UNO
Una
tarde nubosa y fría de principios de septiembre llegué a la casa de
mi amigo Rolando Santini, lleno de creciente preocupación. Había
escuchado un mensaje suyo grabado en el contestador automático de mi
teléfono cuando llegué a casa de la Facultad de Ciencias, en la que
estudiaba antes de cometer el error de decidir ir al IPA. Era un
mensaje breve, pero lo que decía Rolando con una voz asustada que yo
nunca había escuchado, me dejó consternado.
“Fede
—decía el mensaje—. Necesito... necesito que vengas. Es urgente.
Creo que hice algo que no... (se escuchó un sonido extraño, como el
gruñido de un animal, seguido de una serie de golpes. Rolando gimió
de angustia). Por favor... rápido. Ven rápido. El proyecto del que
te hablé se salió de control y..”
Se
escuchó otro rugido, esta vez más cerca. Luego, algo que me pareció
un grito (es difícil precisarlo, porque el mensaje estaba lleno de
ruidos), otro golpe contundente y finalmente silencio.
Yo
escuché el mensaje en la quietud de mi living y al principio no supe
cómo reaccionar. Simplemente me quedé parado al lado del teléfono,
mirando el parlante por el que había salido la voz grabada de mi
amigo pidiéndome auxilio. Sentí que empezaba a embargarme una
sensación de irrealidad. Era la primera vez que escuchaba a Rolando
tan asustado. Sin duda, en el momento de grabar el mensaje, estaba
muerto de miedo.
Luego
de un momento de silencio, escuché la voz de robot que anunciaba la
hora y la fecha en que el mensaje había sido grabado. “4 de
septiembre de 2007, 17:21 hs”.
En
ese momento, volví en mí y miré el reloj. Eran las 17:40. Hacía
casi veinte minutos que el mensaje había sido grabado... cuando yo
todavía estaba en la Facultad, asistiendo a una clase de física de
dos horas. Había estado en la Facultad desde las nueve de la mañana
y durante el regreso a casa sólo había pensado en comer algo y
descansar un par de horas antes de empezar a estudiar. Quizá también
una pequeña siesta. Un plan sencillo, en el que no tenía previsto
escuchar una grabación tan inquietante en el contestador automático.
Ahora,
parado junto a la mesita del teléfono, con la mochila todavía
colgándome del hombro, me dije que mis planes iban a quedar, al
menos por el momento, postergados. No podía ignorar a Rolando. Me
estaba pidiendo ayuda. Lo había hecho hacía veinte minutos y quizá
ya fuera demasiado tarde.
Así
que, descolgué la mochila de mi espalda y la dejé caer al suelo,
sin molestarme en colgarla del gancho que hay junto a la puerta, o
ponerla sobre una silla. Me volví hacia la puerta y salí. Sabía
que tenía que apurarme.
DOS
Llegar
a la casa de Rolando, ubicada en la calle Divina Comedia, me llevó
otros quince minutos. Ya eran casi las seis. Me pregunté cómo había
podido pasar tanto tiempo.
La
casa, grande, cómoda y limpia, tenía el mismo aspecto de siempre,
al menos desde afuera. Las paredes muy blancas y el tejado bajo de
losetas moradas. El césped de la entrada, prolijamente cortado y de
un color verde muy vivo. Sobre el sendero escalonado de piedra que
conducía a la puerta había algunas hojas de árbol, secas y
arrugadas, que habían sido arrastradas por el viento desde la
vereda.
En
ese momento, la calle estaba desierta y el silencio era absoluto. Yo
sabía que Divina Comedia era una calle tranquila, pero nunca la
había visto así.
Subí
los leves escalones del sendero, encaminándome hacia la puerta de
entrada, mientras sentía los latidos de mi corazón cada vez más
acelerados. La casa se veía bastante normal, aunque el silencio
reinante empezaba a incomodarme. Lo que más me preocupaba era lo que
pudiera encontrarme cuando entrara. Durante el camino, había estado
pensando en mil posibilidades distintas de lo que podía haber
ocurrido. ¿Rolando había sido agredido por alguien? ¿Acaso había
entrado un ladrón en la casa? ¿O era algo peor?
“Ven
rápido —había dicho Rolando—. El proyecto del que te hablé se
salió de control y..”.
“El
proyecto”, pensé. ¿Qué podía tener que ver? ¿Qué era lo que
había hecho Rolando exactamente?
Llegué
a la puerta.
En
ese momento, un lujoso Ford plateado pasó por la calle,
prácticamente en silencio. Me volví por un segundo, para mirarlo
mientras se alejaba.
“Debería
pedir ayuda —pensé—. Debería llamar a la policía”.
Mejor
no. Estaba preocupado, pero no quería causar un alboroto, al menos
por ahora. Primero tenía que asegurarme que todo estaba bien, tenía
que tener una idea de lo que estaba pasando.
Toqué
el timbre. Escuché su tono musical vibrando dentro de la casa y vi
mi rostro reflejado en las ventanillas arqueadas de la puerta blanca
estilo Monticcello. Me di cuenta de que tenía un aspecto horrible,
como si hubiese visto un fantasma.
Esperé
unos segundos que se me hicieron eternos, moviendo los dedos
nerviosamente. Rolando no me respondió. Él vivía solo, así que
era poco probable que me atendiera alguien que no fuera él.
Volví
a intentarlo. Toqué el timbre y además, di tres vigorosos golpes en
la puerta.
—¿Rolando?
—grité, acercando mi cara a las ventanillas—. Soy yo, Fede.
Escuché tu mensaje en el contestador. Vine en cuanto pude. —Volví
a tocar—. ¿Rolando?
Esperé
otra vez. Y no hubo respuesta.
Miré
la manija de la puerta. Seguramente estaba cerrada con llave, pero...
Sujeté
la manija y la giré. La puerta se abrió sin problemas. Lo normal es
que hubiera estado trancada y no me hubiera dejado entrar. Sin
embargo, estaba abierta. Era como si alguien que no era Rolando
(algún visitante no deseado) supiera que yo iba a ir y me estuviera
esperando.
Respiré
hondo. Vi cómo la puerta se abría ante mí. Di un paso y entré.
TRES
Cerré
la puerta muy despacio, detrás de mí. Estaba en el pequeño
vestíbulo de la casa.
—¿Rolando?
—pregunté en medio del silencio. No me gustó el tono agitado de
mi voz—. ¿Rolando? Soy yo, Fede ¿Dónde estás?
“¿Y
no se te ocurrió pensar que a lo mejor no te llamó desde su casa?
—me dije en ese momento—Puede haberte llamado desde cualquier
otro lado”
—No
—dije en voz alta, pero murmurando—. Si Rolando hubiera estado en
otro lugar, me lo hubiera dicho.
“Tal
vez —me dije—, pero era posible que sí estuviera en otro lugar y
no hubiese tenido tiempo de decírtelo. Después de todo, el mensaje
se interrumpió de golpe. Alguien lo interrumpió”.
Era
verdad, pero ya estaba en la casa y procuraría asegurarme que
Rolando no estaba allí antes de pensar en ir a otro lado. Después
de todo, la puerta de calle no estaba trancada cuando llegué. Eso
indicaba que había algo anormal allí.
Di
vuelta a la esquina y me encontré en el verdadero vestíbulo, que
comunicaba con todas las habitaciones de la casa y en donde estaba la
escalera que llevaba al piso de arriba.
Desde
allí podía ir a la cocina, al comedor, a la sala de estar o al
baño, y si subía, podía ir al cuarto de Rolando, a su estudio, al
pequeño cuarto de huéspedes o al baño de la planta alta.
—¿Rolando?
—volví a preguntar.
Me
acerqué a la escalera alfombrada de blanco, (para que hiciera juego
con el empapelado de las paredes) y miré hacia arriba. Pensé en
subir, pero lo mejor era que primero revisara el piso de abajo.
Fui
a la cocina.
Allí,
me recibieron los destellos metálicos de los modernos
electrodomésticos y el zumbido suave y monocorde de la heladera.
Sobre la mesa redonda del centro de la cocina había un vaso con agua
y una taza. Cuando me acerqué, vi que la taza contenía un resto de
café. Seguramente, el que había tomado Rolando esa mañana. La
jarra de la cafetera, colocada sobre el mármol color crema, estaba
casi llena.
Sobre
la puerta de la heladera había pegadas varias notas escritas a mano,
sujetas con imanes con forma de frutas y vegetales. Eran pequeños
recordatorios que Rolando solía escribir para no olvidar las tareas
que debía realizar. Si había algo que caracterizaba a Rolando era
su organización y orden, algo que lo diferenciaba mucho de mí.
Rolando
no estaba en la cocina, eso era evidente, así que me fui.
Crucé
el vestíbulo y fui al salón, en donde estaba el enorme televisor de
pantalla semiplana, el reproductor de DVD y el home theater. Mirar
películas en la casa de Rolando era como ir a un cine.
