor —pidió ella.
—No te preocupes. Te voy a llamar desde tu casa, ¿está bien?
—Está bien. Rápido.
Fede cortó y entró corriendo en la casa.
De inmediato, buscó el teléfono, que estaba sobre una mesita auxiliar al lado del sofá. Mientras marcaba el número, se sorprendió al ver que Parches, el gato de Filomena, estaba enroscado sobre el almohadón. Cuando Fede entró, el gato, alarmado, levantó la cabeza y lo miró con sus grandes ojos grises, pero no se asustó. Lo observó con curiosidad y luego empezó a frotarse las orejas con una pata.
Por suerte el teléfono era inalámbrico y Fede pudo acercarse a la ventana con él, para mirar hacia la casa de los vecinos. Por supuesto, no veía el BMW, ni mucho menos a Filomena. Tan solo veía el vallado verde y la casa que se alzaba detrás, de manera casi ominosa. Estaba tan cerca y tan lejos a la vez... era desesperante.


8

Filomena le había quitado el sonido a su teléfono desde que Fede la llamara por primera vez y lo había puesto en modo “vibración”. Aún así, el zumbido que producía le parecía demasiado fuerte, como un terremoto. Lo atribuyó a sus nervios y procuró tranquilizarse, pero tan sólo lo consiguió en parte. No podía evitar estar asustada.
Todavía estaba sentada en el asiento trasero del BMW, mordisqueándose las uñas de una mano, mientras que con la otra sostenía el celular, mirando fijamente hacia la puerta de la casa de los Pizarro. A cada segundo que pasaba, esperaba ver cómo la puerta se abría y salía el hombre de la gorra azul, o tal vez el de la cicatriz en la mejilla, o el de la camisa negra. O incluso la mujer, Natalia, quién seguramente, ni siquiera se llamaba así. Por Dios, ¿quiénes eran estas personas? ¿Qué era lo que querían? Tal vez fueran ladrones, pero Filomena creía que no se trataba de ladrones comunes.
De pronto, sintió el loco impulso de bajarse del coche, ir hasta la casa y encontrar la forma de entrar. Tan sólo para saber qué estaban haciendo ahí adentro, para averiguarlo e una buena vez. Pero por supuesto, Filomena no haría nada semejante.
“No soy tan estúpida”, pensó.
No iba a moverse del auto hasta que llegara la policía.
Iba a quedarse ahí, esperando (quién sabe cuánto) y...
De pronto, el Motorola vibró en su mano. Filomena lo sintió como una corriente eléctrica que le recorrió todo el cuerpo y tra vez estuvo a punto de gritar.
La llamada provenía de su casa. Atendió.
—¿Fede?
—Sí —dijo él del otro lado de la línea—. ¿Está todo bien?
—Sí... por ahora —dijo ella—. Si es que se puede decirse que esta situación está bien.
—Tranquila —dijo Fede—. Ya vas a salir. ¿Sabes qué? Estoy con Parches. Dice que te extraña.
Filomena soltó una risa nerviosa.
—Yo también lo extraño —dijo y se imaginó la suave textura del pelaje de su gato, que era como un animalito de peluche. De pronto, sintió deseos de abrazar a su gato, de estrujarlo contra su pecho y no dejarlo ir, como hacía cuando era pequeña.
—Filo —dijo Fede—, ¿qué te parece si aprovechamos el tiempo y repasamos biología?
Filomena volvió a reír.
—Ya me olvidé de todo lo que estudiamos —dijo, agradecida porque Fede estuviese distrayéndola—. Tendría que empezar desde cero.
—Yo también me olvidé de todo —dijo él—. Pero podemos presentar un justificativo el día del parcial, diciendo que no pudimos estudiar porque tuvimos que enfrentar a unos ladrones. Nos haríamos héroes.
—Sí, seguro —dijo Filomena, riendo y, un poco más relajada, se reclinó en el asiento.
En ese momento, sintió que algo le pinchaba la nuca.
Se volvió y vio que en la parte de atrás, en el espacio entre el asiento y el parabrisas, en donde había unos cuantos juguetes más, había un sobre de papel marrón. Estaba debajo de una muñeca y lo que le había pinchado la nuca era una de las esquinas del sobre.
Filomena lo levantó. Vio que la solapa estaba sellada con un trozo de cinta adhesiva. Lo dio vuelta y en el anverso, leyó una sola palabra escrita con bolígrafo: PIZARRO.
El sobre era pesado y algo voluminoso. Debía estar lleno de... algo.
Filomena dejó el celular apoyado en el asiento, a su lado. Por el auricular salía la voz de Fede, que seguía diciendo sandeces con el fin de distraerla, sin saber que ahora toda la atención de Filomena estaba puesta en ese sobre.
Pero pronto, Fede se dio cuenta de que su amiga no respondía a sus preguntas.
—¿Filo? —dijo preocupado—. ¿Estás ahí? ¿Filo?
Filomena tomó el teléfono otra vez.
—Sí, acá estoy —dijo.
—¿Qué pasa?
—Acabo de encontrar algo... —murmuró ella con los ojos fijos en el sobre.
—No me digas que encontraste otra arma.
—No —respondió Filomena—. Es un sobre marrón. Está cerrado y dice “Pizarro” escrito en un lado.
—¿Será de ellos? —preguntó Fede. Filomena no sabía si se refería a los Pizarro o a los intrusos.
—No creo que sea de los Pizarro —respondió Filomena—. Voy a abrirlo.
—¿Estás segura?
—Sí. No creo que tenga una bomba. Deben ser papeles.
Filomena sujetó un extremo de la cinta que pegaba la solapa con las uñas del índice y el pulgar y tiró cuidadosamente de ella. La arrancó por completo y abrió la solapa.
Extendió una mano y dio vuela el sobre encima de ella. Un montón de cuadrados blancos salió del sobre y se desparramó sobre el regazo de Filomena. Ella soltó un juramento en voz baja, pero Fede lo oyó a través del teléfono.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Son fotos —dijo Filomena—. El sobre tenía un montón de fotos.
Filomena hizo un torpe montón con las fotos y empezó a examinarlas. Eran instantáneas hechas con una Polaroid, que a simple vista no tenían mucho interés. Filomena tomó una al azar y la miró. En ella se veía a una mujer joven saliendo de la misma casa en la que ella se encontraba ahora. La mujer tenía puestos unos enormes lentes negros y llevaba un bolso aún más enorme debajo del brazo, pero Filomena la reconoció de inmediato.
—Carla... —murmuró en voz baja.
Era Carla, su vecina, que salía de su casa, quizá para ir a hacer compras.
Empezó a mirar las otras fotografías. Vio una de Sergio conduciendo su coche (el BMW negro en el que estaba Filomena), seguramente en dirección a su consultorio. Otra foto mostraba a Carla saliendo de la casa con los niños. Ellos llevaban coloridas mochilas. Carla los llevaba a la escuela. Camila tenía el cabello sujeto en dos coletas a los lados de la cabeza. Tenía un aspecto gracioso, a pesar del aire clandestino de la fotografía, que parecía haber sido tomada desde detrás de un árbol.
Filomena echó un rápido vistazo a las demás.
Eran todas similares, en donde se veía a los Pizarro haciendo diferentes cosas, atendiendo su rutina diaria. En ninguna de ellas aparecían posando para la cámara. Era evidente que los habían fotografiado sin que ellos se dieran cuenta.
—Por Dios... —murmuró Filomena.
—¿Filo? —dijo Fede en el teléfono.
—Los estuvieron siguiendo —dijo Filomena, mientras miraba una foto en la que aparecían los niños en la entrada de la escuela—. Estuvieron espiando a toda la familia por quién sabe cuánto tiempo. Sea lo que sea lo que están haciendo en la casa, lo planearon minuciosamente. Esta gente está muy organizada, Fede.
—Deben ser profesionales —dijo él y de inmediato soltó una exclamación de sorpresa.
—¿Qué? —preguntó Filomena alarmada.
—Veo una patrulla que se acerca por el camino—dijo él—. Es la policía.
De manera instintiva, Filomena miró hacia atrás, pero por supuesto no pudo ver nada, porque el vallado de la casa ocultaba el camino.
—Al fin —dijo—. Espero que metan presos a estos tipos.
—Yo también —respondió Fede.


