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viernes, 6 de febrero de 2009

La casa de al lado (segunda parte)

VI. SERGIO Y CARLA

17

Sergio miró a su mujer, con una mezcla de impotencia, rabia y miedo. Carla, sentada a su lado, atada de pies y manos como él, con esa horrible cinta tapándole la boca, al igual que a él, tenía la cabeza ladeada, apoyada sobre un hombro y los ojos cerrados. Sus mejillas brillaban con algo que parecía un suave polvillo blanco. Eran lágrimas secas. No se movía. Parecía que se había quedado dormida.
Dios, si pudiera soltarse y abrazarla, si pudiera besarla y llevársela de ahí...
Esos cerdos la habían atado a la silla. No la habían lastimado mucho. No le habían pegado. Tan sólo había habido un breve forcejeo al principio, pero nada más. Él era quién se había llevado la peor parte: el culatazo en la frente, cuando intentó defender a su esposa de ese hombre, cuando intentó defender su hogar.
Había fracasado. Había fracasado rotundamente. Lo habían vencido, lo habían burlado... lo habían humillado. Habían logrado entrar en su casa. Habían conseguido inmovilizarlo, al igual que a Carla y encima, no había podido hacer nada para defenderla. Lo único que podía llegar a consolarlo era la idea de que los niños estaban en el campamento, a salvo, muy lejos, a cientos de kilómetros. Se preguntó qué estarían haciendo ahora. Seguramente, jugando en la piscina del camping, con sus compañeros de clase, chapoteando, riéndose. O tal vez habían salido de excursión, a pasear por el bosque, totalmente ajenos a lo que sucedía en su casa, totalmente ajenos a lo que les sucedía a sus padres. Mejor, era mejor así. Era mejor que los niños no se enteraran de lo que estaba pasando.
¿Y cómo iba a terminar?
Sergio se estremecía de sólo pensarlo.
¿Qué iban a hacer con ellos, una vez terminaran con... con lo que fuera que estaban haciendo? Lo más probable era que los ejecutaran. Después de todo, ellos habían visto sus rostros. Los intrusos ni siquiera se habían tomado la molestia de usar máscaras, o medias, o pasamontañas que les cubrieran los rostros. Habían visto las caras de todos en todo momento... Lo cual quería decir que tenían planeado asesinarlos desde el principio. ¿Qué ladrón entra en una casa en la que sabe que hay gente y no usa una máscara? El plan no era sólo robarlos, sino también matarlos, eso Sergio lo tenía casi por seguro. ¡Y ni siquiera sabía qué era lo que querían! Sergio había intentando averiguarlo en más de una ocasión, pero no había tenido éxito. Ellos no se lo habían dicho. ¿Qué eran? ¿Ladrones? Seguramente, pero, ¿qué buscaban exactamente? Hacía un tiempo que Sergio no pensaba que se tratara simplemente de dinero o de joyas. Buscaban algo más... pero por Dios, ¿qué era? En la casa no había nada de demasiado valor. Claro, estaba su computadora, el televisor, el DVD, algunas joyas auténticas que Carla había heredado de su abuela y que casi nunca usaba... y muy poco más. ¿Qué podía interesarles en realidad? Sergio no tenía una caja fuerte. Todos sus ahorros estaban en el banco, supuestamente a salvo. Sergio no tenía acciones, ni bonos del tesoro, ni nada por el estilo. Vivía bien, sí, pero sin excesos. No era rico, ni mucho menos, sobre todo por decisión propia. Le gustaba la vida sencilla. Los lujos excesivos siempre lo habían intimidado, o dado vergüeza. Vivía de un sueldo y tenía que trabajar para ganarlo. No nadaba en la riqueza, precisamente. Entonces, ¿Por qué los habían elegido? ¿Por qué precisamente a él, a su familia, a su casa? Porque los habían elegido, sin dudas. Precisamente a ellos, a la familia Pizarro. Y la cuestión seguía siendo la misma: ¿por qué?
Sentado en esa silla crujiente, con las piernas entumecidas por la inmovilidad, el estómago rugiéndole (no había comido nada en todo el día) y percibiendo el olor de su propio sudor frío, Sergio empezó a recordar lo que había sucedido aquélla mañana, cuando los ladrones habían llegado a su casa.