Los
sillones blancos y modernos estaban ordenados. Los almohadones no
tenían una sola arruga y no había nadie sentado o acostado en
ellos. Contra las paredes había estanterías repletas de libros y
revistas (en su mayoría libros de ciencias y revistas como
“Investigación y Ciencia”, “Nature” y “National
Geographic”), además de cajas con CDs (el gusto musical de Rolando
iba desde el jazz, pasando por el funk hasta la música tecno) y unos
cuantos adornos de vidrio que yo siempre consideré de mal gusto.
Pero su dueño, no estaba.
Volví
al vestíbulo, pensando en revisar el baño antes de subir, cuando
escuché un ruido proveniente del piso de arriba.
Me
detuve en seco frente a la escalera y miré hacia lo alto. Sonó como
si alguien corriera un mueble pesado con rapidez.
—¿Rolando?
—pregunté.
La
idea de revisar el baño de la planta baja quedó olvidada. Con el
nombre de mi amigo en los labios, corrí escaleras arriba.
CUATRO
Cuando
llegué al corredor tapizado con una moqueta blanca, me encontré con
que la puerta del estudio de Rolando (la habitación que usaba para
estudiar y trabajar) estaba abierta de par en par. Las otras puertas
(la del baño, del cuarto de huéspedes y el dormitorio) estaban
cerradas.
Iba
a entrar en el estudio cuando algo en el suelo, sobre la mullida
alfombra, me llamó la atención. Me arrodillé para verlo mejor.
Eran marcas, como cortes hechos con algún objeto afilado... como un
cuchillo. Había seis cortes en total, dispuestos en dos grupos de
tres. Eran tan profundos que habían atravesado la moqueta y llegado
al suelo de madera de abajo, el cual estaba arañado. Entonces me
dije que esas marcas no habían sido hechas con un cuchillo, sino con
garras.
Recordé
el rugido gutural que había escuchado en mi contestador automático.
¿Acaso
Rolando había sido atacado por algún animal? Pero, ¿qué animal
podía dejar unas marcas como esas en la alfombra? Seguramente un
oso, pero era imposible.
“El
proyecto del que te hablé se salió de control”...
Entré
en el estudio.
Estaba
vacío y lo supe desde el pasillo, pero aún así quería ver lo que
podía encontrarme allí dentro. Sentía tanta curiosidad por eso
como por lo que le había pasado a Rolando.
Allí
estaba el moderno escritorio, sobre el cual había un montón de
ordenados papeles, un par de vasos portalápices, algunos libros de
bolsillo, manuales de física y una calculadora con un sinnúmero de
botones. En el rincón opuesto, se encontraba la mesa de la
computadora. La máquina estaba apagada. Junto a ella había un
teléfono y un par de portarretratos. Colgada de la pared, justo
encima de la computadora, había una cartelera de corcho con docenas
de notas clavadas con alfileres de colores.
Me
acerqué a la mesa de la computadora y empecé a abrir los cajones.
Me sentía como un intruso. No me gustó, pero aún así no me
detuve. Tal vez pudiera encontrar una pista sobre lo que le había
ocurrido a mi amigo. Después de todo, allí, en el estudio, era
donde desarrollaba su famoso proyecto.
En
los cajones no encontré nada más emocionante que unos cuantos
artículos de oficina, paquetes de papel, disquetes y CDs. Miré la
limpia superficie de la mesa. Las fotografías enmarcadas llamaron mi
atención.
Una
era de la casa de Rolando, tomada desde la fachada un soleado día de
verano. Yo conocía esa foto, la había visto algunas veces antes.
Pero la otra, no. En ella, se veía a Rolando rodeando con un brazo
los hombros de una niña de unos siete u ocho años, de ojos enormes
de mirada intensa y la nariz moteada de pecas. Ambos sonreían a la
cámara, felices. La foto había sido tomada en el jardín de la casa
de Rolando, a juzgar por los arbustos que se veían atrás.
Tomé
la fotografía para observarla mejor. Sin duda era reciente, porque
yo no la había visto antes. La niña no me resultaba familiar. ¿De
quién se trataría? Rolando era soltero, no tenía hijos. ¿Alguna
sobrina, quizás? ¿La hija de algún amigo?
Dejé
la fotografía sobre la mesa y me acerqué al escritorio. Miré los
papeles que había encima. En su mayoría eran diagramas hechos por
Rolando, con anotaciones, fórmulas y números garabateados a los
costados.
Aquello
eran algunos bosquejos de su proyecto. No logré entenderlos, sobre
todo porque Rolando no me había hablado más que superficialmente de
él. Según tenía entendido, estaba relacionado con la
interpretación de los sueños. Rolando me había comentado que
quería desarrollar un sistema mediante el cual fuera posible
visualizar los sueños, con el fin de interpretarlos y comprenderlos
mejor.
—Hasta
la fecha, nadie sabe exactamente por qué soñamos —me había dicho
en una ocasión, cuando almorzábamos en la cantina de la Facultad—.
Nadie sabe qué son los sueños, qué significan y demás. En ese
sentido, la ciencia aún se encuentra en pañales. Ni la psicología,
ni la psiquiatría, ni siquiera la neurobiología han podido
comprenderlo del todo. Es irónico, ¿no? Para los seres humanos, la
mente humana sigue siendo un misterio.
Yo
asentí. Estaba de acuerdo con Rolando, aunque me parecía que su
proyecto era un tanto ambicioso y no me imaginaba cómo podría
llevarlo a cabo. Por supuesto, no le expresé mis ideas. Además,
estaba convencido de que Rolando era bastante más inteligente que
yo. Tenía una sagacidad, tenacidad y astucia como pocas veces he
visto. Sin duda podría alcanzar su meta con relativa facilidad.
Seguí
mirando el extraño diagrama, que parecía una especie de anillo
erizado de pinchos de los que salían cables muy delgados, sin
entender cómo podía ayudarme a encontrar a mi amigo.
Entonces,
percibí una presencia en el estudio. Había alguien conmigo y me
observaba.
Levanté
la vista de inmediato y vi a la niña de la fotografía parada en el
umbral de la puerta. Me escudriñó con sus ojos enormes y oscuros y
luego me sonrió.
CINCO
Al
principio no supe qué hacer. Me quedé parado donde estaba, tratando
de decir algo, pero solamente logré emitir un balbuceo.
La
niña seguía sonriéndome. Noté que le faltaba un diente inferior.
Tenía el cabello enrulado de color negro sujeto con un par de
broches de plástico blanco. Llevaba puesto un vestido negro con
volados en la falda, que se me antojó un poco anticuado para una
niña de esta época. Los zapatos de hebilla también eran negros y
estaban tan lustrados que brillaban como espejos.
—Hola
—logré articular—. Yo... ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
¿Sabes... sabes dónde está Rolando?
La
pequeña permaneció un momento más allí parada, sin dejar de
sonreír. Entonces, repentinamente, dio media vuelta y se fue
corriendo.
—¡No!
—dije, y fui tras ella—. ¡Espera!
Salí
del estudio y la vi corretear por el pasillo hacia la puerta del
fondo, la que daba al cuarto de huéspedes. La gruesa alfombra blanca
ahogaba los pasos de la niña.
Llegó
a la puerta, la abrió, entró y la cerró de inmediato, como si
estuviese ocultando algo que no quería que yo viese. Pero iba a
verlo, eso era seguro.
Me
acerqué rápidamente a la puerta y la abrí.
—Esper...
—empecé a decir al tiempo que entraba.
Pero
no di un paso cuando me detuve en seco, retrocedí trastabillando y
por poco caigo de espaldas al suelo.
Ante
mí se alzaba una criatura inenarrable, espantosa. Era un animal
cuadrúpedo, macizo, de aspecto pesado y rápido a la vez. Estaba
cubierto de un pelaje largo de color rojizo que se veía tan suave
como el alambre. Tenía una cabeza larga, terminada en trompa, y unas
orejas puntiagudas que más bien parecían cuernos. En el extremo del
hocico tenía una nariz hendida y una boca pequeña.
Cuando
me vio, la criatura se levantó sobre sus patas traseras, adquiriendo
un tamaño colosal. Extendió las largas patas delanteras, velludas y
terminadas en largas garras negras, curvas y cortantes como navajas.
Ahora entendía qué había hecho aquellos tajos en la alfombra
frente a la puerta del estudio. Yo tenía razón, no había sido un
cuchillo.
El
animal abrió su pequeña boca y ésta se agrandó, agrandó y
agrandó, hasta que quedó convertida en una abertura lo
suficientemente grande como para meter una sandía entera. Tenía
unos dientes largos, puntiagudos y amarillentos. Una lengua larga
como una serpiente, de color gris negruzco, erizada de escamas
punzantes, emergió de la boca, se agitó delante de mí y soltó
unos cuantos hilos de una baba espesa que se derramó en el suelo.
Los
ojos negros, redondos como canicas, me miraron con maligna avidez
desde encima del hocico.