III. GUTIÉRREZ Y VEGA

9

La patrulla disminuyó la marcha y estacionó frente a la casa de los Pizarro.
—Es acá —dijo el oficial Gutiérrez, quién iba en el asiento del copiloto. Vega, su compañero, el que manejaba, tomó el auricular de la radio, murmuró algo y la radio murmuró algo en respuesta.
A continuación, ambos se bajaron del coche.
Caminaron sin prisa hasta la casa. Llegaron frente al portón de entrada para personas, el pequeño, y Vega tocó el timbre, mientras Gutiérrez miraba a su alrededor, con algo de distraída admiración.
—Qué barrio tan tranquilo —comentó.
Vega se encogió de hombros.
Esperaron unos instantes, ambos en la misma posición, con las manos colocadas sobre el ancho cinturón del que colgaban las esposas y los revólveres cargados.
—¿Seguro que es acá? —preguntó Vega.
—Es la dirección que dieron —repuso Gutiérrez—. Llamó uno de los vecinos.
—Espero que esto no sea una broma —dijo Vega—. Porque si lo es...
En ese momento, se escuchó un zumbido y luego una voz que salió del parlante del intercomunicador.
—¿Quién es?
Vega acercó su rostro al aparato.
—Señora, es la policía —anunció—. Abra, por favor.
Hubo un momento de silencio. Al parecer, la mujer que había atendido, estaba preguntándose con sorpresa, por qué la policía llamaba a su puerta.
—¿Señora? —dijo Vega—. ¿Está ahí?
—Un momento, por favor —respondió la mujer.
Vega se colocó sus lentes negros, los cuales usaba siempre que estaba a punto de interrogar a alguien o de hacer alguna pesquisa importante. Gutiérrez lo miró e hizo una mueca. Vega le caía bien, aunque a veces, le resultaba un poco engreído. En ocasiones actuaba como si fuera un policía de una de esas series estúpidas de la tele, que abren puertas a patadas y persiguen a los malos por toda la ciudad, disparando a mansalva.
Un momento después, escucharon el chirrido de una puerta al abrirse. Luego, pasos ligeros que se acercaban. Posteriormente, el portón se abrió ante ellos. Apareció una mujer atractiva, con el cabello rizado de color rojo y unos ojos negros absorbentes, que contrastaban mucho con su tez blanca. Llevaba puesto un vestido largo de algodón.
Abrió el portón apenas un poco, lo suficiente para asomar la cabeza.
—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó.
Vega observó a la mujer durante largo rato, a través de los lentes oscuros, admirando su belleza.
—Señora, recibimos una llamada —dijo Gutiérrez—, diciendo que en esta casa había... problemas. Dijeron que alguien había entrado y que estaba armado.
La expresión de la mujer era de auténtica sorpresa. Y también de confusión.
—Bueno... realmente no sé qué decirle —dijo—. Yo estoy sola.
—¿No percibió algo extraño en algún momento? ¿Vio a alguien extraño merodeando por la casa?
La pelirroja reflexionó unos instantes.
—No que yo sepa —dijo y esbozó una sonrisa—. Como le dije, estoy sola y hasta ahora, todo está muy tranquilo.
Gutiérrez y Vega intercambiaron una mirada. Luego, Gutiérrez volvió a mirar la mujer y dijo:
—¿Le importa si entramos para echar una miradita? —preguntó—. No es que no confiemos en usted, pero...
La mujer asintió con la cabeza.
—Claro —dijo—. No hay problema. Adelante, por favor. Aunque no creo que encuentren nada interesante.
Se apartó y abrió más el portón. Los policías entraron.
—Permiso —dijo Gutiérrez.
—Están en su casa —repuso la mujer.
Acompañó a los oficiales por el sendero, en dirección a la puerta. Ellos vieron que había un coche estacionado en la entrada del garaje, un BMW de color negro, bastante sucio de barro seco.
—Adelante, por favor —dijo la mujer y entraron en la casa.
El interior estaba fresco y olía levemente a pintura. Lo primero que notaron fue que los muebles estaban corridos de lugar, habían sido empujados contra las paredes. Las alfombras habían sido retiradas y el piso estaba cubierto de un fino polvillo blanco.
—Disculpen el desorden —dijo la mujer—. Estamos haciendo algunas remodelaciones.
Vega echó un vistazo al salón y luego miró hacia la cocina en donde se veía que habían picado las paredes.
—¿Dónde están los albañiles? —preguntó.
—Terminaron por hoy —dijo la mujer—. Van a volver mañana por la mañana.
—Entiendo... ¿Vive sola, señora?
—Sí... —dijo la mujer—. Bueno, no exactamente. Esta no es mi casa. Es de mi hermana. Yo se la estoy cuidando. Ella vive aquí con su familia.
Vega estaba mirando una foto enmarcada que había sobre una repisa, en la que se veía a un hombre y una mujer (una mujer que no era esta), abrazados a un par de niños sonrientes y felices.
—¿Esta es su hermana? —inquirió Vega, enseñándole la fotografía, que tenía una capa de polvillo blanco sobre el cristal.
—Sí, es mi hermana, con su marido y sus hijos —dijo ella—. ¿No son preciosos?
—Lo son —dijo Vega. Luego miró la fotografía otra vez—. No se parece mucho a ella.
—Es verdad —respondió la mujer—. Siempre nos dijeron lo mismo.
Rió entre dientes.
—¿Cómo se llama su hermana? —preguntó Gutiérrez.
—Carla.
—¿Y usted?
—Natalia. Mi cuñado se llama Sergio y mis sobrinos Teo y Camila. Dios, crecen tan rápido. La última vez que los vi eran unos bebés. Ahora tienen diez años.
—¿No los ve muy seguido?
—No, yo vivo en Buenos Aires. Vine de visita por unos días.
—¿Y dónde están su hermana y su familia en este momento?
—Carla y Sergio están trabajando. Y los niños se fueron de campamento por el fin de semana.
—Qué lástima que vino a visitarlos justo cuando se fueron de campamento —murmuró Vega.
—Sólo es por dos días —dijo Natalia—. Y yo pienso quedarme hasta el viernes de la semana que viene.
Vega asintió con la cabeza.
—¿A qué se dedica su cuñado? —preguntó Gutiérrez.
—Es dentista.
—¿Y su hermana?
—Trabaja con él. Es su secretaria, según me dijo.
Los oficiales guardaron silencio un instante, mientras miraban a su alrededor.
—¿Les gustaría revisar el resto de la casa? —preguntó Natalia—. Les advierto que es todo un desorden, pero...
Gutiérrez levantó una mano.
—No creo que sea necesario —dijo—. Todo parece estar en orden... dentro de este desorden.
Los tres rieron en voz baja.
—Está bien —dijo Gutiérrez—. Creo que es todo. Esa llamada debió ser falsa o el que llamó se confundió. Tal vez no vio a un hombre armado, sino a un albañil con un taladro.
—Puede ser —dijo Natalia—. ¿Saben quién hizo esa llamada?
—No, no se identificó —respondió Gutiérrez—. Pero dijo que era un vecino.
—Ajá... —murmuró Natalia—. Bueno, como les dije, no vivo acá, así que no conozco a los vecinos. Lamento que hayan venido en vano...
—No se preocupe. Gracias por su tiempo y discúlpenos por la molestia.
—No hay ningún problema —respondió la mujer y los acompañó hacia la puerta.


