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jueves, 10 de septiembre de 2009

La casa de muñecas

1

Juancho, Melina y yo habíamos pensado pasar un fin de semana en la casa (“casa” es una manera de decir, el término correcto sería “choza”) que los tíos de él tienen en Punta del Diablo, así que hacia allí nos dirigíamos esa mañana de viernes.
Eran principios de julio, en plenas vacaciones, concretamente empezando la segunda semana.
Habíamos planeado el viaje poco antes de las vacaciones y al idea (como la mayoría de las buenas ideas) había surgido espontáneamente. De hecho, fue a Melina a quién se le ocurrió, mientras los dos estudiábamos en la biblioteca del IPA. Aunque ella no lo dijo directamente, sino que dijo algo al pasar, como “deberíamos hacer algo en las vacaciones, ¿no?”. Yo le dije que me parecía buena idea. Empezamos a discutir varias opciones (olvidando de inmediato el libro de sociología que estábamos leyendo), pero ninguna terminaba de convencernos. Hasta que Melina sugirió que podíamos hablar con Juancho y preguntarle si quería unirse a nuestra empresa. A mí me pareció bien. Pensamos en invitar a Elliot, pero él tenía pensado ir a un simposio de física en Berlín, Alemania durante las vacaciones, así que lo descartamos. Ese mismo día, llamé a Juancho por teléfono y le hablé de nuestro plan. Él aceptó casi de inmediato, como si hubiese estado aguardando junto al teléfono, esperando que yo lo llamara. Seguramente, tenía más ganas de irse de vacaciones que Melina y yo juntos. Porque en cuanto lo mencioné, él propuso que fuéramos a la casa de sus tíos.
Juancho me había hablado en alguna que otra ocasión de esa casa, pero yo nunca había ido. Dijo que podíamos pasar un par de días allí. Le pregunté si no había inconveniente y él dijo que no, que no había ningún problema. Me hizo gracia: lo dijo como si la casa fuera suya y no de sus tíos.
En unos quince minutos ya teníamos resuelto todo el plan. Iríamos a Punta del Diablo el fin de la primera semana de vacaciones. Podíamos llegar el viernes por la mañana (o al mediodía a más tardar) e irnos el domingo de noche... aunque esa idea a mí no me parecía tan buena porque me imaginé que un domingo a la noche en la ruta habría muchísimo tránsito y el viaje de vuelta se haría interminable. Pero no dije nada. Sobre todo porque Juancho se ofreció llevarnos en su coche... el viejo Mercury azul que continuamente está en el taller porque tiene algo roto, o porque le falta una pieza. Según creo, ese auto pertenecía al abuelo de Juancho y éste se lo regaló para su cumpleaños, poco antes de morir.
A esto también me mostré de acuerdo, pese a que tenía mis reparos... no me parecía que el Mercury estuviera en condiciones de hacer un viaje tan largo. Juancho casi no lo usaba precisamente por eso. Yo mismo me había subido al Mercury alguna vez. Tengo que decir que conmigo se portó bien, como si supiera que yo era una presencia amistosa... pero eso había sido en un par de viajes cortos, de la casa de Juancho a la mía o viceversa. Nunca había hecho un viaje por carretera con el Mercury... me figuraba que Juancho tampoco. “Bueno –me dije en ese momento, cuando me disponía a llamar a Melina para confirmarle el viaje e informarle de los términos del mismo-, para todo hay una primera vez, ¿no?”


Juancho prometió pasarnos a buscar el viernes por la mañana a nuestras respetivas casas y eso hizo, alrededor de las nueve. Primero fue a buscarme a mí (porque sabía mejor el camino a mi casa) y luego fuimos por Melina. Cuando llegamos, la vimos sentada en el muro que bordea su edificio con unos cuatro o cinco bolsos llenos a reventar, a su alrededor.
Al ver aquello, Juancho suspiró.
-Nunca salgas de viaje con una mujer –dijo.
Yo me reí y me imaginé que los dos terminaríamos haciendo esfuerzos sobrehumanos para meter todos aquellos bultos en el baúl del Mercury. “Seguramente no hay espacio suficiente”, pensé. Y no me equivoqué.


2

La primera hora del viaje transcurrió con tranquilidad, casi con monotonía. Juancho iba conduciendo y yo estaba a su lado, en el asiento del acompañante. Melina, por su parte, viajaba en el asiento de atrás, rodeada de algunos de sus muchos bolsos.
Yo me entretenía mirando el paisaje de la ruta 9, que era casi siempre el mismo: campo, alambrados, monte, más campo, algunas vacas, algunos caballos, casitas perdidas en la lejanía, galpones, más campo... era como los fondos continuos de los dibujos animados. En un momento, me pareció que habíamos pasado junto a la misma vaca dos veces.
La radio estaba prendida y escuchábamos música vieja que Juancho tenía en un caset. Sorprendentemente, la casetera del Mercury funcionaba y desde que habíamos partido de Montevideo, habíamos estado escuchando una colección de canciones que iban desde Bob Dylan a bandas como Pantera o Megadeth. Juancho tenía toda una caja llena con auténticos casets con bandas de finales de los ochenta y principios de los noventa... una verdadera colección de reliquias, teniendo en cuenta que el caset es algo que en la actualidad está prácticamente en desuso... pero al menos, teníamos algo para escuchar.


Al principio no hablábamos mucho. Tan sólo hacíamos algunos comentarios sobre cualquier cosa, en especial del paisaje que teníamos a nuestro alrededor. Al principio, los viajes largos pueden parecer emocionantes, pero con el tiempo se vuelven monótonos.
Yo ya empezaba a sentir esa monotonía, cuando Melina se inclinó hacia delante en el asiento de atrás y dijo:
-Veo veo.
En ese momento, la canción de Bob Dylan que estábamos escuchando terminó y el caset se detuvo con un chasquido apagado. Había llegado el final del lado A.
-Dalo vuelta –me dijo Juancho.
Pulsé un botón y el caset salió como una lengua de plástico. Lo di vuelta, lo puse otra vez y apreté play. Casi de inmediato, Bruce Springsteen empezó a cantar, con un coro de voces melódicas de fondo.
-Veo, veo –dijo Melina otra vez con insistencia.
Me volví en el asiento y la miré.
-¿Qué ves? –pregunté.
-¿Una cosa?
-¿Qué cosa?
-Una cosa de color... verde.
Miré a mi alrededor con rapidez. Me pareció que no había nada verde a la vista. Casi todo dentro del Mercury era negro o marrón.
-Me rindo –dije.
-Los árboles de afuera –dijo Melina.
Miré por la ventanilla. Estábamos pasando junto a una hilera de árboles interminable que había detrás de un alambrado. Melina se echó a reír.
-Qué inteligente –dije yo.
-Ya lo sé –repuso ella.
-Bueno –dije-. Me toca a mí... veo, veo.
-¿Qué ves?
-Una cosa.
-¿De qué color?
-De color... magenta –dije.
Juancho rió.
Melina me miró confundida.
-¿Magenta?
-Sí –respondí con solemnidad-. Magenta... Magenta apagado, para ser más exacto.
Melina reflexionó un poco.
-¿Puedo jugar? –preguntó Juancho.
-Claro –dije.
Melina miró a su alrededor, como había hecho yo hacía un momento. Luego miró por la ventanilla, para saber si había algo magenta en la carretera.
Al cabo de un momento dijo:
-Me rindo.
-¿Te rindes? –pregunté-. ¿Tan rápido?
Juancho volvió a reír.
-Sí –dijo Melina, molesta-. Acá no hay nada que sea magenta. Y afuera tampoco.
-¿Cómo que no? –dije yo-. Mira bien.
Melina me echó una mirada impaciente.
-¿Te estás burlando? –preguntó.
-No –me apresuré a decir-. ¡Para nada!
Juancho se echó a reír a carcajadas.
Melina me lanzó un golpe, pero lo esquivé echando la cabeza hacia atrás.
-Se están burlando de mí –dijo-. ¿Cuál es el chiste?
Esto arrancó otra salva de carcajadas de Juancho. Yo también reí, no pude evitarlo.
-En serio –dijo Melina, como si estuviese enojada-. No entiendo. ¿Cuál es el chiste? ¿Qué es de color magenta?
Juancho rió hasta que le saltaron las lágrimas. Es un milagro que no perdiera el control del auto.
-Tienes que mirar con atención, Melina –dije yo-. El demonio está en los detalles.
Melina cruzó los brazos y apretó los labios.
-Son unos idiotas –dijo-. Los dos.
Cuando Juancho logró controlar su risa, me dijo:
-Creo que se merece una explicación.
-Sí, es verdad –dije yo-. Parece que se enojó enserio. –Me volví en el asiento y miré a Melina otra vez-. Mira, lo de Magenta se refiere a... –empecé a decir, pero no pude continuar, porque un estallido sordo y repentino nos sobresaltó a todos.
Melina gritó y Juancho soltó una maldición, mientas giraba el volante con brusquedad, tratando de mantener el control del coche, que había empezado a girar, describiendo un círculo.
No estoy seguro, pero creo que dimos dos o tres vueltas de trompo, en medio de un chirrido espantoso de neumáticos raspando la carretera. Por la ventanilla vi como la cuneta se acercaba cada vez más hacia nosotros, enturbiada por una nube de humo blanco y gris que empezaba a envolvernos.
Juancho volvió a soltar un insulto y casi arranca la palanca del freno de mano de un tirón, mientras que sujetaba el volante con la otra como si fuera a caerse.
De pronto, el Mercury se detuvo con un fuerte sacudón. Los tres nos sacudimos entro del coche como muñecos de trapo. Mi cabeza estuvo a punto de golpearse contra la de Juancho.
El motor del Mercury soltó algo parecido a una tos ahogada y se apagó.
Un silencio repentino cayó sobre nosotros.


