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jueves, 10 de septiembre de 2009

La casa de muñecas

1

Juancho, Melina y yo habíamos pensado pasar un fin de semana en la casa (“casa” es una manera de decir, el término correcto sería “choza”) que los tíos de él tienen en Punta del Diablo, así que hacia allí nos dirigíamos esa mañana de viernes.
Eran principios de julio, en plenas vacaciones, concretamente empezando la segunda semana.
Habíamos planeado el viaje poco antes de las vacaciones y al idea (como la mayoría de las buenas ideas) había surgido espontáneamente. De hecho, fue a Melina a quién se le ocurrió, mientras los dos estudiábamos en la biblioteca del IPA. Aunque ella no lo dijo directamente, sino que dijo algo al pasar, como “deberíamos hacer algo en las vacaciones, ¿no?”. Yo le dije que me parecía buena idea. Empezamos a discutir varias opciones (olvidando de inmediato el libro de sociología que estábamos leyendo), pero ninguna terminaba de convencernos. Hasta que Melina sugirió que podíamos hablar con Juancho y preguntarle si quería unirse a nuestra empresa. A mí me pareció bien. Pensamos en invitar a Elliot, pero él tenía pensado ir a un simposio de física en Berlín, Alemania durante las vacaciones, así que lo descartamos. Ese mismo día, llamé a Juancho por teléfono y le hablé de nuestro plan. Él aceptó casi de inmediato, como si hubiese estado aguardando junto al teléfono, esperando que yo lo llamara. Seguramente, tenía más ganas de irse de vacaciones que Melina y yo juntos. Porque en cuanto lo mencioné, él propuso que fuéramos a la casa de sus tíos.
Juancho me había hablado en alguna que otra ocasión de esa casa, pero yo nunca había ido. Dijo que podíamos pasar un par de días allí. Le pregunté si no había inconveniente y él dijo que no, que no había ningún problema. Me hizo gracia: lo dijo como si la casa fuera suya y no de sus tíos.
En unos quince minutos ya teníamos resuelto todo el plan. Iríamos a Punta del Diablo el fin de la primera semana de vacaciones. Podíamos llegar el viernes por la mañana (o al mediodía a más tardar) e irnos el domingo de noche... aunque esa idea a mí no me parecía tan buena porque me imaginé que un domingo a la noche en la ruta habría muchísimo tránsito y el viaje de vuelta se haría interminable. Pero no dije nada. Sobre todo porque Juancho se ofreció llevarnos en su coche... el viejo Mercury azul que continuamente está en el taller porque tiene algo roto, o porque le falta una pieza. Según creo, ese auto pertenecía al abuelo de Juancho y éste se lo regaló para su cumpleaños, poco antes de morir.
A esto también me mostré de acuerdo, pese a que tenía mis reparos... no me parecía que el Mercury estuviera en condiciones de hacer un viaje tan largo. Juancho casi no lo usaba precisamente por eso. Yo mismo me había subido al Mercury alguna vez. Tengo que decir que conmigo se portó bien, como si supiera que yo era una presencia amistosa... pero eso había sido en un par de viajes cortos, de la casa de Juancho a la mía o viceversa. Nunca había hecho un viaje por carretera con el Mercury... me figuraba que Juancho tampoco. “Bueno –me dije en ese momento, cuando me disponía a llamar a Melina para confirmarle el viaje e informarle de los términos del mismo-, para todo hay una primera vez, ¿no?”


Juancho prometió pasarnos a buscar el viernes por la mañana a nuestras respetivas casas y eso hizo, alrededor de las nueve. Primero fue a buscarme a mí (porque sabía mejor el camino a mi casa) y luego fuimos por Melina. Cuando llegamos, la vimos sentada en el muro que bordea su edificio con unos cuatro o cinco bolsos llenos a reventar, a su alrededor.
Al ver aquello, Juancho suspiró.
-Nunca salgas de viaje con una mujer –dijo.
Yo me reí y me imaginé que los dos terminaríamos haciendo esfuerzos sobrehumanos para meter todos aquellos bultos en el baúl del Mercury. “Seguramente no hay espacio suficiente”, pensé. Y no me equivoqué.


2

La primera hora del viaje transcurrió con tranquilidad, casi con monotonía. Juancho iba conduciendo y yo estaba a su lado, en el asiento del acompañante. Melina, por su parte, viajaba en el asiento de atrás, rodeada de algunos de sus muchos bolsos.
Yo me entretenía mirando el paisaje de la ruta 9, que era casi siempre el mismo: campo, alambrados, monte, más campo, algunas vacas, algunos caballos, casitas perdidas en la lejanía, galpones, más campo... era como los fondos continuos de los dibujos animados. En un momento, me pareció que habíamos pasado junto a la misma vaca dos veces.
La radio estaba prendida y escuchábamos música vieja que Juancho tenía en un caset. Sorprendentemente, la casetera del Mercury funcionaba y desde que habíamos partido de Montevideo, habíamos estado escuchando una colección de canciones que iban desde Bob Dylan a bandas como Pantera o Megadeth. Juancho tenía toda una caja llena con auténticos casets con bandas de finales de los ochenta y principios de los noventa... una verdadera colección de reliquias, teniendo en cuenta que el caset es algo que en la actualidad está prácticamente en desuso... pero al menos, teníamos algo para escuchar.


Al principio no hablábamos mucho. Tan sólo hacíamos algunos comentarios sobre cualquier cosa, en especial del paisaje que teníamos a nuestro alrededor. Al principio, los viajes largos pueden parecer emocionantes, pero con el tiempo se vuelven monótonos.
Yo ya empezaba a sentir esa monotonía, cuando Melina se inclinó hacia delante en el asiento de atrás y dijo:
-Veo veo.
En ese momento, la canción de Bob Dylan que estábamos escuchando terminó y el caset se detuvo con un chasquido apagado. Había llegado el final del lado A.
-Dalo vuelta –me dijo Juancho.
Pulsé un botón y el caset salió como una lengua de plástico. Lo di vuelta, lo puse otra vez y apreté play. Casi de inmediato, Bruce Springsteen empezó a cantar, con un coro de voces melódicas de fondo.
-Veo, veo –dijo Melina otra vez con insistencia.
Me volví en el asiento y la miré.
-¿Qué ves? –pregunté.
-¿Una cosa?
-¿Qué cosa?
-Una cosa de color... verde.
Miré a mi alrededor con rapidez. Me pareció que no había nada verde a la vista. Casi todo dentro del Mercury era negro o marrón.
-Me rindo –dije.
-Los árboles de afuera –dijo Melina.
Miré por la ventanilla. Estábamos pasando junto a una hilera de árboles interminable que había detrás de un alambrado. Melina se echó a reír.
-Qué inteligente –dije yo.
-Ya lo sé –repuso ella.
-Bueno –dije-. Me toca a mí... veo, veo.
-¿Qué ves?
-Una cosa.
-¿De qué color?
-De color... magenta –dije.
Juancho rió.
Melina me miró confundida.
-¿Magenta?
-Sí –respondí con solemnidad-. Magenta... Magenta apagado, para ser más exacto.
Melina reflexionó un poco.
-¿Puedo jugar? –preguntó Juancho.
-Claro –dije.
Melina miró a su alrededor, como había hecho yo hacía un momento. Luego miró por la ventanilla, para saber si había algo magenta en la carretera.
Al cabo de un momento dijo:
-Me rindo.
-¿Te rindes? –pregunté-. ¿Tan rápido?
Juancho volvió a reír.
-Sí –dijo Melina, molesta-. Acá no hay nada que sea magenta. Y afuera tampoco.
-¿Cómo que no? –dije yo-. Mira bien.
Melina me echó una mirada impaciente.
-¿Te estás burlando? –preguntó.
-No –me apresuré a decir-. ¡Para nada!
Juancho se echó a reír a carcajadas.
Melina me lanzó un golpe, pero lo esquivé echando la cabeza hacia atrás.
-Se están burlando de mí –dijo-. ¿Cuál es el chiste?
Esto arrancó otra salva de carcajadas de Juancho. Yo también reí, no pude evitarlo.
-En serio –dijo Melina, como si estuviese enojada-. No entiendo. ¿Cuál es el chiste? ¿Qué es de color magenta?
Juancho rió hasta que le saltaron las lágrimas. Es un milagro que no perdiera el control del auto.
-Tienes que mirar con atención, Melina –dije yo-. El demonio está en los detalles.
Melina cruzó los brazos y apretó los labios.
-Son unos idiotas –dijo-. Los dos.
Cuando Juancho logró controlar su risa, me dijo:
-Creo que se merece una explicación.
-Sí, es verdad –dije yo-. Parece que se enojó enserio. –Me volví en el asiento y miré a Melina otra vez-. Mira, lo de Magenta se refiere a... –empecé a decir, pero no pude continuar, porque un estallido sordo y repentino nos sobresaltó a todos.
Melina gritó y Juancho soltó una maldición, mientas giraba el volante con brusquedad, tratando de mantener el control del coche, que había empezado a girar, describiendo un círculo.
No estoy seguro, pero creo que dimos dos o tres vueltas de trompo, en medio de un chirrido espantoso de neumáticos raspando la carretera. Por la ventanilla vi como la cuneta se acercaba cada vez más hacia nosotros, enturbiada por una nube de humo blanco y gris que empezaba a envolvernos.
Juancho volvió a soltar un insulto y casi arranca la palanca del freno de mano de un tirón, mientras que sujetaba el volante con la otra como si fuera a caerse.
De pronto, el Mercury se detuvo con un fuerte sacudón. Los tres nos sacudimos entro del coche como muñecos de trapo. Mi cabeza estuvo a punto de golpearse contra la de Juancho.
El motor del Mercury soltó algo parecido a una tos ahogada y se apagó.
Un silencio repentino cayó sobre nosotros.


3

Sacudí la cabeza, como para tratar de volver en mí. En ese momento, escuché que Juancho tosía a mi lado y luego se aclaraba la garganta. Yo pensé que también iba a toser. El auto estaba lleno de humo con olor a aceite quemado.
-¿Están bien? –preguntó Juancho débilmente.
-Sí –dije yo y entonces tosí.
Me di vuelta en el asiento y vi a Melina. Tenía una expresión entre confundida y asustada y se estaba quitando un mechón de pelo de la cara.
-¿Estás bien, Meli? –pregunté.
-Sí, bien –dijo ella.
Miró a su alrededor, como si no supiera en donde estaba. Uno de sus bolsos se había caído al suelo.
-¿Qué pasó? –dijo en voz baja.
-Creo que... se pinchó una rueda –respondió Juancho.
Pensé que iba a decir algo más, pero de inmediato abrió la puerta del coche y se bajó. Melina y yo intercambiamos una mirada y lo imitamos.
Solo en ese momento, cuando me bajé, me di cuenta dónde estábamos: en el borde de la ruta, con la trompa del auto asomando hacia la cuneta. Era una suerte que Juancho hubiese reaccionado con suficiente rapidez, o de lo contrario hubiésemos terminando hundidos en una zanja llena de agua podrida.
Miré la carretera y pude ver claramente las marcas negras de las ruedas que habíamos dejado en nuestro frenético camino. Parecían pinceladas hechas por un bebé, que describían una curva torcida hasta donde estaba el auto.
“Dios, nunca había visto nada así fuera de una película”, pensé. Pero también pensé que habíamos tenido suerte... podría haber sido peor.
-¡No puede ser! –exclamó Juancho de pronto, sacándome de mi ensoñación.
Vi que estaba agachado junto a la rueda trasera izquierda, con una mano apoyada sobre el herrumbrado guardabarros. Melina estaba a su lado, mirando la rueda como quién mira a una mascota muerta.
Me acerqué.
-¿Qué pasa? –inquirí.
-Mira esto –dijo Juancho señalando la rueda.
Me incliné un poco hacia delante y pude ver que estaba destrozada. No era un simple pinchazo; la llanta estaba literalmente desintegrada. Le faltaba un pedazo, como si un animal enorme se lo hubiese arrancado de un mordisco.
Volví a mirar la carretera y entonces vi que el rastro negro que habíamos dejado estaba sembrado de trozos de goma.
-Increíble –dije en un murmuro apagado-. Creo que la rueda era demasiado vieja.
-No, no tanto –dijo Juancho-. Las cambié hace dos años y el auto casi no lo uso. No pudo haber sido por desgaste.
-¿Y entonces? –preguntó Melina-. ¿Pasamos sobre un montón de navajas?
Juancho la miró con impaciencia, pero no dijo nada.
-Debemos haber pisado algo –dije yo-. Qué fue, no lo sé. Pero no hay otra explicación.
Juancho se puso de pie y se encogió de hombros.
-Bueno, da igual –dijo-. Vamos a cambiar esta maldita rueda.
Fue hasta la puerta abierta del conductor, se asomó y sacó las llaves. Luego volvió y usó la llave para abrir el baúl.
-Voy a necesitar tu ayuda –me dijo.
-Claro –respondí.
Juancho abrió el baúl. La tapa se levantó con un chirrido seco.
Dentro, había una vieja caja de herramientas azul, cubierta de grasa. Un par de botellas de aceite, una de lubricante y otra de líquido de frenos. Un gato hidráulico, también cubierto de grasa. Una bolsa de plástico que parecía contener rulemanes y una correa de goma. También había un rollo de alambre de acero (“Lo atamos con alambre”, pensé), y hasta una tijera de podar, tan oxidada que de seguro ya no se podía usar... Pero no había ninguna rueda de repuesto.
-¿Y la rueda? –preguntó Melina.
-No... no está –dijo Juancho.
-¿Cómo que no está? –preguntó Melina con tono casi acusador.
-No está –repitió Juancho, incrédulo-. No está. No hay rueda.
-Pero... –dijo Melina-. ¿No trajiste rueda de repuesto?
-Creí que la tenía –dijo Juahco, pensativo, como si hablara consigo mismo-. Creí que estaba ahí, nunca la saco, siempre hay una rueda de repuesto en el baúl...
-¿No revisaste antes de salir? –preguntó Melina-. ¿Cómo... cómo no revisaste el baúl antes de salir, Juancho? ¿Cómo?
-Creí que lo había hecho... creí que... Lo revisé, estoy seguro de que lo hice...
-No –dijo Melina-. Evidentemente no. Evidentemente no lo revisaste, Juancho, o habría una rueda de repuesto... y no hay ninguna.
Juancho se tapó los ojos con una mano. Al parecer, no le importó que estuviera tiznada por tocar la rueda del Mercury.
-No puede ser... estoy seguro de que revisé el baúl antes de salir, estoy seguro... –empezó a decir.
-No, Juancho –exclamó Melina-. ¡No lo hiciste!
-Alto, alto –dije yo formando una T con las dos manos, como si fuera un árbitro-. Tiempo. No nos desesperemos, ¿puede ser? Conservemos la calma.
Melina me miró como si la culpa de todo lo que sucedía fuese mía.
-¿Y ahora qué vamos a hacer? –me preguntó-. No tenemos rueda de repuesto. ¿Qué vamos a hacer?
-Podríamos pedir ayuda –dije-. Los tres tenemos celulares, ¿no?
Melina buscó el suyo en el bolsillo de la campera, con tanta rapidez, como si hubiera sonado.
Sacó el teléfono, miró la pantalla y soltó un juramento por lo bajo.
-¿Qué pasa? –pregunté.
-No hay señal –repuso Melina.
Miré el teléfono. En efecto, en la diminuta pantalla aparecía un cartel que decía NO SIGNAL.
Busqué mi propio teléfono, lo abrí y la pantalla se iluminó. Pero en lugar de aparecer la hora y la fecha, como de costumbre, aparecían las palabras BUSCANDO SEÑAL...
Apreté un botón al azar, pero no sucedió nada. En el fondo, no esperaba que sucediera.
-Debemos estar muy lejos de... cualquier lado –dijo Melina.
-¿Cómo pude ser tan estúpido? –se preguntó Juancho-. ¿Cómo no me di cuenta de que no había rueda de repuesto?
-Buena pregunta –dijo Melina.
-No te desesperes –le dije a Juancho-. Creíste que habías revisado el baúl cuando en realidad no era así. A mí me pasa todo el tiempo: estoy seguro de que hice algo y en realidad no lo hice. Claro que siempre me doy cuenta cuando ya es demasiado tarde. ¿Nunca te pasó Melina?
-Sí, puede ser –aceptó Melina, a regañadientes.
-Ahora, lo importante es que nos concentremos en resolver este problema –dije.
-Pero, ¿cómo? –dijo Melina-. ¿Qué vamos a hacer? No tenemos rueda de recambio, no tenemos teléfono...
-Es verdad, pero estamos en una carretera, ¿no? –dije-. Pasan autos todo el tiempo. Lo que tenemos que hacer es esperar a que pase algún conductor y pedirle ayuda. Podría llevarnos a alguna estación de servicio para que busquemos un mecánico.
-¿Estación de servicio? –preguntó Melina mirando hacia ambos lados de la carretera-. Debe estar lejos... estamos en el medio de la nada, Fede.
Miré a mi alrededor. Parecía ser verdad: estábamos en el medio de la nada. Todo estaba muy silencioso... demasiado. Estábamos rodeados de árboles y de campo que parecía extenderse hasta el infinito en todas direcciones, pero no se escuchaba ruido de animales: no había canto de pájaros, ni mugido de vacas, ni relincho de caballos, ni balido de ovejas... ni siquiera se escuchaba a los grillos cantando en los arbustos. Nada, ni el croar de una rana en la zanja llena de agua.
En el campo, a ambos lados de la carretera, no se veía ninguna casa a la lejanía. Ningún casco de estancia, o galpón, o gallinero. Nada: solamente campo y monte. Los únicos rastros de civilización visibles eran los alambrados que delimitaban los campos y los postes de tendido eléctrico, hechos con troncos delgados llenos de nudos, y rematados en la parte de arriba con nidos de horneros que parecían abandonados.
-Alguien tiene que pasar en algún momento –dije-. No estamos en el medio de la nada, Melina, estamos en una de las rutas más transitadas del país.
Melina se encogió de hombros, como diciendo: “Si tú lo dices...”
Y en ese momento, empezamos a escuchar el rumor de un motor que se acercaba.