La
criatura rugió y recordé lo que había escuchado en el contestador
de mi casa. A aquel mismo animal, rugiendo de furia.
Yo
grité en respuesta. Di otro torpe paso hacia atrás y esta vez sí
caí al piso, con los brazos echados hacia adelante. Si alguien me
hubiera visto, seguramente se hubiera reído.
Miré
hacia la puerta del cuarto de huéspedes otra vez y entonces advertí
que la criatura que me había dado un susto de muerte, había
desaparecido. Su rugido seguía resonando en mis oídos, pero el
pasillo se encontraba en absoluto silencio.
Eché
una rápida mirada a la redonda. Estaba solo. ¿Dónde se había
metido ese animal? ¿Cómo había hecho para desaparecer tan rápido?
Me
levanté, jadeando, sintiendo cómo mi corazón se desaceleraba
lentamente.
La
puerta del cuarto de huéspedes estaba abierta por completo. Me
atreví a acercarme dos pasos y miré hacia adentro. No había nadie
allí. Ni la criatura ni la niña que me había sonreído en el
estudio. Ahora que estaba solo otra vez, me parecía que la pequeña
nunca había estado allí. Como si hubiese sido una ilusión mía.
El
pequeño cuarto estaba vacío, sin embargo lo que vi dentro, me llamó
la atención, así que entré.
SEIS
Sobre
la cama de una plaza, tendida con pulcritud, había un aparato que
parecía un televisor futurista. Tenía una pantalla rectangular y
una barra llena de botones debajo. Conectado al televisor había un
cable que terminaba en un objeto en forma de aro que había sobre la
cama.
Me
acerqué a la cama y levanté el aro, erizado de picos de los que
salían delgados cables. Era igual al diagrama que había visto en el
estudio de Rolando. Al parecer, mi amigo había materializado sus
ideas, no se había quedado en meros planos.
Volví
a mirar el televisor futurista. La pantalla apagada estaba negra.
Estudié los botones, preguntándome cuál sería el de encendido.
Entonces pulsé el más grande, basado en la idea arbitraria de que
el botón más grande siempre es el interruptor.
Y
no me equivoqué. La pantalla se encendió, pero en ella tan sólo se
veía estática, una nieve gris que se agitaba, como cuando la tele
pierde señal. Pensé en oprimir algún otro botón, para obtener
imagen, pero decidí no hacerlo. Tenía miedo de hacer una operación
equivocada y de alguna manera desestabilizar el invento de mi amigo.
Volví a pulsar el interruptor y la pantalla se apagó en silencio.
Me
volví y vi que en el rincón había una pequeña mesa cuadrada con
una silla. Sobre la mesa había una PC portátil Dell. Estaba cerrada
y tenía el aspecto de una agenda.
Abrí
la portátil y la encendí.
Lleno
de impaciencia, esperé a que Windows se cargara. Y cuando por fin lo
hizo (después de lo que me parecieron dos horas), apareció un
cuadro de diálogo que me pedía una contraseña.
Di
un golpecito sobre la mesa con el puño cerrado. Debería haberme
imaginado que iba a ocurrir algo así.
“Vamos
a ver —me dije—. Si fueras Rolando, ¿qué contraseña
utilizarías?”
Miré
a mi alrededor, como si pudiera encontrar la respuesta en esa
habitación (quizá en algún objeto), pero no.
Entonces,
noté que al lado de la PC había una pequeña libreta con espiral.
Abrí la libreta y vi la palabra “JULIANA” escrita encima de un
montón de anotaciones hechas con una caligrafía diminuta.
—Juliana
—murmuré en voz alta, en el cuarto silencioso y vacío. Parecía
un nombre, un nombre de mujer. Pero no me sonaba familiar.
Entonces
recordé la fotografía que había visto en el estudio de Rolando, en
el que aparecían él y la niña pecosa, en el jardín de la casa. Mi
mente hizo una rápida asociación, quizá potenciada por el hecho de
haber visto a la niña y de haberme encontrado con aquella temible
criatura.
No
me cupo duda de que Juliana era el nombre de la pequeña.
Volví
a mirar la pantalla de la laptop. El cuadro de diálogo esperaba mi
respuesta, así que tecleé “Juliana” e hice clic en el botón de
aceptar. El sistema se abrió sin problemas.
Sonreí,
pero no pude evitar sentirme como un intruso otra vez.
Miré
atentamente la pantalla de escritorio y vi una carpeta que se llamaba
(sorpresa, sorpresa) “Juliana”. Abrí la carpeta. Dentro había
un montón de archivos, quizá más de veinte, y eran de varios
tipos. Había documentos de texto, planillas de datos y hasta
archivos de sonido y video. Los nombres de estos últimos eran las
fechas en las que evidentemente habían sido creados.
Decidí
abrir el archivo de video más reciente que encontré, que era de
hacía tres días.
Se
abrió el reproductor multimedia y entonces pude ver una imagen en
blanco y negro y tomada desde un ángulo alto, como de una cámara de
seguridad, que mostraba el vestíbulo de la casa. La niña que había
visto, se encontraba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y
las manos juntas. Se movía hacia delante y hacia atrás, hacia
delante y hacia atrás, casi de manera convulsiva.
De
pronto, algo bajaba la escalera. Vi su sombra proyectada en la pared.
Se trataba de la criatura que me había asustado hacía apenas unos
minutos. Al verla en la grabación, sentí un hormigueo en el
estómago. La criatura bajó lentamente los escalones y se acercó a
la niña. Con la respiración contenida, esperé ver cómo le
saltaría encima para comerle la cabeza de un mordisco con su
horrible boca. Pero no hizo eso. El animal rodeo a la niña, dio una
vuelta alrededor de ella y luego se sentó a su lado. La pequeña
levantó una mano y le acarició la cabeza, justo entre las orejas.
El animal cerró los ojos, contento. Era como ver a una niña con su
perro grande. La criatura se echó en el suelo.
Entonces,
una sombra emergió de la puerta de la cocina. Una sombra larga, de
aspecto amenazante, que se proyectó en el suelo, oscureciendo a la
niña.
Ella
levantó la cabeza, asustada, y miró a quien fuera que estuviera en
la puerta de la cocina. Yo no podía verlo, porque el ángulo de la
cámara no me lo permitía. La criatura se levantó de inmediato,
echando la larga cabeza hacia delante, en señal de alerta. La sombra
se movió en el piso, acercándose a la chica, y entonces la
grabación terminó.
Me
quedé un momento inmóvil, atónito. No acababa de creer lo que
había visto. El animal que me había asustado y que yo creía
peligroso era la mascota de Juliana, o, mejor dicho, su guardián. ¿Y
quién era la sombra ominosa que apareció recortada en el suelo? ¿Se
trataría de Rolando? No, me dije, no podía ser él. No sabía cómo
lo sabía, pero no era mi amigo. ¿Acaso se trataba de un ladrón?
Tal vez por eso Rolando había instalado un sistema de cámaras de
vigilancia en la casa. Yo no lo sabía y no las había visto al
entrar.
Repentinamente,
la máquina soltó un pitido y apareció un mensaje que decía AXOVAC
ACABA DE DETECTAR ACTIVIDAD.
¿Axovac?
me pregunté. Hice clic en ACEPTAR y entonces se abrió otra ventana,
en la que se veía el living, también desde un ángulo alto y en
blanco y negro. Vi cómo el enorme televisor se encendía solo, los
almohadones del sofá salían volando en direcciones distintas y las
cortinas se sacudían violentamente, todo al mismo tiempo. Luego, vi
una silueta, idéntica a la que acababa de ver en la grabación,
cruzar la sala de un lado a otro. Era una silueta, nada más, una
sombra proyectada sobre los objetos, incorpórea. En el salón no
había nadie.
—Cierra
la puerta —dijo alguien a mi lado, de repente.
Me
volví sobresaltado y vi a la niña, a Juliana, mirándome con
expresión aterrada.
Me
levanté de un salto con tanta brusquedad que la silla se volcó
hacia atrás.
—Ahí
viene —dijo la niña—. ¡Cierra la puerta, rápido!
Al
principio no entendí a qué se refería. Entonces, miré la puerta
del cuarto. En ese momento, escuché que, en efecto, algo venía.
Algo furioso, que subía las escaleras a toda velocidad con pasos
rápidos y sonoros. Sin duda no se trataba de una visita amigable,
así que cerré la puerta de golpe, como me pidió la niña.
Casi
de inmediato, escuché un rugido del otro lado, proveniente del
corredor, luego una especie de grito inhumano, hueco y resonante.
Hubo un golpe contundente que hizo vibrar el suelo y la ventana del
cuarto. Otro rugido más, otro grito y luego silencio. Un silencio
que cayó pesadamente. Caí en la cuenta de que me había quedado sin
aliento y que había dejado de respirar y tuve que hacer un esfuerzo
consciente para volver a hacerlo.
Juliana
miraba la puerta del cuarto, petrificada y con los ojos enormes.
Ahora
había calma, pero estaba seguro que lo que fuera que estaba allí,
no se había ido.