3

Sacudí la cabeza, como para tratar de volver en mí. En ese momento, escuché que Juancho tosía a mi lado y luego se aclaraba la garganta. Yo pensé que también iba a toser. El auto estaba lleno de humo con olor a aceite quemado.
-¿Están bien? –preguntó Juancho débilmente.
-Sí –dije yo y entonces tosí.
Me di vuelta en el asiento y vi a Melina. Tenía una expresión entre confundida y asustada y se estaba quitando un mechón de pelo de la cara.
-¿Estás bien, Meli? –pregunté.
-Sí, bien –dijo ella.
Miró a su alrededor, como si no supiera en donde estaba. Uno de sus bolsos se había caído al suelo.
-¿Qué pasó? –dijo en voz baja.
-Creo que... se pinchó una rueda –respondió Juancho.
Pensé que iba a decir algo más, pero de inmediato abrió la puerta del coche y se bajó. Melina y yo intercambiamos una mirada y lo imitamos.
Solo en ese momento, cuando me bajé, me di cuenta dónde estábamos: en el borde de la ruta, con la trompa del auto asomando hacia la cuneta. Era una suerte que Juancho hubiese reaccionado con suficiente rapidez, o de lo contrario hubiésemos terminando hundidos en una zanja llena de agua podrida.
Miré la carretera y pude ver claramente las marcas negras de las ruedas que habíamos dejado en nuestro frenético camino. Parecían pinceladas hechas por un bebé, que describían una curva torcida hasta donde estaba el auto.
“Dios, nunca había visto nada así fuera de una película”, pensé. Pero también pensé que habíamos tenido suerte... podría haber sido peor.
-¡No puede ser! –exclamó Juancho de pronto, sacándome de mi ensoñación.
Vi que estaba agachado junto a la rueda trasera izquierda, con una mano apoyada sobre el herrumbrado guardabarros. Melina estaba a su lado, mirando la rueda como quién mira a una mascota muerta.
Me acerqué.
-¿Qué pasa? –inquirí.
-Mira esto –dijo Juancho señalando la rueda.
Me incliné un poco hacia delante y pude ver que estaba destrozada. No era un simple pinchazo; la llanta estaba literalmente desintegrada. Le faltaba un pedazo, como si un animal enorme se lo hubiese arrancado de un mordisco.
Volví a mirar la carretera y entonces vi que el rastro negro que habíamos dejado estaba sembrado de trozos de goma.
-Increíble –dije en un murmuro apagado-. Creo que la rueda era demasiado vieja.
-No, no tanto –dijo Juancho-. Las cambié hace dos años y el auto casi no lo uso. No pudo haber sido por desgaste.
-¿Y entonces? –preguntó Melina-. ¿Pasamos sobre un montón de navajas?
Juancho la miró con impaciencia, pero no dijo nada.
-Debemos haber pisado algo –dije yo-. Qué fue, no lo sé. Pero no hay otra explicación.
Juancho se puso de pie y se encogió de hombros.
-Bueno, da igual –dijo-. Vamos a cambiar esta maldita rueda.
Fue hasta la puerta abierta del conductor, se asomó y sacó las llaves. Luego volvió y usó la llave para abrir el baúl.
-Voy a necesitar tu ayuda –me dijo.
-Claro –respondí.
Juancho abrió el baúl. La tapa se levantó con un chirrido seco.
Dentro, había una vieja caja de herramientas azul, cubierta de grasa. Un par de botellas de aceite, una de lubricante y otra de líquido de frenos. Un gato hidráulico, también cubierto de grasa. Una bolsa de plástico que parecía contener rulemanes y una correa de goma. También había un rollo de alambre de acero (“Lo atamos con alambre”, pensé), y hasta una tijera de podar, tan oxidada que de seguro ya no se podía usar... Pero no había ninguna rueda de repuesto.
-¿Y la rueda? –preguntó Melina.
-No... no está –dijo Juancho.
-¿Cómo que no está? –preguntó Melina con tono casi acusador.
-No está –repitió Juancho, incrédulo-. No está. No hay rueda.
-Pero... –dijo Melina-. ¿No trajiste rueda de repuesto?
-Creí que la tenía –dijo Juahco, pensativo, como si hablara consigo mismo-. Creí que estaba ahí, nunca la saco, siempre hay una rueda de repuesto en el baúl...
-¿No revisaste antes de salir? –preguntó Melina-. ¿Cómo... cómo no revisaste el baúl antes de salir, Juancho? ¿Cómo?
-Creí que lo había hecho... creí que... Lo revisé, estoy seguro de que lo hice...
-No –dijo Melina-. Evidentemente no. Evidentemente no lo revisaste, Juancho, o habría una rueda de repuesto... y no hay ninguna.
Juancho se tapó los ojos con una mano. Al parecer, no le importó que estuviera tiznada por tocar la rueda del Mercury.
-No puede ser... estoy seguro de que revisé el baúl antes de salir, estoy seguro... –empezó a decir.
-No, Juancho –exclamó Melina-. ¡No lo hiciste!
-Alto, alto –dije yo formando una T con las dos manos, como si fuera un árbitro-. Tiempo. No nos desesperemos, ¿puede ser? Conservemos la calma.
Melina me miró como si la culpa de todo lo que sucedía fuese mía.
-¿Y ahora qué vamos a hacer? –me preguntó-. No tenemos rueda de repuesto. ¿Qué vamos a hacer?
-Podríamos pedir ayuda –dije-. Los tres tenemos celulares, ¿no?
Melina buscó el suyo en el bolsillo de la campera, con tanta rapidez, como si hubiera sonado.
Sacó el teléfono, miró la pantalla y soltó un juramento por lo bajo.
-¿Qué pasa? –pregunté.
-No hay señal –repuso Melina.
Miré el teléfono. En efecto, en la diminuta pantalla aparecía un cartel que decía NO SIGNAL.
Busqué mi propio teléfono, lo abrí y la pantalla se iluminó. Pero en lugar de aparecer la hora y la fecha, como de costumbre, aparecían las palabras BUSCANDO SEÑAL...
Apreté un botón al azar, pero no sucedió nada. En el fondo, no esperaba que sucediera.
-Debemos estar muy lejos de... cualquier lado –dijo Melina.
-¿Cómo pude ser tan estúpido? –se preguntó Juancho-. ¿Cómo no me di cuenta de que no había rueda de repuesto?
-Buena pregunta –dijo Melina.
-No te desesperes –le dije a Juancho-. Creíste que habías revisado el baúl cuando en realidad no era así. A mí me pasa todo el tiempo: estoy seguro de que hice algo y en realidad no lo hice. Claro que siempre me doy cuenta cuando ya es demasiado tarde. ¿Nunca te pasó Melina?
-Sí, puede ser –aceptó Melina, a regañadientes.
-Ahora, lo importante es que nos concentremos en resolver este problema –dije.
-Pero, ¿cómo? –dijo Melina-. ¿Qué vamos a hacer? No tenemos rueda de recambio, no tenemos teléfono...
-Es verdad, pero estamos en una carretera, ¿no? –dije-. Pasan autos todo el tiempo. Lo que tenemos que hacer es esperar a que pase algún conductor y pedirle ayuda. Podría llevarnos a alguna estación de servicio para que busquemos un mecánico.
-¿Estación de servicio? –preguntó Melina mirando hacia ambos lados de la carretera-. Debe estar lejos... estamos en el medio de la nada, Fede.
Miré a mi alrededor. Parecía ser verdad: estábamos en el medio de la nada. Todo estaba muy silencioso... demasiado. Estábamos rodeados de árboles y de campo que parecía extenderse hasta el infinito en todas direcciones, pero no se escuchaba ruido de animales: no había canto de pájaros, ni mugido de vacas, ni relincho de caballos, ni balido de ovejas... ni siquiera se escuchaba a los grillos cantando en los arbustos. Nada, ni el croar de una rana en la zanja llena de agua.
En el campo, a ambos lados de la carretera, no se veía ninguna casa a la lejanía. Ningún casco de estancia, o galpón, o gallinero. Nada: solamente campo y monte. Los únicos rastros de civilización visibles eran los alambrados que delimitaban los campos y los postes de tendido eléctrico, hechos con troncos delgados llenos de nudos, y rematados en la parte de arriba con nidos de horneros que parecían abandonados.
-Alguien tiene que pasar en algún momento –dije-. No estamos en el medio de la nada, Melina, estamos en una de las rutas más transitadas del país.
Melina se encogió de hombros, como diciendo: “Si tú lo dices...”
Y en ese momento, empezamos a escuchar el rumor de un motor que se acercaba.