4

-¿Qué es eso? –preguntó Melina.
-Un auto –dije yo acercándome al medio de la carretera-. Un auto que se acerca.
-Cuidado, Fede –dijo Melina tomándome del brazo. Pero no había problema. El coche que se acercaba no parecía hacerlo con rapidez.
Estábamos en la cima de una pequeña loma, por lo que no vimos al auto hasta que apareció en lo alto, a unos doscientos metros de nosotros, viniendo en nuestra misma dirección, esto es, dirigiéndose al este.
Solo que no era un auto, sino una camioneta. Una de esas camionetas Chevrolet viejas y enormes, que hacen mucho ruido. Esta en concreto, era de un color rojo chillón, que soltaba destellos como un espejo. Parecía que su dueño, acababa de encerar la carrocería. A pesar de que la camioneta era vieja, estaba en perfecto estado. Resplandecía como si nunca en todo el tiempo que llevaba funcionando, se hubiese hecho un solo rasguño. Tal vez su dueño consideraba que era un coche de colección y por eso le daba un trato tan especial. Juancho y yo nos miramos. Melina tenía una expresión de incredulidad, como si dijera “esto no puede ser cierto”. Juancho miraba la camioneta con curiosidad, al igual que yo.
El conductor de la Chevrolet fue aminorando la marcha a medida que se acercaba a nosotros, hasta que se detuvo por completo al llegar junto al Mercury. Entonces, la ventanilla del lado del conductor, que estaba baja hasta la mitad, se bajó del todo, con un chirrido desagradable, y el conductor asomó la cabeza.
-¿Están bien, niños? –preguntó.
Era un hombre bastante entrado en años, delgado, con la cara llena de arrugas y la nariz larga y puntiaguda. Era totalmente calvo excepto por dos matas de cabello enmarañado que le crecían cada una a cada lado de la cabeza. Tenía el cuero cabelludo lleno de manchas marrones y cubierto de un polvillo blanco que parecía caspa. Sus orejas eran enormes, como las de la mayoría de los viejos y también tenían pelo que asomaba hacia fuera como bolas de pelusa gris. Pero lo más llamativo de todo era su cabello. No era blanco, como era de esperar en alguien de su edad, sino de color naranja apagado... como si lo tuviera teñido. El color y la forma de su pelo le daban el aspecto de un payaso, veterano de muchísimos circos.
Su ropa era algo que también llamaba la atención. Llevaba una camisa de color rojo intenso, abotonada hasta el cuello y con los puños también abotonados y unos pantalones vaqueros de lo que me pareció era púrpura (más tarde comprobaría que así era).
“Debe trabajar de payaso en algún circo ambulante –pensé-. O tal vez anima fiestas o algo parecido. Tiene que ser eso”.
-Hola –dijo Juancho, con voz algo nerviosa-. ¿Podría ayudarnos? Tuvimos una... pinchadura y no tenemos repuesto.
El viejo asomó más la cabeza por la ventanilla. Su cuello, delgado como un lápiz y arrugado como el de una tortuga, se estiró y una nuez prominente apareció moviéndose. Miró el Mercury con sus ojos lechosos de color azul pálido.
-Sí... parece que si... –dijo-. Parece que pincharon. ¡Qué mala suerte!
Se quedó en silencio, contemplando el auto, como si le gustara.
-¿Podría ayudarnos? –preguntó Juancho otra vez.
El viejo lo miró.
-¡Sí! –exclamó de pronto con una voz aguda que sonó como el graznido de un gallo. Melina se sobresaltó.
El viejo abrió de golpe la portezuela de la camioneta y se bajó de un salto. Vi que, en efecto, sus pantalones eran púrpuras y, además, llevaba unos extraños mocasines rosados con volados en las lengüetas. Pude ver que sus medias eran soquetes de color verde chillón.
El viejo se acercó al Mercury con pasos elásticos. Se inclinó hacia delante, apoyando las manos enormes y huesudas en las rodillas y examinó la rueda pinchada.
-¡Por Dios! ¿Qué les pasó, niños? ¿Por dónde anduvieron?
-Por esta misma ruta –dijo Juancho.
-Sí –dijo el viejo irguiéndose-. A veces esto pasa por acá... ¡Voy a ayudarlos! Pero lamentablemente no tengo rueda de repuesto.
Nosotros tres nos miramos.
-Pero entonces, ¿cómo... –empezó a decir Juancho.
-¡No se preocupen, niños! No tengo rueda, pero puedo llevarlos a un lugar.
-¿Una estación?
-No, la estación más cercana está a unos cincuenta kilómetros –dijo el viejo-. En esa dirección –señaló hacia el este, en donde la ruta se perdía en la lejanía-. Pero puede llevarlos a la casa de mi primo. No está a más de dos kilómetros de acá... dos kilómetros y medio. Podemos estar ahí en un segundo y pueden usar su teléfono para llamar a un mecánico.
Nosotros volvimos a mirarnos. Entonces volví a mirar al viejo y le pregunté:
-¿Se refiere a esa casa de madera blanca y techo color lavanda?
El viejo soltó una carcajada repentina y nada agradable.
-¡Exacto! –dijo.
Recordaba que, momentos antes de pinchar, habíamos pasado frente a una casa bastante grande y en apariencia muy bien cuidada. No quedaba muy lejos y seguramente ahí había alguien que podría ayudarnos.
-¡Suban, suban, queridos niños! –dijo el viejo haciendo enérgicos movimientos con el brazo-. Vamos a la casa de mi primo.
-Esperen –dijo Melina entonces. Todos nos volvimos a mirarla-. No deberíamos dejar nuestras cosas acá, si vamos a dejar el auto sólo.
-Sólo va a ser un momento, Melina –dijo Juancho-. Creo que esa casa no queda ni a cinco minutos de acá. No vale la pena cargarnos con todo.
-Tu amigo tiene razón, bonita –dijo el viejo-. No se preocupen por sus cosas. Van a estar bien. Vamos a tardar menos que un parpadeo en volver.
Melina hizo una mueca.
-Está bien –dijo, no muy convencida.
Juancho subió todas las ventanillas y cerró todas las puertas y el baúl del Mercury, y se aseguró de que trancarlas con la llave.
La verdad es que a mí tampoco me gustaba mucho la idea de dejar el coche ahí sólo con todas nuestras pertenencias dentro, pero consideré que era lo mejor. No valía la pena que pusiéramos todo nuestro equipaje (mejor dicho, todo el equipaje de Melina) en la camioneta del viejo, si íbamos a hacer un viaje tan corto. Afortunadamente, tenía mi billetera conmigo. En la mochila que había dejado en el asiento del Mercury sólo había un poco de ropa vieja y mi cepillo de dientes. Nada de valor.
-Vamos, vamos, niños –exclamó el viejo. Ya se había subido a la camioneta y había puesto en marcha el ruidoso motor-. No se retrasen.
Abrió la puerta del lado del acompañante y fuimos hacia la camioneta. Juancho entró primero, después Melina y después yo. El asiento de la Chevrolet era enorme, como un sofá y los tres entramos a la perfección. Cuando cerré la puerta, Melina se inclinó un poco hacia mi lado. Era como si no quisiera estar cerca del viejo, a pesar de que Juancho estaba entre ellos. Por alguna razón, a Melina no le había agradado ese anciano. Yo me había dado cuenta desde el principio.


5

El interior de la camioneta olía a desinfectante y un poco a alcohol. Vi que en el suelo, entre los pedales, había una pequeña botella de whisky Sandy Mac. Parecía que llevaba bastante tiempo ahí. El viejo era raro, pero en ese momento, no estaba borracho. De todas maneras, no era tranquilizador saber que le gustaba beber en la camioneta.
Del espejo retrovisor colgaban un par de dados de peluche enormes, de color anaranjado intenso, con los puntos negros. El parabrisas trasero estaba lleno de calcomanías, en su mayoría de caricaturas, calaveras prendidas fuego, osos japoneses y demás extravagancias.
Sobre el tablero, al lado del enorme volante, había una estatuilla de plástico de una bailarina hawaiana que movía las caderas al ritmo de las vibraciones de la camioneta. La cara de la bailarina se había deformado, como si la hubiesen acercado al fuego y ahora tenía una expresión un tanto monstruosa con los rasgos derretidos. Verla contonearse no era un espectáculo muy agradable.
Al principio viajamos en silencio. Un silencio incómodo, al menos para mí. Había una tensión extraña en el aire y no entendía por qué. Pensé que se debía, en gran parte, a la incomodidad de Melina. No sé si Juancho la había notado. Supuse que no.
-Niños –dijo el viejo de ponto con su voz aguda-. ¿Son de Montefideo?
-¿Perdón? –dijo Juancho.
Entonces, el viejo se echó a reír a carcajadas, mientras daba golpes sobre el volante con una mano.
-¡Dios, estos niños son tan inocentes! –exclamó el anciano-. Montefideo... ¡es un chiste!, ¿no lo captan? Cuando digo Montefideo, quiero decir Montevideo. ¡Ja, ja!
-Sí –dijo Juancho-. Somos de Montevideo... los tres.
-Ajá. Lo sabía.
-¿Usted de dónde es? –pregunté yo y de inmediato me arrepentí. La verdad no tenía intención de iniciar una conversación con el anciano... pero me pareció que era mejor que el silencio absoluto.
-De cualquier parte –dijo el viejo-. De ningún lugar en especial... de muchos lugares a la vez... de Marte, mi tierra natal. ¡Marte, patria querida! –cantó el viejo desafinando de manera horrible-. ¡Marte de mis amores!
“Si fuera de Marte, la verdad no me sorprendería”, pensé, pero no lo dije.
-¡Vamos! –dijo entonces, cuando dejó de reír-. ¿Por qué esas caras largas? ¡Anímense! Díganme, ¿cómo se llaman?
Juancho le dijo nuestros nombres.
-¿Y son amigos? ¿Parientes? ¿Primos? ¿Abuelos? ¿O qué?
-Amigos –dijo Juancho.
El viejo dio una palmada repentina sobre la bocina. Esta sonó como un cornetazo típico de dibujos animados. Pensé que seguramente tendría la guantera llena de dentaduras postizas que castañetean, habanos que explotan y flores que arrojan agua.
-¡Viva la amistad! –bramó el viejo, haciendo sonar la bocina-. ¡Viva la amistad!
Melina se estremeció, incómoda. Era evidente que prefería estar en cualquier lado menos allí.
-¿Usted... cómo se llama, señor? –preguntó Juancho.
El viejo miró por la ventanilla de su lado y no respondió. Como si no hubiese escuchado la pregunta.
-¡Tierra a la vista! –gritó señalando hacia un lado.
Los tres vimos que nos acercábamos a aquella casa que habíamos visto antes del accidente. En efecto era bastante grande y ya podíamos ver su techo en forma de pico de brillantes tejas color lavanda.
“Gracias a Dios”, pensé.
-Ahí vamos –dijo el viejo y giró el volante de la camioneta. Esta cruzó de senda y se internó en el camino particular de la casa, que era de tierra marrón claro. La entrada estaba flanqueada por dos torres macizas de ladrillo. Había un portón de hierro forjado, abierto de par en par, como dándonos la bienvenida.
-¿Cómo se llama su primo? –preguntó Juancho.
Pero el viejo tampoco respondió.
-Aquí vamos, aquí vamos –dijo dando saltitos en el asiento, como un niño con ganas de ir al baño-. Qué emoción.
La camioneta avanzó unos veinte metros por el camino, que describía una curva suave y se detuvo frente a la gran casa.
-Bueno –anunció con voz firme, pero sin la alegría de antes-. Fin del viaje.
De pronto, se inclinó sobre nosotros, estirando un brazo largo y delgado como una rama, hasta que sus dedos asieron la manija de la puerta y tiraron de ella. La puerta se abrió con un chirrido.
Miré al viejo y noté que su expresión había cambiado considerablemente. Aquella sonrisa enorme en sus labios arrugados se había desvanecido por completo. Ahora tenía una expresión seria, casi fría. Sus ojos estaban clavados en la casa.
-Vayan, niños –dijo el viejo-. Llamen a la puerta. Mi primo los va atender con la calidez que se merecen. Vayan, vayan...
-¿Acaso usted no va a... –empecé a decir, pero el viejo me interrumpió.
-No querrán dejar su auto mucho tiempo ahí sólo en la ruta, ¿verdad? Vayan.
-Sí –dijo Melina, apresurada-. Es mejor que bajemos.
Creo que si en ese momento yo no me hubiese movido, Melina me habría saltado por encima.
Bajé de la camioneta, luego Melina hizo lo mismo (casi salió expulsada) y finalmente bajó Juancho, despacio. En cuanto lo hizo, el viejo cerró la puerta con un golpe seco.
-Bueno –dijo Juancho volviéndose a la camioneta-. Gracias por...
Pero el anciano puso marcha atrás al instante, pisó el acelerador y la camioneta salió hacia atrás, derrapando sobre el camino de tierra. Dio una vuelta en U y apunto estuvo de chocar la parte trasera contra el tronco de un álamo. Maniobró y luego arrancó a toda velocidad, alejándose por el camino, dejando una nube de humo detrás.


6

Juancho dio un par de pasos rápidos, como si quisiera correr detrás de la camioneta, pero se detuvo.
-Oiga, ¿a dónde va? –gritó-. ¡Oiga!
Pero era imposible que el viejo lo oyera.
Vimos como salía por el camino particular de la casa hacia la ruta y luego se perdía de vista. Lo único que nos quedó fue el rumor de la Chevrolet alejándose y una nube de polvo y humo que empezaba a asentarse.
-¿Por qué... por qué se fue así? –preguntó Melina después de un momento de silencio que a mí se me hizo bastante largo.
-No sé –dijo Juancho.
-Oigan –dijo Melina-. Esto no me gusta.
-¿Qué cosa? –pregunté.
-Esto. Esta... situación. Es muy raro. No me gustaba ese viejo, desde que apareció.
-Bueno, ya se fue –dijo Juancho-. Deberías sentirte mejor.
-Sí, pero, ¿por qué se fue así? Parecía que quería salir corriendo, que quería... escapar.
Juancho se encogió de hombros.
-Te dije que no lo sé, Melina. ¿Cómo quieres que lo sepa? No sé quién era ese maldito viejo. No sé cómo se llama, no sé de dónde vino y no sé a dónde fue. Y, para serte franco, tampoco me importa. Lo único que me importa es arreglar el estúpido Mercury para poder seguir con nuestro estúpido viaje. ¿Tú no quieres eso?
Melina miraba la casa, como si no lo hubiese escuchado.
-Creo que deberíamos irnos –dijo.
-Ni hablar –dijo Juancho-. ¿Ir a dónde? ¿Quieres volver al Mercury y esperar? Ya estamos acá: vamos a pedir ayuda al primo de ese viejo.
Melina no dijo nada más. Por suerte. Estaban a punto de iniciar una discusión y yo no quería eso.
Subimos la escalinata del porche de la casa y Juancho tocó el timbre.
Se escuchó una melodía tenue, dulce, que se desvaneció en la quietud del lugar. La casa estaba tan silenciosa como la ruta en donde habíamos pinchado.
Esperamos unos segundos. Entonces, Juancho volvió a tocar.
-Parece que no hay nadie –dijo Melina.
-El viejo dijo que su primo estaba y que nos ayudaría –respondió Juancho.
“No creo que el viejo sea una fuente muy confiable”, pensé, pero no dije nada.
Juancho volvió a tocar el timbre. Por tercera vez, el tono musical se elevó en el aire quieto como una plegaria y se desvaneció.
-No hay nadie –dijo Melina.
Juancho suspiró, sujetó la manija de la puerta y la giró. Empujó la puerta y esta se abrió sin problemas, sin hacer el menor sonido.
Juancho nos miró tratando de ocultar su sorpresa.
-¿Hola? –preguntó a la puerta abierta-. ¿Hay alguien?
Esperamos un momento, pero nadie nos respondió.
-Si hubiera alguien, creo que nos hubiera oído –dijo Melina.
-¿Hola? –volvió a preguntar Juancho casi gritando.
-Juancho, no hay nadie –dije yo.
-Bueno... igual podríamos entrar, ¿no? –preguntó.
-¿Qué? ¡No! –exclamó Melina.
-Podríamos entrar, usar el teléfono para llamar a un mecánico e irnos –dijo Juancho-. Si por casualidad, el dueño de casa aparece, podemos explicarle la situación. Seguramente va a entender.
Dicho esto, Juancho cruzó el umbral y entró en la casa.
Melina y yo nos miramos con incredulidad.
-¿Se van a quedar ahí? –preguntó Juancho desde el interior.
-Vamos –le dije a Melina-. No pasa nada.
Entré, pero me quedé en el umbral. Melina vaciló un momento más, pero luego vino conmigo. Prefería estar dentro de la casa con nosotros que estar afuera y sola. Era una buena elección.


7

El interior de la casa estaba algo fresco. Eso fue lo primero que noté. El día no era muy frío y, además, era bastante seco, pero parecía que el dueño de casa no había encendido ninguna chimenea o estufa.
Cruzamos un estrecho vestíbulo que tenía unos cuadros de flores colgados de las paredes y llegamos a un salón bastante amplio. Una escalera con barandal subía al segundo piso.
En la sala había un sofá grande de tres cuerpos, un par de sillones que hacían juego, un escritorio pequeño en un rincón con una tapa de persiana. Por todos lados había pequeñas mesitas auxiliares. Muchas de ellas tenían lámparas encima. Otras, plantas y otras, montoncitos muy ordenados de revistas. En las paredes blancas había más cuadros de flores.
En la casa reinaba un orden meticuloso. Todo estaba muy limpio. Parecía que no había una sola mota de polvo en ningún lado. Los muebles habían sido dispuestos con toda precisión para que no desentonaran ni quedaran torcidos respecto a los demás.
-¿Hola? –preguntó Juancho, aunque ya sabía que sólo iba a recibir silencio como respuesta.
-Ahí está el teléfono –dije yo, señalando el escritorio de persiana-. Vamos a llamar a alguien.
Yo iba a hacerlo, pero Juancho se me adelantó.
-Yo me encargo –dijo.
Tomó el auricular del teléfono blanco y se lo llevó a la oreja. Pero en lugar de marcar un número, empezó a apretar la horquilla repetidas veces.
-¿Qué pasa? –pregunté.
-No hay línea –dijo Juancho.
Me acerqué y tomé el auricular. Era cierto. No se escuchaba nada. Hice lo mismo que Juancho: apretar la horquilla varias veces, pero no sirvió de nada.
Entonces miré el aparato. Algo extraño me había llamado la atención. Pasé la mano por los costados y comprobé que no tenía cable. No había ningún cable conectado al teléfono y a la pared.
Levanté el teléfono y me sorprendió descubrir que era increíblemente liviano... como si estuviera hueco. Como si tan sólo fuera una carcasa de plástico. Empecé a apretar los botones, pero estos no se hundían. Parecían pegados, como si fueran botones falsos.
-Esto no es un teléfono –dije-. Es un juguete.
-Imposible... –empezó a decir Juancho, pero entonces yo miré a mi alrededor, sobresaltado.
-¿Dónde está Melina? –pregunté.
Juancho también echó una mirada, buscándola. En ese momento, Melina salió por el umbral arqueado que comunicaba con la cocina.
-Chicos –dijo con expresión grave-. Encontré algo raro en la cocina.
-¿Tan raro como un teléfono falso? –pregunté.
-¿Qué? –preguntó Melina, con expresión confundida.
-El teléfono –dije, enseñándoselo-. No es un teléfono. Es... simplemente una carcasa de plástico. No está conectado a la línea telefónica. Ni siquiera tiene un puerto para conectar el cable. Los botones no se pueden presionar. Es completamente falso. Es un teléfono de juguete de tamaño natural.
Melina me miró con menos sorpresa de la que yo había esperado.
-Yo encontré algo similar –dijo-. Vengan.
Fuimos a la cocina, que era bastante grande. Tenía una mesada central y hasta un armazón en el techo para colgar hoyas y sartenes. El piso era de baldosas negras y blancas, como las cocinas de las películas. El horno era plateado reluciente, igual que el enorme refrigerador. Aquí en la cocina, también todo era muy ordenado... demasiado ordenado. Cada cosa estaba exactamente en sitio. Mover un cubierto un centímetro de donde estaba, hubiese desmoronado aquél orden divino... o, debería haber dicho, artificial.
-Miren el horno –dijo Melina.
Lo miramos. Estaba encendido. Se veía el reflejo tenue de una llama a través de la puerta cerrada.
-¿Dejaron algo cocinándose? –pregunté.
-Eso parece, ¿no? –dijo Melina.
Se acercó al horno y abrió la tapa.
-Miren otra vez –dijo.
El horno estaba prendido, sí, pero no era una llama. Era una pequeña lamparita color naranja colocada en un rincón. Sobre la parrilla del horno había una bandeja con un pollo asado y verduras. Melina sacó la bandeja y la puso sobre la mesada. No se quemó las manos, porque la bandeja estaba fría. De hecho, ni siquiera era de metal.
-Este pollo es falso –dijo Melina y dio golpecitos sobre la dorada superficie. Sonó “toc, toc”-. Es de plástico. Las verduras también.
Tomé un trozo de zanahoria y traté de partirlo a la mitad, pero se dobló en mi mano sin romperse. Era de goma.
-Esto cada vez me gusta menos –dijo Juancho.
A mí tampoco me gustaba. Un teléfono de juguete en el living... un pollo de plástico en un horno que se encendía con una lamparita...
-¿Dónde estamos? –pregunté en voz baja.
-No sé –dijo Juancho-. Y creo que no quiero saberlo.
Yo me dirigí al refrigerador y lo abrí.
Estaba prácticamente vacío, a excepción de más verduras de plástico, un par de botellas de Coca-Cola pintadas para dar la impresión de que estaban llenas y algo que parecía un enorme jamón cocido, también de plástico. Y la heladera no enfriaba, claro. También era de mentira. Pensé que tenía su lógica. ¿Para qué refrigerar comida de plástico?
Traté de abrir las canillas, pero no pude. Estaban trabadas... o también eran falsas. Pensé que, aunque pudiera abrirlas, no saldría una gota de agua.
Juancho empezó a abrir las alacenas que había sobre la mesada (que no era e mármol, sino de plástico, la textura era inconfundible). Todas estaban vacías. Los cajones y los armarios también. Había una ordenada pila de platos, que también eran de plástico, algunos vasos y hasta una botella de vino hecha de cera.
En la mesada central había un centro de mesa compuesto por frutas. Estas también eran de cera, pero eso no era de extrañar.
-Miren lo que encontré –dijo Juancho en un momento.
Vimos que tenía algo en la mano: unas rebanadas de pan lactal.
-¿Es pan de verdad? –preguntó Melina.
-No –dijo Juancho doblando una de las rebanadas. Esta se quebró con un crujido seco-. Son de cartón.
-Quiero irme –dijo Melina-. Esta casa me está asustando.
-A mí también –dije yo.
-Escuchen –empezó a decir Juancho, pero se interrumpió, cuando de pronto, escuchamos que un bebé empezaba a llorar.