10

—Están saliendo —anunció Fede, mientras miraba por la ventana.
—Sí, ya lo veo —repuso Filomena, quién se encontraba a su lado.
Ambos estaban en cuarto de los padres de ella, en el piso alto de la casa. El cuarto matrimonial era el que tenía vistas hacia el camino y desde allí podían ver casi por completo la parte delantera de la casa de los Pizarro.
Filomena había logrado salir del coche en cuanto los oficiales habían entrado en la casa, invitados por Natalia. Los había observado atentamente e su escondite del asiento trasero. En su fuero interno, Filomena no podía creer que la mujer los hubiese invitado a entrar con tanta amabilidad. Ella casi esperaba que Natalia se desesperara al ver aparecer a los uniformados, se pusiera nerviosa y acabara confesándolo todo. Esperaba verlos esposándola, a ella y a sus secuaces y disfrutar del momento de triunfo que hubiera supuesto contemplar como se los llevaban esposados hacia la patrulla.
Pero eso no llegó a suceder.
Los policías entraron amigablemente, hablando con Natalia, casi como si fueran amigos de toda la vida. En todo momento, ella sonreía despreocupada. Filomena los había visto caminando por el sendero en dirección a la casa, hasta que entraron y Natalia cerró la puerta.
Durante todo el proceso, Filomena había estado hablando con Fede por teléfono.
—Acaban de entrar —dijo—. Parece como si ella los hubiese invitado.
—Raro —respondió Fede.
—Sí, mucho.
—¿Puedes salir?
—Sí, creo que sí.
—Bien. Te estoy esperando frente a tu casa. ¡Corre!
—Ahí voy —anunció Filomena.
Había guardado todas las fotos en el sobre otra vez. Abrió la puerta con sumo cuidado (del lado del acompañante, como había hecho antes) y salió. Se sintió como si hubiese estado encerrada durante horas en una cámara sellada sin ventilación. Cerró la portezuela muy despacio.
Luego, rodeó el coche, a hurtadillas, sin quitar los ojos de encima de la casa de sus vecinos. Las cortinas del piso de abajo estaban corridas.
Filomena se acercó al vallado, caminó pegada a éste, hasta llegar al portón pequeño y salió con un salto ágil, casi de bailarina.
Corrió por el camino y cuando estaba llegando a su casa, vio que Fede le salía al encuentro. En una mano llevaba el teléfono inalámbrico Sony, que estaba en la sala.
Cuando se encontraron, ambos se abrazaron. Fue un acto casi novelesco, casi de película romántica. Filomena soltó una risita.
—¿Estás bien? —le preguntó Fede, con preocupación.
—Sí —dijo ella.
Fede miró el sobre.
—¿Qué es eso?
—Las fotos.
Fede asintió.
—Volvamos adentro —dijo y corrieron.
Entraron en la casa de Filomena y Fede cerró la puerta. Ella miró alrededor como si hubiese estado fuera durante una década.
Al verla entrar, Parches, que seguía tendido en el almohadón del sofá, se levantó y soltó un maullido.
—¡Parches! —dijo Filomena. Se acercó al gato, lo levantó y lo abrazó, rascándole la cabeza—. Qué alegría verte.
El gato volvió a maullar, como si le respondiera.
—¿Pudiste escuchar algo de lo que dijeron los policías? —preguntó Fede.
—No —dijo ella—. Hablaron con Natalia en el portón durante un momento y luego entraron.
Fede, que estaba mirando por la ventana, dijo:
—Desde acá no se puede ver nada.
—Vamos arriba, al cuarto de mis padres —sugirió Filomena, que ya había dejado al gato en el sofá otra vez. Este se avocó a la tarea de lamerse, satisfecho. Ya había tenido suficiente cariño de su dueña por un día—. Desde ahí se puede ver mejor.
Subieron la inestable escalera caracol y entraron en el dormitorio. Había una cama matrimonial, una cómoda pequeña con un espejo ovalado encima y un montón de cuadros de flores en las paredes. Estaban hechos con acuarelas y bastante bien logrados. Fede sabía que la madre de Filomena era aficionada a la pintura.
Se acercaron a la ventana, que se encontraba abierta y miraron hacia fuera. Filomena tenía razón, desde allí se lograba una vista mucho mejor. Podía verse el patio delantero de la casa de los Pizarro. En ese momento, no había nadie allí. Los policías seguían adentro, hablando con Natalia. O tal vez no estaban hablando. Tal vez la estaba interrogando. O tal vez habían descubierto algo comprometedor. Filomena esperaba que así fuera, mientras observaba el BMW negro, que había sido su refugio y su celda.
Pasaron cerca de quince minutos, en los que no sucedió nada. La casa de al lado permanecía tranquila, silenciosa.
Tanto a Filomena como a Fede el tiempo se les hizo interminable.
—¿Qué estarán haciendo? —preguntó ella.
—No sé —dijo Fede, mientras empezaba a imaginarse todo tipo de escenarios.
Se imaginó a los policías siendo sorprendidos por los amigos de Natalia, siendo reducidos, luego sujetados con sus propias esposas y posteriormente, siendo golpeados sin piedad por el hombre fornido de la cicatriz en la mejilla. Vio a los policías descubriendo los cadáveres de Carla y Sergio, degollados y atados de pies y manos, sobre un gran charco de sangre. En esta escena, los policías sacaban sus armas, apuntaban a la mujer, pero ya era demasiado tarde. Los otros hombres les estaban apuntando a ellos y empezaban a dispararles. También se imaginó un escenario menos truculento en el que los policías descubrían lo que se estaba llevando a cabo en esa casa (fuera lo que fuera, la imaginación de Fede no se atrevió a inventarlo) y rápidamente los arrestaban a todos. Y luego, él y Filomena serían considerados por todos como héroes vecinales. Saldrían en la televisión, escribirían libros sobre ellos y...
De pronto, vio a los policías salir de abajo del techo del porche de la casa Pizarro. Dejó sus ensoñaciones a un lado y se acomodó en el borde de la ventana, para ver mejor y no caer al vacío.
—Están saliendo —dijo.
—Sí, ya lo veo —replicó Filomena y bajó la cabeza para ocultarse.
Los policías salieron y echaron a caminar por el sendero, en compañía de Natalia. Los tres sonreían apaciblemente y hablaban de algo que evidentemente era agradable. Cruzaron el portón, que Natalia había dejado abierto y se dirigieron a su coche patrulla, que los aguardaba estacionado en el camino.
—Se van —dijo Filomena—. No lo puedo creer. Se van.
—Sea lo que sea lo que les dijo Natalia —comentó Fede—, resultó convincente.
Ambos vieron como los policías empezaban a entrar en la patrulla.
—No, no puede ser —dijo Filomena. Se levantó bruscamente y corrió fuera de la habitación.
—¡Filo! —exclamó Fede—. ¿Adónde vas?
Pero Filomena no le respondió y corrió escaleras abajo.
Bajó los últimos tres escalones de un salto y atravesó el salón como un rayo. Abrió la puerta con tanta fuerza que pareció que quería arrancarla y salió. Detrás de ella, Fede le pedía que volviera.
—Filo, ¿a dónde vas?
Fede vio a Filomena salir al camino y caminar con grandes zancadas hacia donde estaba la patrulla. Allí estaba Natalia, aún hablando con los policías.
—¡Esperen! —gritó Filomena.
Natalia se volvió a mirarla, sobresaltada. Los agentes salieron de la patrulla a la misma vez.
—¡No se vayan! —exclamó Filomena—. ¡No pueden irse! No sé lo que les dijo ella, pero está mintiendo. —Y señaló a Natalia con el sobre marrón lleno de fotos que había encontrado en el BMW.
Gutiérrez y Vega miraron a Natalia y luego a esta joven que al parecer estaba al borde de un ataque de histeria.
—¿Qué es lo que pasa, señorita? —exigió saber Gutiérrez—. ¿Quién es usted?
—Soy vecina de Sergio y Carla Pizarro —dijo Filomena. En ese momento, llegó Fede, agitado. Se había resbalado cuando bajaba la maldita escalera caracol y había estado a punto de caer de cara al suelo. Pensó en decir algo, pero al ver la situación en la que se encontraba, prefirió callarse la boca—. Esta mujer no es quién dice ser. Todo lo que les dijo, sea lo que sea, es mentira.
Vega miró a Natalia con expresión interrogante.
—¿La conoce? —le preguntó, señalando a Filomena.
—No —dijo Natalia—. No la conozco. Como le dije antes, yo no...
—Ella no vive aquí, es cierto —dijo Filomena—. Pero lo que les dijo es mentira. Les dijo que es la hermana de Carla, ¿verdad? Que vino de visita, porque vive fuera del país, ¿no es así?
Los agentes miraron a Filomena con perplejidad.
—¿Cómo sabe que... —empezó a decir Gutiérrez, pero Filomena no lo dejó terminar.
—Eso mismo me dijo a mí hoy, hace un par de horas —respondió Filomena—. Pero el cuento que inventó está lleno de contradicciones. Me dijo que Sergio había salido para su consultorio y dijo que este quedaba en la Aguada, cuando en realidad, está en el Centro. Y también me dijo que los niños estaban en el colegio cuando en realidad están de campamento.
—Eso fue exactamente lo que nos dijo a nosotros —apuntó Vega y volvió a mirar a Natalia con expresión interrogante.
Ella se encogió de hombros.
—Oficial, le juro que no entiendo nada... —dijo.
—¡Mentira! —replicó Filomena—. ¡Estás mintiendo y lo sabes! Seguro que ni siquiera te llamas Natalia. Tú y tus amigos entraron en la casa de mis vecinos para hacer solo Dios sabe qué.
—¿Qué amigos? —preguntó Gutiérrez—. Ella está sola.
—No es cierto —respondió Filomena—. Yo vi a un hombre entrando en la casa. Llevaba puesta una gorra azul. Y había otros dos hombres más, adentro.
—Oficiales —dijo Natalia—, les juro que estoy sola. Ustedes ya estuvieron dentro de la casa. Si quieren pueden revisarla otra vez.
—Eso no será necesario —dijo Gutiérrez.
—Sí, es necesario —respondió Filomena—. Están armados. Uno de ellos tiene un arma, un revólver cargado. Yo lo vi. Y además está esto —dijo y les enseñó el sobre marrón.
—¿Qué es eso? —inquirió Gutiérrez.
—Véanlo ustedes mismos —dijo Filomena.
Gutiérrez tomó el sobre. Filomena se volvió para mirar la expresión de Natalia y se sorprendió al ver que ella estaba impasible. Se mostraba sorprendida, como si realmente no entendiera absolutamente nada de aquella situación.
“Qué buena actriz”, pensó Filomena. “Pero me gustaría ver cómo explica esto”.
Los oficiales abrieron el sobre y revisaron su contenido. Empezaron a sacar las fotografías y las examinaron con atención. Murmuraron cosas entre ellos, como si estuvieran decidiendo qué hacer a continuación. Filomena esperaba con el corazón galopándole en el pecho. Fede sentía que el aire estaba tan tenso que podía cortarse con un cuchillo.
“Yo vine a estudiar biología tranquilamente —pensó para sus adentros—. ¿Cómo terminé metido en este embrollo?”
Vega preguntó a Filomena:
—¿De dónde sacó esto?
—Estaba dentro del auto —dijo ella—. Del BMW negro de Sergio.
—¿Usted entró en el auto de su vecino?
—Sí —dijo ella, con un leve titubeo.
—¿Por qué?
—Yo... quería ver qué estaban haciendo. Sospeché desde el principio que lo que pesaba no era normal. Entré en el auto y encontré ese sobre. Y también el revólver. Estaba dentro de la guantera. Pero el hombre de la gorra se lo llevó y entró en la casa. Seguramente todavía está ahí.
Natalia soltó una pequeña risita irónica.
—Oficiales, esto es totalmente descabellado —dijo—. ¿Cómo pretenden que explique esto? El auto es de mi cuñado, no mío. No sé lo que guarda él en la guantera. Yo no tengo armas. Y no sé qué significan esas fotografías. No sé de dónde salieron, ni qué hacían en el coche. Y tampoco sé qué hacía ella en el auto de mi cuñado. Debe haberse metido cuando el portón estaba abierto. Les juro que esta situación me está desbordando.
—A nosotros también —confesó Gutiérrez—. Todo esto es muy confuso y me gustaría que alguien me lo aclarara.
—Ya les dije —dijo Filomena—. Ella está mintiendo. Todo lo que les dijo a ustedes y lo que me dijo a mí, es mentira.
—Señorita, lo que nosotros vemos es que usted está acusando a esta mujer de algo que no sabe qué es y de que no tiene pruebas al respecto. Además de que entró en la casa de su vecino sin ser invitada, ingresó en su vehículo y lo registró, lo cual podría considerarse invasión de propiedad privada. La verdad, es que usted se ve más culpable que ella.
—Pero miren las fotografías —exclamó Filomena.
—Ya las vimos —respondió Gutiérrez con voz dura—. No nos diga lo que tenemos que hacer, por favor. Confieso que estas fotografías son un poco... extrañas, pero no son prueba de nada.
Filomena negó con la cabeza.
—No lo puedo creer —dijo—. ¿Se van a ir así nada más, sin hacer nada?
—Ya hicimos todo lo que está a nuestro alcance —dijo Gutiérrez—. Y aquí no pasa nada. Pero podría pasar si no deja de comportarse así. No se olvide que llamó a la policía diciendo que había una emergencia y aquí no hay ninguna. Hacer una denuncia falsa es un delito, ¿lo sabía?
—La llamada la hice yo —intervino Fede—. Ella no fue. Yo también creo que en esa casa pasa algo raro.
Los oficiales miraron a Fede durante un largo momento. Era como si trataran de intimidarlo, pero Fede no bajó la mirada.
—Disculpe, ¿usted es...
—Soy su amigo —dijo Fede señalando a Filomena.
—¿Vive aquí?
—No.
—Tampoco lo conozco, oficial —terció Natalia.
—Escúchenme, por favor —dijo Filomena, con un tono que era casi de súplica—. Les estoy diciendo la verdad. Ella es la que miente.
—Está bien... —suspiró Viga, que había estado durante largo rato examinando las fotografías—. Vamos a terminar con esto de una vez. Vamos a revisar la casa una vez más.
Gutiérrez lo miró con evidente desaprobación.
—Ya te dije que eso no es necesario... —empezó, pero su compañero levantó una mano.
—Así les vamos a demostrar a ellos que no hay nada raro —dijo Vega—. Y no creo que la señora Natalia tenga algún inconveniente, ¿verdad?
Natalia se encogió de hombros.
—Saben que no oculto nada —dijo—. Adelante.
Filomena la observó, incrédula. Natalia parecía absolutamente tranquila, más bien aburrida de todo ese asunto. Frente a los policías, parecía estar diciendo la verdad. Y ahora, los estaba invitando a entrar en la casa, para que la revisaran. Por un instante, Filomena empezó a dudar de sí misma, de todo lo que había visto hasta el momento. Empezó a dudar del arma cargada que había encontrado en la guantera del BMW. Después de todo, sólo ella la había visto. También estaba el hombre de la gorra azul y los otros dos que habían visto por la ventana... pero a ellos los había visto también Fede. No podía tratarse de alucinaciones, a menos que fuera una alucinación colectiva. Además, estaban las fotos. Eso sí era real y los agentes las habían visto. Pero en realidad, ¿qué habían visto? Esas fotos eran extrañas, era cierto, las habían tomado sin consentimiento de la familia Pizarro, pero en el fondo, ¿qué probaban? Tal vez Natalia decía la verdad y ella no tenía nada que ver con ellas. A lo mejor, eran de un detective privado que estaba investigando a la familia por encargo de Sergio, porque este sospechaba que su mujer tenía un amante... Filomena negó con la cabeza ante esta idea. Los Pizarro eran un matrimonio feliz... ¿Verdad? Al menos, eso se veía desde afuera.
Vega le hizo una seña a Gutiérrez para que lo acompañara y este, de mala gana, aceptó. Natalia los condujo de nuevo hacia la casa. Filomena empezó a ir tras ellos, pero Gutiérrez se volvió y la detuvo.
—Tú quédate aquí.
—Pero...
—De esto nos encargamos nosotros —respondió Gutiérrez con tono cortante. Se veía por su expresión que quería terminar con este asunto de una vez. Dio media vuelta y siguió caminando por el sendero en dirección a la puerta.
Filomena retrocedió, cabizbaja, y se reunió con Fede en el portón de entrada de la casa. Fede notó que su amiga respiraba agitadamente.
—Tranquila —le dijo él.
—Estoy tranquila —respondió Filomena.