4

-¿Qué es eso? –preguntó Melina.
-Un auto –dije yo acercándome al medio de la carretera-. Un auto que se acerca.
-Cuidado, Fede –dijo Melina tomándome del brazo. Pero no había problema. El coche que se acercaba no parecía hacerlo con rapidez.
Estábamos en la cima de una pequeña loma, por lo que no vimos al auto hasta que apareció en lo alto, a unos doscientos metros de nosotros, viniendo en nuestra misma dirección, esto es, dirigiéndose al este.
Solo que no era un auto, sino una camioneta. Una de esas camionetas Chevrolet viejas y enormes, que hacen mucho ruido. Esta en concreto, era de un color rojo chillón, que soltaba destellos como un espejo. Parecía que su dueño, acababa de encerar la carrocería. A pesar de que la camioneta era vieja, estaba en perfecto estado. Resplandecía como si nunca en todo el tiempo que llevaba funcionando, se hubiese hecho un solo rasguño. Tal vez su dueño consideraba que era un coche de colección y por eso le daba un trato tan especial. Juancho y yo nos miramos. Melina tenía una expresión de incredulidad, como si dijera “esto no puede ser cierto”. Juancho miraba la camioneta con curiosidad, al igual que yo.
El conductor de la Chevrolet fue aminorando la marcha a medida que se acercaba a nosotros, hasta que se detuvo por completo al llegar junto al Mercury. Entonces, la ventanilla del lado del conductor, que estaba baja hasta la mitad, se bajó del todo, con un chirrido desagradable, y el conductor asomó la cabeza.
-¿Están bien, niños? –preguntó.
Era un hombre bastante entrado en años, delgado, con la cara llena de arrugas y la nariz larga y puntiaguda. Era totalmente calvo excepto por dos matas de cabello enmarañado que le crecían cada una a cada lado de la cabeza. Tenía el cuero cabelludo lleno de manchas marrones y cubierto de un polvillo blanco que parecía caspa. Sus orejas eran enormes, como las de la mayoría de los viejos y también tenían pelo que asomaba hacia fuera como bolas de pelusa gris. Pero lo más llamativo de todo era su cabello. No era blanco, como era de esperar en alguien de su edad, sino de color naranja apagado... como si lo tuviera teñido. El color y la forma de su pelo le daban el aspecto de un payaso, veterano de muchísimos circos.
Su ropa era algo que también llamaba la atención. Llevaba una camisa de color rojo intenso, abotonada hasta el cuello y con los puños también abotonados y unos pantalones vaqueros de lo que me pareció era púrpura (más tarde comprobaría que así era).
“Debe trabajar de payaso en algún circo ambulante –pensé-. O tal vez anima fiestas o algo parecido. Tiene que ser eso”.
-Hola –dijo Juancho, con voz algo nerviosa-. ¿Podría ayudarnos? Tuvimos una... pinchadura y no tenemos repuesto.
El viejo asomó más la cabeza por la ventanilla. Su cuello, delgado como un lápiz y arrugado como el de una tortuga, se estiró y una nuez prominente apareció moviéndose. Miró el Mercury con sus ojos lechosos de color azul pálido.
-Sí... parece que si... –dijo-. Parece que pincharon. ¡Qué mala suerte!
Se quedó en silencio, contemplando el auto, como si le gustara.
-¿Podría ayudarnos? –preguntó Juancho otra vez.
El viejo lo miró.
-¡Sí! –exclamó de pronto con una voz aguda que sonó como el graznido de un gallo. Melina se sobresaltó.
El viejo abrió de golpe la portezuela de la camioneta y se bajó de un salto. Vi que, en efecto, sus pantalones eran púrpuras y, además, llevaba unos extraños mocasines rosados con volados en las lengüetas. Pude ver que sus medias eran soquetes de color verde chillón.
El viejo se acercó al Mercury con pasos elásticos. Se inclinó hacia delante, apoyando las manos enormes y huesudas en las rodillas y examinó la rueda pinchada.
-¡Por Dios! ¿Qué les pasó, niños? ¿Por dónde anduvieron?
-Por esta misma ruta –dijo Juancho.
-Sí –dijo el viejo irguiéndose-. A veces esto pasa por acá... ¡Voy a ayudarlos! Pero lamentablemente no tengo rueda de repuesto.
Nosotros tres nos miramos.
-Pero entonces, ¿cómo... –empezó a decir Juancho.
-¡No se preocupen, niños! No tengo rueda, pero puedo llevarlos a un lugar.
-¿Una estación?
-No, la estación más cercana está a unos cincuenta kilómetros –dijo el viejo-. En esa dirección –señaló hacia el este, en donde la ruta se perdía en la lejanía-. Pero puede llevarlos a la casa de mi primo. No está a más de dos kilómetros de acá... dos kilómetros y medio. Podemos estar ahí en un segundo y pueden usar su teléfono para llamar a un mecánico.
Nosotros volvimos a mirarnos. Entonces volví a mirar al viejo y le pregunté:
-¿Se refiere a esa casa de madera blanca y techo color lavanda?
El viejo soltó una carcajada repentina y nada agradable.
-¡Exacto! –dijo.
Recordaba que, momentos antes de pinchar, habíamos pasado frente a una casa bastante grande y en apariencia muy bien cuidada. No quedaba muy lejos y seguramente ahí había alguien que podría ayudarnos.
-¡Suban, suban, queridos niños! –dijo el viejo haciendo enérgicos movimientos con el brazo-. Vamos a la casa de mi primo.
-Esperen –dijo Melina entonces. Todos nos volvimos a mirarla-. No deberíamos dejar nuestras cosas acá, si vamos a dejar el auto sólo.
-Sólo va a ser un momento, Melina –dijo Juancho-. Creo que esa casa no queda ni a cinco minutos de acá. No vale la pena cargarnos con todo.
-Tu amigo tiene razón, bonita –dijo el viejo-. No se preocupen por sus cosas. Van a estar bien. Vamos a tardar menos que un parpadeo en volver.
Melina hizo una mueca.
-Está bien –dijo, no muy convencida.
Juancho subió todas las ventanillas y cerró todas las puertas y el baúl del Mercury, y se aseguró de que trancarlas con la llave.
La verdad es que a mí tampoco me gustaba mucho la idea de dejar el coche ahí sólo con todas nuestras pertenencias dentro, pero consideré que era lo mejor. No valía la pena que pusiéramos todo nuestro equipaje (mejor dicho, todo el equipaje de Melina) en la camioneta del viejo, si íbamos a hacer un viaje tan corto. Afortunadamente, tenía mi billetera conmigo. En la mochila que había dejado en el asiento del Mercury sólo había un poco de ropa vieja y mi cepillo de dientes. Nada de valor.
-Vamos, vamos, niños –exclamó el viejo. Ya se había subido a la camioneta y había puesto en marcha el ruidoso motor-. No se retrasen.
Abrió la puerta del lado del acompañante y fuimos hacia la camioneta. Juancho entró primero, después Melina y después yo. El asiento de la Chevrolet era enorme, como un sofá y los tres entramos a la perfección. Cuando cerré la puerta, Melina se inclinó un poco hacia mi lado. Era como si no quisiera estar cerca del viejo, a pesar de que Juancho estaba entre ellos. Por alguna razón, a Melina no le había agradado ese anciano. Yo me había dado cuenta desde el principio.


