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viernes, 21 de septiembre de 2012

Encuentros cercanos del décimotercer tipo 2: la galleta asesina

Esta es una historia real. Le sucedió al amigo de un amigo.

Pancracio siempre había sido un fanático de las galletas. A toda hora, en todo momento y lugar las comía. Era raro verlo sin un paquete de galletas en la mano, fueran dulces o saladas. No podría decirse que tuviera una marca o sabor favorito. Le gustaban todas: integrales, al agua, con sal agregada, rellenas, de arroz... la lista es interminable.
Por supuesto, también le encantaban las galletas de queso, en especial de la marca Parmezza. Según él, eran las galletas más sabrosas, las que tenían un sabor más fiel, pese a que estaban hechas con colorantes y saborizantes artificiales, como todas las demás marcas.

Un viernes por la tarde, a la hora de la merienda, Pancracio fue al kiosko de siempre a comprar un paquete de Parmezza sabor queso cheddar. Había pensando en empezar a comerlas cuando llegara, pero no pudo resistirse. Eran simplemente demasiado deliciosas, así que comenzó a comerlas en el camino. Cuando llegó a casa, ya había consumido casi la mitad del paquete.
Se tumbó frente al televisor, donde estaba mirando una película, un viejo western con Clint Eastwood, y siguió comiendo las galletas distraídamente, una tras otra. Había llegado a la última y se disponía a devorarla de un solo bocado, con la mirada fija en al pantalla donde Eastwood acababa de acribillar a un malvado en el polvoriento camino de un pueblucho perdido del oeste, cuando escuchó un grito ronco, más parecido a un quejido malhumorado. Bajó los ojos hacia la galleta a tiempo para ver como del borde de esta emergían unos dientecillos blancos curvos y puntiagudos. Los dientes se cerraron alrededor de su dedo índice y apretaron con fuerza, hundiéndose en la carne y haciendo que salieran redondas gotas de sangre.
Pancracio abrió mucho los ojos y gritó, al principio más de sorpresa que de dolor. La incredulidad lo invadió mucho antes que el dolor producido por aquellos letales dientitos. Saltó del sofá como impulsado por un resorte y empezó a gritar y a sacudir la mano enérgicamente. Tenía los carrillos llenos de galleta masticada, que empezó a escupir en una lluvia amarillenta que salpicó  la mesita de centro y la pantalla del televisor, donde Eastwood estaba despachando a otro malvado que estaba en la azotea de un edificio de madera.
Empezó a saltar, a sacudirse, a mover el brazo como si fuese un látigo. La galleta seguía aferrada a su dedo con una fuerza increíble y un dolor lacerante empezó a subirle desde el dedo por el brazo como una acalambrante corriente eléctrica.
Desesperado, tropezó con el sillón, trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo. Se incorporó y fue hasta una pared donde empezó a golpear la mano con fuerza, tratando de que todos los golpes dieran de lleno en la galleta. Tuvo que golpear más de media docena de veces, hasta que la galleta cedió, abrió su boca dentada y cayó al suelo. Pancracio retrajo la mano de inmediato y la miró con horror, aunque no tuvo mucho tiempo. La galleta empezó a arrastrarse por el suelo a una velocidad inusitada. Iba en su dirección, más rápido que una cucaracha y las cucarachas eran increíblemente rápidas, los insectos más veloces que Pancracio había visto. Pero esta endemoniada galleta de queso las superaba con creces.
Levantó un pie y lo bajó con toda su fuerza, creyendo que aplastaría la galleta, pero lo único que consiguió fue darle al suelo. Una dolorosa vibración le subió por la pierna. En ese momento, la galleta dio un pequeño salto y cayó sobre su zapatilla. Los dientes de prendieron al plástico y empezaron a carcomerlo. Pancracio sacudió la pierna, giró en redondo y le dio una patada con la punta del pie a la maciza mesita de centro, que era toda de madera. La mesa saltó y cayó de lado con un golpe sonoro, derramando las pocas revistas que tenía encima, todas de crucigramas.
Pancracio sintió que los dedos de su pie se aplastaban y gruñó con los ojos apretados, pero estuvo seguro de que el golpe habría convertido a la galleta en un montón de migajas. Pero rápidamente sus esperanzas se desplomaron. La galleta ni siquiera se había partido. Estaba entera. En una sola pieza. Aunque tenía una pequeña grieta en la parte superior por la que empezó a rezumar un líquido verde amarillento.
"¡Sangre! -pensó Pancracio, anonadado-. ¿Cómo es que una galleta puede tener sangre?"
Era imposible. Aquello no podía estar ocurriendo. Tenía que ser una pesadilla. Pero si lo era, era tremendamente real.
La galleta volvió a arremeter. Esta vez, Pancracio saltó hacia atrás y empezó a arrojarle cosas. Lo que fuera, lo primero que encontraba a mano: unos pequeños adornos de mármol bastante feos que tenía sobre una repisa, libros, una guía telefónica, la plancha que había dejado sobre la mesa. Nada resultaba. Las figuritas de mármol estallaron en el suelo en mil pedazos. La guía de teléfono dio de lleno sobre la galleta, pero no la aplastó. La plancha cayó demasiado lejos y se hizo añicos. La carcasa de plástico se rajó con un sonido casi musical. Nada podía detener a aquella galleta rabiosa.
Pancracio entró en la cocina y retrocedió hasta que la parte baja de su espalda chocó contra el mármol. Se volvió y tomó una sartén de cobre que colgaba de un gancho en la pared. Inclinándose hacia adelante, golpeó a la galleta, como si usara un martillo. El golpe sonó como un gong cuando el cobre impactó contra el suelo.
Sostuvo la sartén contra la galleta usando toda la fuerza de su brazo. Apretaba tanto los dientes que habían empezado a dolerle y tuvo que hacer un esfuerzo por relajar las mandíbulas. Al cabo de un momento que se le hizo eterno, se atrevió a levantar un poco la sartén. Se asomó y pudo ver a la galleta achatada contra el duro suelo de losetas de cerámica. Levantó la sartén del todo, pero listo para usarla al menor movimiento. Notó que la galleta había perdido dos dientes. Las diminutas piezas blancas triangulares estaban en el suelo, manchadas de sangre verde amarillenta.
"La maté -pensó Pancracio-. Lo hice".