11

Vega y Gutiérrez volvieron a entrar en la casa.
—Pasen, por favor —dijo Natalia, haciendo un gesto abarcador con el brazo—. Miren lo que quieran. Pero, por favor, tengan cuidado. Los albañiles dejaron herramientas, latas de pintura y otras cosas por todas partes. No se tropiecen con nada.
—Descuide —dijo Vega.
Fueron hacia la cocina y se asomaron por la puerta.
El piso estaba deshecho. La gran mayoría de las baldosas de cerámica habían sido arrancadas y se veía el cemento desnudo debajo. Había una caja de herramientas enorme y grasienta en un rincón. En un extremo de la cocina había una lona de plástico verde tirada en el suelo. El aire olía a impermeabilizante y a silicona. Había latas de pintura sobre la mesada de mármol.
Los agentes salieron y se dirigieron a la escalera. Mientras tanto, Natalia aguardaba, cruzada de brazos, en un rincón de la sala, con expresión calma, inerte. Parecía una mujer esperando el ómnibus en una parada.
Vega y Gutiérrez subieron la escalera polvorienta. Había lastas de impermeabilizante apoyadas en los extremos de los escalones.
Llegaron al piso de arriba donde el olor a pintura fresca era muy fuerte y penetrante. Gutiérrez frunció la nariz y se la cubrió con la mano un instante. Vega lo miró con una expresión de burla impaciente como diciéndole: “No seas una niña. Es un poco de olor a pintura”.
—Tengan cuidado —les advirtió Natalia desde abajo—. La pintura en el pasillo aún está fresca.
En efecto, las paredes se veían pintadas de un color blanco tan puro que dañaba la vista si se lo miraba directamente. Era como mirar nieve bajo el sol.
Las puertas en el corredor, estaban cerradas y el suelo, cubierto con papeles de diario llenos de manchas de pintura.
Vega eligió una puerta al azar y la abrió. Se encontró en el baño, que era bastante pequeño. Parecía la única habitación de la casa que estaba intacta. Los azulejos rosados brillaban en las paredes. La cortina de la ducha colgaba corrida. Vega salió y cerró la puerta.
Abrió otra puerta más. Era, evidentemente, el cuarto de uno de los niños, a jugar por la cama colorida, la alfombra con dibujos de naves espaciales y los juguetes desparramados por todos lados. Allí no había nadie. Vega salió.
—¿Suficiente? —preguntó Gutiérrez, más impaciente que antes. Parecía que el olor a pintura lo irritaba bastante, como si fuera alérgico. Vega notó que la nariz se le había enrojecido—. ¿Podemos irnos de una vez?
Vega suspiró.
—Parece que acá no hay nada —dijo.
—¿Qué te dije? Esto no era necesario. Ahora vámonos.
Bajaron las escaleras otra vez. Natalia los esperaba.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Encontraron algo sospechoso?
Gutiérrez esbozó una sonrisa.
—Nada sospechoso, señora —respondió—. Parece que usted es inocente.
—Bueno, eso les dije —declamó Natalia, con humor.
—Pero hay cosas que todavía no entiendo —terció Vega y Gutiérrez volvió a mirarlo con hosquedad.
—Esa chica... —dijo Vega, señalando hacia fuera.
—¿Filomena?
—Sí. Dijo que había hablado con usted. Y que usted le dijo que Sergio había ido al consultorio por una emergencia, que Carla se había ido de compras y que los niños...
Natalia se encogió de hombros, con tranquilidad.
—No lo recuerdo exactamente —dijo—. Ella vino a verme con su amigo, porque creyó que pasaba algo a causa de los ruidos que hacían los albañiles. Yo le dije quién era y que Carla, Sergio y los niños no estaban. Realmente, no recuerdo que le dije, pero no creo que haya sido eso. En ese momento, estaba muy atareada con las reformas. Realmente, no entiendo qué le pasa a esa chica, por qué me culpa de esa manera de algo que yo no...
—Entiendo, entiendo —dijo Vega—. No se asuste, yo tampoco pretendía acusarla. Otra cosa, ¿está segura de que no sabe qué es esto?
Y le enseñó el sobre lleno de fotos.
—No —dijo Natalia—. No lo sé. Espero que no sea nada serio. No me gustaría pensar que alguien está acechando a mi hermana y a su familia. ¿Por qué no me las da? Tal vez hable con ella sobre esto cuando vuelva. Creo que se merece saberlo.
—Sí, supongo que sí —respondió Vega y le tendió el sobre—. No podemos quedarnos con esto. No es evidencia de nada... por ahora.
—Me alegro —respondió Natalia y los tres rieron.
—Bueno, creo que ya fue suficiente —apremió Gutiérrez—. Ya tenemos que irnos. Una vez más, gracias por su tiempo y disculpe las molestias.
—Ya se los dije: no hay ningún problema.