5

El interior de la camioneta olía a desinfectante y un poco a alcohol. Vi que en el suelo, entre los pedales, había una pequeña botella de whisky Sandy Mac. Parecía que llevaba bastante tiempo ahí. El viejo era raro, pero en ese momento, no estaba borracho. De todas maneras, no era tranquilizador saber que le gustaba beber en la camioneta.
Del espejo retrovisor colgaban un par de dados de peluche enormes, de color anaranjado intenso, con los puntos negros. El parabrisas trasero estaba lleno de calcomanías, en su mayoría de caricaturas, calaveras prendidas fuego, osos japoneses y demás extravagancias.
Sobre el tablero, al lado del enorme volante, había una estatuilla de plástico de una bailarina hawaiana que movía las caderas al ritmo de las vibraciones de la camioneta. La cara de la bailarina se había deformado, como si la hubiesen acercado al fuego y ahora tenía una expresión un tanto monstruosa con los rasgos derretidos. Verla contonearse no era un espectáculo muy agradable.
Al principio viajamos en silencio. Un silencio incómodo, al menos para mí. Había una tensión extraña en el aire y no entendía por qué. Pensé que se debía, en gran parte, a la incomodidad de Melina. No sé si Juancho la había notado. Supuse que no.
-Niños –dijo el viejo de ponto con su voz aguda-. ¿Son de Montefideo?
-¿Perdón? –dijo Juancho.
Entonces, el viejo se echó a reír a carcajadas, mientras daba golpes sobre el volante con una mano.
-¡Dios, estos niños son tan inocentes! –exclamó el anciano-. Montefideo... ¡es un chiste!, ¿no lo captan? Cuando digo Montefideo, quiero decir Montevideo. ¡Ja, ja!
-Sí –dijo Juancho-. Somos de Montevideo... los tres.
-Ajá. Lo sabía.
-¿Usted de dónde es? –pregunté yo y de inmediato me arrepentí. La verdad no tenía intención de iniciar una conversación con el anciano... pero me pareció que era mejor que el silencio absoluto.
-De cualquier parte –dijo el viejo-. De ningún lugar en especial... de muchos lugares a la vez... de Marte, mi tierra natal. ¡Marte, patria querida! –cantó el viejo desafinando de manera horrible-. ¡Marte de mis amores!
“Si fuera de Marte, la verdad no me sorprendería”, pensé, pero no lo dije.
-¡Vamos! –dijo entonces, cuando dejó de reír-. ¿Por qué esas caras largas? ¡Anímense! Díganme, ¿cómo se llaman?
Juancho le dijo nuestros nombres.
-¿Y son amigos? ¿Parientes? ¿Primos? ¿Abuelos? ¿O qué?
-Amigos –dijo Juancho.
El viejo dio una palmada repentina sobre la bocina. Esta sonó como un cornetazo típico de dibujos animados. Pensé que seguramente tendría la guantera llena de dentaduras postizas que castañetean, habanos que explotan y flores que arrojan agua.
-¡Viva la amistad! –bramó el viejo, haciendo sonar la bocina-. ¡Viva la amistad!
Melina se estremeció, incómoda. Era evidente que prefería estar en cualquier lado menos allí.
-¿Usted... cómo se llama, señor? –preguntó Juancho.
El viejo miró por la ventanilla de su lado y no respondió. Como si no hubiese escuchado la pregunta.
-¡Tierra a la vista! –gritó señalando hacia un lado.
Los tres vimos que nos acercábamos a aquella casa que habíamos visto antes del accidente. En efecto era bastante grande y ya podíamos ver su techo en forma de pico de brillantes tejas color lavanda.
“Gracias a Dios”, pensé.
-Ahí vamos –dijo el viejo y giró el volante de la camioneta. Esta cruzó de senda y se internó en el camino particular de la casa, que era de tierra marrón claro. La entrada estaba flanqueada por dos torres macizas de ladrillo. Había un portón de hierro forjado, abierto de par en par, como dándonos la bienvenida.
-¿Cómo se llama su primo? –preguntó Juancho.
Pero el viejo tampoco respondió.
-Aquí vamos, aquí vamos –dijo dando saltitos en el asiento, como un niño con ganas de ir al baño-. Qué emoción.
La camioneta avanzó unos veinte metros por el camino, que describía una curva suave y se detuvo frente a la gran casa.
-Bueno –anunció con voz firme, pero sin la alegría de antes-. Fin del viaje.
De pronto, se inclinó sobre nosotros, estirando un brazo largo y delgado como una rama, hasta que sus dedos asieron la manija de la puerta y tiraron de ella. La puerta se abrió con un chirrido.
Miré al viejo y noté que su expresión había cambiado considerablemente. Aquella sonrisa enorme en sus labios arrugados se había desvanecido por completo. Ahora tenía una expresión seria, casi fría. Sus ojos estaban clavados en la casa.
-Vayan, niños –dijo el viejo-. Llamen a la puerta. Mi primo los va atender con la calidez que se merecen. Vayan, vayan...
-¿Acaso usted no va a... –empecé a decir, pero el viejo me interrumpió.
-No querrán dejar su auto mucho tiempo ahí sólo en la ruta, ¿verdad? Vayan.
-Sí –dijo Melina, apresurada-. Es mejor que bajemos.
Creo que si en ese momento yo no me hubiese movido, Melina me habría saltado por encima.
Bajé de la camioneta, luego Melina hizo lo mismo (casi salió expulsada) y finalmente bajó Juancho, despacio. En cuanto lo hizo, el viejo cerró la puerta con un golpe seco.
-Bueno –dijo Juancho volviéndose a la camioneta-. Gracias por...
Pero el anciano puso marcha atrás al instante, pisó el acelerador y la camioneta salió hacia atrás, derrapando sobre el camino de tierra. Dio una vuelta en U y apunto estuvo de chocar la parte trasera contra el tronco de un álamo. Maniobró y luego arrancó a toda velocidad, alejándose por el camino, dejando una nube de humo detrás.


6

Juancho dio un par de pasos rápidos, como si quisiera correr detrás de la camioneta, pero se detuvo.
-Oiga, ¿a dónde va? –gritó-. ¡Oiga!
Pero era imposible que el viejo lo oyera.
Vimos como salía por el camino particular de la casa hacia la ruta y luego se perdía de vista. Lo único que nos quedó fue el rumor de la Chevrolet alejándose y una nube de polvo y humo que empezaba a asentarse.
-¿Por qué... por qué se fue así? –preguntó Melina después de un momento de silencio que a mí se me hizo bastante largo.
-No sé –dijo Juancho.
-Oigan –dijo Melina-. Esto no me gusta.
-¿Qué cosa? –pregunté.
-Esto. Esta... situación. Es muy raro. No me gustaba ese viejo, desde que apareció.
-Bueno, ya se fue –dijo Juancho-. Deberías sentirte mejor.
-Sí, pero, ¿por qué se fue así? Parecía que quería salir corriendo, que quería... escapar.
Juancho se encogió de hombros.
-Te dije que no lo sé, Melina. ¿Cómo quieres que lo sepa? No sé quién era ese maldito viejo. No sé cómo se llama, no sé de dónde vino y no sé a dónde fue. Y, para serte franco, tampoco me importa. Lo único que me importa es arreglar el estúpido Mercury para poder seguir con nuestro estúpido viaje. ¿Tú no quieres eso?
Melina miraba la casa, como si no lo hubiese escuchado.
-Creo que deberíamos irnos –dijo.
-Ni hablar –dijo Juancho-. ¿Ir a dónde? ¿Quieres volver al Mercury y esperar? Ya estamos acá: vamos a pedir ayuda al primo de ese viejo.
Melina no dijo nada más. Por suerte. Estaban a punto de iniciar una discusión y yo no quería eso.
Subimos la escalinata del porche de la casa y Juancho tocó el timbre.
Se escuchó una melodía tenue, dulce, que se desvaneció en la quietud del lugar. La casa estaba tan silenciosa como la ruta en donde habíamos pinchado.
Esperamos unos segundos. Entonces, Juancho volvió a tocar.
-Parece que no hay nadie –dijo Melina.
-El viejo dijo que su primo estaba y que nos ayudaría –respondió Juancho.
“No creo que el viejo sea una fuente muy confiable”, pensé, pero no dije nada.
Juancho volvió a tocar el timbre. Por tercera vez, el tono musical se elevó en el aire quieto como una plegaria y se desvaneció.
-No hay nadie –dijo Melina.
Juancho suspiró, sujetó la manija de la puerta y la giró. Empujó la puerta y esta se abrió sin problemas, sin hacer el menor sonido.
Juancho nos miró tratando de ocultar su sorpresa.
-¿Hola? –preguntó a la puerta abierta-. ¿Hay alguien?
Esperamos un momento, pero nadie nos respondió.
-Si hubiera alguien, creo que nos hubiera oído –dijo Melina.
-¿Hola? –volvió a preguntar Juancho casi gritando.
-Juancho, no hay nadie –dije yo.
-Bueno... igual podríamos entrar, ¿no? –preguntó.
-¿Qué? ¡No! –exclamó Melina.
-Podríamos entrar, usar el teléfono para llamar a un mecánico e irnos –dijo Juancho-. Si por casualidad, el dueño de casa aparece, podemos explicarle la situación. Seguramente va a entender.
Dicho esto, Juancho cruzó el umbral y entró en la casa.
Melina y yo nos miramos con incredulidad.
-¿Se van a quedar ahí? –preguntó Juancho desde el interior.
-Vamos –le dije a Melina-. No pasa nada.
Entré, pero me quedé en el umbral. Melina vaciló un momento más, pero luego vino conmigo. Prefería estar dentro de la casa con nosotros que estar afuera y sola. Era una buena elección.