8

Melina, sobresaltada, dio un paso hacia atrás, como si buscara donde ocultarse.
-¿De dónde viene eso? –preguntó.
-Creo que del living –dije yo.
-No –repuso Juancho-. Del piso de arriba.
El llanto continuaba, inmutable. Sonaba como un bebé que acaba de despertar de una larga siesta.
“Tal vez es eso –pensé-. En la casa hay un bebé. Un bebé abandonado. Lo dejaron sólo, mientras dormía en silencio y se marcharon”.
-Deberíamos ir a ver –dijo Melina.
-Buena idea –repuse.
Salimos de la cocina y fuimos hacia las escaleras. Empezamos a subir, despacio. El llanto se iba haciendo más claro a medida que subíamos.
Llegamos a un corredor estrecho, alfombrado de verde, en el que había cuatro puertas. En las paredes, había más cuadros de flores, todos dispuestos en un orden perfecto.
Todas las puertas estaban cerradas... el llanto podía provenir de cualquier habitación.
Decidimos ir a la primera que estaba del lado izquierdo. Acerqué el oído a la puerta y escuché. Habíamos acertado. El llanto venía de allí.
Tomé la manija de la puerta y la abrí con cautela. Casi esperaba que algo horrible nos saltara a la cara ni bien abriera la puerta algunos centímetros.
Pero nada horrible saltó y terminé de abrir la puerta.
Nos encontrábamos en una habitación evidentemente confeccionada para un bebé. Las paredes estaban empapeladas de alegre color azul, con un estampado de patitos amarillos sonrientes. Había un armario con los cajones pintados de colores brillantes y una lámpara en el techo que tenía una pantalla con un motivo de los personajes de Disney. Había unas cuantas repisas en las paredes, todas llenas de muñecos y osos de peluche de distintas formas y colores.
Pero lo que más llamó nuestra atención fue la cuna, que estaba al fondo, junto a la ventana. Había un móvil colgando de un gancho en el cielorraso, justo sobre la cuna.
El llanto ya se estaba tornando insoportable. En la habitación, sonaba anormalmente alto, como si el bebé estuviera llorando a través de un megáfono.
Nos acercamos a la cuna y, al asomarnos, vimos al bebé. Estaba cubierto con un edredón blanco hasta el cuello. Tenía los ojos muy abiertos y brillantes y las mejillas regordetas sonrosadas.
En apariencia, era un bebé muy saludable. Excepto por una cosa: no era real.
Era un muñeco de plástico, con un altavoz incorporado, que podía verse dentro de su pequeña boca.
Juancho quitó el edredón y levantó al muñeco, que seguía soltando su llanto artificial. Tenía puesto un vestido verde.
-¿Cómo se apaga esta porquería? –preguntó.
-Dámelo –dijo Melina.
Juancho se lo entregó. Melina dio vuelta al bebé y le levantó el vestido, descubriéndole la espalda. Allí, había un pequeño interruptor, que ella accionó. El llanto cesó de inmediato.
-Gracias –dijo Juancho, agradecido por el silencio. Yo también lo agradecí.
-La verdad es que me esperaba algo así –dije, mirando al bebé de plástico-. Después de lo que vimos hasta ahora...
Melina dejó al bebé otra vez en la cuna, con sumo cuidado, como si fuera de verdad, y hasta volvió a taparlo con el edredón. Juancho y yo la miramos con sorpresa.
-A mí tampoco me sorprende –dijo Melina-. Esto es... como una casa de muñecas.
-Una casa de muñecas de tamaño natural –dije yo.
-Sí –dijo Melina-. Una casa que se ve muy real... se parece a la que yo tenía cuando era niña.
-¿En serio?
-Sí. Mi abuela me regaló una casa de muñecas cuando yo cumplí seis años –prosiguió Melina-. La compró en un viaje que hizo a Inglaterra. Mi abuela solía viajar mucho en esa época. era una casa tan grande que mi madre tuvo que ayudarme a llevarla a mi cuarto, porque yo no la podía levantar sola. Era como una mansión con dos alas a cada lado y se podía abrir por la mitad. Estoy segura de que si le sacaba todas las cosas que tenía dentro, podía meterme, como si me metiera en una valija. Nunca lo intenté, claro. –Una pausa-. Lo que más me fascinaba eran los detalles. Todo era tan... exacto. La casita tenía de todo: venía con una familia entera (papá, mamá, dos hijos y hasta un perrito) pero también venía con todos los accesorios: la cocina estaba totalmente equipada, había un juego entero de vajilla en miniatura y hasta comida en miniatura... como la que vimos en la cocina. El comedor tenía una mesa larga con una docena de sillas, el salón tenía muebles, televisor, lámparas, libreros, un tocadiscos... hasta una chimenea en la que se podía encender una luz. Y las lámparas también podían prenderse. La casa funcionaba con cuatro pilas grades. El teléfono tenía sonido y hasta había timbre en la puerta. Sonaba muy parecido al timbre de esta casa, si una apretaba el botón. Todos los muebles tenían cajones que se podían abrir y todos estaban llenos de cosas: libros, peines, espejos, cajitas de maquillaje... los espejos de los tocadores eran de verdad, si una se miraba, podía verse reflejada. Muchas de mis amigas también tenían casas de muñecas, pero ninguna como esa: la mayoría de las casas que se vendían acá venían completamente vacías, sin accesorios, que había que comprar aparte, o los accesorios no eran más que etiquetas pegadas a las cosas... etiquetas que representaban libros, o platos de comida... Pero la casita que me regaló mi abuela no. Esa casa fue el juguete más increíble que jamás tuve. Pasaba horas y horas por día jugando con ella. –En este punto esbozó una sonrisa triste-. Jugaba tanto que muchas veces mi madre tenía que esconderla bajo llave para que yo me pusiera a hacer los deberes de la escuela.
-¿Qué pasó con la casa? –pregunté-. ¿Todavía la tienes?
-Sí –dijo Melina-. Guardada en el armario, dentro de una caja. Por supuesto que ya no la uso y la inmensa mayoría de las cosas que tenía se perdieron hace tiempo... Pero la casa todavía la tengo.
-Casa de muñecas o no –dijo Juancho, mirando fijamente al bebé de plástico que descansaba dentro de la cuna-. Esto me está dando escalofríos. Creo que es obvio que en esta casa no hay nadie y que no podemos pedir ayuda. Ese viejo desquiciado nos trajo hasta acá como una broma pesada, o por alguna otra razón que prefiero no averiguar... Lo mejor es que nos vayamos, ¿les parece?
-Sí –dije yo-. Estoy de acuerdo.
A mí también me estaba dando escalofríos. Una casa de muñecas de tamaño natural... Y nosotros estábamos encerrados en ella, como muñecos vivientes.
-Sí –dijo Melina, casi con agradecimiento-. Vámonos.
Salimos del cuarto infantil y bajamos las escaleras con rapidez.
Nos dirigíamos a la puerta de salida, cuando escuchamos una voz a nuestra espalda que dijo:
-La cena está lista.
Fue una mujer.
Nos volvimos y miramos la puerta que daba al salón. Había alguien allí; pudimos ver un par de sombras pálidas moviéndose.
-La cena está lista –repitió la voz.
Melina me tomó del brazo, dándole una suave sacudida.
-Vámonos –murmuró en voz tan baja que apenas la escuché.
Había alguien más en la casa, a parte de nosotros y el muñeco bebé. Pero, ¿quién? ¿Acaso era el resto de la familia? ¿Acaso en esa casa de muñecas vivía una familia de muñecos en tamaño natural?
A esas alturas no me parecía una locura. Al contrario, me parecía lo más lógico, dentro de esa situación totalmente ilógica.
-Vámonos –volvió a decir Melina, con un tono de voz igual al anterior. Estaba asustada.
Pero Juancho fue rápidamente hacia la sala, en lugar de ir hacia la puerta de salida.
Se asomó por el umbral y al cabo de un momento, nos hizo una seña con la mano para que nos acercáramos.
-Vengan –dijo en un susurro.
Melina y yo nos acercamos, aunque sin mucha convicción.
-Miren –dijo Juancho.
Nos asomamos y vimos lo mismo que él.
En el sillón del living había un hombre sentado. Estaba leyendo el diario, con las piernas cruzadas. En la alfombra, muy cerca de él, había un niño jugando con unos coloridos autitos de juguete.
El televisor estaba encendido y en él vimos una cara que nos resultó muy familiar.
-El viejo –dijo Melina, señalando el televisor.
Era verdad. Era la cara del viejo la que veíamos en la pantalla y a todo color. El mismo viejo estrafalario que nos había encontrado en medio de la ruta y nos había llevado en su camioneta hasta esa casa infernal.
Estaba en la televisión, haciendo muecas con su cara elástica y arrugada y sacudiendo su enorme corbata de moña color rojo chillón. Se escuchaban risas de fondo, como si estuviera actuando frente a un público que al parecer disfrutaba del espectáculo.
De pronto, alguien más apareció en la sala, pero del otro lado, en la puerta de la cocina. Era una mujer esbelta que llevaba puesto un vestido florado y un delantal rosado. En una mano tenía un cuchillo enorme de carnicero. La hoja resplandecía, enseñando su filo cruel.
-La cena está lista –dijo la mujer otra vez.
Sólo que no era una mujer.
Era una especie de maniquí articulado. Su piel de plástico era de color de la piel natural (al igual que la piel del bebé), pero se notaba que era plástico. Sus ojos eran brillantes y vacíos y ni siquiera podían girar. Estaban fijos, mirando siempre en la misma dirección. La boca de la mujer, pintada de un color rojo tan intenso que parecía sangre, tenía una sonrisa petrificada que no podía borrarse. Una sonrisa de muñeca, que pretendía ser dulce o amable, pero que en realidad, resultaba siniestra.
Cuando la mujer-maniquí dijo “La cena está lista” por cuarta vez, el hombre dejó el diario y se levantó. Él también era un muñeco. Sus rasgos eran demasiado perfectos y el pelo era una masa inmóvil de plástico pintado de castaño. Sus movimientos eran toscos, robóticos. Su cuerpo solamente tenía las articulaciones básicas de brazos y piernas. Tal vez podía girar la cabeza trescientos sesenta grados (lo cual no era nada humano), pero nada más.
-Vamos, Timoteo –dijo el muñeco, inclinándose un poco hacia el niño que jugaba en el suelo-. Mamá ya preparó la cena.
El niño levantó un poco la cabeza, irguió el cuerpo y se levantó. Lo hizo sin flexionar los brazos ni las rodillas. Sus miembros de plástico eran totalmente rígidos.
-Está bien, ya voy.
-A lavarse las manos, chicos –dijo la mujer, desde el umbral de la cocina.
El niño emitió un sonido que pareció ser de protesta.
-Nada de protestas –dijo el padre-. Hay que lavarse las manos antes de comer. Vamos.
-Está bien –repitió el niño a regañadientes.
Fueron hacia el baño de la planta baja.
En ese momento, la madre giró la cabeza, mirando directamente a donde estábamos nosotros.
-¡Oh! –gritó su voz artificial-. ¡Tenemos visitas! –Sus manos de plástico se elevaron hasta la cabeza. Todavía tenía el cuchillo así que este también se elevó, apuntando su afilada hoja directamente hacia nosotros-. Se van a quedar a comer, ¿verdad? ¡Querido! ¡Tenemos visitas! ¡Hay que poner tres platos más en la mesa!
En la televisión, el viejo dejó de hacer sus ridículas morisquetas y nos miró.
-¡Sí! –dijo con su voz chillona-. ¡Tenemos visitas! ¡Las visitas que traje yo! ¡Quédense a comer! ¡La cena está lista! ¡Ja, ja, ja, ja!
Echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas. El público que lo miraba, lo acompañó y empezó a reír.
La mujer-maniquí también empezó a reír, con risitas cortas y rápidas. Todavía tenía los brazos levantados y el cuchillo apuntando hacia nosotros. Entones empezó a acercarse. Sus movimientos eran extraños, propios de un muñeco que no puede flexionar rodillas ni pies. Su cuerpo se sacudía con cada paso.
-Quédense a comer –nos dijo la mujer-. La comida esta lista.
El padre y el niño salieron de la cocina y también empezaron a caminar hacia nosotros, con los brazos extendidos, como si quisieran atraparnos. Caminaban igual que la madre. Y también reían. En la televisión, el viejo no paraba de reír. Y el público también.
Nosotros empezamos a gritar.
Estuvimos a punto de caer cuando nos precipitamos hacia la puerta de salida.
Juancho manoteó con torpeza, hasta que consiguió abrirla y los tres salimos disparados a toda velocidad, con un coro de risas malévolas de fondo.
-¡Quédense a cenar! –gritaban los muñecos, todavía-. ¡Quédense a cenar! ¡Ja, ja, ja!



9

El Mercury estaba exactamente donde nosotros lo habíamos dejado, a un costado de la carretera, con las cuatro puertas y el baúl bien cerrados, las ventanas subidas y una de las ruedas traseras destrozada.
Habíamos caminado (o, mejor dicho, casi corrido) de regreso al coche desde la casa. habíamos tardado unos quince minutos, pero estábamos tan nerviosos y caminamos con un paso tan apresurado, que cuando llegamos al auto, estábamos exhaustos. A mí me dolían las piernas, como si hubiese corrido una maratón y el corazón me latía con fuerza en el pecho.
Durante el camino de regreso, no vimos a ninguno de los desquiciados muñecos que nos habíamos encontrado en la casa. Tampoco nos encontramos al viejo en su camioneta de color rojo chillón. Al parecer, el viejo y sus muñecos habían decidido dejarnos en paz. A lo mejor, ya no los divertíamos.
Juancho buscó las llaves del coche en su bolsillo, abrió la puerta del conductor y se sentó en el asiento, con las piernas hacia fuera. Yo me recosté contra el costado del coche y Melina se sentó sobre la tapa del cofre.
Al principio nos quedamos en silencio durante un rato. Como si no supiéramos bien qué decir. Todavía estábamos demasiado azorados por la experiencia que acabábamos de vivir... Aunque a mí me parecía más bien una pesadilla irreal.
Finalmente, Melina dijo:
-¿Y ahora qué hacemos? –tenía la voz ronca, como siempre que está cansada.
Juancho bajó la cabeza y la sacudió, como diciendo: “No tengo idea”.
En ese momento, escuchamos el ruido de un motor, que se acercaba.
Melina se sobresaltó y bajó del cofre del Mercury, como si alguien la hubiese empujado. Juancho se levantó con rapidez. Los tres fuimos a la mitad de la carretera y miramos hacia ambos lados.
-¿Es él? –preguntó Melina.
-No –me apresuré a decir-. Es otro coche.
-¿Estás seguro?
-Sí. No suena igual a la camioneta del viejo.
En efecto, un coche apareció a lo lejos, acercándose a nosotros. Y no era la camioneta Ford del viejo. Era un Wolkswagen Parati color celeste sucio... Un coche totalmente inocuo, que iba en dirección a Montevideo.
-Tal vez pueda ayudarnos –dijo Juancho.
-¿Estás seguro? –preguntó Melina, recelosa.
-Es un auto común y corriente, Melina –dijo Juancho con tono de impaciencia.
El Wolkswagen llegó hasta nosotros y aminoró la marcha. Juancho le hizo señas con las manos.
El conductor se orilló y se detuvo. Se asomó por la ventanilla del lado del acompañante, mirándonos. Era un hombre de mediana edad, calvo, vestido con una camisa de franela a cuadros. Su rostro era totalmente insípido, común.
“Un hombre normal, en un coche normal”, pensé.
-¿Necesitan ayuda? –preguntó, solícito.
-Sí –dijo Juancho y los tres nos acercamos al auto-. Pinchamos una rueda y no tenemos repuesto... ¿Por casualidad usted podría...?
El conductor echó una mirada evaluativa al Mercury.
-Guau –dijo el conductor-. Un Mercury. Hacía tiempo que no veía uno de esos. Yo tengo una rueda de auxilio –dijo-. Si quieren, puedo dejárselas.
-No –dijo Juancho-. No puede dejarnos su rueda de auxilio. ¿Usted con qué se quedaría?
-No hay problema –dijo el hombre, sonriendo con amabilidad-. Evidentemente ustedes la necesitan más que yo.
-¿No podría llevarnos a una estación de servicio o algo así? –pregunté yo.
El hombre hizo una mueca y negó con la cabeza.
-Lo lamento –dijo-. La verdad es que estoy muy apurado. El trabajo me tiene de arriba para abajo todo el día. Escuchen: puedo dejarles la rueda ustedes pueden colocarla. Saben cómo colocar una rueda, ¿verdad?
-Sí, por supuesto –dijo Juancho. Iba a agregar algo más, pero entonces el hombre se bajó del coche.
-Perfecto –dijo.
Rodeó el Wolkswagen, abrió la puerta de atrás, que se elevó hacia arriba silenciosamente y empezó a sacar la rueda que estaba allí, sujeta con una correa.
-Por favor, déjeme ayudarlo –dijo Juancho y se apresuró a ayudarlo.
Entre los dos pusieron la rueda en el suelo. Estaba bien inflada y rebotó un poco.
-¿Tienen herramientas? –preguntó el hombre.
-Sí, no se preocupe.
-Muy bien. Me gustaría quedarme a ayudarlos, pero, como les dije, estoy muy apurado. Que tengan suerte, chicos. Cuídense.
Y se apresuró a volver a su coche.
-Espere –dije yo-. Al menos... Al menos, déjenos pagarle por la rueda.
-Sí –dijo Melina-. Es lo menos que podemos hacer.
El hombre volvió a sonreír, levantó una mano y negó con la cabeza.
-No se preocupen –dijo él-. El mundo ya es lo suficientemente ingrato. Si no nos ayudamos entre nosotros, qué nos espera, ¿no?
Nos quedamos en silencio. La verdad, no sabíamos qué decir.
Entonces yo miré el Wolkkswagen. Recordé que mi tío, en una época, había tenido un coche idéntico. Y también noté que algo en el interior del auto me llamaba la atención. Traté de determinar qué era, pero no estaba seguro.
-Muchas gracias –dijo Juancho entonces-. De verdad.
Melina y yo pronunciamos palabras similares de agradecimiento.
-No es nada. –Nos estudió con la mirada un instante-. ¿Están bien?
Los tres nos miramos entre nosotros.
-Sí –dije-. No se preocupe. Sólo... un poco consternados por el accidente.
-Lo entiendo.
El hombre entró en su coche y volvió a encender el motor.
-Cuídense, por favor –dijo, asomando la cabeza por la ventanilla por última vez.
A continuación aceleró y se alejó por la carretera. Nosotros nos quedamos observando como ese coche color celeste, tan común, tan poco llamativo, se perdía en la lejanía.
-Bueno –dije yo-. Creo que por fin nos salió algo bien este día, ¿no?
-Parece que sí –dijo Juancho-. Vamos. Vamos a poner la maldita rueda. Ayúdame, Fede.
-Por supuesto –dije.
En pocos minutos, habíamos colocado la rueda de repuesto. Colocamos la rueda vieja y destrozada en el baúl del Mercury y volvimos a subirnos, dispuestos a continuar con nuestro viaje.
Juancho y yo acabamos con las manos negras por manipular las herramientas cubiertas de grasa y las ruedas mugrientas, pero a mí no me importó. Podía lavarme cuando llegáramos. Lo importante era que por fin habíamos solucionado el problema y que por fin parecía que nuestros planes iban a hacerse realidad.
Pero yo volví a pensar en el Wolkswagen... En lo que había en él que me había llamado la atención cuando lo vi antes de que el conductor se marchara. ¿Qué era? Hice un esfuerzo mental por establecerlo, pero no pude.
-¿Les parece que si le contamos lo que nos pasó a alguien, nos creerá? –preguntó Melina, sacándome de mis reflexiones.
-Puede que sí, puede que no –dijo Juancho-. Pero la verdad, yo no quiero contarle esto a nadie. Lo que quiero, es olvidarlo.
Nos quedamos en silencio un instante.
-Tal vez sea lo mejor –dijo Melina.
En ese momento, me di cuenta. Me di cuenta de qué era lo que me había parecido extraño en el Wolkswagen.
El conductor tenía un montón de papeles sin importancia en el tablero. Eso no tenía nada de raro. Pero también tenía un pequeño adorno de plástico. Una bailarina hawaiana, que meneaba las caderas cuando el auto se encontraba en movimiento.
Una pequeña bailarina de plástico, idéntica a la que tenía el viejo en su camioneta.
Estaba a punto de decirle esto a mis amigos, cuando de pronto, un llanto quebró la quietud del coche. Nos sobresaltamos tanto, que los tres soltamos idénticas exclamaciones de sorpresa.
-¿Qué es eso? –preguntó Juancho, alarmado.
Melina miró asustada a su alrededor, igual que yo.
“No puede ser”, pensé.
-¿Qué es? –preguntó Juancho otra vez, gritando.
Melina se volvió y empezó a levantar y mover los bolsos que estaban detrás del asiento. Entonces, el llanto se hizo más audible.
Yo me pasé para el asiento e atrás, pasando por encima del respaldo del asiento del acompañante.
Miré el compartimiento en donde estaban los bolsos. En el piso del compartimiento, cubierto con un edredón hasta el cuello, como si estuviera en una cuna, estaba el bebé de plástico. El mismo que habíamos encontrado en el cuarto infantil de la casa de muñecas, soltando su llanto artificial.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
-¡Apágalo! –gritó Juancho. No sé si me gritó a mí o a Melina. Tal vez a los dos.
Melina levantó al bebé como si temiera que este fuera a morderla. Entonces, el edredón se deslizó, dejando caer lo que ocultaba debajo, junto al bebé: un enorme cuchillo carnicero.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Análisis Musical