Eran las nueve de una mañana húmeda y fresca. Había sol, el cielo estaba bastante despejado, pero aún así era necesario llevar un abrigo ligero si uno iba a salir. Los pájaros cantaban alegremente en los árboles, anunciando la primavera, que había llegado para quedarse. El tibio sol de la mañana entraba por las ventanas de la casa, que a esa hora se encontraba en absoluta tranquilidad. Sobre todo porque los niños no estaban. Se habían ido de campamento de fin de año con el colegio y no iban a volver hasta el lunes. Carla y Sergio tenían toda la casa para ellos solos y agradecían el silencio y la tranquilidad casi como si fueran una bendición. En circunstancias normales, a esa hora, la casa era un pequeño caos, mientras los niños se preparaban para ir a la escuela, Sergio al trabajo y Carla corría de un lado a otro, arriba y abajo, abajo y arriba, para que todo estuviera listo y nadie llegara tarde. Pero hoy, todo se desarrollaba con una tranquilidad inusual. Era como si el tiempo pasara más despacio. Los apuros de la rutina parecían menos apremiantes.
A esa hora, a las nueve, Sergio estaba por salir para ir al consultorio. Cualquier otro día, hubiera salido una hora antes, pero ese viernes, había decidido dormir una hora más. No tenía ningún paciente hasta eso de las once y tranquilamente podía tomarse su tiempo. Se terminó la taza de café que Carla le había preparado y se levantó, tomando su maletín, que había dejado en el suelo, al lado de la mesa de la cocina. Miró la corbata que colgaba del respaldo de la silla. Pensó en ponérsela, pero decidió no hacerlo. Ese día no quería sentirse estrangulado.
Carla, que ya estaba vestida para empezar el día, estaba poniendo las tazas de café y los platos en la pileta, para lavarlos más tarde. Sergio la besó en la nuca.
—Me voy —anunció.
Carla giró, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
Sergio fue hasta la puerta, caminando apresurado, como siempre que se marchaba al consultorio. Tomó su llavero que colgaba del pequeño tablero pintado por su hija, que estaba clavado en la pared del vestíbulo. Metió la llave en la cerradura, la giró y abrió la puerta.
No terminó de dar un paso, cuando vio un rostro ancho delante del suyo, que le sonreía con malicia.
—Hola, doctor —dijo el recién llegado, que parecía haber salido de la nada.
Era un hombre alto, fornido, con el cuello muy grueso y la cabeza totalmente calva. Estaba vestido con un mono de trabajo azul, como un mecánico. En el primer momento, Sergio no se asustó, hasta que se dio cuenta de que el hombre tenía un ojo completamente blanco y una cicatriz muy gruesa en la mejilla. Un instante después, se dio cuenta de que le estaba apuntando con una pistola, que mantenía a la altura de la cintura.
Instintivamente, Sergio levantó las manos. Si se trataba de un asalto, era la primera vez que le ocurría (excepto aquella vez hacía un par de años cuando le habían arrebatado la billetera en la calle, a plena luz del día), pero fue un ademán automático, tal vez producto de ver tantas películas.
El hombre de la cicatriz asintió, satisfecho, como si Sergio hubiese hecho justo lo que él quería.
—Muy bien, doc —dijo en voz baja, casi susurrante—. Ahora, entre.
Sergio dio un paso atrás, con el corazón galopándole en el pecho. Se dio cuenta de que lo había invadido una sensación de irrealidad, desde el momento en que había visto el arma. ¿Cómo podía estar pasando esto? ¿Cómo era posible que alguien le apuntara con un arma en su propia casa? ¿Qué era lo que ocurría?
El hombre entró, muy a pesar de Sergio. Habían invadido su hogar.
“¡Carla!”, pensó.
El hombre de la cicatriz era tan ancho de hombros que Sergio no había podido ver que detrás de él había más personas. Todas entraron en fila, una vez el camino estuvo libre. Sergio vio a un hombre joven, de quizá menos de treinta años, con expresión ingenua en el rostro y una gorra azul en la cabeza. Parecía perdido, como si no supiera qué estaba haciendo ahí o cómo había llegado. En cuanto miró a Sergio trató de adoptar una expresión ruda, como la del tipo del arma.