SIETE
Miré
a la niña, que se encontraba a mi lado. Ella me devolvió la mirada.
Seguramente, mi rostro fue muy elocuente, porque me dijo:
—No
te preocupes. Gary lo va a mantener a raya.
—¿Gary?
—Mi
guardián —dijo la niña.
—¿Te
refieres a... a ese...
Juliana
asintió con la cabeza.
—Gary
me protege. Ya sé que te asustó, pero es bueno. No le haría daño
a nadie... a nadie que no me hiciera daño a mí, claro.
—Tú
eres Juliana, ¿verdad? —traté de mantenerme calmado, de no
parecer asustado o exaltado, pero me era muy difícil. Noté que las
manos me temblaban ligeramente y no podía controlarlas. Eso me
desesperaba.
La
niña asintió con la cabeza, respondiendo mi pregunta.
—¿Qué
haces aquí? —inquirí entonces—. ¿Conoces a Rolando? Seguro que
lo conoces. Estás con él en esa foto que tiene en el estudio.
—Rolando
y yo somos vecinos —explicó Juliana—. Además, somos muy buenos
amigos. Él me ayudó a dormir, pero ahora... surgieron problemas.
Bajó
la mirada hacia sus brillantes zapatos negros. Hablaba de manera
increíblemente adulta para ser una niña de siete años.
—¿Problemas?
—murmuré. Sí, era evidente que habían surgido graves problemas.
Me arrodillé en el suelo, para mirarla a los ojos—. Escucha, yo me
llamo Fede. Soy amigo de Rolando. Él me llamó por teléfono, dejó
un mensaje en el contestador, pidiéndome que viniera. Parece que...
necesitaba ayuda. Por eso viene. Para ayudarlo. Pero no lo encuentro
por ningún lado. Y tú estás aquí y... y parece que también
alguien más.
—Rolando
está durmiendo —dijo Juliana—. El Sombrero lo puso a dormir.
—¿Qué
quiere decir eso? —exclamé. Un escalofrío me recorrió la
espalda—. ¿Qué es El Sombrero?
—No
qué, sino quién —corrigió la niña con una expresión de maestra
de escuela que en otras circunstancias me hubiese hecho reír—. El
Sombrero no me dejaba dormir. Por eso Rolando me ayudó.
Señalé
hacia la cama, hacia el aparato extraño que había encima de ella.
—¿Te
ayudó con eso?
Juliana
asintió con la cabeza.
—¿Qué
es esa máquina? —le pregunté—. ¿Para qué sirve? ¿Lo sabes?
—Sirve
para ver los sueños —dijo Juliana—. Uno se coloca ese aro en la
cabeza cuando está durmiendo y otro puede ver lo que está soñando
en la pantalla. Hace mucho tiempo que yo tengo pesadillas y que casi
no puedo dormir. A veces, paso días enteros sin dormir. Tengo
pesadillas con El Sombrero.
—¿Quién
es El Sombrero?
—Es...
es alguien malo. Se mete en mis sueños y me asusta. Está todo
vestido de negro y lleva puesto un sombrero enorme, también negro.
El sombrero no me deja ver su cara. Nunca pude verla. Pero El
Sombrero me asusta. Y Gary me protege de él.
—A
ver, Juliana —dije—. Vamos por partes. Tú tienes pesadillas.
Rolando inventó este aparato con el que puede verlas.
—Sí.
—Pero
esto no es un sueño —dije, aunque en ese momento, empezaba a tener
ciertas dudas—. Esto es la vida real; ahora tú y yo estamos
despiertos.
—Sí
—repitió Juliana como si hubiese dicho algo tan obvio que
resultaba tonto.
—Entonces,
¿cómo es posible que ese tal Sombrero y Gary estén aquí?
—pregunté.
—Creo
que fue por una falla en el sistema —dijo Juliana—. Eso fue lo
que dijo Rolando. De alguna manera, su equipo falló y mis pesadillas
se materializaron en el mundo real.
Me
estremeció que una niña de su edad supiera la palabra
“materializaron”, pero no dije nada.
—Ahora,
El Sombrero me persigue aquí también —dijo Juliana—. Quiere...
quiere llevarme. Por suerte, tengo a Gary, pero no sé si va a poder
protegerme mucho tiempo.
—No
te preocupes —respondí—. Volvamos a El Sombrero. Dijiste que
había puesto a Rolando a
dormir.
¿Qué quiere decir eso exactamente?
—Que
lo llevó abajo, al garaje, y lo dejó dormido, conectado a su
máquina. El Sombrero manipuló el invento de Rolando y ahora lo usa
para mantenerlo atrapado dentro de sus propias pesadillas. Es lo
mismo que quiere hacer conmigo, es lo que quiere hacer con todos.
Traté
de pensar un instante, pero no lo conseguí.
—O
sea que Rolando está simplemente dormido —acoté.
—Sí,
pero no puede despertar. La única manera de despertarlo es
desconectándolo de la máquina de El Sombrero.
—Me
imagino que eso no es tan sencillo —repuse.
Juliana
negó con la cabeza.
—No.
No es simplemente tirar de un enchufe. Si se desconecta mal, Rolando
podría no volver a despertar jamás. Su mente podría quedar
atrapada en sus pesadillas para siempre.
—¿Cómo
sabes todas estas cosas? —pregunté.
Juliana
se encogió de hombros.
—Las
sé —respondió, lacónica—. Rolando me explicó mucho cuando me
ayudaba con mis pesadillas.
—Bueno
—dije—, ahora nosotros tenemos que ayudarlo a él. ¿Dónde está
Rolando? Me refiero a... su cuerpo.
—Abajo,
en el garaje —dijo Juliana—. Pero no creo que podamos entrar sin
que El Sombrero nos descubra. Ahora mismo está ahí afuera... al
otro lado de la puerta. Esperándonos.
—Yo
no oigo nada —declaré.
—Pero
él está ahí.
—¿Y
dónde está... Gary?
—También
está afuera, vigilando que El Sombrero no entre en el cuarto —dijo
Juliana—. El Sombrero le tiene miedo.
Recordé
la grabación que había visto en la PC de Rolando, en la que una
silueta siniestra aparecía proyectada en el suelo del vestíbulo,
donde estaban Juliana y Gary. Recordé la manera en que Gary se había
erguido cuando la silueta apareció. Sí, era posible que El Sombrero
le tuviera miedo.
—Pero
tenemos que ayudar a Rolando —repliqué—. Aunque también hay
otro problema: ¿cómo nos deshacemos de El Sombrero?
—Rolando
me dijo que tal ver fuera posible encerrarlo en la máquina —comentó
Juliana.
—¿Cómo?
—pregunté.
—No
sé. Sólo Rolando lo sabe.
—¿Y
cuándo te lo dijo?
—Hace
un rato.
—Pero...
¿eso significa que lo viste? ¿Qué hablaste con él?
—Puedo
hablar con él —dijo Juliana—. Mentalmente, digamos.
—No
lo entiendo —confesé. Estaba perdido.
—Yo
también estoy en el garaje, Fede —dijo la niña— Quiero decir,
mi cuerpo. Está en el garaje, junto al de Rolando. El Sombrero logró
atraparme. Pero yo logré materializar mi mente fuera de ese lugar.
Gary me ayudó. Por eso puedo aparecer aquí ahora. Y por eso El
Sombrero anda tras de mí. Quiere atrapar mi mente y encerrarla
dentro de mis pesadillas.
—¿O
sea que... o sea que no estás aquí realmente? ¿Qué eres como un
fantasma?
Juliana
negó con la cabeza.
—No
—dijo—. No soy ningún fantasma. Simplemente, soy yo.
Levanté
una mano trémula y le toqué el cabello. Era suave y sedoso. Y
tangible. Mi mano no atravesó su cabeza como si se tratara de un
holograma. Ella estaba allí realmente. Dios, ¿cómo podía hacerlo?
Toda esa situación iba mucho más allá de mi comprensión. De
repente, sentí un mareo y la habitación dio una vuelta vertiginosa.
Me tambaleé y caí sentado en la silla. Si no hubiera estado ahí,
habría acabado en el suelo.
—¿Estás
bien? —me preguntó Juliana, preocupada.
—Sí
—murmuré—. Sí, sólo... creo que esto es más de lo que puedo
manejar.
—Es
entendible —repuso ella con ese tono adulto que resultaba tan
inquietante.
En
ese momento, Gary apareció. Atravesó la puerta y se materializó al
lado de su pequeña protegida. Yo no pude evitar sobresaltarme. Era
un animal tan... bueno, tan extraño...
Se
sentó al lado de Juliana. Ella le acarició la cabeza, entre las
orejas puntiagudas. Gary respondió entrecerrando sus ojos negros y
soltando un áspero ronroneo.
—Parece
que El Sombrero se fue —dijo Juliana.
—¿Adónde?
—No
sé. Debe estar ideando otra manera de atraparme. Por eso Gary volvió
conmigo.