7

El interior de la casa estaba algo fresco. Eso fue lo primero que noté. El día no era muy frío y, además, era bastante seco, pero parecía que el dueño de casa no había encendido ninguna chimenea o estufa.
Cruzamos un estrecho vestíbulo que tenía unos cuadros de flores colgados de las paredes y llegamos a un salón bastante amplio. Una escalera con barandal subía al segundo piso.
En la sala había un sofá grande de tres cuerpos, un par de sillones que hacían juego, un escritorio pequeño en un rincón con una tapa de persiana. Por todos lados había pequeñas mesitas auxiliares. Muchas de ellas tenían lámparas encima. Otras, plantas y otras, montoncitos muy ordenados de revistas. En las paredes blancas había más cuadros de flores.
En la casa reinaba un orden meticuloso. Todo estaba muy limpio. Parecía que no había una sola mota de polvo en ningún lado. Los muebles habían sido dispuestos con toda precisión para que no desentonaran ni quedaran torcidos respecto a los demás.
-¿Hola? –preguntó Juancho, aunque ya sabía que sólo iba a recibir silencio como respuesta.
-Ahí está el teléfono –dije yo, señalando el escritorio de persiana-. Vamos a llamar a alguien.
Yo iba a hacerlo, pero Juancho se me adelantó.
-Yo me encargo –dijo.
Tomó el auricular del teléfono blanco y se lo llevó a la oreja. Pero en lugar de marcar un número, empezó a apretar la horquilla repetidas veces.
-¿Qué pasa? –pregunté.
-No hay línea –dijo Juancho.
Me acerqué y tomé el auricular. Era cierto. No se escuchaba nada. Hice lo mismo que Juancho: apretar la horquilla varias veces, pero no sirvió de nada.
Entonces miré el aparato. Algo extraño me había llamado la atención. Pasé la mano por los costados y comprobé que no tenía cable. No había ningún cable conectado al teléfono y a la pared.
Levanté el teléfono y me sorprendió descubrir que era increíblemente liviano... como si estuviera hueco. Como si tan sólo fuera una carcasa de plástico. Empecé a apretar los botones, pero estos no se hundían. Parecían pegados, como si fueran botones falsos.
-Esto no es un teléfono –dije-. Es un juguete.
-Imposible... –empezó a decir Juancho, pero entonces yo miré a mi alrededor, sobresaltado.
-¿Dónde está Melina? –pregunté.
Juancho también echó una mirada, buscándola. En ese momento, Melina salió por el umbral arqueado que comunicaba con la cocina.
-Chicos –dijo con expresión grave-. Encontré algo raro en la cocina.
-¿Tan raro como un teléfono falso? –pregunté.
-¿Qué? –preguntó Melina, con expresión confundida.
-El teléfono –dije, enseñándoselo-. No es un teléfono. Es... simplemente una carcasa de plástico. No está conectado a la línea telefónica. Ni siquiera tiene un puerto para conectar el cable. Los botones no se pueden presionar. Es completamente falso. Es un teléfono de juguete de tamaño natural.
Melina me miró con menos sorpresa de la que yo había esperado.
-Yo encontré algo similar –dijo-. Vengan.
Fuimos a la cocina, que era bastante grande. Tenía una mesada central y hasta un armazón en el techo para colgar hoyas y sartenes. El piso era de baldosas negras y blancas, como las cocinas de las películas. El horno era plateado reluciente, igual que el enorme refrigerador. Aquí en la cocina, también todo era muy ordenado... demasiado ordenado. Cada cosa estaba exactamente en sitio. Mover un cubierto un centímetro de donde estaba, hubiese desmoronado aquél orden divino... o, debería haber dicho, artificial.
-Miren el horno –dijo Melina.
Lo miramos. Estaba encendido. Se veía el reflejo tenue de una llama a través de la puerta cerrada.
-¿Dejaron algo cocinándose? –pregunté.
-Eso parece, ¿no? –dijo Melina.
Se acercó al horno y abrió la tapa.
-Miren otra vez –dijo.
El horno estaba prendido, sí, pero no era una llama. Era una pequeña lamparita color naranja colocada en un rincón. Sobre la parrilla del horno había una bandeja con un pollo asado y verduras. Melina sacó la bandeja y la puso sobre la mesada. No se quemó las manos, porque la bandeja estaba fría. De hecho, ni siquiera era de metal.
-Este pollo es falso –dijo Melina y dio golpecitos sobre la dorada superficie. Sonó “toc, toc”-. Es de plástico. Las verduras también.
Tomé un trozo de zanahoria y traté de partirlo a la mitad, pero se dobló en mi mano sin romperse. Era de goma.
-Esto cada vez me gusta menos –dijo Juancho.
A mí tampoco me gustaba. Un teléfono de juguete en el living... un pollo de plástico en un horno que se encendía con una lamparita...
-¿Dónde estamos? –pregunté en voz baja.
-No sé –dijo Juancho-. Y creo que no quiero saberlo.
Yo me dirigí al refrigerador y lo abrí.
Estaba prácticamente vacío, a excepción de más verduras de plástico, un par de botellas de Coca-Cola pintadas para dar la impresión de que estaban llenas y algo que parecía un enorme jamón cocido, también de plástico. Y la heladera no enfriaba, claro. También era de mentira. Pensé que tenía su lógica. ¿Para qué refrigerar comida de plástico?
Traté de abrir las canillas, pero no pude. Estaban trabadas... o también eran falsas. Pensé que, aunque pudiera abrirlas, no saldría una gota de agua.
Juancho empezó a abrir las alacenas que había sobre la mesada (que no era e mármol, sino de plástico, la textura era inconfundible). Todas estaban vacías. Los cajones y los armarios también. Había una ordenada pila de platos, que también eran de plástico, algunos vasos y hasta una botella de vino hecha de cera.
En la mesada central había un centro de mesa compuesto por frutas. Estas también eran de cera, pero eso no era de extrañar.
-Miren lo que encontré –dijo Juancho en un momento.
Vimos que tenía algo en la mano: unas rebanadas de pan lactal.
-¿Es pan de verdad? –preguntó Melina.
-No –dijo Juancho doblando una de las rebanadas. Esta se quebró con un crujido seco-. Son de cartón.
-Quiero irme –dijo Melina-. Esta casa me está asustando.
-A mí también –dije yo.
-Escuchen –empezó a decir Juancho, pero se interrumpió, cuando de pronto, escuchamos que un bebé empezaba a llorar.