12

Filomena y Fede, que habían estado esperando ansiosos en el portón, corrieron hacia los policías cuando los vieron salir. Ellos se dirigían a su patrulla.
—¿Y? —dijo Filomena—. ¿Qué encontraron?
—Nada —respondió Gutiérrez con voz seca—. Nada de nada. Esta mujer no esconde nada y lo que ustedes hicieron no está nada bien.
Filomena los miró con desolación e impotencia.
—Pero...
—Escuchen, tienen suerte de que ella no les haga una denuncia por haberla acusado —dijo Gutiérrez—. Y tienen mucha más suerte de que nosotros no los llevemos a la comisaría. Ahora, vuelvan a su casa y sigan con lo que estaban haciendo. Y dejen a esta mujer en paz.
Gutiérrez cerró la puerta de golpe. Esta vez, él iba al volante y Vega, en el asiento del acompañante. Siempre se alternaban para manejar. A la ida, conducía Vega, a la vuelta, Gutiérrez.
Natalia que había estado en el portón, dijo:
—Gracias, oficiales.
Filomena y Fede se quedaron mirándola, pero Natalia no les prestó la menor atención, como si ellos no existieran. Entró en la casa y cerró el portón. Se escuchó el clic de la llave al girar en la cerradura.
La patrulla arrancó, Gutiérrez maniobró y los agentes de la ley se alejaron por calle Atlántida, dejando una nube de polvo detrás.
Cuando estuvieron solos, Fede se rascó la cabeza. Luego miró a su amiga.
—Vamos adentro —dijo con tono desolado.
—Pero... —empezó ella, mirando la nube de polvo que empezaba a asentarse.
—Filo —repuso Fede—. Entremos. Esto se terminó.
La tomó del brazo con suavidad y la llevó de vuelta a su casa.


IV. NATALIA

13

Cerró el portón con llave, se aseguró que quedara bien cerrado y regresó a la casa, caminando por el sendero. En la mano llevaba el sobre con las fotografías que le había dado el policía.
Entró en la casa y cerró la puerta. Fue a la cocina y en el camino, dejó el sobre encima de la mesita donde estaba la fotografía de la familia Pizarro, abrazada, sonriente y feliz.
Al entrar en la cocina, se dirigió directamente a la lona de plástico verde que había extendida en el suelo. Se inclinó, tomó un extremo y levantó la cortina de golpe.
Descubrió un pozo de casi dos metros de profundidad, en el que estaban ocultos los tres hombres: el joven de la gorra azul, el tipo musculoso de la cicatriz en la mejilla y el hombre de la camisa negra.
Cuando Natalia descorrió la lona con esa brusquedad, ellos se sobresaltaron.
—Ya se fueron —anunció.
Los tres hombres suspiraron de alivio y salieron del pozo con cierta dificultad.
—¿Qué te dijeron? —preguntó el de la camisa negra—. ¿Qué querían?
—Esa estúpida de la vecina —repuso Natalia, enojada—. Ella los llamó. O fue ese idiota de su novio.
—Es tu culpa —respondió el hombre de la gorra azul—. Cuando vino la primera vez deberías haberle dicho que los niños se habían ido de campamento, no de compras con su madre.
Natalia lo miró con furia.
—No, ellos llamaron a la policía por tú culpa, Matías —replicó—. Dejaste el sobre con las fotos en el auto. Ella lo encontró.
—¿Lo encontró? —preguntó Matías, sobresaltado—. ¿Cómo?
—Entró en el coche en algún momento —explicó Natalia.
Matías reflexionó unos instantes y luego pareció sorprendido.
—Claro —dijo—. Por eso, cuando fui a buscar el revólver, encontré la guantera abierta y todo desordenado. Yo pensé que se había abierto sola y que el revólver se había caído, pero no. Era ella, que lo había revisado.
—Qué inteligente —dijo Natalia con ironía—. A lo mejor, en ese momento, ella estaba dentro del auto.
—Imposible —dijo Matías—. Yo la hubiese visto.
—A lo mejor no revisaste bien, como esos dos policías estúpidos. Deberías haber sido policía, Matías.
Matías la miró con aspereza.
—Suficiente —terció el hombre de la camisa negra. Miró a Natalia y le preguntó:— ¿Qué hicieron los policías?
—Nada. Revisaron un poco. Cuando salíamos, apareció esa niña estúpida, con su noviecito, gritando como loca, acusándome. Entonces, los policías volvieron a entrar, pero no vieron nada.
—¿Fueron arriba?
—Sí. Pero sólo un segundo.
—¿Los dejaste ir arriba? —exclamó Matías, incrédulo.
—No entraron al cuarto —dijo ella—. Además, la puerta está cerrada con llave. Ya se fueron y no encontraron nada.
—Lo que me preocupa es la vecina —dijo el hombre de la cicatriz—. ¿Qué garantías tenemos que de no va a volver a molestarnos?
—Ninguna —dijo Natalia—. Pero creo que ya tuvo suficiente. Quedó como una mentirosa y como una loca frente a los agentes. Lástima que no la arrestaron. Pero no creo que vuelva a molestarnos.
El hombre de la cicatriz negó con la cabeza, desconforme. Miró al hombre de la camisa negra.
—No quiero correr riesgos, Roberto —dijo—. Ya pasamos por mucho y todavía no encontramos nada. Y con esa metiche dando vueltas...
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Roberto.
—Podría... al menos, encargarme de ella, ¿no? De ella y su novio.
Roberto pareció pensarlo unos instantes y luego negó con la cabeza.
—No —dijo—. Sería demasiado complicado y demasiado sucio.
—Pero ya vio demasiado —repuso el de la cicatriz—. Vio a Natalia, llamó a la policía y...
—Dije que no —dijo Roberto con tono más firme—. La vecina no va a volver a molestar. La policía ya se fue. Además, se supone que Natalia es la fachada, ¿no? Lo importante es que no nos vio a nosotros.
—Sí vio a Matías —murmuró Natalia en voz baja.
Matías se sobresaltó.
—¿Qué? —exclamó.
—Cuando te fuiste a buscar el maletín con los planos, saliste haciendo un alboroto —lo acusó Natalia.
—Me dijeron que me apurara y yo...
—Está bien, dejen de discutir —los cortó Roberto. Cuanto más tiempo estemos acá hablando, más tiempo vamos a tardar.
—Es que ya tardamos demasiado —dijo Matías—. Rocco tiene razón —miró al hombre de la cicatriz—. Todavía no encontramos nada... ¿y si nos equivocamos de casa? ¿Y si es en la casa de al lado, o a lo mejor la otra?
Roberto lo perforó con la mirada de inmediato. Matías bajó la cabeza y levantó los hombros, como para protegerse. Roberto se acercó lentamente a él. El momento, al menos para Matías, pareció interminable. Natalia sonrió por lo bajo, al igual que Rocco. Ninguno de los dos soportaba mucho a Matías, lo consideraban un idiota incompetente. Todavía no entendían por qué Roberto lo había reclutado.
Roberto se acercó tanto a Matías que sus narices casi se tocaron.
—¿Qué estás diciendo? —dijo en voz baja, pero dura—. ¿Estás cuestionando mi plan?
—N-no, Roberto —balbuceó Matías, bajando cada vez más la cabeza.
—¿Estás diciendo que soy un imbécil? ¿Qué me equivoqué de casa?
—No, Roberto —repitió Matías.
—A lo mejor, se te hubiera ocurrido un plan mejor, ¿no? Tú eres más inteligente que yo. ¿Eso es lo que estás diciendo?
—No, Roberto —dijo Matías una vez.
—¿Estás seguro?
—Sí, Roberto.
Roberto esperó. Matías, con la mirada clavada en el piso, no dijo nada.
—Nunca vuelvas a cuestionarme, ¿está claro? Nunca.
—No, Roberto.
Roberto se alejó de él y Matías volvió a respirar. Estaba tiritando, como si tuviera frío.
Al cabo de un momento, Rocco preguntó:
—¿Qué hacemos ahora?
—Sigue cavando —dijo Roberto, señalando el pozo.
Rocco iba a decir algo, pero por lo que acababa de sucederle a Matías, prefirió callarse.
—Vamos, Matías —murmuró y saltó dentro del pozo, tomando una pala.
Matías, resignado, levantó un pico que había en un rincón y también se metió en el pozo.
Roberto fue hacia la puerta.
—Voy a ver a nuestros pacientes —dijo a Natalia y salió.
Cruzó la sala y subió las escaleras.
Llegó al piso de arriba y lo recibió el penetrante olor a pintura fresca que habían puesto hacía tan sólo unas horas. Era un disimulo pergeñado para casos de emergencia, como el que acababa de ocurrir. Si alguien entraba en la casa (alguien que no debía estar allí en ese momento, como una visita inesperada o un par de policías), y por alguna razón, subía la piso de arriba, se iba a encontrar con las paredes recién pintadas, lo que contribuía a pensar que realmente estaban haciendo remodelaciones. Lo que podía resultar más sospechoso era el pozo de casi dos metros que estaban haciendo en la cocina, por eso lo cubrían con la lona plástica.
Roberto fue hasta el cuarto del fondo, mientras buscaba la llave en su bolsillo. La extrajo, la colocó en la cerradura, la giró y abrió la puerta.
Entró y cerró la puerta lentamente detrás de sí.
Sergio y Carla Pizarro, los rehenes, levantaron la cabeza al unísono, sobresaltados. Estaban ambos atados a sendas sillas de madera robusta, con las manos detrás de la espalda sujetas con cinta de embalar y los tobillos pegados a las patas delanteras. Tenían la boca tapada también con trozos de cinta.
Roberto los miró. Miró el hilillo de sangre seca que Sergio tenía en la frente, en donde Roberto había tenido que golpearlo con la cacha del revólver para tranquilizarlo. Carla había estado llorando otra vez, Roberto vio los caminos plateados de sus lágrimas sobre las mejillas, a pesar de que la habitación estaba en penumbras, ya que Rocco había tapiado la ventana con gruesos tablones.
—No se preocupen —dijo Roberto con una voz que era casi amable—. Dentro de poco terminaremos.
Los rehenes no dijeron nada. No podían decirlo. Sergio ya ni siquiera hacía intentos por zafarse de las cintas que lo ataban. Era como si hubiera perdido las fuerzas o la voluntad.
Roberto dio media vuelta y salió. Cerró la puerta y volvió a trancarla con llave.
En realidad, no había ido a veros para decirles que casi habían terminado, había ido simplemente para asegurarse de que estaban allí. Así lo habían dispuesto en su plan: corroborar cada media hora que los rehenes seguían atados y no hacían intentos por escapar.
Se guardó la llave en el bolsillo y volvió a bajar.