Miré
al animal y y pensé en tocarlo a él también, pero me resistí. Tal
vez fuera muy amigable, pero su aspecto no lo ayudaba.
En
ese momento, se me ocurrió una idea.
OCHO
—Juliana
—dije—. ¿Puedes hablar con Rolando en este momento?
—Sí
—dijo ella—. Le dije que viniste a ayudarlo. Él se alegra.
—Qué
bien —dije—. Pero, ¿puedes preguntarle cómo puedo hacer para
ayudarlo exactamente?
—Sí
—dijo Juliana—. Creo que puedo hacerlo.
La
niña se sentó en el suelo, cruzada de piernas, y cerró los ojos. A
su espalda, Gary también se echó, aunque con un ojo puesto en la
puerta de la habitación.
Juliana
puso las manos sobre las rodillas y suspiró.
—¿Rolando?
—murmuró—. Necesito encontrarte... Fede vino a ayudarte.
Esperé,
con el aliento contenido. Juliana no dijo nada por un buen rato. Ni
se movió. En ese momento parecía una estatua. Pensé en decir algo,
pero temía interferir de alguna manera y romper la conexión entre
ella y mi amigo.
Al
final, Juliana abrió los ojos de golpe y me sobresalté.
—¿Y?
—pregunté, lleno de ansiedad.
Juliana
negó con la cabeza.
—No
logro encontrarlo.
—¿Qué?
—exclamé.
—No
responde. Lo busqué, pero... no lo encuentro... Creo que El Sombrero
lo atrapó y lo escondió en algún lugar.
—Pero,
¿dónde? —dije, casi gritando, desesperado.
En
ese momento, una mano enorme emergió del suelo. Era como una garra
negra, hecha de sombra, que salió de repente y se cerró sobre
Juliana y Gary. El animal soltó un rebuzno gutural, más de furia
que de miedo, y Juliana chilló aterrada. La mano los envolvió,
cubriéndolos por completo de oscuridad.
—¡Juliana!
—grité yo.
Salté
sobre la mano, convencido de que la atravesaría debido a su textura
insustancial. Pero un pulgar del tamaño de un palo borracho se
eyectó, golpeándome de lleno. Fue como darme contra un muro y salí
volando hacia atrás. Choqué de espaldas contra la pared y me
desplomé en el suelo, ruidosamente.
La
mano empezó a descender, hundiéndose otra vez en el piso, que
seguía tan sólido como siempre. Los gritos de Juliana y los
bramidos de Gary sonaban amortiguados, sordos.
Cuando
la mano ya estaba casi por completo hundida, escuché un potente
rugido. Una de las zarpas de Gary abrió una brecha en la mano negra
y la criatura saltó hacia fuera. Casi de inmediato, el tajo rasgado
se volvió a cerrar, cicatrizando de una manera alarmante.
Gary
intentó ayudar a su protegida, intentó morder la mano que se la
llevaba, pero ya era demasiado tarde.
La
mano se hundió y desapareció. Los gritos desesperados de Juliana
cesaron de inmediato.
NUEVE
Me
incorporé, sintiendo un dolor sordo en la nuca, la parte posterior
de la cabeza y la espalda.
Gary
husmeaba el suelo con su gran nariz, daba vueltas en círculos,
nervioso, alrededor del sitio donde la mano había desaparecido.
Cuando me levanté, se volvió a mirarme con sus penetrantes ojos
negros.
“Tenemos
que ayudarla”, decían esos ojos claramente. “No podemos dejar
que se la lleve”.
—Pero,
¿cómo? —pregunté yo en voz alta, y me sobresalté. Le estaba
hablando a una criatura irreal como si ella me hubiese hablado
primero. Tal vez fue así. Ahora que lo pienso, no estoy del todo
seguro.
Gary
saltó sobre la cama y levantó el aro conectado a la máquina con
sus fauces. Yo lo miré.
—¿Qué
quieres que haga? —pregunté—. ¿Qué me ponga eso?
Gary
permaneció mirándome durante largo rato. “Sí”, parecía decir.
Me
acerqué a la cama y me senté.
—Pero
no sé cómo funciona este aparato —respondí—. No sabría qué
hacer. Además, se supone que hay que estar dormido y en este momento
no tengo sueño. Ahora, nada de nada podría hacerme dormir.
Gary
hizo un movimiento con la cabeza, como insistiendo en que le hiciera
caso.
—Pero...
Se
acercó a mí. Pude percibir el calor que irradiaba su cuerpo. Un
calor muy real. Puso el aro sobre mi regazo. Yo lo tomé entre las
manos, lo levanté y examiné.
—Está
bien —murmuré—. Aunque no sé qué...
Gary
saltó de la cama y se sentó frente al panel de la máquina, frente
al televisor futurista lleno de controles. Utilizando una de sus
garras pulsó delicadamente el interruptor y la pantalla se encendió.
Luego, con la punta de la nariz empezó a pulsar otros botones. Yo me
quedé mirándolo, atónito.
La
máquina emitió una serie de sonidos distorsionados, como una radio
que busca señal. En la pantalla al principio sólo se veía
estática, pero entonces se oscureció y aparecieron unas palabras en
verde que rezaban SISTEMA LISTO.
La
criatura se volvió a mirarme, como diciendo: “Ahora”.
Yo
levanté el aro, que se parecía mucho a la corona de espinas que
supuestamente llevó Jesús el día de su crucifixión y de la que
tanto me habían hablado cuando era niño e iba al colegio católico.
Me habían hablado de cómo las espinas se clavaban en la frente y el
cuero cabelludo de Jesucristo, rasgando la piel, abriendo heridas que
luego goteaban sangre sobre su rostro torturado... Eran cuentos muy
agradables para niños de seis años.
Coloqué
el aro sobre mi cabeza.
—Listo
—le dije a Gary—. ¿Y ahora?
Utilizando
sus dientes, accionó un par de botones más. A continuación, se
acercó a mí.
—¿Qué...
—empecé a decir, pero me dio un golpe tremendo en la cabeza con
una de sus enormes patas. Yo me desplomé de lado en la cama,
inconsciente.
DIEZ
Abrí
los ojos y me encontré de pie en un lugar que no era el cuarto de
huéspedes de la casa de Rolando.
Miré
a mi alrededor exaltado, confundido y asustado. Me invadía una
sensación extraña, difícil de describir. Me sentía...
desconectado, como que yo no era yo. Sé que es confuso, pero no se
me ocurre otra manera de expresarlo.
No
estaba solo, había alguien conmigo. Miré a un lado y allí estaba
mi viejo amigo, Gary, sentado en el suelo como un perro. Levantó la
cabeza, mirándome.
—¿Qué
pasó? —pregunté.
En
ese momento, recordé el golpe que me había dado en la cabeza.
Claro, me había puesto a dormir, lo cual era necesario para que el
infernal invento de Rolando funcionara. En realidad estaba
inconsciente, pero era como dormir, después de todo.
Contemplé
el lugar, asustado. Me encontraba en un lugar que no me era en
absoluto familiar. No era la casa de Rolando, eso estaba claro.
—¿Dónde
estamos? —le pregunté a Gary.
No
esperaba respuesta, así que dejé de mirarlo, pero entonces, escuché
una voz tranquila que decía:
“Esto
es la casa de Juliana”.
Me
volví conteniendo el aliento y volví a mirar a Gary. Él seguía
sentado en el suelo, observándome con sus ojos negros.
—¿Qué...
dijiste... dijiste algo? —No puedo decir que estuviera
particularmente sorprendido. A esas alturas, después de todo lo que
había pasado, no.
“Sí
—respondió la voz—. Dije que esta es la casa de Juliana”.
Yo
había estado mirando fijamente a Gary y no lo vi mover la boca
durante la pronunciación de esa frase. Es más, parecía que las
palabras sonaban dentro de mi cabeza, como si yo mismo tuviera una
voz interior que me hablaba.
—¿Estás...
me estás hablando?
“¿Y
a quién más iba a hablarle?”, preguntó la voz con tono
ligeramente burlón.
—¿Puedes
hablar?
“Ya
ves que sí”.
Gary
me miraba, sin abrir sus fauces.
—Pero,
¿cómo...
“Aquí
si puedo hablar —repuso Gary. Su voz sonaba increíblemente
humana—. Mejor dicho, aquí tú sí puedes escucharme”.
—¿Aquí?
“Me
refiero a este... a este sector de la realidad —explicó Gary—.
Este vendría a ser el mundo de los sueños, para decirlo de un modo
que lo entiendas. Aquí mis palabras pueden ser entendidas por
cualquiera. Incluso, podrías escuchar hablar a un perro, si se diera
la oportunidad”.
Me
quedé en silencio un momento, tratando de pensar. “Claro —me
dije—, no estaba despierto, estaba soñando. Yo no estaba realmente
allí, mi cuerpo descansaba en el cuarto de huéspedes de la casa de
Rolando. Se supone que en los sueños todo es posible. Uno puede
volar, o transformarse en un dinosaurio o pasearse en un Ferrari rojo
a toda velocidad... Y las criaturas monstruosas pueden hablar como
los humanos.”