8

Melina, sobresaltada, dio un paso hacia atrás, como si buscara donde ocultarse.
-¿De dónde viene eso? –preguntó.
-Creo que del living –dije yo.
-No –repuso Juancho-. Del piso de arriba.
El llanto continuaba, inmutable. Sonaba como un bebé que acaba de despertar de una larga siesta.
“Tal vez es eso –pensé-. En la casa hay un bebé. Un bebé abandonado. Lo dejaron sólo, mientras dormía en silencio y se marcharon”.
-Deberíamos ir a ver –dijo Melina.
-Buena idea –repuse.
Salimos de la cocina y fuimos hacia las escaleras. Empezamos a subir, despacio. El llanto se iba haciendo más claro a medida que subíamos.
Llegamos a un corredor estrecho, alfombrado de verde, en el que había cuatro puertas. En las paredes, había más cuadros de flores, todos dispuestos en un orden perfecto.
Todas las puertas estaban cerradas... el llanto podía provenir de cualquier habitación.
Decidimos ir a la primera que estaba del lado izquierdo. Acerqué el oído a la puerta y escuché. Habíamos acertado. El llanto venía de allí.
Tomé la manija de la puerta y la abrí con cautela. Casi esperaba que algo horrible nos saltara a la cara ni bien abriera la puerta algunos centímetros.
Pero nada horrible saltó y terminé de abrir la puerta.
Nos encontrábamos en una habitación evidentemente confeccionada para un bebé. Las paredes estaban empapeladas de alegre color azul, con un estampado de patitos amarillos sonrientes. Había un armario con los cajones pintados de colores brillantes y una lámpara en el techo que tenía una pantalla con un motivo de los personajes de Disney. Había unas cuantas repisas en las paredes, todas llenas de muñecos y osos de peluche de distintas formas y colores.
Pero lo que más llamó nuestra atención fue la cuna, que estaba al fondo, junto a la ventana. Había un móvil colgando de un gancho en el cielorraso, justo sobre la cuna.
El llanto ya se estaba tornando insoportable. En la habitación, sonaba anormalmente alto, como si el bebé estuviera llorando a través de un megáfono.
Nos acercamos a la cuna y, al asomarnos, vimos al bebé. Estaba cubierto con un edredón blanco hasta el cuello. Tenía los ojos muy abiertos y brillantes y las mejillas regordetas sonrosadas.
En apariencia, era un bebé muy saludable. Excepto por una cosa: no era real.
Era un muñeco de plástico, con un altavoz incorporado, que podía verse dentro de su pequeña boca.
Juancho quitó el edredón y levantó al muñeco, que seguía soltando su llanto artificial. Tenía puesto un vestido verde.
-¿Cómo se apaga esta porquería? –preguntó.
-Dámelo –dijo Melina.
Juancho se lo entregó. Melina dio vuelta al bebé y le levantó el vestido, descubriéndole la espalda. Allí, había un pequeño interruptor, que ella accionó. El llanto cesó de inmediato.
-Gracias –dijo Juancho, agradecido por el silencio. Yo también lo agradecí.
-La verdad es que me esperaba algo así –dije, mirando al bebé de plástico-. Después de lo que vimos hasta ahora...
Melina dejó al bebé otra vez en la cuna, con sumo cuidado, como si fuera de verdad, y hasta volvió a taparlo con el edredón. Juancho y yo la miramos con sorpresa.
-A mí tampoco me sorprende –dijo Melina-. Esto es... como una casa de muñecas.
-Una casa de muñecas de tamaño natural –dije yo.
-Sí –dijo Melina-. Una casa que se ve muy real... se parece a la que yo tenía cuando era niña.
-¿En serio?
-Sí. Mi abuela me regaló una casa de muñecas cuando yo cumplí seis años –prosiguió Melina-. La compró en un viaje que hizo a Inglaterra. Mi abuela solía viajar mucho en esa época. era una casa tan grande que mi madre tuvo que ayudarme a llevarla a mi cuarto, porque yo no la podía levantar sola. Era como una mansión con dos alas a cada lado y se podía abrir por la mitad. Estoy segura de que si le sacaba todas las cosas que tenía dentro, podía meterme, como si me metiera en una valija. Nunca lo intenté, claro. –Una pausa-. Lo que más me fascinaba eran los detalles. Todo era tan... exacto. La casita tenía de todo: venía con una familia entera (papá, mamá, dos hijos y hasta un perrito) pero también venía con todos los accesorios: la cocina estaba totalmente equipada, había un juego entero de vajilla en miniatura y hasta comida en miniatura... como la que vimos en la cocina. El comedor tenía una mesa larga con una docena de sillas, el salón tenía muebles, televisor, lámparas, libreros, un tocadiscos... hasta una chimenea en la que se podía encender una luz. Y las lámparas también podían prenderse. La casa funcionaba con cuatro pilas grades. El teléfono tenía sonido y hasta había timbre en la puerta. Sonaba muy parecido al timbre de esta casa, si una apretaba el botón. Todos los muebles tenían cajones que se podían abrir y todos estaban llenos de cosas: libros, peines, espejos, cajitas de maquillaje... los espejos de los tocadores eran de verdad, si una se miraba, podía verse reflejada. Muchas de mis amigas también tenían casas de muñecas, pero ninguna como esa: la mayoría de las casas que se vendían acá venían completamente vacías, sin accesorios, que había que comprar aparte, o los accesorios no eran más que etiquetas pegadas a las cosas... etiquetas que representaban libros, o platos de comida... Pero la casita que me regaló mi abuela no. Esa casa fue el juguete más increíble que jamás tuve. Pasaba horas y horas por día jugando con ella. –En este punto esbozó una sonrisa triste-. Jugaba tanto que muchas veces mi madre tenía que esconderla bajo llave para que yo me pusiera a hacer los deberes de la escuela.
-¿Qué pasó con la casa? –pregunté-. ¿Todavía la tienes?
-Sí –dijo Melina-. Guardada en el armario, dentro de una caja. Por supuesto que ya no la uso y la inmensa mayoría de las cosas que tenía se perdieron hace tiempo... Pero la casa todavía la tengo.
-Casa de muñecas o no –dijo Juancho, mirando fijamente al bebé de plástico que descansaba dentro de la cuna-. Esto me está dando escalofríos. Creo que es obvio que en esta casa no hay nadie y que no podemos pedir ayuda. Ese viejo desquiciado nos trajo hasta acá como una broma pesada, o por alguna otra razón que prefiero no averiguar... Lo mejor es que nos vayamos, ¿les parece?
-Sí –dije yo-. Estoy de acuerdo.
A mí también me estaba dando escalofríos. Una casa de muñecas de tamaño natural... Y nosotros estábamos encerrados en ella, como muñecos vivientes.
-Sí –dijo Melina, casi con agradecimiento-. Vámonos.
Salimos del cuarto infantil y bajamos las escaleras con rapidez.
Nos dirigíamos a la puerta de salida, cuando escuchamos una voz a nuestra espalda que dijo:
-La cena está lista.
Fue una mujer.
Nos volvimos y miramos la puerta que daba al salón. Había alguien allí; pudimos ver un par de sombras pálidas moviéndose.
-La cena está lista –repitió la voz.
Melina me tomó del brazo, dándole una suave sacudida.
-Vámonos –murmuró en voz tan baja que apenas la escuché.
Había alguien más en la casa, a parte de nosotros y el muñeco bebé. Pero, ¿quién? ¿Acaso era el resto de la familia? ¿Acaso en esa casa de muñecas vivía una familia de muñecos en tamaño natural?
A esas alturas no me parecía una locura. Al contrario, me parecía lo más lógico, dentro de esa situación totalmente ilógica.
-Vámonos –volvió a decir Melina, con un tono de voz igual al anterior. Estaba asustada.
Pero Juancho fue rápidamente hacia la sala, en lugar de ir hacia la puerta de salida.
Se asomó por el umbral y al cabo de un momento, nos hizo una seña con la mano para que nos acercáramos.
-Vengan –dijo en un susurro.
Melina y yo nos acercamos, aunque sin mucha convicción.
-Miren –dijo Juancho.
Nos asomamos y vimos lo mismo que él.
En el sillón del living había un hombre sentado. Estaba leyendo el diario, con las piernas cruzadas. En la alfombra, muy cerca de él, había un niño jugando con unos coloridos autitos de juguete.
El televisor estaba encendido y en él vimos una cara que nos resultó muy familiar.
-El viejo –dijo Melina, señalando el televisor.
Era verdad. Era la cara del viejo la que veíamos en la pantalla y a todo color. El mismo viejo estrafalario que nos había encontrado en medio de la ruta y nos había llevado en su camioneta hasta esa casa infernal.
Estaba en la televisión, haciendo muecas con su cara elástica y arrugada y sacudiendo su enorme corbata de moña color rojo chillón. Se escuchaban risas de fondo, como si estuviera actuando frente a un público que al parecer disfrutaba del espectáculo.
De pronto, alguien más apareció en la sala, pero del otro lado, en la puerta de la cocina. Era una mujer esbelta que llevaba puesto un vestido florado y un delantal rosado. En una mano tenía un cuchillo enorme de carnicero. La hoja resplandecía, enseñando su filo cruel.
-La cena está lista –dijo la mujer otra vez.
Sólo que no era una mujer.
Era una especie de maniquí articulado. Su piel de plástico era de color de la piel natural (al igual que la piel del bebé), pero se notaba que era plástico. Sus ojos eran brillantes y vacíos y ni siquiera podían girar. Estaban fijos, mirando siempre en la misma dirección. La boca de la mujer, pintada de un color rojo tan intenso que parecía sangre, tenía una sonrisa petrificada que no podía borrarse. Una sonrisa de muñeca, que pretendía ser dulce o amable, pero que en realidad, resultaba siniestra.
Cuando la mujer-maniquí dijo “La cena está lista” por cuarta vez, el hombre dejó el diario y se levantó. Él también era un muñeco. Sus rasgos eran demasiado perfectos y el pelo era una masa inmóvil de plástico pintado de castaño. Sus movimientos eran toscos, robóticos. Su cuerpo solamente tenía las articulaciones básicas de brazos y piernas. Tal vez podía girar la cabeza trescientos sesenta grados (lo cual no era nada humano), pero nada más.
-Vamos, Timoteo –dijo el muñeco, inclinándose un poco hacia el niño que jugaba en el suelo-. Mamá ya preparó la cena.
El niño levantó un poco la cabeza, irguió el cuerpo y se levantó. Lo hizo sin flexionar los brazos ni las rodillas. Sus miembros de plástico eran totalmente rígidos.
-Está bien, ya voy.
-A lavarse las manos, chicos –dijo la mujer, desde el umbral de la cocina.
El niño emitió un sonido que pareció ser de protesta.
-Nada de protestas –dijo el padre-. Hay que lavarse las manos antes de comer. Vamos.
-Está bien –repitió el niño a regañadientes.
Fueron hacia el baño de la planta baja.
En ese momento, la madre giró la cabeza, mirando directamente a donde estábamos nosotros.
-¡Oh! –gritó su voz artificial-. ¡Tenemos visitas! –Sus manos de plástico se elevaron hasta la cabeza. Todavía tenía el cuchillo así que este también se elevó, apuntando su afilada hoja directamente hacia nosotros-. Se van a quedar a comer, ¿verdad? ¡Querido! ¡Tenemos visitas! ¡Hay que poner tres platos más en la mesa!
En la televisión, el viejo dejó de hacer sus ridículas morisquetas y nos miró.
-¡Sí! –dijo con su voz chillona-. ¡Tenemos visitas! ¡Las visitas que traje yo! ¡Quédense a comer! ¡La cena está lista! ¡Ja, ja, ja, ja!
Echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas. El público que lo miraba, lo acompañó y empezó a reír.
La mujer-maniquí también empezó a reír, con risitas cortas y rápidas. Todavía tenía los brazos levantados y el cuchillo apuntando hacia nosotros. Entones empezó a acercarse. Sus movimientos eran extraños, propios de un muñeco que no puede flexionar rodillas ni pies. Su cuerpo se sacudía con cada paso.
-Quédense a comer –nos dijo la mujer-. La comida esta lista.
El padre y el niño salieron de la cocina y también empezaron a caminar hacia nosotros, con los brazos extendidos, como si quisieran atraparnos. Caminaban igual que la madre. Y también reían. En la televisión, el viejo no paraba de reír. Y el público también.
Nosotros empezamos a gritar.
Estuvimos a punto de caer cuando nos precipitamos hacia la puerta de salida.
Juancho manoteó con torpeza, hasta que consiguió abrirla y los tres salimos disparados a toda velocidad, con un coro de risas malévolas de fondo.
-¡Quédense a cenar! –gritaban los muñecos, todavía-. ¡Quédense a cenar! ¡Ja, ja, ja!