Señora de las cuatro décadas

Letra: Ricardo Arjona
Análisis: Dr. Ricardo Avenayleche,
Cardiólogo / vedette

Señora de las cuatro décadas
y pisadas de fuego al andar
su figura ya no es la de los quince
pero el tiempo no sabe marchitar
ese toque sensual
y esa fuerza volcánica de su mirar.

En la estrofa inicial de este fabuloso himno (el cual, personalmente, creo que es la mejor canción escrita de todos los tiempos), el autor comienza directamente, sin más rodeos, presentándonos a su musa inspiradora, al leitmotiv de este poema: una señora de cuatro décadas, esto es, de cuarenta años de edad, a quién por supuesto el autor prefiere mantener en el anonimato, tal vez a pedido de esa misma señora, quién seguramente no quería ver que su nombre personal figuraba en esta canción, porque sentiría que su honor habría sido mancillado.

Luego de hacer referencia a la edad de la mujer (cuya imagen ya podemos empezar a formarnos) el autor expresa la frase “y pisadas de fuego al andar”. Podríamos inferir que en un primer momento esto hace referencia al índice de masa corporal de su musa, quién al caminar genera tanta fricción con el suelo que el calor liberado de esa misma fricción produce una violenta reacción ígnea. Pero también podríamos deducir que en realidad hace referencia a la rapidez con la que mujer escapa, presumiblemente cuando el autor aparece a las cuatro de la mañana bajo su balcón cantando esta misma canción, acompañado de un coro de mariachis alcoholizados.

“Su figura ya no es la de los quince”, continúa. Esto podría interpretarse como una redundancia, porque el autor ya especificó al comienzo de la estrofa que la mujer en cuestión tenía cuatro décadas, y lo remarcó con posterioridad al mencionar sus “pisadas de fuego al andar”, con lo que podemos descartar de plano que su figura es la de una muchacha de quince años, que apenas comenzó la pubertad. Hasta el día de hoy desconocemos las razones de la insistencia del autor en este punto.

La estrofa termina con los siguientes versos: “pero el tiempo no sabe marchitar / ese toque sensual / y esa fuerza volcánica de su mirar”. Aquí estamos ante una especie de atrición del autor, quién reconoce que, a pesar de que la mujer tiene más de cuatro décadas y que sus pisadas “son de fuego al andar”, aún guarda una sensualidad oculta o semi oculta, que el tiempo no ha podido marchitar, como queriendo decir que a pesar de ser una mujer que se encuentra en los albores del climaterio todavía es capaz de despertar un chispazo de deseo en los hombres que tienen la suerte de contemplarla. Esto queda una vez más remarcado con la última frase, que hace mención de la fuerza hipercalórica que emana de los ojos de la mujer, la cual es capaz de hacer que la temperatura corporal de otro ser humano aumente o de derretir la grasa que emana de los poros del autor, para hacer tortafritas.

Señora de las cuatro décadas
permítame descubrir
que hay detrás de esos hilos de plata
y esa grasa abdominal
que los aeróbicos no saben quitar.

En la segunda estrofa de este poema que parece erigido por los mismos dioses del Olimpo, el autor vuelve a hacer referencia a la cantidad de años, expresada en décadas, que tiene la mujer a quién dedica la canción. Luego, solicita a susodicha mujer que le permita descubrir “qué hay detrás de esos hilos de plata”, con lo que tal vez se refiere a la cabellera de la mujer, la cual ya empezó a perder su color natural, o a los hilos del vestido que ella usó en su decimoquinto cumpleaños, el cual volvió a ponerse veinticinco años después, y el cual, debido a la masa y volumen corporal de la mujer, quedó reducido a un montón de paupérrimos hilos.
Algunos científicos, entre los que yo mismo me encuentro, preferimos inclinarnos por la segunda idea, la cual hace referencia al estado del vestido después de que la mujer decidida probárselo por segunda vez. ¿Por qué mi preferencia ante este postulado? Pues porque en el verso siguiente, el autor hace referencia a la cantidad de tejido adiposo alojado en la zona abdominal que posee la mujer y termina señalando que no importa la cuantía de ejercicios físicos a la cual la mujer se someta, ese tejido adiposo nunca se verá reducido.

Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años, que es mejor.
Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años que es mejor
Porque nótelo usted
al hacer el amor
siente las mismas cosquillas
que sintió hace mucho mas de veinte.
Nótelo así de repente
es usted amalgama perfecta
entre experiencia y juventud.

Aquí, en la tercera estrofa, el autor de esta oda sacrosanta, solicita a su musa que “no le quite años a su vida”. Y no lo dice una, sino dos veces. Según su teoría, es mejor que la fémina le regale vida a los años, con lo cual quiere decir que prefiere que la mujer no se someta a ninguna cirugía estética para borrar las inevitables huellas del paso del tiempo, sino que prefiere que ella someta al tiempo mismo a esas cirugías. Aquí queda establecida una teoría que los físicos han estado manipulando a lo largo de la historia. Ya Albert Einstein intentaba encontrar una fórmula que permitiera aplicar una cirugía temporal, con el objeto de viajar hacia atrás en el tiempo. Tal vez, el autor, gran admirador de Einstein, compartía esta teoría.

Posteriormente, el autor vuelve a hacer una solicitud a su musa, o, mejor dicho, una llamada de atención: que ella es capaz (a pesar de su edad y el estado poco agraciado de su cuerpo) de alcanzar el mismo grado de excitación a la hora de consumar una relación carnal, que cuando tenía menos de la mitad de la edad que tiene en este momento. Con esto, queda conjugada la idea que posteriormente expresa: la de que la mujer es una especie de híbrido, o de mutante, ubicado en una situación espaciotemporal intermedia, en la que puede aplicar toda la experiencia que obtuvo durante todos sus años de vida a la vez que experimentar las sensaciones como una mujer joven o una adolescente. Esto pone de manifiesto la dualidad permanente en la que vive la mujer y de la cual tal vez no logre escapar.

Señora de las cuatro décadas
usted no necesita enseñar
su figura detrás de un escote
su talento está en manejar
con más cuidado el arte de amar.

Nos encontramos en la cuarta estrofa de esta magnífica erudición del intelecto humano. Aquí, el autor hace referencia una vez más a las décadas vividas por la mujer, para luego comunicarle que no es necesario que ella exponga su organismo detrás de una abertura pronunciada en su indumentaria. Tal vez hace referencia a esto, porque lo que hay para exponer no es algo que pueda agradar a la mayoría.

Después menciona que su habilidad artística está en controlar con mayor precaución “el arte de amar”, cosa que, podemos asumir, no hacía con tanta responsabilidad cuando tenía menos décadas vividas.

En resumen, lo que el autor pretende, es hacerle entender a su musa inspiradora que es mejor que no muestre su cuerpo ajado por los estragos del tiempo, sino que intente encontrar otra manera de llamar la atención del sexo opuesto, tal vez inspirando lástima, o amenazando con quitarse la vida si no encuentra a un hombre joven que esté dispuesto a congeniar con ella, precisamente por el estado deplorable en el que se encuentra.

Señora de las cuatro décadas
no insista en regresar a los treinta
con sus cuarenta y tantos encima
deja huellas por donde camina
que la hacen dueña de cualquier lugar...

Quinta estrofa de esta sublime composición que nos transporta a una vorágine de creación artística. Una vez más, el autor menciona la edad vivida por la mujer, en un intento de que ella misma no la olvide. Luego, vuelve a un tema que abordó con anterioridad, pero ahora de una manera un tanto diferente. Solicita a la mujer que no haga una regresión temporal de una década, ya que con las más de cuatro décadas que tiene en la actualidad, “deja huellas por donde camina / que la hacen dueña de cualquier lugar”. Esto quiere decir que si la mujer tuviera diez años menos, ya no dejaría las mismas huellas que podría dejar ahora y que su matriarcado sobre cualquier territorio resultaría mermado, con lo cual es conveniente que no recurra a la cirugía temporal que ya había tenido en cuenta momentos antes.

Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años, que es mejor.
Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años que es mejor
Porque nótelo usted
al hacer el amor
siente las mismas cosquillas
que sintió hace mucho mas de veinte.
Notelo así de repente
es usted amalgama perfecta
entre experiencia y juventud.

La sexta estrofa de esta explosión titánica de talento poético no es otra cosa que una reafirmación de lo anteriormente expuesto. Al ser idéntica a la tercera estrofa, ésta, la sexta, se convierte en una réplica consumada de las ideas más osadas del autor: la cirugía temporal, la dualidad a la que está sometida la mujer, etc. El autor quiere, y con razón, hacer que su musa inspiradora entienda, a como dé lugar, cuál es su condición, ahora que es una “señora de las cuatro décadas”.

Cómo sueño con usted señora, imagínese,
que no hablo de otra cosa que no sea de usted
qué es lo que tengo que hacer señora
para ver si se enamora
de éste diez años menor...

Séptima y última parte de esta magnífica constelación de lirismo en su más pura expresión.
Aquí, el autor menciona sus experiencias oníricas, que tienen a la “señora” por protagonista. Desconocemos si se trata de sueños placenteros o de pesadillas, aunque estudios recientes avalan la segunda idea, ya que el autor vino mencionando los incontables defectos de la mujer a lo largo de todo el poema, con lo que podemos imaginarla como una especie de monstruosidad infrahumana, con un apetito sexual por encima de lo normal.

Aunque ese apetito sexual parece ser un sentimiento compartido por el autor, porque este se pregunta (y le pregunta) qué debe hacer para saber si ella logra enamorarse de alguien como él, que es diez años menor que ella. Podemos inferir que las posibilidades de que esto ocurra son muy elevadas, precisamente por la voracidad sexual de la mujer, anteriormente referida.

Los puntos suspensivos en el último verso ofrecen un final abierto, que nos invita a preguntarnos si la anhelada relación entre el autor diez años menor y la mujer de cuatro décadas finalmente se consumó. Es de presumir, así como es de presumir que no fue una relación fructífera o agradable, precisamente porque el autor prefiere no debartir sobre ella.

jueves, 6 de agosto de 2009

Aplastando mitos

Mucha gente (incluso personas que se consideran bastante instruidas en lo que se refiere al mundo subterráneo del viedeojuego), creen que la empresa japonesa de juegos de vídeo CAPCOM se llama así en honor a su personaje más popular: Capitán Comando. Creen que el nombre de la compañía proviene de unir las primeras dos sílabas del nombre del afamado personaje: CAPitán COMando, con lo que se forma CAPCOM.
Déjenme decirles que esto no es así. La sigla CAPCOM (que, en el sentido estricto, no es una sigla), sí proviene de unir las primeras sílabas de dos palabras, pero no son Capitán Comando, sino Capsule Computers, el nombre original que tenía la compañía cuando se fundó en 1979. Para más datos, su primer lanzamiento fue en 1983 con el juego arcade Vulgus, en la actualidad prácticamente olvidado. Los juegos posteriores también fueron arcade (como el conocido 1942) y posteriormente vinieron juegos que hasta el día de hoy gozan de gran popularidad como Street Fighter, Megaman (lanzado para la Nintendo), Final Fight, Resident Evil, entre muchos otros. De esta manera, la CAPCOM, es una de las empresas consagradas a la industria del videojuego más importantes y de mayor jerarquía.
Pero todo esto es meramente anecdótico. Lo importante es destruir el mito popular que sostiene que el nombre de la empresa proviene de Capitán Comando. Si lo analizamos con atención, podemos inferir que esto no tiene mucho sentido... Quiero decir, si el nombre de la empresa proviene de uno de sus personajes, quiere decir que hasta la creación del mismo, dicha empresa no tenía nombre. Y, como vemos, Capitán Comando no fue su primer videojuego. No tiene mucho sentido, ¿verdad? Es algo que he analizado durante mucho tiempo y me ha costado unas cuantas noches de insomnio. Pero ahora que saben la verdad, creo que voy a poder dormir tranquilo.

Terminal Terror: ¡Termina con el terror!

Este sí que es el juego definitivo de disparos en primera persona. Nada de Doom, nada de Wolfestein 3D, nada de Duke Nukem, nada de Quake. Terminal Terror es “el” juego, que hay que jugar sí o sí si uno quiere ser un gamer completo.
Data del año 1994 y fue creado por Pie in the Sky y Expert Software. (Aunque, por la calidad de los gráficos, uno diría que lo hicieron a finales de los ochenta.)
La fórmula es básicamente la de siempre: caminar (o correr, llegado el caso) por laberínticos pasillos y corredores e ir disparando a todo lo que se te cruce en el camino... ¿A todo? ¡No! A diferencia de Doom, o de Wolfestein, en donde teníamos que ir matando a mansalva monstruos y nazis respectivamente, en este juego debemos ir con más cuidado. Debemos tener mucha precaución de eliminar sólo a los terroristas, que en muchas ocasiones, estarán mezclados con civiles inocentes a los que tienen de rehenes, en hangares, sótanos, cuartos secretos, etc. Encarnados en el papel de una máquina asesina militar, se nos encomiendan distintas misiones para acabar con el terrorismo (Sí, sin duda este es el juego favorito de George Bush), las cuales debemos cumplir al pie de la letra. Porque en este juego, a diferencia de lo que ocurre en la vida real, los militares sí valoran la vida humana... al menos, un poco. Eso quiere decir que si llegamos a matar (accidentalmente o no) a un civil inocente, la misión se dará por terminada, nos someterán a una corte marcial y terminaremos en la cárcel, con lo que tendremos que comenzar todo de nuevo (por eso es bueno ir grabando el juego a medida que vamos eliminando terroristas). Afortunadamente, contamos con armas no letales, como la Goo Gun, un cañón que dispara pegamento que no mata pero inmoviliza al oponente, convirtiéndolo en un enorme montón de masa marrón... Les aseguro que es muy divertido disparar esta Goo Gun y ver como los malos quedan totalmente humillados. Y no se preocupen, esta arma la pueden disparar contra los rehenes con total tranquilidad, para humillarlos a ellos también. ¡No pueden meternos en la cárcel por eso!
Como en muchos juegos de disparos en primera persona, las armas, los botiquines de primeros auxilios, las llaves para abrir puertas y demás objetos, irán apareciendo tirados por el suelo. Pero también habrá objetos que tendrán que darnos algunas personas con las que nos iremos encontrando a lo largo de la misión. Cada vez que veamos a un rehén sacudiendo enérgicamente el brazo, debemos acercarnos a él. Entonces, él nos dirá que tenemos que hacer algo, o nos dará algo (como una llave, tarjeta, etc.) para que hagamos algo...  Esta modalidad de interacción con otros personajes le confiere a Terminal Terror un aire de aventura gráfica, que hace que valga la pena jugarlo y hace que el juego pierda linealidad (cosa que no se puede decir tanto de Doom o de Wolfestein).
Quizá lo más logrado del juego sea el sonido. Los efectos son bastante convincentes y la música en formato MIDI es aceptable, teniendo en cuenta la época en que este juego apareció. Aunque si juegan con la configuración PC Speaker, los sonidos les parecerán totalmente incongruentes... Los disparos suenan como los pitidos del silbato de un árbitro de fútbol. Las puertas, al abrirlas, hacen un ruido como si se desmoronaran. Por eso, si quieren sumergirse por completo en la aventura, deben jugar con el sonido digital activado.
Al principio mencioné la calidad gráfica. Si el sonido es lo más logrado en Terminal Terror, con los gráficos ocurre totalmente lo contrario. Es cierto que el juego es viejo, pero los muchachos de Expert Software podrían haberse esmerado un poco más (después de todo, Doom salió un año antes y los gráficos son bastante mejores). Las texturas son poco creíbles (sobre todo las de roca y madera) y los gráficos en tercera dimensión de los corredores no se combinan para nada con los de dos dimensiones de carteles, ventanas, mesas y personajes. Es un juego en el que prácticamente no hay profundidad. Por ejemplo, si llegamos a una escalera, parecerá que esta es un afiche pegado en la pared. La ilusión de que la escalera baja o sube está muy mal lograda. También ocurre cuando estamos ante una puerta que se abre. Por ejemplo, al comienzo (cuando estamos en la base y nuestro superior nos encomienda la misión), debemos abordar un helicóptero que nos llevará al lugar de conflicto. Este helicóptero también aparece como un afiche pintado en la pared, con la salvedad de que las aspas se mueven, o, mejor dicho, aparecen y desaparecen de forma intermitente, creando la ilusión de que están girando... Sin duda, un efecto bastante usado en muchos videojuegos, pero que en este se hace demasiado evidente.
La jugabilidad es otro tema aparte. De todos los juegos de disparos en primera persona, quizá este sea el menos jugable, o el más complejo en cuanto al control y manejo (al menos, de los que yo he jugado). Nos movemos con las flechas, como de costumbre y disparamos con la tecla Control, también como de costumbre. Para abrir las puertas debemos usar la barra espaciadora. Esto también es lo usual, sólo que en el juego, con la barra espaciadora también disparamos... lo cual quiere decir que cada vez que abrimos una puerta, dispararemos al mismo tiempo (o lanzaremos una patada de karate, en el caso de que no tengamos ningún arma). Esto puede resultar peligroso, ya que corremos el riesgo de dispararle a algún inocente, cuando todo lo que queríamos hacer era abrir una simple puerta. No hay manera de cambiar estar modalidad. En el menú de configuración de teclas aparece la opción Shot/Kick y debemos asignar una tecla para esta acción. Por defecto aparece marcada la barra espaciadora, y no hay ninguna opción que sea Open door únicamente.
Además, no hay una tecla con la que podamos acceder al mapa del lugar en el caso de que nos perdamos. Para esto contamos con un radar (ubicado en la barra de estado), que nos mostrará nuestra posición, pero que es bastante difícil de leer, porque el entorno que muestre irá cambiando de forma a medida que nos movamos.
A diferencia de otros juegos, las armas no se seleccionan pulsando los números. Las armas que iremos recogiendo, aparecerán en casilleros ubicados debajo de la barra de estado. Para seleccionar el arma que deseamos, debemos apretar la tecla S. Luego mover las flechas de izquierda a derecha, según el arma que queramos usar y una vez que la elegimos, debemos apretar enter. Después, la tecla I. De esta manera tan engorrosa podremos usar el arma de nuestra preferencia: en lugar de apretar una sóla tecla, debemos apretar por lo menos tres. Otro tanto ocurre con las armas que vamos encontrando por el camino. Para poder recogerlas, también debemos usar la tecla I, no basta con pasarles por encima como en Doom. Esto le resta muchísimo dinamismo al juego y hace que los malos te maten más fácilmente, porque te disparan sin parar mientras estás tratando de seleccionar un arma para defenderte.
Si han leído hasta acá, se habrán dado cuenta que lo que dije al principio sobre que Terminal Terror es el juego definitivo, era en broma. No es el juego definitivo, ni mucho menos, pero sí es una curiosidad anecdótica en la historia del juego de disparos en primera persona. Con seguridad, no habrá muchos que sepan siquiera de la existencia de este juego (yo mismo lo desconocía, hasta que lo encontré en Internet por accidente), pero los que lo conocen sabrán que se trata de un juego llamativo, extravagante en algunos aspectos, y que vale la pena pasarse un buen rato matando terroristas pixelados, aunque sea con la Goo Gun. Para los que no lo conocen, les sugiero que, si no tienen nada que hacer, inviertan algunos minutos en jugarlo, al menos la primera misión. Les aseguro que se reirán tanto como yo. Ahora, si tienen algo mejor que hacer, como trabajar, estudiar, cocinar, hacer crucigramas, sacar a pasear al perro, etc., es mejor que no jueguen y se dediquen a hacer lo verdaderamente importante. ¡Para que después no digan que incito a la gente a pasarse todo el día jugando en la PC!