—Supongo
que es posible —murmuré.
“Lo
es”, afirmó Gary.
—Pero...
¿por qué estamos aquí? —inquirí.
“Es
la única manera de derrotar a El Sombrero —dijo Gary—. No
podemos hacerlo en el mundo real. Allí, solamente podemos
contenerlo”.
—Pero,
¿cómo vamos a derrotarlo? —pregunté—. Creo que es demasiado
poderoso.
“Y
lo es, pero sólo porque vive de la imaginación de una niña de
siete años... igual que yo. La única manera de derrotar a El
Sombrero, es demostrarle que él no existe. Que no es más que un
invento. Que nunca ha existido y nunca podrá hacerlo”.
—Perfecto
—dije yo—. ¿Y cómo hacemos eso?
“Por
eso estamos aquí —dijo Gary—. Sígueme”.
Gary
se levantó y empezó a caminar. Y yo lo seguí, por supuesto.
Por
primera vez desde que llegamos, me fijé realmente en la casa.
Parecía bastante más grande que la de Rolando y bastante más
vieja.
El
suelo era de una madera oscura (creo que pino) tan encerado que
brillaba como un enorme espejo negro. De las paredes colgaban unos
cuantos cuadros, que en su mayoría eran pinturas de flores o
naturaleza muerta. Los muebles se veían anticuados, aunque en muy
buen estado, tapizados de terciopelo verde. Cuando entramos en la
sala, vi un reloj de péndulo contra la pared. Era de ébano, tan
negro como el piso, y parecía fundirse con él, como si el reloj
hubiese crecido del suelo. El aire tenía un fuerte olor a cera para
muebles, cuero viejo y cortinas polvorientas. Una luz mortecina, gris
y fría entraba por las ventanas.
—¿Juliana
vive aquí? —pregunté.
“Así
es —respondió Gary—. Lo sé, es una casa bastante espeluznante.
No es extraño que Juliana imagine cosas como El Sombrero”.
—Pero,
¿con quién vive? ¿Dónde están sus padres?
“Juliana
es huérfana —explicó Gary—. Sus padres murieron cuando ella
tenía dos años. Vive con su tía, Catalina, que en realidad, podría
ser su abuela. Es una mujer de bastante dinero, por eso tiene este
caserón. Deberías verla. Parece escapada de un cuento de los
hermanos Grimm. La madre de las hermanastras malvadas de Cenicienta.
Viste siempre de negro, con un vestido grueso que va del cuello hasta
los tobillos, y hace que Juliana se vista igual”.
—Pero,
¿cómo la trata? —pregunté.
“Yo
diría que con cordial frialdad —dijo Gary—. Esa mujer es más
fría que una estatua de mármol. Nunca ha maltratado a Juliana, pero
la somete a un régimen muy severo. No la deja ir a la escuela,
¿sabes? Ella le enseña todo aquí. Juliana tiene que levantarse a
una hora determinada todos los días y asistir a las lecciones que le
imparte su tía durante unas seis horas seguidas. Le enseña
matemática, idioma español y un poco de música, pero también
costura y buenos modales. Buenos modales, ¿te das cuenta? Luego,
Juliana tiene que hacer deberes ella sola. Apenas le deja tiempo para
jugar. Juliana casi no tiene juguetes, excepto por unas muñecas
viejas que eran de su madre. Y lo peor es la comida...”
—¿Qué
le da de comer?
“Casi
siempre una sopa repugnante de espinaca. Juliana la odia. Siempre
trata de llenarse con pan, para no tener que tomarla. Mientras su tía
toma té con bombones justo frente a ella”.
—Eso
es muy cruel —dije—. Pero, ¿no hay nadie que sepa de esa
situación y piense hacer algo?
“Creo
que los pocos que saben, no se atreven, por miedo a que Catalina
pueda tomar represalias. No te olvides que es una mujer muy
poderosa”.
Me
di cuenta de que habíamos subido una escalera alfombrada y que ahora
estábamos dentro de un cuarto bastante grande. En él, había una
cama de dos plazas, una cómoda con un espejo ovalado enorme encima,
un armario estilo Luis XV en el que podría vivir una persona y un
par de sillas del mismo estilo. La única ventana tenía unas
cortinas largas de color blanco sujetas con listones a los costados.
—¿Dónde
estamos? —pregunté, aunque ya me lo imaginaba.
“Este
es el cuarto de Catalina”, dijo Gary.
Miré
la cómoda y vi una cabeza de maniquí de plástico. Sobre ella había
una peluca de color castaño claro con un peinado voluptuoso.
“La
tía de Juliana usa peluca”, me dije.
—¿Por
qué estamos aquí? —pregunté.
“Aquí
está lo que podríamos llamar la fuente de poder de El Sombrero. El
origen de las pesadillas de Juliana”.
—¿Dónde?
Gary
se acercó al enorme armario. Yo lo seguí.
“Adentro”,
indicó.
Abrí
la puerta, que produjo un chirrido agudo y entonces alguien dentro
del armario me miró.
ONCE
Me
sobresalté y di un paso hacia atrás, pero de inmediato me di cuenta
de que no había qué temer. No había nadie mirándome dentro del
armario. No se trataba de una persona, sino de un cuadro, que estaba
colgado del lado de adentro de la puerta del armario.
Aún
así, era para asustarse. Se trataba del retrato de una mujer vieja
con una piel pálida como una sábana. Tenía un rostro alargado, las
mejillas hundidas y los pómulos puntiagudos y salientes. Sus labios
eran apenas una delgada línea pintada de un color rojo tan intenso
que parecía sangre. Sus ojos eran oscuros, penetrantes, con una
expresión tan fría que parecían dos astillas de hielo gris,
apuntando siempre a quien se atreviera a mirarla. Llevaba el cabello
gris—plateado sujeto en un peinado similar al de la peluca que
había sobre la cómoda. Tenía el cuello largo como el de un cisne,
que en una mujer con veinte años menos hubiera resultado bonito,
pero que en ella, parecía una columna blanca surcada de cientos de
pequeñas arrugas, y además, tenía la nuez muy pronunciada.
“Es
ella —dijo Gary detrás de mí—. Te presento a Catalina”.
—Dios
—dije—. Ahora entiendo lo que siente Juliana. Y además, ¿quién
colgaría un cuadro dentro de un armario?
“Alguien
como Catalina” —fue la respuesta de Gary—. Pero eso no es lo
importante, sino lo que hay dentro”.
Hizo
un gesto con su larga cabeza. Yo miré y vi que colgado dentro del
armario había un largo sobretodo negro y un sombrero del mismo color
con un ala enorme, encima. El traje despedía un fuerte olor a
naftalina. Vi que en el suelo del armario, había una polilla muerta.
—El
Sombrero —murmuré y sentí un escalofrío corriéndome por la
espalda.
“Aquí
está —dijo Gary—. “La fuente de todos los miedos de Juliana...
un simple sobretodo negro y un sombrero”.
—Creo
que si yo estuviese en el lugar de Juliana, también me asustaría
—repuse—. Ella debe haberlo visto en algún momento y debe
haberse asustado. Tal vez vio a alguien con esto puesto. ¿Es de
Catalina?
“Sí
—dijo Gary—. Pero yo nunca la he visto usarlo”.
—Tal
vez, Catalina sí —dije—. Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
“Hay
que destruirlo —dijo Gary—. Hay que destruir este traje. Así, El
Sombrero caerá en la cuenta de que no es real... y desaparecerá”.
—¿Estás
seguro de que va a funcionar?
“Tiene
que funcionar”, dijo Gary con tono seguro.
Volví
a mirar el traje y el sombrero. Era inquietante. Parecía que había
alguien dentro del armario.
—Creo
que podría quemarlo —dije.
“Buena
idea”, asintió Gary.
Extendí
una mano hacia el armario y tomé la punta de una manga del
sobretodo. Iba a tirar de él, cuando de pronto, el sobretodo se
infló, adquiriendo proporciones humanas. Escuché un rugido de furia
y el brazo que sujetaba se eyectó hacia adelante como un pistón,
golpeándome en la cara. Salté hacia atrás trastabillando y caí al
suelo.
El
traje salió fuera del armario. Flotaba en el aire y la parte baja se
agitaba como una banderola al viento. En los puños del sobretodo
aparecieron un par de garras negras, con unos dedos largos y
huesudos. El sombrero se levantó y un círculo de oscuridad pareció
mirarme.
El
Sombrero había llegado justo a tiempo, para impedir que lo
destruyera.
Estiró
los brazos hacia los lados y éstos se alargaron hasta alcanzar los
dos metros de longitud. Luego, se proyectaron hacia delante y las
garras me sujetaron de los tobillos. Me levantaron en el aire y quedé
colgando de cabeza. El Sombrero giró en un rápido círculo y me
soltó. Salí volando y caí encima de la cómoda, chocando de
espaldas contra el espejo, que se hizo pedazos. Aplasté la cabeza de
plástico que llevaba la peluca y me desplomé en el suelo junto a
una lluvia de trozos de cristal.