9

El Mercury estaba exactamente donde nosotros lo habíamos dejado, a un costado de la carretera, con las cuatro puertas y el baúl bien cerrados, las ventanas subidas y una de las ruedas traseras destrozada.
Habíamos caminado (o, mejor dicho, casi corrido) de regreso al coche desde la casa. habíamos tardado unos quince minutos, pero estábamos tan nerviosos y caminamos con un paso tan apresurado, que cuando llegamos al auto, estábamos exhaustos. A mí me dolían las piernas, como si hubiese corrido una maratón y el corazón me latía con fuerza en el pecho.
Durante el camino de regreso, no vimos a ninguno de los desquiciados muñecos que nos habíamos encontrado en la casa. Tampoco nos encontramos al viejo en su camioneta de color rojo chillón. Al parecer, el viejo y sus muñecos habían decidido dejarnos en paz. A lo mejor, ya no los divertíamos.
Juancho buscó las llaves del coche en su bolsillo, abrió la puerta del conductor y se sentó en el asiento, con las piernas hacia fuera. Yo me recosté contra el costado del coche y Melina se sentó sobre la tapa del cofre.
Al principio nos quedamos en silencio durante un rato. Como si no supiéramos bien qué decir. Todavía estábamos demasiado azorados por la experiencia que acabábamos de vivir... Aunque a mí me parecía más bien una pesadilla irreal.
Finalmente, Melina dijo:
-¿Y ahora qué hacemos? –tenía la voz ronca, como siempre que está cansada.
Juancho bajó la cabeza y la sacudió, como diciendo: “No tengo idea”.
En ese momento, escuchamos el ruido de un motor, que se acercaba.
Melina se sobresaltó y bajó del cofre del Mercury, como si alguien la hubiese empujado. Juancho se levantó con rapidez. Los tres fuimos a la mitad de la carretera y miramos hacia ambos lados.
-¿Es él? –preguntó Melina.
-No –me apresuré a decir-. Es otro coche.
-¿Estás seguro?
-Sí. No suena igual a la camioneta del viejo.
En efecto, un coche apareció a lo lejos, acercándose a nosotros. Y no era la camioneta Ford del viejo. Era un Wolkswagen Parati color celeste sucio... Un coche totalmente inocuo, que iba en dirección a Montevideo.
-Tal vez pueda ayudarnos –dijo Juancho.
-¿Estás seguro? –preguntó Melina, recelosa.
-Es un auto común y corriente, Melina –dijo Juancho con tono de impaciencia.
El Wolkswagen llegó hasta nosotros y aminoró la marcha. Juancho le hizo señas con las manos.
El conductor se orilló y se detuvo. Se asomó por la ventanilla del lado del acompañante, mirándonos. Era un hombre de mediana edad, calvo, vestido con una camisa de franela a cuadros. Su rostro era totalmente insípido, común.
“Un hombre normal, en un coche normal”, pensé.
-¿Necesitan ayuda? –preguntó, solícito.
-Sí –dijo Juancho y los tres nos acercamos al auto-. Pinchamos una rueda y no tenemos repuesto... ¿Por casualidad usted podría...?
El conductor echó una mirada evaluativa al Mercury.
-Guau –dijo el conductor-. Un Mercury. Hacía tiempo que no veía uno de esos. Yo tengo una rueda de auxilio –dijo-. Si quieren, puedo dejárselas.
-No –dijo Juancho-. No puede dejarnos su rueda de auxilio. ¿Usted con qué se quedaría?
-No hay problema –dijo el hombre, sonriendo con amabilidad-. Evidentemente ustedes la necesitan más que yo.
-¿No podría llevarnos a una estación de servicio o algo así? –pregunté yo.
El hombre hizo una mueca y negó con la cabeza.
-Lo lamento –dijo-. La verdad es que estoy muy apurado. El trabajo me tiene de arriba para abajo todo el día. Escuchen: puedo dejarles la rueda ustedes pueden colocarla. Saben cómo colocar una rueda, ¿verdad?
-Sí, por supuesto –dijo Juancho. Iba a agregar algo más, pero entonces el hombre se bajó del coche.
-Perfecto –dijo.
Rodeó el Wolkswagen, abrió la puerta de atrás, que se elevó hacia arriba silenciosamente y empezó a sacar la rueda que estaba allí, sujeta con una correa.
-Por favor, déjeme ayudarlo –dijo Juancho y se apresuró a ayudarlo.
Entre los dos pusieron la rueda en el suelo. Estaba bien inflada y rebotó un poco.
-¿Tienen herramientas? –preguntó el hombre.
-Sí, no se preocupe.
-Muy bien. Me gustaría quedarme a ayudarlos, pero, como les dije, estoy muy apurado. Que tengan suerte, chicos. Cuídense.
Y se apresuró a volver a su coche.
-Espere –dije yo-. Al menos... Al menos, déjenos pagarle por la rueda.
-Sí –dijo Melina-. Es lo menos que podemos hacer.
El hombre volvió a sonreír, levantó una mano y negó con la cabeza.
-No se preocupen –dijo él-. El mundo ya es lo suficientemente ingrato. Si no nos ayudamos entre nosotros, qué nos espera, ¿no?
Nos quedamos en silencio. La verdad, no sabíamos qué decir.
Entonces yo miré el Wolkkswagen. Recordé que mi tío, en una época, había tenido un coche idéntico. Y también noté que algo en el interior del auto me llamaba la atención. Traté de determinar qué era, pero no estaba seguro.
-Muchas gracias –dijo Juancho entonces-. De verdad.
Melina y yo pronunciamos palabras similares de agradecimiento.
-No es nada. –Nos estudió con la mirada un instante-. ¿Están bien?
Los tres nos miramos entre nosotros.
-Sí –dije-. No se preocupe. Sólo... un poco consternados por el accidente.
-Lo entiendo.
El hombre entró en su coche y volvió a encender el motor.
-Cuídense, por favor –dijo, asomando la cabeza por la ventanilla por última vez.
A continuación aceleró y se alejó por la carretera. Nosotros nos quedamos observando como ese coche color celeste, tan común, tan poco llamativo, se perdía en la lejanía.
-Bueno –dije yo-. Creo que por fin nos salió algo bien este día, ¿no?
-Parece que sí –dijo Juancho-. Vamos. Vamos a poner la maldita rueda. Ayúdame, Fede.
-Por supuesto –dije.
En pocos minutos, habíamos colocado la rueda de repuesto. Colocamos la rueda vieja y destrozada en el baúl del Mercury y volvimos a subirnos, dispuestos a continuar con nuestro viaje.
Juancho y yo acabamos con las manos negras por manipular las herramientas cubiertas de grasa y las ruedas mugrientas, pero a mí no me importó. Podía lavarme cuando llegáramos. Lo importante era que por fin habíamos solucionado el problema y que por fin parecía que nuestros planes iban a hacerse realidad.
Pero yo volví a pensar en el Wolkswagen... En lo que había en él que me había llamado la atención cuando lo vi antes de que el conductor se marchara. ¿Qué era? Hice un esfuerzo mental por establecerlo, pero no pude.
-¿Les parece que si le contamos lo que nos pasó a alguien, nos creerá? –preguntó Melina, sacándome de mis reflexiones.
-Puede que sí, puede que no –dijo Juancho-. Pero la verdad, yo no quiero contarle esto a nadie. Lo que quiero, es olvidarlo.
Nos quedamos en silencio un instante.
-Tal vez sea lo mejor –dijo Melina.
En ese momento, me di cuenta. Me di cuenta de qué era lo que me había parecido extraño en el Wolkswagen.
El conductor tenía un montón de papeles sin importancia en el tablero. Eso no tenía nada de raro. Pero también tenía un pequeño adorno de plástico. Una bailarina hawaiana, que meneaba las caderas cuando el auto se encontraba en movimiento.
Una pequeña bailarina de plástico, idéntica a la que tenía el viejo en su camioneta.
Estaba a punto de decirle esto a mis amigos, cuando de pronto, un llanto quebró la quietud del coche. Nos sobresaltamos tanto, que los tres soltamos idénticas exclamaciones de sorpresa.
-¿Qué es eso? –preguntó Juancho, alarmado.
Melina miró asustada a su alrededor, igual que yo.
“No puede ser”, pensé.
-¿Qué es? –preguntó Juancho otra vez, gritando.
Melina se volvió y empezó a levantar y mover los bolsos que estaban detrás del asiento. Entonces, el llanto se hizo más audible.
Yo me pasé para el asiento e atrás, pasando por encima del respaldo del asiento del acompañante.
Miré el compartimiento en donde estaban los bolsos. En el piso del compartimiento, cubierto con un edredón hasta el cuello, como si estuviera en una cuna, estaba el bebé de plástico. El mismo que habíamos encontrado en el cuarto infantil de la casa de muñecas, soltando su llanto artificial.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
-¡Apágalo! –gritó Juancho. No sé si me gritó a mí o a Melina. Tal vez a los dos.
Melina levantó al bebé como si temiera que este fuera a morderla. Entonces, el edredón se deslizó, dejando caer lo que ocultaba debajo, junto al bebé: un enorme cuchillo carnicero.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Análisis Musical

Señora de las cuatro décadas

Letra: Ricardo Arjona
Análisis: Dr. Ricardo Avenayleche,
Cardiólogo / vedette

Señora de las cuatro décadas
y pisadas de fuego al andar
su figura ya no es la de los quince
pero el tiempo no sabe marchitar
ese toque sensual
y esa fuerza volcánica de su mirar.

En la estrofa inicial de este fabuloso himno (el cual, personalmente, creo que es la mejor canción escrita de todos los tiempos), el autor comienza directamente, sin más rodeos, presentándonos a su musa inspiradora, al leitmotiv de este poema: una señora de cuatro décadas, esto es, de cuarenta años de edad, a quién por supuesto el autor prefiere mantener en el anonimato, tal vez a pedido de esa misma señora, quién seguramente no quería ver que su nombre personal figuraba en esta canción, porque sentiría que su honor habría sido mancillado.