miércoles, 15 de julio de 2009

El ataque de la membrana

Basado en una historia real

1

Carolina se acercó al mostrador y le dijo al encargado que venía a buscar la bolsa que había dejado la semana anterior. Desde dónde estábamos, podíamos verla. Una bolsa de color rojo brillante colocada sobre un viejo archivador, que había permanecido allí desde el viernes por la tarde. Ahora, estábamos a jueves de la semana siguiente. Habían pasado casi siete días y la bolsa, con lo que contenía, había estado allí, esperándonos, todo ese tiempo.
Estábamos en la biblioteca del IPA, una tarde húmeda y gris de principios de mayo. Pero no estábamos ahí para estudiar, al menos, no exactamente. Nuestra tarea era terminar un trabajo que nos habían encargado para el ECI (Espacio Curricular de Integración, una materia nueva que instauraron con el plan nuevo, que intenta combinar bioquímica, biofísica y biología, pero que en la práctica no es más que una especie de Monstruo de Frankenstein mal hecho, que no sirve para otra cosa que obstaculizarle el progreso en la carrera a los estudiantes), que constaba en construir un modelo tridimensional de la membrana plasmática; una idea que, al principio, a mí se me antojaba sencilla, pero una vez que pusimos manos a la obra, caímos en la cuenta de que era un trabajo ímprobo, para ponerlo en palabras de un novelista clásico. Nunca se me hubiese ocurrido que armar un modelo de membrana podía ser tan difícil. Debe ser porque ví tantos modelos ilustrados en los libros que pensé que ya era algo familiar para mí. Pero una cosa es dibujar una membrana y otra muy distinta es hacerla como algo tangible, algo que se puede sostener en las manos y tocar. Básicamente ese era nuestro trabajo, esa era la tarea que nos habían encomendado y a ella nos estuvimos dedicando cerca de un mes. No es que tardáramos tanto en poder hacer la membrana, por más difícil que fuera, sino que la fecha de entrega del trabajo se había estado corriendo, sencillamente porque no teníamos profesora de citología. Las razones por las que estábamos sin profesora de la materia más importante son complicadas y no vienen al caso. Lo cierto es que el trabajo se había estado posponiendo desde principios de abril (o tal vez desde mediados, ya no lo recuerdo exactamente) y se suponía que para el viernes, o sea, el día siguiente, por fin tendríamos que entregarlo. Eso significaba que tendríamos que terminar el bendito modelo de membrana ese día o ese día. No más adelante. Por suerte, habíamos avanzado bastante y la maqueta ya estaba casi terminada. Sólo había que pegar algunas piezas más (como las moléculas de colesterol) y unir ambas capas para poder formar la bicapa, lo cual, sin duda era lo más difícil.
El encargado de la biblioteca fue a la sala que había detrás del mostrador a buscar nuestra bolsa y nos la entregó. Le agradecimos y cruzamos la puerta que comunicaba con la sala de estudio, en donde las viejas mesas azules estaban dispuestas en largas hileras, hasta el fondo de la habitación.
La sala no estaba muy llena en ese momento. Había unas cuantas mesas vacías y elegimos la que habíamos ocupado las ocasiones anteriores en que nos habíamos juntado para hacer el trabajo, cerca de los ventanales esmerilados que miraban hacia Avenida del Libertador.
Nos sentamos y señalé una mancha de pegamento seco que había sobre la mesa.
—Mira —le dije a Carolina con tono divertido—. Una evidencia del crimen.
Carolina miró la mancha y rió. La había hecho ella misma sin querer, tiempo atrás, cuando intentaba desesperadamente pegar las cabezas de dos fosfolípidos. Carolina había temido que los encargados de la biblioteca la reprendieran por manchar la mesa, pero afortunadamente, nadie lo había notado.
Ella abrió la bolsa y sacó el táper de plástico que tenía dentro.
—El momento de la verdad —comenté—. Vamos a ver qué hay.
Lo dije medio en broma, medio en serio. Habían pasado seis días desde la última vez que habíamos abierto ese táper y lo que habíamos guardado allí había permanecido sobre un archivador de metal. En otras palabras, no había sido refrigerado. Y eso podía ser un problema porque para hacer la maqueta habíamos utilizado masa hecha con harina. Había sido la propia Carolina quién se había encargado de hacer las cabezas de los fosfolípidos y del colesterol y hasta había agregado una proteína en forma de hélice, todo hecho con harina de trigo y agua. En otras palabras, elementos perecederos, que podían echarse a perder. Y si la maqueta se había echado a perder, entonces nosotros también estábamos perdidos. Porque no podríamos hacer todo de nuevo en menos de veinticuatro horas.
—Recemos porque todo esté bien —dijo Carolina, también medio en broma, medio en serio. Y a continuación, quitó la tapa.
Un olor a pan levemente rancio flotó en el aire y se desvaneció. Me incliné hacia adelante para ver bien el contenido del táper y suspiré de alivio al comprobar que, al menos a simple vista, todo estaba bien. Habíamos pintado las cabezas de los fosfolípidos con témpera amarilla y la proteína de azul. Los ácidos grasos, los habíamos hecho con palitos para brochetas quebrados y los habíamos pintado de verde.
Me alegré al comprobar que, en un principio, todo estaba en orden. No había hongos, ni olor a descomposición.
—La pintura debe haber protegido a la masa de la humedad —dije.
—Sí, es verdad —convino Carolina.
Con cuidado empezamos a sacar las cosas del táper y a ponerlas sobre la mesa.
En ese momento, apareció alguien junto a la mesa.
—Hola —dijo una voz agitada—. Perdón por la demora, estaba sacando fotocopias.
Era Elliot, que estaba con nosotros en el subgrupo que habíamos formado para hacer la maqueta.
—Llegas justo a tiempo —le dijo Carolina.
—Eso veo —repuso Elliot, todavía agitado. Tenía una mancha roja circular en cada mejilla. Seguro que había subido las escaleras corriendo y él no es precisamente alguien atlético. Elliot echó una mirada a nuestra membrana aún sin armar—. ¿Cómo está nuestro proyecto científico?
—Bien, bien —dije—. Al menos, eso parece.
Elliot dejó sus cosas en el suelo, cerca de la mesa y se sentó. Empezó a ayudarnos a sacar las cosas del táper y cuando levantó la proteína, la examinó y soltó una exclamación por lo bajo. Yo la escuché, pero Carolina no.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Elliot giró la proteína en su mano y me la enseñó.
—Mira —dijo—. Tiene hongos.
Acerqué el rostro a la proteína para ver mejor. En efecto, había una pequeña mancha circular, no más grande que la uña de un bebé, de color verde. Me di cuenta de que nunca había visto hongos como esos. No parecían los típicos hongos que aparecen sobre la comida. Estos tenían una consistencia como de gelatina. Parecían una pequeña manchita de gel.
—Parece que la pintura no protegió lo suficiente —dije, haciendo una mueca. Carolina me oyó y tomó la proteína en sus manos. La examinó y soltó una exclamación de desagrado.
—¡No puede ser! —dijo.
—No te preocupes —repuse—. No es tan grave. Se puede limpiar. Los fosfolípidos están bien, ¿no?
—Sí, creo que sí —dijo Carolina mirando las cuarenta bolitas amarillas que había sobre la mesa. Puestas así tenían un aspecto extraño: eran como pequeñas cabezas decapitadas.
—Bien, entonces no hay problema —dije.
Tomé la proteína y busqué uno de los pañuelos desechables que llevaba en el bolsillo. Limpié la mancha de hongos y quedó embarrada en el pañuelo de manera desagradable, como si fueran mocos. Hice una bola con el pañuelo y lo arrojé a la basura.
—Bueno —dije, frotándome las manos—. Empecemos.


Unas tres horas después, habíamos terminado.
Habíamos conseguido pegar todos los fosfolípidos, para formar dos cuadrados de veinte por veinte. Habíamos colocado los palitos que hacían las veces de ácidos grasos, de modo que las dos capas parecían un montón de muñequitos con cabeza y dos piernas. Juntamos ambas capas, de tal manera que los extremos de las patas se tocaran y las unimos con otros cuatro palos más largos, colocándolos en las esquinas del cuadrado. Finalmente pegamos la proteína, en un hueco que habíamos dejado más o menos en el centro de la membrana. La proteína salía por la parte superior, atravesaba la membrana y salía un poco por la parte inferior. Le dimos unos últimos retoques pegando algunas cabezas de colesterol pintadas con témpera naranja y añadiendo a los bordes algunos glicolípidos que habíamos hecho con cartón, siguiendo los coloridos esquemas que aparecían en el libro del bueno de Bruce Alberts, un libro que para los profesores del IPA es una especie de Biblia. Para terminar, le dimos una última mano de pintura, retocando las partes que habían quedado despintadas, sobre todo en las cabezas de los fosfolípidos. Yo pinté el círculo que había quedado en la proteína en donde habían estado los hongos. Esta vez, me aseguré que quedara bien cubierto.
Cuando terminamos, los tres estábamos bastante cansados, teníamos los dedos manchados de pintura y pegamento y yo tenía las articulaciones de las manos adoloridas por haber estado manipulando aquellas delicadas piezas, cerciorándome que cada una de ellas encajara perfectamente en su lugar. Me sentía un poco como cuando termino de dibujar después de una larga jornada.
Para ese entonces, el día ya casi se había quedado sin luz. Pasaban un par de minutos de las seis de la tarde. Las luces de la sala de estudio se habían encendido hacía rato.
—Terminamos —dijo Elliot.
Los tres nos quedamos admirando nuestra obra en silencio unos momentos. Ocupaba un lugar de privilegio en el centro de la mesa.
—No quedó nada mal —dije—. Nada mal.
Y era cierto. Todo nuestro esfuerzo había valido la pena. Al menos, era lo que yo sentía.
Carolina bostezó y consultó su reloj.
—No puedo creer que haya pasado tanto tiempo —dijo. Miró las ventanas—. Ya es de noche.
—Creo que ya podríamos irnos —dije yo—. Además, yo todavía tengo que redactar el informe.
Junto con la maqueta, teníamos que hacer un informe que explicara la evolución de los distintos modelos de membrana plasmática, hasta llegar al modelo actual. Habíamos consultado unos cuantos libros y tomado muchas notas. También habíamos hecho un borrador del informe, escrito a mano y como yo era el más hábil con la computadora, en mi habían encomendado la tarea de pasarlo y agregarle algunos esquemas, los cuales también tendría que hacer, todo eso cuando llegara a mi casa.
—Todavía queda una cosa —dijo Elliot—. ¿Quién se lleva la maqueta?
Los tres nos miramos entre nosotros, interrogantes.
—Creo que lo mejor es que la dejemos acá —dijo Carolina al final—. Si no tuvieron problema en guardarla hasta ahora, no creo que tengan problema ahora. Yo me la llevaría a mi casa, pero tengo que viajar en ómnibus y a esta hora viene lleno. Correría el riesgo de aplastarse o de que se me caiga y no quiero que eso pase.
—Ninguno de nosotros quieres —dije yo. Elliot y yo también nos movíamos en ómnibus y teníamos el mismo problema: riesgo de muerte por aplastamiento—. Y me parece bien. Dejémosla acá hasta mañana. Habrá tiempo de sobra para que se terminen de secar la pintura y el pegamento. Luego, podemos venir a buscarla, antes de entrar a clase.
—Está bien —dijo Elliot—. Como quieran.
Recogimos todo, limpiamos la mesa y guardamos nuestras cosas. Con mucho cuidado colocamos la membrana dentro del táper y este dentro de la bolsa roja otra vez. Volvimos al mostrador de la biblioteca y le pedimos nuevamente al encargado si podíamos dejar nuestro pequeño proyecto allí.
—Esta es la última vez —le dijo Carolina con una sonrisa—. Te lo prometo.
El encargado también rió.
—No hay ningún problema —dijo.
Carolina le entregó la bolsa.
—Con cuidado —dijo Elliot.
El encargado llevó la bolsa a su lugar de siempre, encima del archivador plateado. Después de eso, nos fuimos.
Cuando salimos del IPA, nos despedimos y nos fuimos cada uno por nuestro lado.
Después de una interminable hora de viaje en ómnibus, de la cual pasé la mitad viajando de pie, llegué a mi casa.
Me tomé un café con mucho azúcar, comí lo que había quedado del mediodía (había estado en el IPA desde las ocho de la mañana) y luego fue a mi cuarto a redactar el informe. Me llevó más tiempo del que había creído, sobre todo porque tuve que hacer los esquemas, que fue lo más trabajoso. Cuando terminé, ya eran alrededor de las once. Me ardían los ojos de cansancio Imprimí el informe, lo leí por arriba para ver cómo había quedado, lo guardé en una carpeta y me fui a dormir. Increíblemente, esa noche no soñé.


2

Desperté a las nueve de la mañana siguiente, sintiéndome bastante tranquilo. Tenía la sensación de que me había quitado de encima un peso enorme que había estado llevando a cuestas durante días. ¡Por fin habíamos terminado el trabajo del ECI! Ahora podía dedicarme a otras cosas.
Ni bien me levanté, sonó el celular. Era un mensaje de Carolina, diciéndome que no me olvidara de llevar el informe, porque teníamos que entregarlo sin falta. Yo le respondí algo jocoso, como que ella no se olvidara de llevar todo su encanto, o algo así. Después me di una ducha, me vestí y salí para ir al IPA otra vez. No estaba apurado y hasta me puse a silbar en el trayecto entre mi casa y la parada del ómnibus. La mañana era soleada y templada. Las nubes, por fin, se habían ido. Parecía casi una mañana de primavera.
En un momento me dije que todo estaba demasiado bien. No sabía por qué, pero eso me preocupaba. Tenía una sensación como de la calma que antecede a la tormenta. Por alguna razón, me imaginaba que iba a haber algún problema con nuestro proyecto. Que la membrana se hubiese deshecho durante la noche, o algo por el estilo. O que por alguna razón, el informe que llevaba en la mochila se perdiera y ya no pudiéramos entregarlo.
“Tranquilo —me dije, reprendiéndome—. ¿Por qué tienes que ser tan fatalista? No pasa nada, no hay ningún problema. Todo está bien, ¿por qué simplemente no lo disfrutas?”
Subí al ómnibus con estas palabras tranquilizadoras en la cabeza y decidí tratar de disfrutar del día.
Claro que, al final, yo tenía razón: los problemas no empezaron hasta que llegué al IPA.