V. FILO

14

Fede volvió al salón desde la cocina y le tendió la taza de té a Filomena, que se encontraba recostada en el sofá.
—Gracias —dijo ella, recibiéndola y se irguió para que no se le volcara. Bebió un sorbo. A su gusto, le faltaba azúcar, pero le daba igual. Había empezado a dolerle la cabeza desde hacía un rato. Habían sucedido muchas cosas muy rápido, demasiadas emociones, y a eso debía sumar las horas de estudio que antecedieron.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Fede.
Filomena se encogió de hombros.
—Por momentos me siento ridícula —dijo—. Cuando pienso en esa escena con los policías... yo, gritando como una loca... Y lo peor es que los policías le creyeron a esa maldita. No sé qué hizo para convencerlos. Para mí que los sobornó, o algo así.
—Puede ser... —dijo Fede, pensativo—. Pero creo que lo mejor que podemos hacer ahora es tranquilizarnos. Dejarlo pasar. Ya no hay nada que podamos hacer.
Filomena dejó la taza sobre la mesita.
—No —dijo—. No podemos dejarlo. No ahora. Yo estoy segura de que en esa casa pasan cosas y de que Sergio y Carla están en peligro... o algo peor.
—Pero, ¿qué vamos a hacer? No podemos llamar a la policía otra vez, Filo. Tuvimos suerte de que no nos llevaran cuando los llamamos por primera vez y eso que quedamos bastante mal parados. ¿Qué van a hacer si los llamamos de nuevo?
—No pensaba en la policía —replicó Filomena—. Ya la descarté absolutamente.
—Entonces, ¿qué pensabas hacer?
—Entrar en la casa.
Fede se sobresaltó.
—Eso sí que no —dijo—. Ya tuvimos suficiente de jugar a los espías por un día.
—Sí, pero no llegamos a nada —objetó Filomena—. No sirvió para nada y... —miró a su alrededor, como si buscara algo—. ¿Dónde está el sobre con las fotos?
Fede se dio cuenta de que no lo tenían.
—Debe habérselo quedado la policía —sugirió—. De todas maneras, esas fotos no probaban nada.
—Exacto —dijo Filomena—. Por eso tengo que entrar en la casa. Estoy segura que ahí sí voy a encontrar algo.
—Lo único que vas a encontrar son más problemas de los que ya tenemos —dijo Fede—. ¿Y si Natalia te encuentra merodeando por la casa y es ella la que llama a la policía? ¿Cómo vas a explicar eso? Tuviste suerte cuando entraste en el auto de Sergio y no te encontraron. Los policías dijeron que eso había sido invasión de la propiedad privada, y tenían razón. Si entras en la casa y te descubren, vas a terminar detenida.
Filomena negó con la cabeza.
—No creo que, si Natalia me encuentra, llame a la policía. Ella no quiere que la policía vaya a la casa. No quiere visitas inesperadas. Porque teme que descubran lo que están haciendo.
—No sé si te acuerdas, pero Natalia invitó a los agentes a entrar en la casa. Dos veces. Eso hace pensar que no tiene nada que ocultar, ¿no te parece?
Filomena se sentó en el sofá, con la espalda muy erguida.
—Al contrario. Tiene mucho que ocultar. Precisamente invitó a entrar a los agentes, para que no sospecharan nada. Si no los hubiese dejado pasar, habría sido extraño... ¿no te parece?
—Puede ser —admitió Fede—. Pero lo que sea que hayan visto los policías, debió de convencerlos.
—Solamente vieron lo que Natalia les quiso mostrar. Por eso no la detuvieron. En la casa hay algo oculto. Lo sé. Estoy segura.
—¿Algo como qué? —preguntó Fede con un dejo de ironía—. ¿Un Alien? ¿La fuente de la eterna juventud?
Filomena no lo encontró gracioso.
—No sé qué puede ser —dijo Filomena—. Pero es algo que Natalia y sus amigos buscan. Tal vez entraron en la casa de Sergio simplemente para robarle todas sus pertenencias o todo su dinero. O tal vez fueron buscando algo específico. Eso es lo que tengo que averiguar.
Pero Fede negó rotundamente con la cabeza.
—No vas a averiguar nada —dijo—. No voy a dejar que te metas en esa casa otra vez. Ya fue muy estúpido la primera.
—Fede, no tienes por qué venir conmigo si no quieres —dijo Filomena—. Creo que yo en tu lugar, haría lo mismo. Pero no puedo quedarme acá sentada, tomando té y mirando el techo, mientras mis vecinos corren peligro y esa bruja pelirroja hace lo que quiere. ¿Lo entiendes?
—Te entiendo, pero aún así no puedo dejar que lo hagas. Yo no estaba hablando de acompañarte o no acompañarte. Simplemente, te digo que no te voy a dejar ir a esa casa.
Filomena adoptó una expresión ofuscada.
—Creo que ya tengo edad para hacer lo que quiero.
—Sí y yo tengo edad para decirte que no lo hagas.
Filomena se puso de pie de un salto.
—Voy a ir.
Fede se paró también y se colocó delante de ella.
—No.
—¡Voy a ir! —exclamó ella.
—¡No! —exclamó Fede a su vez.
Filomena hizo un rápido movimiento, como si quisiera dirigirse a la puerta, pero Fede la detuvo.
—Dije que no.
—¡Está bien! —respondió Filomena, resignada, y suspiró.
Volvió a sentarse en el sofá y se quedó mirando fijamente la taza de té que estaba sobre la mesita.
Fede volvió al sillón, sin quitar los ojos de encima a su amiga.
Filomena levantó la taza, en silencio, y bebió un poco. Luego hizo una mueca.
—Le falta azúcar —dijo—. ¿Podrías traerme le azucarero de la cocina, por favor?
—No, porque si me voy a la cocina, vas a aprovechar la oportunidad y salir corriendo —dijo Fede.
—No, te lo juro —repuso Filomena—. Es más, te acompaño a la cocina para que veas que mis intenciones son puras.
Fede sonrió.
—Está bien —dijo.
Se levantaron al unísono y fueron a la cocina.
—¿Dónde está el azucarero? —preguntó él.
—Ahí, en ese estante —respondió Filomena, señalando un estante debajo de las alacenas, mientras abría la heladera y simulaba sacar algo.
Fede se acercó al estante y lo revisó. Encontró frascos de vidrio con tapones de corcho que contenían distintas especias y condimentos.
—No lo veo —respondió.
—Está ahí, al lado del estragón —repuso Filomena, que había cerrado la puerta del refrigerador silenciosamente. Se acercó a Fede, quien le daba la espalda, caminando de puntillas, y en el camino, tomó una sartén de cobre que había sobre la mesada.
—Acá no está el azucarero, Filomena... —empezó a decir Fede, pero en ese momento, Filomena le dio un golpe con la sartén en la parte posterior de la cabeza.
Hizo un sonoro ¡clang!, como si le hubiese pegado a un gong chino.
Fede soltó un gemido ahogado, se tambaleó y cayó hacia delante. Filomena, sobresaltada y asustada, retrocedió y dejó caer la sartén al suelo, al tiempo que gritaba. Era la primera vez que le pegaba a alguien con una sartén. La primera vez que le pegaba a alguien que era su amigo.
Fede cayó sobre la mesada y luego se deslizó, desplomándose en el suelo, arrastrando una botella de vinagre. La botella, que era de plástico, cayó, rebotó, se destapó y empezó a derramar su contenido.
Filomena observó a Fede, asustada.
“¿Lo maté?”, se preguntó.
Fede estaba tendido de lado, con los ojos cerrados, inmóvil. Un charco de vinagre empezaba a formarse a su lado, Filomena ya percibía su olor penetrante.
—¿Fede? —murmuró en voz baja.
Se inclinó y le puso dos dedos en el cuello. Tenía pulso, no lo había matado. Por supuesto. No tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Simplemente lo había desmayado, que era justo lo que ella quería, aunque cuando se le había ocurrido la idea, había creído que iba a tener que darle al menos diez golpes antes de que se desmayara. Al parecer, había golpeado en el lugar correcto.
¿Cuánto tiempo estaría inconsciente? No sabía, pero en realidad, no importaba. Ahora podía salir de la casa e ir a la de los vecinos sin que él la detuviera.
—Perdón, Fede —dijo. Se besó la mano y luego la apoyó en la frente de su amigo.
A continuación, abandonó la cocina, pero no fue hacia la sala, sino que salió por la puerta que daba al jardín.