Apenas podía creerlo. Temblaba de pies a cabeza y fue consciente de que el dolor en el dedo mordido era atroz. Por fin se atrevió a mirarlo. Se había hinchado y empezaba a teñirse de un desagradable color morado-negruzco. Parecía una pequeña morcilla. Los agujeros que habían dejado los dientes ya no sangraban, pero dolían.
Miró a la galleta con creciente odio. Apretó los labios y unas manchas rojas se formaron en sus mejillas.
Entonces empezó a pisar a la galleta una y otra vez, mientras vociferaba toda clase de insultos e imprecaciones. Su pierna se movía como un pistón y el pie aplastaba si piedad, al tiempo que mordía cada palabra, escupiendo una lluvia de saliva.
Tuvo que obligarse a detenerse, o el pie se le dislocaría. Jadeando, se apoyó con la mano sana en el borde del mármol, para recuperar el aliento. Sus pisadas no habían hecho gran cosa. La galleta seguía más o menos como antes, aunque un poco más aplastada y la grieta sangrante que tenía se había ensanchado. Pancracio no estaba seguro, pero parecía que había perdido otro diente. A pesar del poco daño que había causado, se sentía más aliviado.
Pensó: ¿qué hacer a continuación? Porque iba a tener que hacer algo y rápido. La galleta no parecía muerta, tan sólo inconsciente. Y podía despertar en cualquier momento. Pancracio se movió con rapidez, abrió una alacena y extrajo un frasco de vidrio vacío. Los usaba para guardar condimentos y fideos secos y siempre tenía alguno extra. Destapó el frasco y lo colocó sobre la galleta, aprisionándola, como quien atrapa un insecto o una araña. Luego arrancó una hoja del almanaque y la deslizó bajo la boca del frasco, con mucha precaución. La hoja pasó por debajo de la galleta inerte. Levantó el frasco junto con la hoja y lo dio vuelta. La galleta cayó al fondo del frasco con un golpecito seco. Rápidamente, cerró el frasco, apretando la tapa metálica con fuerza. Luego observó al extraño espécimen encerrado en su prisión de cristal.
"No podrás salir de aquí, desgraciada", pensó. Y al mismo tiempo, deseó creerse fervientemente sus palabras.
Dejó el frasco sobre la mesada. Pero entonces se lo pensó mejor y lo guardó dentro del último cajón que había bajo el mármol, entre viejas servilletas de tela. Luego regresó a la desordenada sala y se dirigió al teléfono. Mientras marcaba 911, los dedos le temblaban. La espera hasta que lo atendieron se le hizo eterna. Durante ella, no apartó los ojos del cajón cerrado de la cocina.
-Novecientos once, ¿cuál es su emergencia? -dijo una mecanizada voz de mujer del otro lado de la línea.
-Hola, necesito ayuda -dijo Pancracio atropelladamente-. Acabo de... he sido atacado por... una galleta de queso.
Silencio del otro lado. Pancracio iba a hablar, cuando la telefonista dijo:
-¿Disculpe?
-¡Una galleta de queso Parmezza me atacó! -vociferó Pancracio-. ¡Casi me mata! ¡Logré encerrarla en un frasco, pero no creo que la haya matado! ¡Necesito ayuda! ¡Por favor, envíen a alguien!
-Señor -repuso la telefonista con paciencia, pero con tono seco-. Si esto es una broma, le advierto que...
-¡No es ninguna broma! -exclamó Pancracio-. ¡Por favor, vengan a ayudarme! ¡Envíe a la policía y que acribille a tiros a esa maldita cosa!
Otra vez, hubo silencio. Luego, un suspiro apesadumbrado.
-Muy bien, señor. Si quiere llevar esto más lejos, por mi no hay problema. Déme su dirección.
Pancracio se la dio de inmediato.
-¡Vengan rápido! ¡Por favor!
Luego colgó y se quedó mirando el teléfono con expresión desesperada. ¿La telefonista enviaría a alguien realmente o solo lo había dicho para que colgara y desocupara la línea? Más le valía que no.
"Lo mejor que puedo hacer es salir del apartamento -pensó-. Debería salir y esperar a la policía afuera, o pedirle ayuda a algún vecino..."
Un sonido proveniente de la cocina interrumpió sus pensamientos. Se volvió con la respiración contenida. Había sido un sonido de cristal rompiéndose, aunque amortiguado. Pudo ver, con ojos desorbitados, como el último cajón de la cocina se abría como a empujones. No se abrió demasiado, apenas unos centímetros, pero lo suficiente como para que la galleta saliera, arrastrándose y de un salto llegara al suelo. Soltó una especie de chillido horrible y luego se precipitó sobre Pancracio, dando largos saltos, como de saltamontes.
Pancracio solo pudo dar algunos pasos hacia atrás, pero no logró nada. La galleta dio un gran salto y le cayó sobre la cara. Los afilados dientecillos se clavaron en su nariz. Sintió una explosión de dolor punzante y empezó a gritar y a sacudir la cabeza. Luego empezó a girar, como si ejecutara una danza descontrolada. Chocaba contra las paredes, tirando los cuadros al suelo. Chocó contra la estantería donde tenía libros y discos, sacudiéndola con fuerza. Unos cuantos libros y cayeron al suelo, acompañados de una docena de discos. Muchas de las cajas plásticas se rompieron. Tiraba de la galleta con ambas manos, pero la galleta no aflojaba. Sentía que si tiraba con más fuerza, se arrancaría la nariz entera. Casi a ciegas, levantó un libro del suelo, un grueso manual de botánica en tapa dura y empezó a darse golpes en la cara. Lograba darle a la galleta, pero también se golpeaba el rostro, sin poder evitarlo. No dejaba de gritar. La galleta gruñía y apretaba con los dientes, reacia a soltarse.
Pancracio había trazado un círculo por la sala, en aquella desquiciada danza, y ahora había llegado al ventanal que daba al pequeño al balcón. Al ver el reflejo del cristal se le ocurrió una idea descabellada, pero en su desesperación parecía la única posible. Entones sus piernas se movieron como si tuvieran vida propia, hacia el ventanal. Pancracio lo atravesó de espaldas. La enorme hoja de cristal se hizo pedazos que cayeron a su alrededor, rasgándole la ropa, cortándole los brazos. En el balcón, se dio cuenta de lo que había hecho. Atravesar un vidrio en la vida real no era como en las películas. Te lastimabas en serio. Pero ya era demasiado tarde. Había tomado demasiado impulso y no pudo detenerse. Impactó contra la barandilla del balcón, que le llegaba un poco más abajo de la cintura, se balanceó y cayó de espaldas al vacío desde un cuarto piso, con la galleta de queso Parmezza firmemente aferrada a su sangrante nariz.