Luego de hacer referencia a la edad de la mujer (cuya imagen ya podemos empezar a formarnos) el autor expresa la frase “y pisadas de fuego al andar”. Podríamos inferir que en un primer momento esto hace referencia al índice de masa corporal de su musa, quién al caminar genera tanta fricción con el suelo que el calor liberado de esa misma fricción produce una violenta reacción ígnea. Pero también podríamos deducir que en realidad hace referencia a la rapidez con la que mujer escapa, presumiblemente cuando el autor aparece a las cuatro de la mañana bajo su balcón cantando esta misma canción, acompañado de un coro de mariachis alcoholizados.

“Su figura ya no es la de los quince”, continúa. Esto podría interpretarse como una redundancia, porque el autor ya especificó al comienzo de la estrofa que la mujer en cuestión tenía cuatro décadas, y lo remarcó con posterioridad al mencionar sus “pisadas de fuego al andar”, con lo que podemos descartar de plano que su figura es la de una muchacha de quince años, que apenas comenzó la pubertad. Hasta el día de hoy desconocemos las razones de la insistencia del autor en este punto.

La estrofa termina con los siguientes versos: “pero el tiempo no sabe marchitar / ese toque sensual / y esa fuerza volcánica de su mirar”. Aquí estamos ante una especie de atrición del autor, quién reconoce que, a pesar de que la mujer tiene más de cuatro décadas y que sus pisadas “son de fuego al andar”, aún guarda una sensualidad oculta o semi oculta, que el tiempo no ha podido marchitar, como queriendo decir que a pesar de ser una mujer que se encuentra en los albores del climaterio todavía es capaz de despertar un chispazo de deseo en los hombres que tienen la suerte de contemplarla. Esto queda una vez más remarcado con la última frase, que hace mención de la fuerza hipercalórica que emana de los ojos de la mujer, la cual es capaz de hacer que la temperatura corporal de otro ser humano aumente o de derretir la grasa que emana de los poros del autor, para hacer tortafritas.

Señora de las cuatro décadas
permítame descubrir
que hay detrás de esos hilos de plata
y esa grasa abdominal
que los aeróbicos no saben quitar.

En la segunda estrofa de este poema que parece erigido por los mismos dioses del Olimpo, el autor vuelve a hacer referencia a la cantidad de años, expresada en décadas, que tiene la mujer a quién dedica la canción. Luego, solicita a susodicha mujer que le permita descubrir “qué hay detrás de esos hilos de plata”, con lo que tal vez se refiere a la cabellera de la mujer, la cual ya empezó a perder su color natural, o a los hilos del vestido que ella usó en su decimoquinto cumpleaños, el cual volvió a ponerse veinticinco años después, y el cual, debido a la masa y volumen corporal de la mujer, quedó reducido a un montón de paupérrimos hilos.
Algunos científicos, entre los que yo mismo me encuentro, preferimos inclinarnos por la segunda idea, la cual hace referencia al estado del vestido después de que la mujer decidida probárselo por segunda vez. ¿Por qué mi preferencia ante este postulado? Pues porque en el verso siguiente, el autor hace referencia a la cantidad de tejido adiposo alojado en la zona abdominal que posee la mujer y termina señalando que no importa la cuantía de ejercicios físicos a la cual la mujer se someta, ese tejido adiposo nunca se verá reducido.

Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años, que es mejor.
Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años que es mejor
Porque nótelo usted
al hacer el amor
siente las mismas cosquillas
que sintió hace mucho mas de veinte.
Nótelo así de repente
es usted amalgama perfecta
entre experiencia y juventud.

Aquí, en la tercera estrofa, el autor de esta oda sacrosanta, solicita a su musa que “no le quite años a su vida”. Y no lo dice una, sino dos veces. Según su teoría, es mejor que la fémina le regale vida a los años, con lo cual quiere decir que prefiere que la mujer no se someta a ninguna cirugía estética para borrar las inevitables huellas del paso del tiempo, sino que prefiere que ella someta al tiempo mismo a esas cirugías. Aquí queda establecida una teoría que los físicos han estado manipulando a lo largo de la historia. Ya Albert Einstein intentaba encontrar una fórmula que permitiera aplicar una cirugía temporal, con el objeto de viajar hacia atrás en el tiempo. Tal vez, el autor, gran admirador de Einstein, compartía esta teoría.

Posteriormente, el autor vuelve a hacer una solicitud a su musa, o, mejor dicho, una llamada de atención: que ella es capaz (a pesar de su edad y el estado poco agraciado de su cuerpo) de alcanzar el mismo grado de excitación a la hora de consumar una relación carnal, que cuando tenía menos de la mitad de la edad que tiene en este momento. Con esto, queda conjugada la idea que posteriormente expresa: la de que la mujer es una especie de híbrido, o de mutante, ubicado en una situación espaciotemporal intermedia, en la que puede aplicar toda la experiencia que obtuvo durante todos sus años de vida a la vez que experimentar las sensaciones como una mujer joven o una adolescente. Esto pone de manifiesto la dualidad permanente en la que vive la mujer y de la cual tal vez no logre escapar.

Señora de las cuatro décadas
usted no necesita enseñar
su figura detrás de un escote
su talento está en manejar
con más cuidado el arte de amar.

Nos encontramos en la cuarta estrofa de esta magnífica erudición del intelecto humano. Aquí, el autor hace referencia una vez más a las décadas vividas por la mujer, para luego comunicarle que no es necesario que ella exponga su organismo detrás de una abertura pronunciada en su indumentaria. Tal vez hace referencia a esto, porque lo que hay para exponer no es algo que pueda agradar a la mayoría.

Después menciona que su habilidad artística está en controlar con mayor precaución “el arte de amar”, cosa que, podemos asumir, no hacía con tanta responsabilidad cuando tenía menos décadas vividas.

En resumen, lo que el autor pretende, es hacerle entender a su musa inspiradora que es mejor que no muestre su cuerpo ajado por los estragos del tiempo, sino que intente encontrar otra manera de llamar la atención del sexo opuesto, tal vez inspirando lástima, o amenazando con quitarse la vida si no encuentra a un hombre joven que esté dispuesto a congeniar con ella, precisamente por el estado deplorable en el que se encuentra.

Señora de las cuatro décadas
no insista en regresar a los treinta
con sus cuarenta y tantos encima
deja huellas por donde camina
que la hacen dueña de cualquier lugar...

Quinta estrofa de esta sublime composición que nos transporta a una vorágine de creación artística. Una vez más, el autor menciona la edad vivida por la mujer, en un intento de que ella misma no la olvide. Luego, vuelve a un tema que abordó con anterioridad, pero ahora de una manera un tanto diferente. Solicita a la mujer que no haga una regresión temporal de una década, ya que con las más de cuatro décadas que tiene en la actualidad, “deja huellas por donde camina / que la hacen dueña de cualquier lugar”. Esto quiere decir que si la mujer tuviera diez años menos, ya no dejaría las mismas huellas que podría dejar ahora y que su matriarcado sobre cualquier territorio resultaría mermado, con lo cual es conveniente que no recurra a la cirugía temporal que ya había tenido en cuenta momentos antes.

Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años, que es mejor.
Señora, no le quite años a su vida
póngale vida a los años que es mejor
Porque nótelo usted
al hacer el amor
siente las mismas cosquillas
que sintió hace mucho mas de veinte.
Notelo así de repente
es usted amalgama perfecta
entre experiencia y juventud.

La sexta estrofa de esta explosión titánica de talento poético no es otra cosa que una reafirmación de lo anteriormente expuesto. Al ser idéntica a la tercera estrofa, ésta, la sexta, se convierte en una réplica consumada de las ideas más osadas del autor: la cirugía temporal, la dualidad a la que está sometida la mujer, etc. El autor quiere, y con razón, hacer que su musa inspiradora entienda, a como dé lugar, cuál es su condición, ahora que es una “señora de las cuatro décadas”.

Cómo sueño con usted señora, imagínese,
que no hablo de otra cosa que no sea de usted
qué es lo que tengo que hacer señora
para ver si se enamora
de éste diez años menor...

Séptima y última parte de esta magnífica constelación de lirismo en su más pura expresión.
Aquí, el autor menciona sus experiencias oníricas, que tienen a la “señora” por protagonista. Desconocemos si se trata de sueños placenteros o de pesadillas, aunque estudios recientes avalan la segunda idea, ya que el autor vino mencionando los incontables defectos de la mujer a lo largo de todo el poema, con lo que podemos imaginarla como una especie de monstruosidad infrahumana, con un apetito sexual por encima de lo normal.

Aunque ese apetito sexual parece ser un sentimiento compartido por el autor, porque este se pregunta (y le pregunta) qué debe hacer para saber si ella logra enamorarse de alguien como él, que es diez años menor que ella. Podemos inferir que las posibilidades de que esto ocurra son muy elevadas, precisamente por la voracidad sexual de la mujer, anteriormente referida.

Los puntos suspensivos en el último verso ofrecen un final abierto, que nos invita a preguntarnos si la anhelada relación entre el autor diez años menor y la mujer de cuatro décadas finalmente se consumó. Es de presumir, así como es de presumir que no fue una relación fructífera o agradable, precisamente porque el autor prefiere no debartir sobre ella.