15

Pasaban unos minutos de las seis de la tarde y el sol ya se estaba poniendo, pero todavía quedaba luz por un buen tiempo más, ya que desde hacía un mes estaban usando el horario de verano, que era una hora adelantado. Por lo tanto, no eran las seis, sino las cinco.
Filomena agradeció que todavía hubiera luz. No le hubiera gustado entrar a la casa de los Pizarro de noche, en la oscuridad. Claro que era mayor el riesgo de que la encontraran, pero ella sería precavida. Además, conocía muy bien el interior de la casa de sus vecinos, así como el exterior. Había jugado a las escondidas con los niños en muchas ocasiones. Sabía cómo moverse.
Filomena dio unos pasos y se dio cuenta de que no tenía nada para defenderse. Ni siquiera un spray de pimienta, en caso de que alguien decidiera atacarla.
Pensó en volver a la casa y buscar alguno de los cuchillos de la cocina, pero decidió que no. No quería volver ahora. Corría el riesgo de que Fede despertara y la encontrara.
Miró a su al rededor y vio las herramientas de jardinería de su madre, colocadas al lado de un macetero enorme lleno de alegrías. Las herramientas estaban oxidadas y sucias de tierra, pero alguna de ellas podría servir.
Escogió un plantador, que tenía una hoja alargada, puntiaguda y aserrada e los lados. Sujetó el plantador como si fuera un puñal y lo movió. Perfecto.
En ese momento, recordó el arma que había encontrado en la guantera del BMW. Un arma de fuego, algo que disparaba balas. Y ella sólo tenía aquél viejo plantador. En ese momento, le hubiera gustado tener un arma de fuego. Pero no tenía ninguna así que tendría que conformarse con lo que tenía a mano.
“Basta de perder el tiempo”, se dijo. No podía quedarse parada en el jardín, discutiendo con ella misma mientras en la casa de al lado estaba pasando... lo que fuera que estaba pasando.
Se dio cuenta de que estaba bastante asustada, más que cuando había entrado en el BMW. Intuía que ahora el peligro era mucho mayor, que iba a entrar directamente en la boca del dragón.
Se acercó a la valla de madera que separaba su jardín del de los Pizarro. Aquí la valla no era verde, como en la parte delantera, sino de madera despintada. Muchos de los tablones estaban podridos y ennegrecidos en la parte de abajo, en donde estaban en contacto con el húmedo suelo cubierto de césped. Hacía unas cuantas semanas que no llovía y la tierra se había secado bastante, pero aún así, los tablones estarían lo suficientemente corrompidos como para romperlos. Aunque Filomena, no se proponía hacer tal cosa.
Fue hasta el fondo, caminando al lado de la valla, mirándola atentamente. E detuvo frente al duraznero enfermizo que crecía allí, el único árbol que había en su jardín y que nunca había dado nada más que unos frutos secos, pequeños y arrugados.
Miró uno de los tablones de la valla.
“Este es”, pensó.
Se arrodilló en el suelo frente al tablón y lo empujó con una mano. El tablón se levantó, como una de esas puertas para mascotas que mostraban en las películas. Aquél tablón estaba suelto desde que ella tenía memoria. Por alguna razón, no tenía el par de clavos que lo fijaban en la parte de abajo. Debían de haberse caído antes de que ella naciera, corroídos por el óxido.
A veces, cuando jugaba con los niños Pizarro, usaban ese tablón suelto como una especie de puerta secreta, para pasar de un jardín a otro. A los niños les fascinaba, como a ella le había fascinado cuando tenía su edad. Pero ahora no lo iba a usar para jugar, sino para llevar a cabo una especie de misión imposible.
Levantó el tablón lo suficiente y empezó a pasar por el hueco, que medía unos treinta y cinco centímetros de ancho. Filomena era menuda y podía pasar casi sin problemas, pero claro, ya no tenía el cuerpo de una niña de diez años, sino el de una joven de veintiuno. Tuvo cierta dificultad en pasar las piernas y se raspó los tobillos contra la áspera madera.
Cayó en el jardín de los Pizarro y se levantó muy despacio.
Miró hacia la casa. Se veía tan tranquila y silenciosa como antes.
“Ya pasé el primer nivel —se dijo—. Ahora falta lo más difícil”.
Empezó a acercarse a la casa, caminando pegada a la valla. Podía ver la puerta de la cocina que daba al jardín, el cual era bastante similar al de Filomena. Había columpios muy coloridos en un extremo, un carrito de plástico amarillo y rojo que se estaba blanqueando y secando al sol desde hacía años, algunos muñecos decapitados desparramados y medio enterrados en el suelo, un cochecito de bebé desvencijado y oxidado.
Filomena llegó al costado de la casa. Allí había un angosto pasillo que conducía al patio delantero. Estaba bloqueado por una reja. Filomena caminó muy despacio y se detuvo en la entrada de ese corredor. Vio una canilla saliendo de una pared. Goteaba y había formado un charco en el suelo. A su lado, había una manguera enrollada.
“Tengo que entrar”, se dijo.
Filomena se arrodilló en el suelo y se acercó a la puerta de la cocina, la cual tenía una ventana sin cortina. Esperó unos instantes. Luego, levantó la cabeza muy lentamente, apenas lo suficiente como para asomarse y poder mirar hacia adentro.
Impresionada, observó la cocina, en la que parecía haber estallado una bomba. El piso estaba destrozado, con todas las baldosas levantadas. Las paredes estaban llenas de boquetes que dejaban a la vista el ladrillo que se ocultaba debajo de la gruesa capa de revoque.
“No están haciendo ninguna reforma —pensó Filomena—. Simplemente están destrozando la casa... Pero, ¿por qué?”
En ese momento, notó que algo se movía en la periferia de su campo de visión.
Giró los ojos, sobresaltada, pensado que alguien se acercaba a la puerta, alguien que la había visto, pero no fue así.
Lo que vio fue un enorme pozo en el suelo de la cocina. Debía medir casi dos metros de profundidad y otros dos metros de ancho. Había alguien dentro. En realidad, dos personas. Debían estar cavando, haciendo el pozo cada vez más profundo. Filomena pudo distinguir la cabeza calva del hombre fornido de la cicatriz en la mejilla y la gorra azul del hombre que había manejado el BMW. ¿Y dónde estaba Natalia? ¿Y el hombre de la camisa negra? Pero lo más importante era: ¿por qué estaban haciendo ese pozo? Eran como piratas, que buscaban un tesoro enterrado.
“Tal vez de eso se trate —se dijo Filomena—. De piratas buscando un tesoro. Piratas modernos”.
Sonaba ridículo, pero a estas alturas, Filomena estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa.
“Tengo que entrar —pensó—. Pero no puedo hacerlo por acá, o me van a ver. Tengo que buscar otra entrada”.
Por supuesto, no podía dar un rodeo a la casa y entrar por adelante, porque sería demasiado evidente. Pero tal vez por arriba...
Se apartó un poco de la puerta y levantó la cabeza.
Al costado de la puerta de la cocina, sobre la pared de ladrillos, crecía una enredadera que llegaba casi hasta el techo y pasaba justo por debajo de las ventanas del piso alto.
La planta no crecía sobre un armazón de madera, lo cual hubiese hecho la escalada mucho más fácil, sino que crecía pegada directamente a la pared. Las múltiples ramas no eran demasiado gruesas y seguramente, tampoco demasiado resistentes. Pero los ladrillos tenían los bordes muy salidos hacia fuera. Filomena calculó que con ayuda de la enredadera y un poco de suerte, sería relativamente fácil trepar hasta una de las ventanas del segundo piso y entrar por ella.
“Estás loca —se dijo de pronto—. Te volviste completamente loca”.
En su cabeza, se imaginó que era la voz de Fede la que la rezongaba.
Filomena nunca en su vida había trepado por una enredadera. No recordaba siquiera cuándo había sido la última vez que había trepado un árbol. Ya ni siquiera lo hacía cuando jugaba con los niños Pizarro y eso que a ellos les encantaba subirse a cualquier cosa que quedara más de un metro por encima del suelo. Parecían tener una fascinación por las alturas.
Por su parte, Filomena, hacía unos diez años, que se había dedicado al sedentarismo casi absoluto. Caminaba mucho, eso sí, y le gustaba, pero no hacía ningún otro tipo de ejercicio. Hacía tiempo que había dejado la gimnasia. No salía a correr a las cinco de la mañana ni nada por el estilo.
“No estás en forma para trepar por ahí —le dijo la voz de Fede, sentenciosa—. No podrías subir ni un metro. Te caerías. Además, esa enredadera no aguantaría tu peso”.
“Puede ser —respondió Filomena—. Pero, al menos, voy a tener que intentarlo.”
Sujetó el plantador con la cinturilla de su pantalón y se acercó a la pared. Se sujetó de la enredadera con ambas manos y se impulsó, mientras levantaba un pie y encajaba la punta en la ranura entre dos ladrillos. Bien. Ya había dado el primer paso. Miró hacia abajo durante un instante. No se encontraba muy lejos del suelo. A la distancia justa para regresar. Pero, por supuesto, no iba a hacerlo.
“Un paso más”, se dijo.
Y subió otro paso. Se agarraba a la enredadera con tanta fuerza que empezó a aplastar las hojas. Estas crujían bajo la presión y como estaban verdes y carnosas por la estación, derramaron un jugo amargo que mojó los dedos de Filomena. Eso no estaba tan bien. Con las manos mojadas, corría más riego de resbalar y precipitarse al vacío.
“Rápido. Sube rápido y no mires abajo”.
Empezó a trepar con una agilidad que le sorprendió. Al parecer, no estaba tan fuera de forma, después de todo. Buscaba rápidamente las grietas más adecuadas en donde apoyar los pies y escogía las ramas más gruesas de la enredadera. A medida que ascendía, empezó a caer una lluvia de hojas trituradas y ramitas secas. La enredadera se quejaba cada vez más, crujía y crujía. Filomena rezó porque el ruido no alertara a nadie dentro de la casa.
Levantó la cabeza. Ya estaba justo debajo de una de las ventanas. Se sentía muy agitada y respiraba entrecortadamente.
“Sólo un paso más.”
Se sujetó con fuerza con una mano y extendió la otra hacia arriba, hasta que palpó el borde de la ventana, que estaba desnudo de enredadera. Subió otro paso y esta vez, su pie la traicionó. Resbaló y hubiera caído, de no ser porque ya se había colgado con las dos manos del borde de la ventana. Pero se estaba resbalando con rapidez.
“No mires abajo —se decía una y otra vez, mientras sentía una explosión de adrenalina en todo su cuerpo. Si hubiera caído desde esa altura, bien podría haberse roto el cuello o la espalda—. No mires abajo, no mires abajo...”
Fijó las puntas de los pies con firmeza en los bordes de los ladillos y haciendo fuerza con brazos y piernas se impulsó hacia arriba. Sintió un gran alivio cuando vio los postigos abiertos de la ventana. Pero comprobó que estaba cerrada y no podía ver hacia adentro, porque la tapaba una cortina floreada.
Filomena empujó la ventana con una mano, pero no se movió.
Soltó un juramento con los labios apretados. No podía ser posible. Tanto esfuerzo para que al final la detuviera una simple ventana cerrada. Se sintió furiosa. Si había podido trepar por una enredadera, también tenía que poder abrir esa maldita ventana.
De pronto, se le ocurrió una idea.
Buscó rápidamente, pero con cuidado, el plantador. Lo extrajo y observó la punta. Era lo suficientemente puntiaguda. Pensó que ojalá hubiese llevado un corta vidrios en su lugar, pero esto tendría que servir.
No podía destrozar la ventana de un golpe, porque haría demasiado ruido. Pero si lograba abrir un agujero lo suficientemente grande como para pasar la mano...
Apoyó la punta del plantador sobre el cristal, pegada al marco de la ventana, a la altura de donde estaba la manija. Con la otra mano le dio un golpe seco al extremo del mango del plantador, como si fuera un martillo dándole a un cincel.
Se escuchó el leve crujido que hacía el vidrio al romperse. Fue similar al sonido que hacen los huesos de la mano cuando uno entrelaza los dedos y los estira.
Filomena retiró el plantador y vio un pequeño agujero del cual partían docenas de grietas en forma radial. Perfecto. Justo lo que quería. Volvió a apoyar el plantador, con la punta en el agujero que había hecho y le dio otro golpe. Los trozos de vidrio cedieron y el plantador se hundió casi por completo. Por suerte, la cortina estaba del otro lado para retener los cristales y amortiguar el golpe.
Filomena había logrado hacer un agujero que tenía forma de medio círculo, justo al lado del marco de la ventana. Retiró los trozos de vidrio que quedaban con los dedos y los arrojó hacia abajo, en donde no hicieron el menor ruido, porque cayeron sobre el césped. Luego estiró los dedos y los juntó muy bien, y con suma precaución, introdujo la mano por el agujero, teniendo cuidado de no tocar los bordes del vidrio roto.
Tanteó con la mano, hasta que encontró la manija de la ventana y la giró. Retiró la mano y empujó la ventana, que era de doble hoja. Ambas se abrieron hacia adentro, apartando las cortinas a su paso.
“No fue tan difícil”, se dijo Filomena, con algo de incredulidad. Había tantas cosas que pudieron haber salido mal... Podría haberse caído en cualquier momento durante el arriesgado ascenso, o el vidrio podría no haberse roto de la manera correcta, o podría haberse cortado la muñeca cuando metió la mano y haber empezado a sangrar profusamente, o podría habérsele caído el plantador mientras subía y hubiera tenido que bajar a buscarlo... Sin embargo, nada de eso había pasado.
“Es como una película”, se dijo, incrédula. De hecho, todo aquél increíble día había sido como una película, desde que Fede levantara la vista del manual de biología de Alberts y preguntara: “Filo, ¿qué es ese ruido?”. Las cosas que habían pasado hasta ahora, habían sido muy peculiares. Y el día todavía no había terminado.
“A lo mejor es como una película —pensó—. Y tal vez tenga un final feliz.”
Una vez que la ventana estuvo abierta, pasó una pierna por la ventana y luego la otra. Ya estaba dentro de la casa de los Pizarro.