Pasada la una de la tarde, después de la clase que habíamos tenido al mediodía (Teoría del conocimiento o epistemología), Carolina, Elliot y yo nos encontramos en la puerta de la biblioteca. La clase de ECI empezaba a las tres de la tarde, así que teníamos tiempo de sobra, pero no habíamos ido a la biblioteca a buscar la membrana, sino a estudiar un poco de biofísica. Teníamos que aprovechar el tiempo para estudiar una de las materias más complicadas.
Entramos y nos dirigimos hacia la sala de estudio, pasando por delante del mostrador. De manera automática, los tres miramos hacia la puerta abierta que había detrás, por la que se podía ver la sala de archivos, en donde estaba guardada nuestra membrana. Vimos el archivador plateado de metal, con las viejas carpetas polvorientas de siempre. Pero nuestra bolsa roja no estaba.
—Miren —señalé, aunque mis amigos ya lo habían notado.
—La bolsa no está —dijo Elliot, señalando lo obvio.
Los tres intercambiamos una mirada de preocupación. En ese momento, el encargado de la biblioteca salió por la puerta, con cara de consternado. Al principio no advirtió nuestra presencia, venía caminando con la cabeza gacha. Pero en cuanto nos vio, se sobresaltó, como si lo hubiésemos asustado.
—Hola —dijo Carolina con su sonrisa de amabilidad—. Venimos a buscar la bolsa que dejamos ayer...
El encargado esbozó una sonrisa incómoda y se frotó las manos. Luego, nos miró con fingida sorpresa.
—¿Alguno de ustedes no se la llevó ayer? —preguntó.
Nosotros volvimos a mirarnos.
—No —dijo Carolina—. ¿Por qué?
—Porque... parece que no está —dijo el encargado, más incómodo que antes.
Nos miramos una vez más, cada vez más desconcertados.
—¿Cómo que no está? —intervine—. Nosotros dejamos la bolsa ayer, ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo, pero yo me fui un par de horas después que ustedes —se explicó el encargado—. Y la bolsa quedó ahí, donde siempre, encima del archivador. No creo que nadie la haya tocado, porque tenía una etiqueta con sus nombres. Y hoy de mañana, cuando volví, ya no estaba. Supuse que alguno de ustedes se la había llevado.
—No, nosotros acabamos de llegar —dijo Carolina, con tono de nerviosismo creciente—. No nos llevamos la bolsa.
—¿No hay nadie más en su grupo? —preguntó el encargado, despacio.
—No, sólo nosotros tres —dijo Carolina.
—No puede ser... —murmuró Elliot.
—Esperen, tranquilos —dije yo—. Ninguno de nosotros se llevó la bolsa, así que lo más probable es que siga acá. Alguien debe haberla puesto en otro lado, para que no estorbara o algo así. Solamente hay que buscarla. No creo que nadie se la haya robado.
Carolina miraba al encargado como si no me hubiese escuchado.
—¿Podemos entrar y buscarla? —preguntó. Lo dijo con un tono casi exigente.
El encargado se frotó la nuca con una mano, incómodo.
—Se supone que no debería... —empezó. Pero guardó silencio al ver nuestros rostros. Seguramente, fueron muy elocuentes. No quiero imaginarme la cara de víctimas que debíamos tener—. Pero está bien. A lo mejor tienen razón y alguien puso la bolsa en otro lado. La verdad es que yo no tuve mucho tiempo de buscarla. Así que pasen.
Nos hizo una seña con la mano.
—Gracias —dijo Carolina.
Rodeamos el mostrador y nos dirigimos a la puerta, precedidos por el encargado.
Entramos en esa habitación bastante amplia y llena de estanterías, en las que se guardaban los muchísimos libros que tenía la biblioteca. Había al menos una docena de archivadores similares al que usábamos, con carpetas, biblioratos y montones de papeles encima, como si los cajones estuvieran saturados y los encargados hubieran tenido que empezar a acumular archivos uno encima de otro. La verdad es que la sala tenía un aspecto bastante caótico y no me pareció raro que las cosas se perdieran o se traspapelaran. Me pregunté cuántos libros se habían perdido desde que se había creado la biblioteca del IPA.
Miramos el viejo archivador plateado, con manchas de óxido en los costados y algunas abolladuras. Nuestra bolsa no estaba encima y el espacio vacío que había dejado era desalentador.
—¿Dónde puede estar? —preguntó Elliot, mirando a su alrededor con ojos grandes.
Miré las estanterías que había contra las paredes y que llegaban hasta el techo. Estaban tan saturadas de papeles que parecía que iban a abalanzarse encima nuestro de un momento a otro.
—Deberíamos preguntarla a la otra muchacha —dijo Carolina. En la biblioteca, por lo general, había dos encargados por turno—. A lo mejor ella sabe.
—Sí, pregúntenle —dijo el encargado. Luego miró hacia la puerta. Había gente aguardando a ser atendida en el mostrador—. Me tengo que ir. Tengo que atenderlos.
Y sin más se marchó, como si quisiera deshacerse de nosotros.
Carolina, Elliot y yo nos miramos nuevamente.
—¿Dónde está la otra chica? —pregunté.
—Debería estar por acá —dijo Carolina.
Empezamos a caminar entre las estanterías que había dispuestas en hileras en la sala, como las góndolas de un extraño supermercado. La sala estaba silenciosa y parecía que allí no había nadie.
—¿Hola? —preguntó Carolina—. ¿Hay alguien?
Nadie respondió.
Parecía que, en realidad, éramos los únicos allí. El encargado se había lavado las manos, dejándonos a nosotros a nuestra merced en ese caos de libros, archivos, folios y demás.
—¿Quién se podría haber llevado la membrana? —preguntó Elliot.
—No creo que nadie se la haya llevado —dije—. ¿De qué le podría servir a alguien que no fuera nosotros?
—Parece que hay un ladrón de membranas plasmáticas en el IPA —dijo Carolina, pero sin tono de broma. De todas maneras, Elliot y yo reímos.
En ese momento, ví algo en un rincón que me llamó la atención.
Apoyada al costado de un montón de biblioratos que alcanzaban el metro de altura desde el piso, estaba la bolsa roja en la que habíamos guardado la membrana.
—Miren —exclamé.
La levanté rápidamente y la abrí, aunque no era necesario. La bolsa estaba vacía. Aunque del lado de adentro había algo extraño: manchas viscosas de color verde, como la que habíamos descubierto en la proteína el día anterior. Sólo que las de la bolsa eran más grandes.
—No lo puedo creer —dijo Carolina—. La membrana se pudrió y alguien la tiró a la basura.
—No pudo haberse podrido en tan poco tiempo —objeté—. Ayer, sólo la proteína tenía una minúscula mota de hongos.
—¿La limpiaste bien? —me preguntó Carolina, con tono casi acusador.
—Sí, por supuesto —respondí a la defensiva.
Me di cuenta que Elliot no estaba cerca nuestro. Miré a mí alrededor para buscarlo y lo encontré en el otro rincón de la habitación, inclinado, mirando algo con atención.
—Oigan —dijo—. Miren esto.
Nos acercamos. Elliot señaló el suelo. Tirado allí, estaba el táper en el que habíamos guardado la membrana. Estaba dado vuelta, con la boca hacia abajo. La tapa no estaba por ningún lado. Se veía que el táper estaba manchado con algo del lado de adentro. Me incliné y lo levanté. Al darlo vuelta, los tres soltamos idénticas expresiones de asco. Todo el interior del recipiente estaba embarrado con aquella sustancia mucosa de color verde, que despedía un olor a humedad y harina rancia.
Carolina se tapó la nariz con dos dedos.
—Qué asco —exclamó.
A mí también me parecía un asco, pero no era eso en lo que estaba pensando. Pensaba en cómo era posible que la membrana se hubiese descompuesto en un período de tiempo tan corto. Se me ocurrió que a lo mejor la descomposición había empezado mucho antes, quizá cuando la guardamos por primera vez. Tal vez, las cabezas de los fosfolípidos habían empezado a pudrirse desde dentro. Y con todo el tiempo que había pasado (casi un mes), la putrefacción había aflorado a la superficie. La témpera no había logrado aislarla.
Pero otra cosa que me preocupaba era que el táper estuviera allí tirado en el suelo. Si alguien había encontrado la membrana descompuesta y había decidido tirarla a la basura, podía entenderlo. Yo, en su lugar, seguro que hubiese hecho lo mismo. Pero lo que no entendía era por qué esa persona había dejado el táper sucio tirado allí, en un rincón, como si aquello fuera un basural en lugar de una biblioteca. Otro tanto ocurría con la bolsa, que también estaba contaminada de hongos y también la habíamos encontrado tirada en el suelo.
—Deberíamos buscar al encargado —dijo Carolina—. Y preguntarle qué pasó exactamente. No puedo creer que todo nuestro trabajo se haya arruinado.
Soltó una maldición dándose un golpe en la pierna con el puño cerrado, como solía hacer cuando se enojaba.
—Espera —dije—. Todavía no te enfurezcas.
Pero yo también empezaba a sentirme ofuscado.
“Sabía que algo así iba a pasar —me dije con amargura—. Lo sabía, estaba seguro. Todo estaba saliendo demasiado bien”.
Miré el suelo y vi que había más manchas verdes, sobre las gastadas baldosas grises, que, dicho sea de paso, no se veían muy limpias. Por eso no las había visto al principio. Pensé que un poco de los hongos que había en el táper se habían derramado al suelo. Pero entonces me di cuenta que las manchas no estaban sólo allí. Había un camino de manchas que eran como pinceladas torpes sobre el suelo y que se alejaban de nosotros.
Empecé a seguir aquél rastro que parecía dirigirse a la puerta.
Mis amigos me miraron con curiosidad, pero no les presté atención.
—¿Qué haces? —me preguntó Elliot.
No respondí inmediatamente. Caminé a lo largo de todo un estante y me detuve en donde el rastro desaparecía de manera abrupta. No seguía hasta la puerta, sino que describía una curva, hacia el librero. Me arrodillé en el suelo, observando fijamente aquellas manchas extrañas. Me fijé debajo del librero. Había más hongos allí. Y un examen más detallado dejaba ver que las manchas subían por la vieja madera del estante y pasaba sobre los lomos de libros grandes y de aspecto solemne. Pero su solemnidad había quedado mancillada por aquella sustancia desagradable que los impregnaba.
Me puse de pie y vi que el rastro terminaba en un estante que estaba a la altura de mis ojos y en el que había algunas cajas de cartón cubiertas de polvo. Una de ellas tenía un rastro leve de color verdoso.
¿Qué había pasado?, me pregunté. ¿Acaso alguien había sacado la membrana podrida del táper y la había llevado hasta esa caja para guardarla allí? ¿Para qué? ¿Cón qué propósito? No tenía sentido.
—¿Qué encontraste? —me preguntó Elliot.
Señalé la caja.
—Hay un rastro de esos hongos por todas partes —señalé—. Si te fijas bien, van desde el suelo hasta este librero, suben y terminan en esta caja.
Elliot y Carolina me miraron con curiosidad, como para comprobar si yo hablaba en serio. Luego, examinaron la caja.
—Qué raro —dijo Elliot y extendió una mano para tocar la caja.
Entonces, esta se movió. Se sacudió bruscamente, como si alguien la hubiese empujado desde el otro lado del librero.
Los tres nos sobresaltamos y Elliot dio un respingo, saltando hacia atrás. La caja permaneció inmóvil unos instantes y luego volvió a sacudirse. No era como si alguien estuviera empujando la caja del otro lado. Era como si la caja tuviera algo dentro que se movía y pugnaba por salir.
—¿Qué... —empezó a decir Carolina, pero entonces la caja saltó una vez más, ahora con más fuerza que nunca. Golpeó el estante que tenía arriba con fuerza suficiente como para sacudir todo el librero. Carolina sofocó un gemido y retrocedió dos pasos. Fue entonces cuando la caja saltó de su sitio.
Cayó al suelo con un golpe seco del otro lado del librero. En el estante, quedó un hueco libre, el cual estaba untado de más de aquella sustancia verde.
A través de los libros vimos como la caja empezaba a moverse. Se arrastró con rapidez y un desagradable ruido a mojado, como el que hace una esponja llena de agua si se la deja caer. Rodeó la estantería y, como si pudiera ver por dónde iba, fue directo hasta la puerta, salió y desapareció.
Carolina, Elliot y yo nos quedamos petrificados como estatuas, en donde estábamos.
—Por favor —dijo Carolina de pronto, en voz baja—. ¿Podrían explicarme qué era eso?
—A lo mejor... era un ratón —aventuré—. Las bibliotecas viejas están llenas de ratones.
Eso podía ser verdad, pero seguro que se traba de un ratón muy grande. ¿Y qué ratón va dejando un camino de baba verde por donde se mueve?
Volvimos a mirarnos, como preguntándonos qué hacer y de golpe, los tres corrimos hacia la puerta, para salir.


3

El encargado estaba concentrado en la tarea de rellenar unos formularios cuando salimos al mostrador.
—¿La encontraron? —nos preguntó con tono despreocupado.
—No exactamente —dije—. Creo que encontramos otra cosa. ¿No viste... una caja saliendo por acá?
El encargado me miró como si me hubiese vuelto loco, pero no le dimos tiempo a que respondiera. Evidentemente, había estado tan concentrado en lo que hacía que no había visto la caja salir a su espalda.
—No importa —dijo Elliot, dándome una palmada en el brazo—. Miren.
Carolina y yo nos volvimos y vimos que el rastro iba por el suelo hacia la puerta de vidrio de la biblioteca. Esa puerta se cierra sola si una la deja abierta porque tiene un brazo con resorte. Seguro que alguien había salido y la caja había salido detrás, antes de que la puerta se cerrara.
—Oigan, ¿qué es eso? —preguntó el encargado mirando las manchas verdes del suelo.
No le respondimos. Ninguno de nosotros le prestó atención. Fuimos hasta la puerta de vidrio y salimos.
—Oigan —oí que decía el encargado a nuestras espaldas—. ¿Qué está pasando?
Pero la puerta se cerró tras nosotros y la voz del hombre se apagó.
En el piso blanco del corredor, el rastro era más pequeño, pero más visible.
—Miren —dijo Carolina—. Va hacia las escaleras.
Estábamos en el segundo piso y el rastro iba hacia las escaleras que bajaban a la planta baja.
Bajamos las dos escaleras rápidamente y cuando llegamos abajo, vimos que el rastro iba en diagonal hacia el corredor norte, uno de los que rodeaba el patio central. Fuimos hacia allí y seguimos el camino de gelatina verde hasta la puerta que comunicaba con el patio.
—Salió por acá —dijo Elliot—. Pero, ¿hacia adónde irá?
—No sé —respondí—. Lo que más me llama la atención es ¿cómo sabe a dónde tiene que ir?
—A lo mejor no lo sabe, a lo mejor sólo está andando a ciegas o guiándose por el olfato, como un perro... —empezó a decir Elliot, pero Carolina lo interrumpió.
—¡Esperen! —exclamó—. Alto. Todavía no sabemos qué es lo que estamos siguiendo. ¿Qué había dentro de esa caja?
Los tres volvimos a mirarnos con incertidumbre, como antes. En ese momento, a mí se me ocurrió una idea, pero la descarté enseguida por lo descabellada.
—Lo vamos a saber cuando la encontremos —dije—. Salgamos.
Y los tres cruzamos la puerta.
El patio del IPA, recientemente remodelado, era un enorme cuadrado de cemento, con algunos espacios rectangulares con tierra, en los que creían unos árboles formidables y frondosos.
El corredor nuevo del segundo piso cruzaba el patio de lado a lado, sostenido por gruesas columnas cuadradas. Parecía un largo tren lleno de ventanas que pasara por un puente. Del otro lado de ese puente, estaba la nueva cantina, mucho más espaciosa e iluminada, ya que las paredes eran todas de ventanas con marcos de aluminio. Era mucho mejor que la cueva oscura, húmeda y con un permanente olor a grasa que había en el subsuelo el año anterior.
Bajamos una pequeña escalinata que había en la puerta, mirando fijamente el suelo, en busca de algún rastro.
Había pocas personas en el patio en ese momento, pero si alguno nos vio, seguro que pensó que estábamos buscando un lente de contacto o algo parecido. O simplemente, que estábamos locos.
—¿Ven algo? —preguntó Carolina, buscando cerca de uno de los árboles.
—Creo que sí —dijo Elliot, alejándose de nosotros.
Se acercó al cantero más grande, que estaba frente a los salones nuevos. Allí había algunos arbustos y plantas que tenían un aspecto salvaje. Elliot trepó el banco de cemento que había en el cantero y miró la tierra húmeda y cubierta de musgo.
—¿La encontraste? —le pregunté.
—No veo nada —repuso Elliot—. Debe estar entre las plantas o...
De pronto, un chillido estridente nos sobresaltó. Fue tan agudo y repentino que Carolina gritó, sin poder evitarlo y Elliot dio un salto hacia atrás. Fue un milagro que cayera de pie en el suelo y no sentado.
Al principio no supe de dónde provino. A mí me pareció que había venido desde dentro del corredor. Pero entonces vi que los arbustos del cantero se sacudían con brusquedad. Fue un movimiento breve pero intenso. Las hojas soltaron un murmullo al frotarse entre ellas. Luego, hubo silencio. Un silencio tenso como el que se produce después de que estalla un trueno.
Carolina, Elliot y yo intercambiamos una mirada de perplejidad. Y de miedo.
—¿Qué... fue eso? —preguntó Carolina en voz tan baja que apenas la escuché.
—Un gato —dije.
Estaba seguro, se trataba de un gato. En la cooperativa en la que yo vivo está lleno de gatos callejeros y otros que tienen dueño, pero que por las noches salen a recorrer los techos y los muros, como es costumbre entre los felinos. Y de vez en cuando, en plena madrugada, se puede escucharlos pelear, lanzando bufidos y chillidos que logran despertarme. Algunos chillidos son de furia y otros de dolor, pero son inconfundibles. Y el chillido que acabábamos de escuchar había sido de dolor, estaba seguro. En el IPA también hay unos cuantos gatos, que parecen no tener dueño y pasean distraídamente por el patio y los corredores. A veces se los puede ver echados a la sombra de los árboles o jugando en los canteros, pero son gatos amistosos. No tiene la costumbre de pelearse entre ellos, al menos, yo nunca los vi pelear. Pero ahora, alguno de los gatos había chillado, como si otro le hubiese arrancado un ojo de un zarpazo.
—Vino de ahí —dijo Elliot señalando el arbusto que había en el cantero.
Me acerqué y miré el arbusto, ahora inmóvil. El silencio seguía siendo tan tenso que podía cortarse con un cuchillo.
—Los gatos del IPA nunca se pelean —dijo Carolina, como si me hubiese leído el pensamiento.
—Lo que atacó a ese gato no fue otro gato —respondí. Luego me subí al banco de cemento.
—¡Fede, no! —exclamó Carolina.
—Tranquila —dije—. Sólo voy a ver.
—Cuidado —me advirtió Elliot.
Di un pequeño salto y apoyé los pies en la tierra húmeda y fangosa del cantero. Olía a raíces y a musgo.
Miré el arbusto inmóvil. Me parecía escuchar un sonido leve, casi imperceptible. Como de alguien que mastica un chicle.
Rodeé el arbusto muy despacio. Sentía la mirada penetrante de Elliot y Carolina a mi espalda. Ellos parecían no respirar y estaban quietos como estatuas, observándome.
Empecé a sentir miedo y me pareció que la idea de ver qué había detrás del arbusto ya no era tan buena. “Lo que atacó a ese gato no fue otro gato”. Lo había dicho yo mismo. Entonces, ¿qué había sido? La idea descabellada que había tenido antes volvió a mi mente con más fuerza que nunca.
“No seas estúpido —me dije—. Sí fueron dos gatos. Uno atacó al otro y lo lastimó. Fin del misterio. ¿Qué otra cosa podría ser?”
Terminé de rodear el arbusto y lo primero que vi fue la caja de cartón que había saltado del estante de la biblioteca. Estaba tirada en el suelo, destrozada, como si la hubieran despedazado a dentelladas. Fragmentos de cartón desmenuzados yacían a su alrededor.
Al lado de la caja, en el suelo, cerca de los troncos blancuzcos del arbusto, había algo que se movía. Era algo pequeño, algo que podría haber entrado en la caja de cartón destrozada.
Era algo sin forma aparente. Como un bulto de una sustancia húmeda y verdosa. En la parte superior tenía una veintena de esferas pequeñas de un desagradable color amarillo. En la parte posterior, como una cola, le salía un rulo de color azul oscuro y aspecto enfermizo. A los costados, tenía muchas pequeñas patas muy delgadas, como las de un ciempiés.
La cosa estaba sobre lo que parecía una peluca negra muy sucia. La parte superior de la cosa se movía despacio, subiendo y bajando, como si estuviera sorbiendo la peluca. Pero entonces me di cuenta que no era una peluca, porque vi una cola larga y peluda asomando por un costado. Por el otro costado, asomaba una garra de uñas largas y curvas. Era el gato. El gato que habíamos escuchado chillar. Estaba siendo devorado por aquella cosa sin forma.
Di un paso hacia atrás y solté un jadeo. Fue involuntario. Pensé que iba a gritar, pero estaba demasiado asustado para hacerlo. El corazón me latía con mucha fuerza y sentía que no podía respirar.
Mis sonidos alertaron a la cosa.
Esta se volvió despacio, moviéndose sobre sus delgadas y rígidas patas. Al volverse vi que tenía una especie de boca, un horrendo hueco lleno de dientecillos como astillas. Los dientes estaban manchados de rojo y tenían pelos de gato atascados entre ellos.
La criatura se deslizó de lo que quedaba del pobre animal: no más que un poco de piel desgarrada y algunos huesos ensangrentados. Abrió la boca y se irguió, como si quisiera mirarme. Sus patas se movieron, como haciéndome señas para que me acercara.
Di otro paso hacia atrás, sin darme cuenta. Una sensación de irrealidad cayó sobre mí. El piso empezó a bambolearse. “Ahora voy a desmayarme —pensé—. Seguro que sí. Me desmayo y esa cosa salta sobre mí para masticarme la cara con sus colmillos”.
Pero no me desmayé. Estaba mareado, pero no me desmayé. Caminé hacia atrás con torpeza, me tropecé con mis propios pies y caí al suelo de espaldas. Carolina y Elliot me vieron y gritaron mi nombre al unísono, pero sus voces sonaban distantes.
Me levanté lo más rápido que pude, a los saltos. La cosa se estaba acercando a mí, caminando con su docena de patas traseras mientras las otras se movían en el aire, trazando pequeños círculos. Querían atraparme.
Salté hacia un costado, me tropecé con el banco de cemento y caí al duro suelo del patio. No fue una caída muy aparatosa, pero me raspé el canto de la mano derecha al tratar de frenarla.
—¿Qué pasó? —preguntó Elliot, desesperado—. ¿Qué pasa?
Me ayudaron a levantarme, pero la verdad es que yo lo hice casi solo.
—La membrana —dije casi sin aliento.
—¿Qué? —preguntó Carolina, casi gritándome.
—La membrana —repetí en voz más alta, señalando hacia el cantero.
Elliot y Carolina se volvieron y miraron hacia donde yo señalaba. La membrana estaba allí. Había trepado al banco de cemento y parecía mirarnos a los tres, aunque no tenía ojos. Al menos, no parecía tenerlos. Su horrible boca se abría y cerraba, abría y cerraba, proyectando aquellos dientes afilados y ensangrentados hacia fuera.
Esta vez fue Carolina la que dio un paso hacia atrás y hubiera caído al suelo si no hubiera chocado contra mí. Vi que Elliot se ponía blanco como un papel. La membrana chorreaba hilos de una baba verdosa que le escurrían por la boca y formaban pequeños charcos sorbe el banco.
“¿Va a atacarnos? —me pregunté—. ¿Qué es lo que va a hacer?”
Como si me hubiese escuchado, la membrana se deslizó nuevamente por el banco, volviendo al cantero.
—¿Adónde fue? —preguntó Elliot—. ¿Adónde se fue?
No respondí. No sabía qué contestar.
Entonces Carolina me miró como si me acusara.
—¿Qué era eso? —preguntó—. ¿Qué era?
—Era... la membrana —dijo Elliot antes de que yo pudiera contestar—. ¿Se dieron cuenta? Era nuestra membrana. La que nosotros hicimos.
Carolina empezó a negar con la cabeza, cada vez más enfáticamente.
—No —dijo—. No puede ser. Eso... eso es imposible. No puede ser...
—Carolina, ¿no te diste cuenta? —le preguntó Elliot—. Sí era. Era la membrana que nosotros hicimos. ¿Qué te crees que hemos estado buscando desde que salimos de la biblioteca? ¿Qué crees que había dentro de esa caja que saltó del estante? ¿Qué crees que dejó todo ese rastro verde por todas partes?
Pero Carolina parecía reacia a aceptarlo.
—Pero no puede ser —dijo—. Lo que estás diciendo no tiene sentido, ¿te das cuenta?
—Es verdad —dije yo—. No tiene sentido. Pero es así, Carolina. Esa era nuestra membrana.
Carolina, acorralada, me miró con resignación.
—Pero... ¿cómo puede ser nuestra membrana? Esa cosa estaba... viva.
—Sí —dije yo—. Creo que... de alguna manera la membrana cobró vida.
—Pero, ¿cómo?
—Los hongos —murmuré.
—¿Qué? —preguntó Carolina, como si no me hubiese escuchado.
—Los hongos —dije mirándola—. ¿Recuerdas la pequeña mancha de hongos que encontramos ayer en la proteína?
—Sí —dijo Carolina.
—Bueno, seguramente no era la única mancha que había —dije—. Los fosfolípidos debían tener hongos en la parte interior o tal vez yo no limpié la mancha lo suficiente. Seguro que por dentro la masa no estaba bien cosida. Los hongos incubaron durante todo ese tiempo, desde que empezamos a hacer la membrana, ya hace más de un mes. El tiempo está húmedo y un poco cálido para la época. Tiempo perfecto para la proliferación de los hongos. Crecieron y se expandieron en la membrana, mientras estuvo guardada en el táper. Hasta que... sucedió esto.
—Pero eso es imposible —dijo Carolina, casi gritando—. Quiero decir, es cierto que los hongos pueden haber crecido en todo este tiempo, pero no hay ningún hongo que sea capaz de hacer que un montón de masa de harina de trigo y palitos de madera se conviertan en una cosa viviente que se mueve y come.
—Bueno... estos hongos sí —dije—. No soy experto en el tema, pero yo nunca había visto hongos como esos.
—Ni yo —dijo Elliot.
—¿Qué es, entonces? —preguntó Carolina—. ¿Un hongo mutante? ¿Una especie nueva de hongo?
—Puede ser —dije yo—. Cualquiera de las opciones es posible.
Carolina se pasó una mano por la frente, como si quisiera ordenar las ideas que tenía dentro de la cabeza.
—Está bien... —dijo—. Está bien... puedo aceptar lo que dicen... por ahora. Pero lo que me preocupa ahora es: ¿qué vamos a hacer? Evidentemente esa cosa es peligrosa y está suelta por ahí.
—Tenemos que encontrarla —dije yo—. Es peligroso... —agregué, pensando en el gato deshecho que había detrás del arbusto. Agradecí que Carolina no lo hubiese visto—. Pero es nuestra responsabilidad. Nosotros hicimos esa membrana.
—Pero no era nuestra intención que se convirtiera en un monstruo carnívoro —dijo Elliot.
—Es verdad, pero somos los únicos que saben que existe —dijo Carolina—. Al menos, por ahora. Fede tiene razón. Es nuestra responsabilidad. Tenemos que encontrarla antes de que ataque a alguien.
—Está bien —dijo Elliot—. Pero hay algo que me preocupa: cuando encontremos la membrana... si es que la encontramos... ¿cómo vamos a detenerla?