En
ese momento, Gary saltó encima de El Sombrero por detrás y hundió
sus enromes dientes en su hombro, al tiempo que clavaba las garras en
el sobretodo. Lo rasgó, abriendo unas grietas negras que se cerraron
casi de inmediato.
Una
de las garras de El Sombrero creció hasta adquirir las dimensiones
de un auto compacto y golpeó de lleno a Gary. Tuvo que hacerlo dos
veces antes de que Gary lo soltara y cayera al piso, soltando
chillidos de dolor.
Pero
Gary no era tan fácil de vencer. Volvió a incorporarse, sacudió la
cabeza y saltó otra vez sobre El Sombrero. Ambos empezaron a
forcejear en el aire, revolviéndose el uno sobre el otro. Rebotaban
contra las paredes, como una pelota de goma, tirando los cuadros que
había colgados. Los rugidos de Gary eran ensordecedores.
De
pronto, El Sombrero logró sujetar a Gary del cuello y lo golpeó
tres veces contra la pared. Luego lo hizo dar una vuelta, como había
hecho conmigo, y lo arrojó contra la ventana. Gary la atravesó y
desapareció, cayendo al vacío.
En
ese momento, yo me levanté, con torpeza. Me dolía la espalda y
sentía cortes pequeños en las manos, producto de las astillas del
espejo que se había roto. No sabía para quién serían los siete
años de mala suerte, si para mí o para El Sombrero.
Yo
traté de erguirme y mantenerme firme, a pesar de que estaba muerto
de miedo. Recordé lo que me había dicho Gary. “La única manera
de derrotar a El Sombrero, es demostrarle que él no existe. Que no
es más que un invento. Que nunca ha existido y nunca podrá
hacerlo”.
El
Sombrero flotó hacia mí y me sujetó del cuello con una de sus
garras. Sentí las uñas negras clavándose en mi piel. Traté de
hablar, pero solté una arcada seca. El Sombrero iba a matarme,
estaba dispuesto a hacerlo.
“No
lo permitas —me dije—. No permitas que vea el miedo que sientes.
No lo dejes alimentarse de tu miedo”.
—¿Vas
a matarme, imbécil? —dije con voz ahogada, mientras me ahorcaba—.
No vas a poder hacerlo. Ya no te tengo miedo. ¿Sabes por qué?
Porque sé lo que eres. No eres nada. ¡Nada! No existes. Eres tan
sólo la invención de una niña. Nada más que una sombra que se
mueve en el aire. Nada más. No puedes matar a nadie. No puedes
asustar nadie. Eres... eres patético. Una mala imitación de
fantasma. Un remedo mal hecho de espantajo. Solamente un traje negro
y un sombrero ridículo flotando en el aire. Nada más que eso. Y
nunca vas a llegar a ser nada más.
Estaba
funcionando. La fuerza que El Sombrero ejercía sobre mi cuello
disminuyó paulatinamente. Noté que todo su cuerpo negro empezaba a
temblar.
—Me
das gracia —continué—. No das miedo, das risa. Eres... eres un
payaso. Pero un payaso triste que solamente logra hacer reír dando
lástima, pretendiendo ser algo que no es, haciéndose el chico malo
cuando no es nada más que una sombra que tiene que vestirse con una
gabardina y un sombrero negro para asustar a los niños. ¡Los niños!
Al final, ni siquiera ellos te van a tener miedo, estúpido. Nadie te
va a tener miedo y todo el mundo se va a reír de ti. Todo el mundo
se va a burlar del fantasma fracasado. ¡Ja, ja! Ese es un buen
nombre. No El Sombrero, sino El Fantasma Fracasado. ¡Fantasma
Fracasado!
La
garra que me apretaba el cuello fue cediendo hasta soltarme. El
Sombrero dio un paso hacia atrás, indeciso, y en ese instante yo me
moví deprisa, tomé el sombrero y se lo quité.
—Ni
siquiera te atreves a mostrar la cara —dije con tono burlón.
Cuando
le quité el sombrero, yo esperaba no ver nada más que una mancha
oscura, como un trozo de sombra. No esperaba encontrarme con un
rostro perfectamente formado y tangible.
Al
principio pensé que se trataba de un hombre, pero cuando vi las
facciones, noté que era una mujer y me di cuenta de inmediato de qué
mujer se trataba. Vi la piel blanca como el mármol, las mejillas
hundidas, el cuello largo lleno de arrugas. Los labios de color rojo
sangre, que estaban curvados en una mueca de odio. El cráneo estaba
totalmente calvo, excepto por algunas hebras grises y arrugadas que
colgaban del cuero cabelludo lleno de desagradables manchas
amarillentas. Los ojos de color tormenta me miraban lanzándome
destellos de maldad, ira y miedo.
Allí
estaba El Sombrero, quien por fin revelaba su identidad. Era
Catalina, la tía malvada de Juliana.
“Claro
—me dije—. ¿Quién más podía ser?” A esas alturas, parecía
obvio que la fuente de todas las pesadillas de Juliana fuera su tía,
esa mujer fría, severa y en cierto punto aterradora a quien Juliana
(y seguramente cualquier otro niño) le tenía miedo.
—Usted
—dije sin aliento.
—¡Mocoso!
—gritó la mujer con una voz gutural, cavernosa, apenas humana—.
¡Mocoso, atrevido, insolente! ¿Cómo te atreves a desafiarme? Todos
los niños de ahora son iguales. Irrespetuosos de la autoridad, mal
educados, irrespetuosos de sus mayores. Juliana es igual. La
pusilánime de mi hermana no quiso entenderlo.
—¿Qué?
—exclamé.
La
fea boca de Catalina se curvó en una sonrisa torva.
—Haces
mal en no tenerme miedo. ¿Crees que solamente me gusta asustar?
Extendió
una mano. Creí que iba a golpearme, pero la usó para taparme los
ojos. Entonces, vi a un bebé en una cuna, dormido. O, mejor dicho, a
una bebé, a juzgar por las sábanas rosadas que la cubrían. Una
mujer joven, muy hermosa, miraba a la criatura con amor. Luego, la
escena cambió bruscamente y me encontré mirando una pequeña
cocina. Sobre una mesa cuadrada con un mantel de hule había tres
tazas de té. Una figura alta, encorvada y oscura se inclinaba sobre
ellas. La figura, vestida de negro, volvió el rostro y noté que se
trataba de Catalina. Tenía algo en la mano. Era un frasco color
caramelo y estaba vertiendo un líquido incoloro dentro de las tazas,
con un gotero. La escena volvió a cambiar y ahora la mujer joven y
un hombre joven (seguramente, su marido) tomaban el té. Catalina
también, en silencio, y los miraba con una expresión de triunfo y
soberbia. Cambio de escena: la mujer y el hombre jóvenes estaban
tendidos en el suelo, junto a la mesa. Las tazas de té, rotas,
estaban tiradas junto a ellos. Catalina los miraba con aquella
expresión altanera. La imagen desapareció y fue sustituida por
otra, en la que la bebé aparecía otra vez en la cuna. En esta
oportunidad, estaba despierta, pero tranquila, moviendo sus pequeños
y regordetes brazos. Entonces, una sombra que parecía llevar un
enorme sombrero en la cabeza, apareció, oscureciéndola. Los ojos de
la pequeña se abrieron como platos y rompió en llanto.
Catalina
sacó su mano de mi cara y yo me aparté hacia atrás, jadeando.
—¿Lo
ves? —dijo Catalina—. ¿Ves lo que soy capaz de hacer?
—Usted
los mató —dije—. Mató a los padres de Juliana... ¿por qué?
—¡Porque
eran un par de ineptos! —chilló Catalina—. ¡Porque no servían
para educar a una niña como se debe! ¡En cambio, yo sí! ¡Yo sé
cómo hacerlo! ¡Yo sé cómo poner a los niños en su lugar!
—Usted
no es más que una vieja desquiciada —repliqué—. ¡Y una
asesina!
Catalina
echó la cabeza hacia atrás y rió con unos chillidos que me
pusieron la carne de gallina.
—Hice
lo que tenía que hacer —repuso—. Ahora, esa mocosa de mi sobrina
está bajo mi cuidado. Ahora, está bien.
Negué
con la cabeza.
—No,
no lo está —dije—. Y no voy a permitir que siga martirizándola.
—¿Cómo
lo vas a hacer, mocoso enclenque? —preguntó con tono desafiante.
—Usted
no existe —repliqué.
—¡Claro
que existo!
—No
aquí. Este no es su mundo. Esta no es la realidad. Ya se lo dije:
aquí no es más que El Sombrero. La invención de una niña. Aquí
no puede matar a nadie.
El
rostro de Catalina vaciló.
—No
—repuso—. Yo...