Pancracio aterrizó sobre la caja de un pequeño camión de reparto del Correo. Amortiguó su caída lo suficiente para no matarlo, pero no lo suficiente como para evitarle fracturas múltiples en todo el cuerpo. La telefonista del 911 había tomado en serio su llamada y la policía llegó cinco minutos después, cuando la gente ya había empezado a formar un círculo en torno al camión con la caja hundida. Uno de los policías trepó al camión, revisó el pulso de Pancracio y entonces le gritó a su compañero que pidiera una ambulancia. En ese momento, Pancracio abrió los ojos como si despertara de una pesadilla y empezó a gritar y a sacudirse. El agente intentó tranquilizarlo, diciéndole que no se moviera, que podía ser peligroso por sus fracturas. Pancracio se manoteaba la cara magullada y sangrante, mientras gritaba a voz en cuello algo sobre una galleta, una galleta de queso que lo había mordido. El policía lo miraba estupefacto. "Parece haber perdido la razón", pensó. Allí no había ninguna galleta. Ni siquiera un rastro de migajas.

Esta es una historia real. Le sucedió al amigo de un amigo.

Pancracio ya no come galletas de ninguna clase, especialmente las de queso de la marca Parmezza. Ahora está en el hospital, postrado en una cama y enyesado del cuello para abajo. Sigue insistiendo en que una galleta de queso con dientes lo atacó y que por poco lo mata. Piensa demandar a la compañía Parmezza S.A, en cuanto salga del hospital. Lo que no sabe, es que probablemente su historia le sirva enviarlo directamente al hospital psiquiátrico, en cuanto sanen sus fracturas.