4

Los tres saltamos por encima del banco de cemento y comenzamos a examinar el cantero. Los restos deshechos del gato seguían allí, repugnantes. Al verlos, Carolina se tapó los ojos con una mano y se apartó. Yo pensé que iba a gritar, o tal vez a vomitar por la impresión, pero, gracias a Dios, se contuvo.
—Debe estar escondida en algún lado —dijo Elliot, mirando con atención los arbustos.
—No creo que nos ataque —dije yo—. Después de todo... ya comió.
Pero mis palabras no parecieron tranquilizar a mis amigos.
—¿Ven algún rastro? —inquirió Elliot.
—Nada —dijo Carolina.
Yo estaba caminando despacio, con la cabeza gacha, mirando fijamente el suelo barroso. Era muy difícil distinguir si había rastros de hongos en el suelo, ya que en su mayor parte estaba cubierto de musgo, líquenes y hierbas. Pero de pronto, me topé con una tapa de alcantarilla, que sobresalía de la tierra. Era cuadrada y tenía agujeros redondos, como una galleta gigante. La tapa, que parecía nueva, como todo en el patio remodelado, tenía embarrada una mancha verde encima.
—Creo que encontré algo —anuncié.
Carolina y Elliot, que estaban más atrás, se acercaron.
Los tres miramos la tapa.
—Debe haber pasado por ahí —dijo Elliot, señalando los agujeros redondos—. Debe estar abajo, en el alcantarillado.
—¿Vamos a tener que bajar ahí? —preguntó Carolina.
—Creo que deberíamos bajar Elliot y yo —dije.
Carolina lo pensó un instante.
—No, yo también voy —dijo.
—No es necesario, Carolina —empecé a decir, pero ella me interrumpió.
—Sí —dijo—, es necesario. No quiero quedarme acá mientras ustedes están ahí abajo. Me voy a sentir mucho peor. Voy a acompañarlos. A lo mejor, necesitan mi ayuda.
—Está bien —dije.
Me incliné hacia delante y levanté la tapa, sujetándola por los agujeros, cuidando de no mancharme las manos con los hongos gelatinosos. La tapa era bastante más pesada de lo que había creído y parecía estar colocada a presión. Salió con un sonido hueco, acompañada de un olor a humedad muy penetrante.
Deje la tapa a un costado y contemplé el hueco cuadrado. El pozo debía medir unos veinte metros de profundidad y podía verse, al fondo, en la húmeda oscuridad, una pequeña corriente de agua sucia. El sonido nos llegaba hueco y cavernoso, como el rugido de alguna criatura mitológica escondida en una cueva.
—Bueno... bajemos —dije.
Yo fui primero, porque sabía que Elliot y Carolina no se iban a atrever.
Una de las paredes del hueco tenía una escalera hecha con gruesas vigas de hierro que llegaba hasta el fondo. Me metí en el hueco, me sujeté con fuerza (las vigas estaban mojadas y un poco oxidadas) y empecé a bajar.
Cuando bajé un par de metros, levanté la cabeza y miré a mis amigos. Ellos estaban fuera, mirándome con atención. La luz del día brillaba alrededor de sus rostros pasmados con un aire espectral.
—Vengan —dije—. No pasa nada.
Elliot fue primero y Carolina lo siguió.

Unos minutos después, habíamos llegado al fondo. La corriente de agua de color gris-marrón pasaba por entre nuestros pies, siguiendo la dirección de un túnel que parecía interminable. Allí abajo, el aire era prácticamente irrespirable. Olía a humedad, a barro podrido y un poco a orina.
—Creo que acá desembocan todos los baños del IPA —dijo Elliot, observando las rugosas paredes de cemento, manchadas de moho.
—Puede ser —dije—. Tengan cuidado. Caminen por el medio. No se acerquen a las paredes, porque ahí están los desagües.
Como si mis palabras fueran una invocación, se escuchó un ruido de agua moviéndose y un segundo después, un chorro de un líquido color amarillento cayó por uno de los desagües que había en la pared, sumándose a la corriente que pasaba por el suelo.
—Qué asco —dijo Carolina, en un murmuro impresionado.
—Te dije que te quedaras arriba —le respondí.
—No, me quedo abajo —repuso ella.
—Hay que pensar... ¿a dónde pudo haber dio la membrana? —dijo Elliot.
—Creo que sólo pudo haber seguido una dirección —repuse mirando el fondo oscuro del túnel.
—Ojalá tuviéramos una linterna —dijo Carolina.
—Sí tenemos, en cierto modo —dijo Elliot, buscando en sus bolsillos. Finalmente, extrajo su teléfono celular—. Saquen sus celulares —agregó.
Carolina y yo obedecimos. Me pregunté cómo no se me había ocurrido antes. La luz de la pantalla podía servirnos para ver por dónde íbamos.
—No son exactamente linternas —dijo Elliot—. Pero van a servir.
—Ojalá tuviéramos un arma —dijo Carolina entonces, con tono de ironía, pero sin humor.


5

Empezamos a caminar por el túnel, por el medio, cuidando de no acercarnos a las paredes, con el agua corriendo por entre nuestros pies. Podría decirse que seguíamos la corriente.
De vez en cuando veíamos grupos de enormes cucarachas saliendo de grietas en las paredes del túnel. Parecía que se alimentaban de una sustancia naranja que había por todas partes, formando repugnantes burbujas. Me pregunté que sería aquella cosa, pero en realidad no quería averiguarlo. También veíamos ratas. Increíblemente, no fueron muchas las que encontramos, pero sí algunas, de color gris o marrón, bastante grandes y repugnantes. Caminaban pegadas a las paredes del túnel, huyendo de la luz que proyectaban nuestros teléfonos, horadando la pestilente oscuridad.
Al principio caminamos en silencio. Podíamos sentir la tensión en el aire. Pero al cabo de unos minutos, Carolina preguntó:
—¿Cómo podemos estar seguros de que la membrana vino por acá?
—Por eso —dije yo, señalando hacia arriba. Carolina levantó la cabeza y miró el sucio techo del túnel. El rastro verde de hongos pasaba por allí—. ¿Quieres volver? —le pregunté a Carolina.
—No, ya es tarde para echarse atrás —dijo ella.
—¿Escuchan eso? —preguntó Elliot de pronto.
—¿Escuchar qué? —pregunté.
—Creo que algo se mueve, más adelante —respondió Elliot en voz baja, señalando el fondo oscuro del túnel. Allí, parecía que la oscuridad era infinita.
Agucé el oído y pude escuchar, por encima del sonido del agua, una serie de crujidos leves. Como si alguien estuviese aplastando las cucarachas que poblaban el túnel con unas botas muy gruesas.
—Deben ser las ratas —aventuré.
Elliot y Carolina guardaron silencio.
—Sigamos —dije.
Empezamos a caminar otra vez, ya que nos habíamos detenido al percibir aquél sonido. El sonido desagradable se iba haciendo cada vez más audible. Sentí que mi corazón empezaba a latir cada vez más fuerte, como cuando ví a la membrana por primera vez...
Carolina se detuvo en seco, ahogando un gemido. Ella estaba a mi izquierda y Elliot a mi derecha. Yo iba en el medio. Carolina miró hacia la pared de la izquierda y nosotros también.
La membrana estaba allí. Acurrucada en un rincón, casi pegada a la pared del túnel. Era evidente que estaba comiendo, porque se movía igual que cuando la había visto devorar al gato. La parte superior, perlada de bolas de masa amarilla, subía y bajaba despacio. Era un movimiento que daba escalofríos, sobre todo porque uno sabía que estaba comiendo.
Debajo de la membrana había un pequeño montículo de cucarachas muertas. Aunque, en realidad, la mayoría de ellas estaba moribunda. Podían verse las patas moviéndose con ciego frenesí, pugnando inútilmente por escapar.
“No eran las ratas”, pensé, mientras contemplaba pasmado aquél horrible espectáculo. El crujido extraño que habíamos escuchado era la membrana comiendo gordas y crujientes cucarachas.
Al principio ninguno de nosotros habló. Estábamos demasiado impresionados, como al principio.
—Deberíamos... hacer algo —dijo Elliot en voz muy baja, como queriendo evitar que la membrana lo oyera. Parecía que, hasta el momento, no se había percatado de nuestra presencia.
Elliot tenía razón. Teníamos que hacer algo... pero, ¿qué? La idea que tenía en la cabeza era la de matar a la membrana... de alguna forma. Pero, ¿cómo? ¿Con qué? “Ojalá tuviéramos un arma”, había dicho Carolina cuando entramos al túnel. Y tenía razón.
—Creo que... —empecé a decir, pero no pude terminar.
Vi que Elliot pasaba a mi lado a toda velocidad, con los brazos levantados. Tenía algo en las manos, que sostenía por encima de la cabeza. Ví que se trataba de un herrumbrado tubo de plomo cuando Elliot lo descargó con toda su fuerza (que no era mucha) sobre la membrana.
—¡Elliot! —gritó Carolina.
La membrana no notó lo que pasaba, hasta que pasó. Al parecer, las cucarachas le gustaban demasiado como para dejarlas. El pesado tubo cayó sobre ella con un ruido a mojado. Fue como si Elliot golpeara un montón de gelatina.
La membrana se desmenuzó en varios pedazos que salieron salpicados en varias direcciones. Un par de ellos quedaron embarrados contra la pared, otro cayó al riachuelo que corría por el túnel, siendo arrastrado por la corriente.
Las pocas cucarachas que quedaban vivas, huyeron despavoridas, en cuanto Elliot las liberó de su captor.
“Corran, son libres”, pensé de pronto, sin darme cuenta y estuve a punto de soltar una carcajada histérica.
El golpe había sonado como una campanada, cuando el tubo chocó contra el cemento del suelo... sólo que fue como escuchar una campanada con la cabeza dentro de la campana. El sonido reverberó y se alejó por el túnel. Sentí una dolorosa vibración en los tímpanos.
Elliot estaba muy agitado por el esfuerzo. Tenía la cara roja y estaba jadeando. Los lentes se le habían torcido, dándole el aspecto de un loco. Aún sostenía el tubo, cuya punta manchada de verde estaba apoyada en el suelo, en medio de un círculo de cucarachas carcomidas.
Carolina y yo nos miramos. Nunca habíamos visto a Elliot actuar así.
Nos acercamos a él. Le toqué el hombro y él se volvió, sobresaltado. Pensé que iba a partirme el tubo de plomo en la cabeza.
—Tranquilo —dije, levantando las manos y echándome hacia atrás—. No me vas a aplastar a mí también, ¿no?
Elliot pareció tomar conciencia de su estado. Miró el tubo y se sorprendió, como si se hubiera olvidado de que lo tenía. Lo dejó caer, se acomodó los lentes y se pasó una mano por el cabello revuelto.
—Perdón, es que... —empezó a decir.
—No importa —repuse—. Bien hecho. De haber sabido que era tan fácil, lo hubiera hecho yo.
—Creo que fue demasiado fácil —dijo Elliot. Luego, sonrió. Entonces yo sonreí. Y Carolina también. Sonreímos de alivio.
—Ya podemos irnos de este lugar horrible —dijo Carolina.
Yo estaba de acuerdo.
Pero entonces miré la pared y la sonrisa se desvaneció de inmediato de mis labios. Carolina y Elliot lo notaron y ellos también dejaron de sonreír.
—¿Qué pasa? —preguntó Carolina.
Sin decir nada, señalé hacia la pared. Ellos se volvieron. Así, los tres vimos como el grumo de membrana que había quedado pegado en la pared, se deslizaba hacia abajo lentamente. Pero no como si estuviera cayendo por efecto de la gravedad... sino como si se moviera conscientemente. Era como contemplar una babosa deforme y sobredimensionada.
La cosa se arrastró hasta el suelo y en ese momento, otro de los grumos, éste más grande, se arrastró hasta el primero. Ambos se fusionaron, se pegaron, uniéndose en uno. Otros dos trozos aparecieron, arrastrándose de distintas partes. El pedazo que había caído al agua y que yo creía que a esa altura se encontraba muy lejos, arrastrado por la corriente, salió del agua gris, se deslizó, dejando un rastro mojado y se unió a los demás.
La membrana se recompuso, se formó de nuevo ante nuestros ojos. Las bolas de masa amarilla aparecieron en su dorso encorvado otra vez, como si le crecieran. También volvieron a aparecer las patas hechas de palitos. Algunos fragmentos más pequeños también aparecieron y se unieron a la membrana. En menos de un minuto, quedó completamente regenerada. Su forma no era exactamente igual a la original, pero se parecía bastante. Pero... había algo más.
El tamaño.
La membrana era más grande que antes, estaba seguro. No se debía a un efecto de la deformación. La membrana había crecido.
“Es lógico —pensé—. Después de todo lo que comió... Pero, ¡por Dios!, sí que crece rápido”.
Una vez formada, la horrible boca llena de dientes se abrió mucho y soltó un bufido de ira. Me pregunté si el golpe que le había dado Elliot le había dolido. Pensaba que sí. O lo deseaba.
La membrana volvió a pararse sobre su parte trasera, moviendo las patas como si quisiera atraparnos. Elliot, Carolina y yo dimos un paso hacia atrás, al unísono. Entonces, la membrana saltó hacia delante, como propulsada por un resorte. Nosotros dimos un salto al mismo tiempo. Creo que, de no haberlo hecho, la membrana me habría caído de lleno en la cara. Pero cayó en el agua, con un chapuzón. Empezó a mover las patas con rapidez, manteniéndose a flote. Yo pensé que iba a nadar hacia nosotros, pero en lugar de eso, dio media vuelta y empezó a alejarse por el túnel, chapoteando con sus cientos de pequeñas patas.
—¿Adónde... a dónde va? —preguntó Elliot, pasmado.
—No sé —dije. Yo también estaba sorprendido. ¿Por qué no nos había atacado después del golpe que le habíamos dado?
“Tal vez no sea tan peligrosa después de todo”, me dije. Pero esa idea no me convencía.
Mientras pensaba en esto, Carolina empezó a caminar por el túnel.
—¿Adónde vas? —le pregunté.
—A seguir a la membrana.
—No, Carolina —dijo Elliot—. Mejor salimos de este maldito túnel mientras todavía podemos...
—No —repuso Carolina—. No me voy a ir. Voy a seguir a esa cosa e intentar detenerla. Quiero saber a dónde va.
Carolina siguió caminando, alejándose de nosotros. Elliot y yo nos miramos. “Tenemos que hacer algo —pensé—. Y rápido”.
Y como si Elliot me leyera la mente dijo:
—Carolina, espéranos.
Y los dos fuimos tras ella.