—Antes
tenía poder, pero ahora no —dije—. Ya no lo tiene. Porque yo no
le tengo miedo. ¿Lo entiende? ¡No le tengo miedo!
La
vieja se estremeció y dio un pequeño salto hacia atrás.
“Ahora
se intercambian los papeles”, pensé.
Yo
empecé a avanzar hacia ella y ella empezó a retroceder.
—No
le tengo miedo, vieja idiota, ridícula y enajenada. No le tengo
miedo, no le tengo miedo, no le tengo miedo...
En
un momento, Catalina intentó armarse de valor, intentó endurecer su
expresión, pero no lo consiguió.
“Fede”
—sentí que alguien me llamaba.
Me
volví y vi a Gary detrás de mí. Estaba sentado en el suelo, junto
a una lata de cera para pisos y una caja de fósforos. Yo había
creído que El Sombrero lo había eliminado para siempre, pero
gracias a Dios, me equivoqué.
“Creo
que vas a necesitar esto”, me dijo.
Me
incliné y levanté los objetos.
—Gracias
—dije.
Destapé
la lata y apunté con el pico hacia Catalina.
—Quítese
el traje —ordené.
—No
—repuso ella—. ¡Nunca!
Saqué
un fósforo de la caja y lo encendí.
—Última
advertencia. ¡Sáqueselo ahora!
—Vas
a tener que quitármelo, mocoso —repuso ella—. ¡Soy El Sombrero!
¡Soy invencible!
—No
lo es —repuse.
Apreté
la lata y un chorro de cera líquida empapó el traje. Luego, arrojé
el fósforo que había encendido. El sobretodo negro se encendió de
inmediato, con una potente llamarada amarilla.
Catalina
empezó a agitar los brazos y a soltar horribles chillidos. Luego,
comenzó a dar vueltas en círculos, con torpeza. Rebotaba contra las
paredes, contra los objetos, mientras las llamas la envolvían con
voraz rapidez. Sin darse cuenta, empezó a acercarse a la ventana
rota, por la que había salido volando Gary momentos antes. Creí que
iba a tener que empujarla, pero ella hizo todo el trabajo. Se topó
con el borde de la ventana, tropezó y cayó al vacío. Aunque, en
realidad, creo que se dejó caer. Sus gritos se hicieron cada vez más
apagados y finalmente, se extinguieron.
Gary
y yo nos acercamos a la ventana, asomándonos, y miramos hacia abajo.
El
Sombrero estaba tendido sobre el césped seco del costado de la casa,
convertido en un amasijo carbonizado. Todavía había algunas llamas
pequeñas que luchaban por no extinguirse, aunque supe que no iban a
conseguirlo.
—Se
fue —murmuré.
Gary
asintió.
“No
escapó de la realidad”, dijo, sin mover la boca.
DOCE
Nos
apartamos de la ventana y le dije a Gary:
—Tenemos
que salir. Tenemos que buscar a Rolando y a Juliana. ¿Dónde están?
“No
te preocupes —respondió él—. Están bien. Aún están en el
sótano, pero todavía están conectados a la máquina de El
Sombrero”.
—Pero
si El Sombrero no era real, su máquina tampoco lo era —repliqué.
“No,
la máquina sí es real —dijo Gary—. No te olvides que él pasó
al mundo real, en donde pudo manipular el invento de Rolando para
controlarlo”.
—Entiendo
—murmuré—. Tenemos que volver.
“Mi
trabajo ya terminó —repuso Gary—. Ya hice todo lo que podía. Ya
derrotamos a El Sombrero. Ahora sólo resta desconectar la máquina,
pero puedes hacerlo tú solo”.
—Pero
no sabría cómo —protesté—. Juliana me dijo que no se trataba
simplemente de tirar del enchufe o corría el riesgo de que ellos
quedaran atrapados para siempre.
“No
te preocupes —dijo con voz tranquila—. Eso era cuando El Sombrero
controlaba la máquina. Pero ahora que se ha ido, no lo hace más.
Juliana y Rolando están a salvo. Simplemente, están dormidos. Para
desconectarlos, hay que seguir el mismo sencillo procedimiento que
con la máquina a la que tú estás conectado”.
—Pero
tampoco sé manejar esa máquina —dije.
“Te
dejé las instrucciones junto a la cama para cuando despiertes”.
—¿Y
tú qué vas a hacer?
“Irme
a descansar un poco —dijo Gary—. Estoy cansado, Fede. Hoy fue un
día muy duro”.
—Lo
sé —dije—. Creo que no vamos a volver a vernos.
“Supongo
que no”.
—Bueno...
gracias. Gracias por toda tu ayuda, Gary. En serio. Podría decir que
Juliana tiene una mascota estupenda.
Gary
rió, sin mover los labios. Escuché su risa en mi cabeza.
—Gracias
—dijo—. Y Rolando tiene un muy buen amigo. Además, no podría
haber hecho esto sin tu ayuda. Así que yo soy el que te está
agradecido.
Se
acercó, sacó la lengua y me lamió la mano. Fue como si me lamiera
un perro, al contrario de lo que yo imaginaba cuando vi a Gary por
primera vez.
—Adiós,
Fede —dijo—. Y una vez más, gracias.
Dio
media vuelta y se alejó, dirigiéndose a la puerta del cuarto.
—Pero,
espera —exclamé—. ¿Cómo voy a volver?
Gary
volvió la cabeza, mirándome.
“Despertarás
en un segundo”, dijo. Luego, reanudó la marcha y se fue.
Yo
me quedé ahí parado, en medio de aquella habitación vacía, en
profundo silencio. Y de golpe, desaparecí.
Desperté
sobresaltado, otra vez en la cama del cuarto de huéspedes de la casa
de Rolando. Estaba agitado y jadeaba.
Me
quité la corona electrónica de la cabeza y miré la máquina de
sueños. En la pantalla, parpadeaba un cartel que decía SESIÓN
TERMINADA. Sobre la pantalla había una libreta. La levanté y vi que
decía INSTRUCCIONES PARA DESCONECTAR LA MÁQUINA, escrito en una
caligrafía muy pulcra. No era de Rolando. ¿Quién había escrito
eso? ¿Acaso Gary? Bueno, si era capaz de hablar como un ser humano,
también sería capaz de escribir.
—Gracias,
Gary —dije.
Me
levanté y salí del cuarto a toda velocidad. Corrí escaleras abajo,
entré en la cocina, abrí la puerta que comunicaba al garaje y pasé.
Allí
estaban mi amigo Rolando y mi nueva amiga Juliana. Ambos tendidos
boca arriba sobre sendos catres, uno al lado del otro. Estaban
inertes, con los ojos cerrados y los brazos extendidos a los
costados. Cada uno tenía en la cabeza una corona como la que había
llevado yo, pero negra, y cada corona estaba conectada a una máquina
colocada entre ambos catres.
Era
una máquina más grande que la que estaba en el cuarto de huéspedes
y de color negro. En la pantalla se veían lo que parecían un par de
radiografías de la cabeza de mis amigos.
—Ahora
mismo los saco —dije.
Me
acerqué a la máquina y con ayuda de las instrucciones de la
libreta, empecé a apretar botones y girar perillas. Leía dos veces
cada instrucción antes de ejecutarla, porque tenía un miedo
terrible de equivocarme. Gary había dicho que no había peligro, que
ahora que El Sombrero (Catalina) se había ido, ellos estaban a
salvo, pero aún así no quería correr riesgos.
Finalmente,
pulsé el interruptor y la máquina se apagó con un lento silbido.
Me aparté un paso y miré a mis amigos. Ninguno de los dos se movía,
ninguno había abierto los ojos.
Con
el corazón en la boca, creí que había cometido algún error.
—Por
favor —murmuré, sintiéndome al borde de las lágrimas.
Entonces,
Juliana abrió los ojos, me miró y dijo:
—Soñé
que me rescatabas.
Me
acerqué a ella, la abracé y la cubrí de besos.
—Oigan,
¿qué pasa? —preguntó alguien alarmado, a mi lado.
Me
volví y vi a Rolando, que se levantaba del catre, quitándose la
corona de la cabeza.
Miró
la máquina negra con estupefacta sorpresa.
—¿Qué
es esto? —preguntó—. ¿Qué pasó? No... no me acuerdo de nada.
Fede, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Y tú, Juliana?
Reí
y abracé a mi amigo, quien me miró como si me hubiese vuelto loco.
—No
te preocupes —dije—. Es una historia muy larga, pero hay tiempo
de sobra para que te la cuente. Sólo me gustaría pedirte un favor.
—¿Cuál?
—preguntó Rolando.
—No
vuelvas a inventar ninguna máquina de sueños nunca más —le dije.
Touché, mon ami!
ResponderBorrarSobran las palabras, pero esto es un comentario, y como tal, sin palabras se queda en nada...
Sencillamente... me ha encantado.
Seguiré buceando por las profundidades, a ver qué más cosas refulgentes me encuentro...
;)