16

En cuanto apoyó los pies en el suelo, Filomena miró a su alrededor.
Se encontraba en un cuarto pequeño, de piso de madera oscura muy lustrosa. Había una cama de una sola plaza, perfectamente tendida, una mesita de noche en forma de cubo con una lámpara encima y un pequeño armario empotrado en la pared. En un rincón había una silla vacía.
Filomena había entrado muy pocas veces en ese cuarto, que no era de los niños, ni de Sergio y Carla. Era lo que los niños llamaban el Cuarto de Huéspedes, en donde se quedaban las personas que visitaban a la familia de vez en cuando. Personas como Natalia, que supuestamente era la hermana de Carla.
Filomena se acercó a la cama y la observó. Estaba hecha y parecía que hacía un tiempo considerable que no se usaba. No había una valija en el suelo ni ropa colgada en el respaldo de la silla o dispuesta sobre la cama. Natalia no se quedaba allí. Si decía la verdad acerca de su visita, tal vez se hospedara en un hotel... pero a estas alturas, Filomena estaba convencida de que toda esa historia de la hermana que viene de visita, era simplemente eso: una historia. Pura ficción. Natalia era tan falsa como una moneda de madera. Filomena lo había sospechado desde el principio.
Se volvió y, sólo por simple curiosidad, abrió la puerta del angosto armario. Estaba vacío, excepto por un viejo abrigo de lana que colgaba de una percha, envuelto en un cobertor de plástico. Del armario manaba un fuerte olor a naftalina. Filomena lo cerró.
Fue hasta la puerta del cuarto, que se haya casi en penumbras, sintiendo los rápidos latidos de su corazón. Ahora, empezaba a tener miedo. O tal vez lo había tenido desde el momento en que salió al jardín de su casa y tomó el plantador, pero había estado tan ocupada, que no se había dado cuenta.
Tomó el pomo de la puerta y lo giró muy, muy despacio. Luego abrió apenas un centímetro. Miró por la hendija que había dejado. Vio el corredor de la planta alta, con el suelo alfombrado de papeles de diario y las paredes recién pintadas. Le llegó el penetrante olor de la pintura nueva. Era extraño. Parecía que los Pizarro, estaban haciendo reformas en toda la casa... O tal vez, no habían sido los Pizarro los que habían pintado el corredor. Filomena apostaba por la segunda opción.
El lugar se encontraba vacío y silencioso. Provenientes de abajo, le llegaban las voces de los hombres, que debían seguir en la cocina, profundizando el cráter que habían hecho en el suelo.
Filomena intentó entender lo que decían, pero sólo percibía murmullos, así que no prestó atención.
Abrió la puerta un poco más y salió al corredor, con el plantador fuertemente sujeto en la mano. Sus pisadas emitían suaves crujidos sobre el papel de diario manchado de pintura.
Miró hacia ambos lados, preguntándose a dónde debía ir. Todas las puertas de los cuartos estaban cerradas, menos la del cuarto de huéspedes, de donde ella acababa de salir.
Tenía que encontrar a los Pizarro. Tal vez estuvieran abajo, pero Filomena no lo creía. De ser así, los policías seguramente los hubieran visto cuando entraron en la casa... y habían entrado dos veces. No, los Pizarro, tenían que estar escondidos o...
Filomena se sobresaltó, como si la hubiera picado un insecto.
¿Y si ya estaban muertos? ¿Y si los invasores los habían asesinado y se habían deshecho de los cadáveres? Filomena tenía que reconocer, por muy horrible que fuera, que era la opción más probable. Claro, ¿por qué iban a dejar a los Pizarro con vida, después de todo lo que habían hecho? No tenía sentido. Seguramente los habían ejecutado con el revólver que ella había encontrado en la guantera del BMW y se habían llevado los cuerpos muy lejos... a lo mejor, los habían arrojado en alguna cantera, o en el arrollo, con bloques de cemento atados a los pies... por eso el hombre de la gorra azul había salido tan apresurado en el coche de Sergio. Por eso había derrapado y chocado contra un árbol cuando maniobraba para salir disparado por la calle Atlántida. Sergio y Carla ya estaban muertos y no había nada que Filomena pudiera hacer ahora. Es más, era muy probable que ella corriera la misma suerte, por haber cometido la estupidez de entrometerse en donde no le correspondía, por haber sido tan estúpida de haberse metido en esa casa que ahora parecía salida de una película de terror, en donde ahora habitaban personas que eran como un remedo del clan Manson.
—No —dijo Filomena en voz baja y cerró los ojos, para contener las lágrimas.
No podía permitirse pensar en esas cosas... al menos, no por ahora. Tenía que pensar que Sergio y Carla seguían con vida todavía. No quería escuchar a su sentido común, que le decía que eso era imposible. Iba a encontrar a los Pizarro y los iba a rescatar de ese infierno.