6

Llegamos a la escalera de vigas de hierro que subía por el conducto que había al final del largo túnel, con los pies chapoteando sobre el riachuelo de agua sucia que corría a con nosotros. En realidad, el túnel no terminaba allí, sino que describía una curva en ángulo recto y se alejaba hasta perderse en la oscuridad.
—Bueno... —dije yo cuando llegamos a esa esquina—. ¿Qué hacemos?
Teníamos dos opciones: subir por la escalera, o seguir por el otro túnel. Yo, optaba por la primera.
—La membrana no está por aquí —observó Carolina, mirando a su alrededor—. A lo mejor siguió por ese túnel...
—No lo creo —replicó Elliot. Carolina y yo nos volvimos a mirarlo. Elliot estaba parado frente a la escalera y se miraba la mano con atención. Luego, nos la enseñó. Tenía los dedos embadurnados de verde—. Me parece que subió por aquí. Hay rastros de esta porquería en la escalera.
Observé las gruesas vigas de hierro y comprobé que era cierto. Al parecer, la membrana había subido, pero, ¿cómo? ¿Y por qué?
Los tres miramos hacia arriba.
—¿Adónde llevará esta escalera? —preguntó Carolina.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo Elliot.
En lo alto, flotando en la oscuridad, se veía un delgado destello de luz brillante, como el que entra por una persiana al amanecer.
Carolina saltó hacia la escalera, sujetándose con ambas manos de uno de los escalones y empezó a trepar con rapidez.
Cuando Carolina ascendió dos o tres metros, empezó a subir Elliot y al final yo. Pero antes, me volví para mirar el oscuro túnel. Escuchaba un chapoteo en el agua, que se acercaba...
“Sólo deben ser las ratas”, me dije.
El ascenso fue bastante trabajoso. Los escalones estaban resbaladizos, viscosos, como cubiertos de baba. Me resbalé unas cuantas veces y en algunas de ellas, estuve a punto de caer al vacío. Comprendí que, si eso hubiera pasado, me podría haber roto una pierna... o el cuello. Pensé que lo primero era lo peor. Si me rompía una pierna, sentiría un dolor insoportable y ya no podría levantarme, y sería carnada viva para las ratas. En cambio, si me rompía el cuello, moriría de inmediato y no sentiría nada.
Pero no me caí, gracias a Dios, y logré llegar a la superficie con mis amigos.
Carolina y Elliot me ayudaron a salir del hueco cuando ellos salieron.
Me incorporé, agitado, con la ropa húmeda y apestando a alcantarilla. Saber que Carolina y Elliot se encontraban en un estado similar al mío no me servía de consuelo.
Nos miramos como si fuera la primera vez que nos veíamos después de diez años.
—¿Están... están bien? —Tuve que aclararme la garganta para poder hablar.
—Sí —dijo Elliot—. ¿Y tú?
—Creo que... creo que sí —logré responder, mirándome la ropa, mojada y sucia. Pero de inmediato, me volví hacia el hueco, que seguía abierto como la horrible garganta de un monstruo subterráneo—. ¿Dónde estamos?
—En el baño —dijo Elliot.
Observé que era cierto. Estábamos en un baño. Era pequeño, de azulejos blancos y olía intensamente a desinfectante. El compartimiento del inodoro estaba cerrado por una puerta de madera.
—Pero... ¿en qué baño estamos? —pregunté.
No era uno de los baños del IPA. Era demasiado pequeño, para empezar, y además no tenía las paredes llenas de grafitis hechos con marcadores o tizas. Y además, estaba demasiado limpio. Había una única pileta y, debajo de ésta, una vieja caja de herramientas, oxidada y sin tapa.
—No me digan que estamos en el baño de una casa —dije—. No me digan que estamos en la casa de alguien...
Me imaginé que sucedería si el dueño o dueña de casa abriera la puerta despreocupadamente para usar su baño y de golpe se encontrara con nosotros tres. Me imaginé que en otras circunstancias, hubiera sido una escena jocosa.
—No creo —dijo Elliot—. No avanzamos tanto por ese túnel.
—Miren el rastro —dijo Carolina señalando el sueño.
El rastro de baba verde partía del desagüe e iba en diagonal hacia la puerta, la cual se encontraba abierta apenas unos centímetros. Del otro lado, nos llegaban ruidos leves de platos y vajilla entrechocando, como si provinieran de un comedor.
Elliot iba a decir algo pero se interrumpió, cuando escuchamos un grito agudo que reverberó en las gruesas paredes del baño. Después del grito, escuchamos un golpe sordo, contundente, luego un vidrio que se rompía como si alguien le hubiese dado una patada y finalmente un grito de hombre que era más de protesta que de miedo.
Los tres miramos a nuestro alrededor. No tuvimos que buscar mucho para saber de dónde provenían los gritos.
Abrí la puerta con rapidez y los tres nos apretujamos en el umbral para poder salir.


7

“Somos como bomberos, o policías —me dije—. En lugar de huir del peligro, corremos hacia él”.
Era verdad, pero no podíamos hacer otra cosa. Debíamos detener a la membrana, antes de que causara más daño.
En cuanto salimos de aquel baño que olía a pino artificial, me di cuenta de que no estábamos en una casa particular. Seguíamos en el IPA, sólo que estábamos en la cantina. Habíamos llegado a ella a través de las alcantarillas como extrañas ratas humanas. Elliot tenía razón: no habíamos avanzado tanto por ese túnel.
Estábamos en el lado del mostrador que corresponde a los dueños de la cantina, lo que vendría a ser la cocina, en donde había dos grandes máquinas para freír y hornear. Allí se cocinaban milanesas, hamburguesas, papas fritas y toda la comida “de verdad” que vendía la cantina. La mayoría de la gente creía que, en general, era buena comida, aunque los precios eran exorbitantes.
Al entrar, vimos que la cantina era un caos... para ponerlo en palabras de Elliot, “era un verdadero Pandemónium”.
Había un par de mesas volcadas y unas cuantas sillas también, seguramente debido a la gente que se había levantado de golpe al ver interrumpido su almuerzo de una manera tan repentina. Había un charco de café en el suelo y algunos platos de comida tirados. La comida estaba embarrada sobre las baldosas grises.
En el suelo junto al mostrador había un montón de trozos de porcelana blancos... las tazas para café y té habían caído al suelo, haciéndose añicos. También habían caído los cestos de alambre en donde se colocaban los paquetes de las catorce marcas de galletas que vendía la cantina.
Al principio no vimos a nadie. Era como si estuviéramos sólos. Pero entonces, escuchamos un chillido, y luego a alguien que exclamaba:
—¡Por Dios!, ¿qué es esto?
En el rincón opuesto al que nos encontrábamos, había tres personas. Una era Enriqueta, la dueña y administradora de la cantina. El otro era Cleto, su marido, que siempre llevaba puesto un delantal blanco, aunque no era el encargado de cocinar, sino más bien de ayudar a su mujer, aunque en realidad siempre parecía que oficiaba de sirviente. Y la tercera era Anastasia, la ayudante de cocina, una muchacha delgada de cabello negro y rostro ingenuo, que no aparentaba más de quince años.
La membrana también estaba allí, por supuesto, y tenía a los tres arrinconados, como un perro rabioso que ha capturado a un trío de ladrones y no piensa dejarlos escapar.
Me di cuenta de que la membrana realmente parecía un perro, por el tamaño que había adquirido. Había aumentado tal vez tres o cuatro veces su volumen y ahora tenía las dimensiones de un pastor alemán bien alimentado. También noté que además de haber crecido notablemente, había mutado: a los costados del cuerpo blando y viscoso le salían un par de tentáculos de algo más de un metro de largo. Eran gruesos y de color verdoso, como dos babosas gigantes que se sacudían y ondulaban. Estaban embadurnados en una baba amarillenta que chorreaba al suelo en repugnantes gotas como mocos.
Los tentáculos trataban de sujetar los tobillos de Enriqueta y sus protegidos, pero ella se los impedía, lanzándoles cuchilladas con el enorme cuchillo para cortar carne que tenía en la mano. Cleto y Anastasia estaban detrás de ella, agazapados, como polluelos asustados detrás de la gran madre gallina. De vez en cuando, Cleto lanzaba un golpe con el repasador manchado de grasa que tenía.
—¡No te acerques, monstruosidad! —gritaba Enriqueta. La membrana soltaba chillidos de furia, que sonaban como los de un murciélago gutural.
“¡Por Dios! —pensé—, ¿cómo es posible que haya crecido tanto? Seguramente comió de los productos que vende la cantina y eso hizo que creciera de golpe. Si sigue así... ¿a qué tamaño podría llegar? ¿Qué sucedería si se come a alguien?”
Tuve una pavorosa visión, en la que la membrana crecía hasta ser más alta que un edificio y salía a aterrorizar la ciudad, al estilo Godzila.
—Tenemos que hacer algo —dijo Carolina, aterrada.
Cleto nos había visto en cuanto llegamos y nos miraba con expresión suplicante.
—¡Ayúdenos, por favor!
Era verdad; teníamos que hacer algo y rápido.
Podíamos intentar herir a la membrana, pero sabíamos que sería inútil: volvería a regenerarse de inmediato, como había ocurrido en el túnel. Si Enriqueta le cortaba un tentáculo con el cuchillo, seguro, este volvería a crecer.
Desesperado, miré en derredor, buscando cualquier cosa que pudiera servirnos para detener al monstruo.
Entonces, de repente, pensé: “¿Qué puede matar cualquier ente vivo? Muchas cosas. Enfermedades... cambios bruscos en el ambiente en el que viven... cambios climáticos...”
“Cambios climáticos”.
El calor extremo puede matar a cualquier ser viviente.
Y el frío extremo también.
Recordé algo que había leído hacía un tiempo en la revista Investigación y Ciencia, en un artículo que trataba sobre el origen de la vida en la Tierra. Allí se exponían unas cuantas teorías y una de ellas era la del hielo líquido que provenía del espacio y que podría haber albergado las moléculas que dieron origen a la vida. El artículo comenzaba diciendo: “El hielo mata la vida”.
Era verdad. Así que necesitábamos hielo, mucho hielo.
La cantina contaba con un congelador como los que hay en los frigoríficos, pero me pareció demasiado difícil hacer que la membrana se encerrara ahí.
Así que fui hasta la pared en la que estaba colgado el extintor de incendios, sobre un rectángulo amarillo.
Estaba sujeto con dos correas de cuero, pero yo le di un tirón tan fuerte, que se desprendió sin problemas. Me di cuenta que era más pesado de lo que yo había creído. En las películas parecen más ligeros.
Me acerqué a la membrana, por detrás, apuntando el extremo cónico del aspersor hacia ella.
En ese momento, la membrana lanzó uno de sus tentáculos con rapidez y sujetó el tobillo de Anastasia. Ella soltó un chillido. La membrana dio un tirón y Anastasia cayó de espalda al suelo. La membrana empezó a atraerla hacia ella, mientras su enorme boca llena de dientes se abría y se abría.
—¡Oye, tú! —grité a la membrana y le di una patada a la espalda llena de bultos amarillos.
La membrana se volvió de inmediato, enseñándome su horrenda boca babeante. Vi que tenía no dos, sino cuatro ojos, saltones y redondos, de color negro y rojo. Parecían los ojos de un demonio, inyectados en sangre.
—¡Toma esto, cara-de-vómito!
Accioné la palanca del extintor y una nube blanca y helada salió con mucha presión por la boca del aspersor. La membrana soltó un chillido y su cuerpo blando se estremeció mientras aquella sustancia blanca la cubría.
La nube se disipó un poco y pude ver que la cara de la membrana estaba cubierta de espuma, como si tuviera rabia. No era suficiente, así que le disparé otra vez. La membrana volvió a chillar.
“La estoy venciendo —pensé—. Estoy...”
De pronto, la membrana lanzó uno de sus tentáculos, que fue como un látigo, me sujetó las piernas y dio un tirón, igual que había hecho con Anastasia momentos antes. Me desplomé en el suelo, resbalando sobre aquélla espuma blanca.
La membrana empezó a atraerme hacia ella, mientras abría la boca. Noté que el extintor había empezado a hacer efecto. La membrana tenía costras heladas sobre la cara, que se le desprendían, dejando horribles yagas rojizas. Uno de sus ojos se había cubierto de escarcha y parecía a punto de desprenderse. Pero era fuerte, demasiado fuerte y resistente.
Siguió atrayéndome hacia ella y yo seguí disparándole con el extintor. Algunos de los afilados dientes se le cayeron, congelados, con trozos de encía pegados a ellos.
Elliot y Carolina me sujetaron con rapidez de los hombros y tiraron hacia atrás, forcejeando, en un intento de que la membrana me soltara, pero era inútil.
La membrana abrió enormemente la boca y pude ver su lengua larga y gruesa, retorciéndose como una serpiente morada y cubierta de ampollas. La lengua salió, reptando, y empezó a dar golpes ciegos en el aire.
Anastasia se acercó por detrás de la membrana y le hundió el cuchillo en la espalda. La enorme hoja se hundió como en una esponja embebida en baba de caracol. Creo que la membrana apenas lo notó.
Mis pies ya estaban dentro de su boca. Si la cerraba, los dientes me cortarían las piernas como los de una sierra. Tenía que actuar con rapidez.
La horrible lengua cayó sobre mí, como si me saboreara. También tenía costras congeladas y se estaba despedazando, pero poco a poco.
Entonces, me erguí, inclinándome hacia delante y hundí el extintor en las fauces de la membrana, todo lo que pude. Lo empujé con los brazos y las piernas, para que la membrana no pudiera escupirlo.
Fue entonces, cuando me soltó. Me levanté de inmediato y todos vimos como la membrana empezaba toser, a convulsionarse. El extintor era demasiado grande para ella y no podía comérselo de un bocado.
Su cuerpo semi congelado, cubierto de espuma blanca, estaba empezando a desmoronarse, pero todavía luchaba y parecía que iba a resistir mucho más.
Miré a mí alrededor. Todos los rostros pasaron ante mí, borrosos. Todos, excepto uno.
—¿Dónde está Carolina? —le pregunté a Elliot, casi gritándole.
Elliot sacudió la cabeza, asustado.
—No sé —dijo.
—¡Apártense! —gritó alguien, de pronto.
Nos volvimos y vimos que Carolina estaba allí. Tenía algo en la mano y lo sujetaba a la altura del hombro, como si estuviera dispuesta a lanzarlo.
No ví lo que era hasta que lo arrojó: un martillo, que seguramente había sacado de la caja de herramientas que había en el baño, bajo la pileta. Era un martillo grande, pesado, de esos que tiene un extremo en forma de horquilla, para saca clavos.
El martillo voló en el aire, girando sobre sí mismo, y dio de lleno en el extremo del extintor que sobresalía de la boca de la membrana, con un sonoro ¡clang!. El extintor estalló.
Todos nos lanzamos al suelo al unísono, al tiempo que una nube de trozos de membrana salía volando en todas direcciones.
Escuché un grito final, agónico, débil y luego el sonido húmedo que hacían las entrañas de la membrana al impactar contra las paredes, las ventanas, el suelo, el techo y nosotros. Cuando estaba en el piso, tendido boca abajo, con las manos sobre la cabeza, sentí que algo como gasa mojada me caía encima y me estremecí de repugnancia.
La explosión sonó sorda, como si un globo muy inflado hubiese reventado debajo del agua. Luego, escuchamos el golpe metálico de lo que quedaba del extintor al caer al suelo.
Y luego, silencio.


8

Cuando consideré que la tormenta había pasado, abrí los ojos y levanté un poco la cabeza. Había un silencio increíble, pero a mí me zumbaban los oídos.
Lentamente, me puse de pie.
Me dolía la cabeza y me sentía mareado.
Miré a mi alrededor y vi que una neblina fría lo envolvía todo, una neblina que se disipaba despacio.
En el suelo, donde había estado la membrana, había un charco enorme de color verdoso, con forma de estrella. Algunos grumos sin forma sobresalían en él, inertes, como tozos de gelatina.
Había trozos de membrana por todas partes. Las manchas verdes que había en el techo goteaban. Vi que en el techo había algo más: el martillo que había lanzado Carolina. La explosión lo había eyectado con una fuerza tal, que se había incrustado en el cielorraso. Las ventanas estaban embadurnadas de la misma sustancia, que chorreaba despacio hacia abajo, como la sangre en las películas de terror.
Me miré el cuerpo y noté que estaba en las mismas condiciones. Tenía las manos, los brazos y la ropa cubiertos de baba verde y otras cosas que no quise imaginar. Mi cara, seguramente, estaba igual. Sentía que tenía algo pegado en una mejilla. Lo despegué, apretando los dientes para no desfallecer ante la impresión y vi que era uno de los dientes de la membrana. Había volado con la explosión.
Elliot estaba tendido al lado mío y Carolina también. Ella fue la primera que se levantó. Me miró con expresión aturdida, como si no me reconociera. Y yo, por poco, tampoco la reconozco a ella: su cara estaba pintada de verde casi en su totalidad.
Miró la gran mancha que había en el suelo y después volvió a mirarme a mí.
—¿La... la matamos? —preguntó.
Asentí.
—Sí —dije—. La mataste.
Carolina esbozó una sonrisa confundida y luego miró a Elliot.
—Elliot —dijo—. ¿Estás bien?
Elliot seguía tendido en el piso, con las manos sobre la cabeza.
—Elliot —dije yo—, levántate. Ya se terminó.
Elliot levantó la cabeza y nos miró, confundido. Tenía los lentes cubiertos de baba y los limpió con los dedos. Un colgajo de membrana estaba adherido a su cabello.
—¿Ya... ya pasó? —preguntó.
—Sí —respondí—. Ya se terminó la pesadilla.
Elliot se volvió y miró a Carolina.
—Buen movimiento —le dijo.
—Gracias —dijo ella.
En ese momento, Enriqueta, Anastasia y Cleto estaban incorporándose. Cleto tenía el delantal completamente manchado de una sustancia morada.
—¿Están todos bien? —preguntó mientras ayudaba a Anastasia a ponerse de pie.
—Sí —dije yo—. Todos bien. ¿Y ustedes?
Cleto se miró el delantal.
—Estamos... bien —dijo, sin mucha convicción.
—Menos mal que aparecieron, chicos —nos dijo Anastasia—. Esa cosa estuvo a punto de...
Calló, al darse cuenta de que la idea era demasiado horrible para decirla en voz alta.
—No hay problema —dijo Elliot.
—¿Qué era esa cosa? —preguntó Cleto, mirando la mancha del suelo—. ¿De dónde salió?
—Es... una historia muy larga —respondí.
—Bueno —dijo Enriqueta de pronto. Tenía una escoba en una mano y un trapo en la otra y nos miraba a todos con expresión regañona. No tengo idea de dónde sacó las cosas para limpiar, aparecieron en sus manos como por arte de magia—. Es hora de limpiar este desastre... ¡Cleto! ¡Ve a buscar un balde con agua!
—Sí, enseguida —dijo Cleto al instante y fue apresurado al baño.
Elliot me miró con expresión interrogante.
—¿Crees que vuelva a regenerarse? —inquirió.
—No, no creo —me apresuré a responder—. Explotó en un millón de pedazos y la mayoría no son más que puré... Aunque por las dudas, creo que habría que juntar todo lo que queda de la membrana en una bolsa y arrojarla al incinerador.
—Buena idea —dijo Carolina.
Elliot miró algo que tenía en la punta del zapato. Era un grumo de una masa color naranja, idéntico a la sustancia que habíamos visto pegada en las paredes del túnel. El grumo se movía, muy despacio... pulsaba. Como si tuviera algo dentro que quisiera salir.
La sonrisa de alivio que había estado dibujándose en el rostro de Carolina, empezó a desvanecerse.
—¿Qué es eso? —murmuró en voz tan baja que apenas la escuché.
Recordé los grumos naranjas del túnel... había cientos, tal vez miles.
El que tenía Elliot en el zapato empezó a abrirse. Algo asomó por la grieta diminuta, pero apenas tuvo tiempo de hacerlo. Elliot sacudió el pie, el grumo cayó al suelo y de inmediato lo aplastó con fuerza.
¿Qué era esa cosa? ¿Un huevo? ¿Un embrión? ¿Acaso la membrana había tenido cría?
Me imaginé todos esos grumos reventando en las alcantarillas y un montón de diminutas membranas saliendo, reptando por las paredes y nadando hacia el agua, hacia la corriente subterránea, que podía llevarlas prácticamente a cualquier lugar.
Cerré los ojos y me estremecí.
Miles de membranas pequeñas, invadiendo la ciudad...
Casi podía verlo.