Después del de la gorra azul, entró una mujer, lo cual dejó a Sergio todavía más pasmado de lo que estaba. Debía tener más o menos la edad de Carla. Llevaba puesto un vestido de algodón con un estampado de flores amarillas. El típico vestido de un ama de casa, casada y con dos hijos. Sergio creyó que Carla debía tener uno igual. La mujer tenía el cabello rizado color rojo oscuro. Era atractiva, de eso no cabía duda, pero su mirada era fría como un témpano.
Detrás de la mujer entró otro hombre, que cerró la puerta muy despacio. Llevaba puesta una camisa negra y tenía el cabello, también negro, peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente estrecha y unos ojos verdes calculadores. Miró a Sergio y sonrió levemente.
—Buenos días, doctor —dijo con tono casual, como si fuera uno de los pacientes de Sergio que venía a una consulta.
Sergio, que todavía tenía las manos en alto, dijo:
—¿Qué...?
—Tranquilo —respondió el de la camisa negra—. Va a ser mejor que se siente.
—¿Amor? —preguntó Carla de pronto, saliendo de la cocina. Se estaba secando las manos con una servilleta—. ¿Amor, qué pa...?
Al ver al hombre de la cicatriz apuntándole a su marido con la pistola, soltó un gemido y se le cayó la servilleta al suelo. Carla se quedó paralizada donde estaba, sin saber qué hacer. Luego, se echó a temblar.
—Carla —dijo Sergio.
Entonces, la mujer pelirroja se adelantó, apuntándole a Carla con su propia arma.
—Quieta, Carla —le dijo—. No te muevas. Y ni se te ocurra gritar, ¿está claro?
Carla obedeció. Estaba demasiado consternada como para reaccionar.
—No —dijo Sergio—. Por favor, no le hagan nada...
—Silencio, doctor —replicó el de la camisa negra. Miró a la pelirroja y le dijo:— Natalia, que se sienten.
—Ya escucharon —dijo ella—. Siéntense. En el sofá. Ahora.
Carla empezó a moverse, temblando, pero Sergio se quedó muy quieto.
—Muévase, doc —le dijo el de la cicatriz, que todavía lo tenía encañonado—. Va a ser mejor que obedezca.
Lentamente, empezó a retroceder al sofá. Él y Carla se sentaron al mismo tiempo y casi de inmediato, se abrazaron.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, con voz ahogada—. Sergio, ¿estás bien...?
Sergio asintió con la cabeza.
—Sí, mi amor, estoy bien, no te asustes...
—Suficiente —dijo el de la camisa negra—. Sepárense. Vamos.
Se volvió al joven de la gorra azul y mirada perdida.
—Matías —dijo.
El joven pareció sobresaltado y lo miró.
—¿Sí?
El hombre de la camisa negra le hizo una seña con la cabeza. Al principio, Matías no pareció comprender lo que quería decirle. Tuvo que pensarlo unos instantes.
—¡Ah, sí!
Había entrado a la casa cargando un bolso enorme y muy pesado, al igual que el hombre de la cicatriz. Lo dejó en el suelo, se arrodilló y lo abrió. Buscó en su interior hasta que sacó un rollo de cinta de embalar. Se acercó al sofá y miró a la asustada pareja. Todavía estaban tomados de la mano.
—Junten las manos y las piernas —dijo Matías—. Así. —para ilustrarlo, extendió los brazos y juntó las muñecas.
Sergio lo miró un momento, sin moverse. Podía sentir los latidos del corazón de su mujer a través de la mano que le sujetaba. Eran como pulsos eléctricos.
Sergio miró al hombre de la camisa negra.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó.
Entonces apareció alguien allí.
—Queremos algo que está en esta casa —dijo él—. Algo que... seguramente ustedes no saben que tienen.
—¿Qué? —preguntó Sergio, desconcertado—. ¿Qué quiere decir? Si lo que busca es dinero, le advierto que no tengo mucho...
Pero el hombre negó con la cabeza.
—No busco dinero, doctor, si lo quisiera, robaría un banco —dijo—. Es mejor que deje de hacer preguntas y siga al pie de la letra todo lo que le decimos. Si lo hace, más rápido vamos a terminar y más rápido nos vamos a ir... Ah, y no les vamos a hacer nada. Por el contrario, si se resisten... en fin, usted entiende. Así que hagan lo que les dijo mi compañero y todo va a salir bien.
Pero Sergio no se movió.
—En esta casa no tenemos nada de demasiado valor. No tenemos nada que no sepamos. Si quieren robar, adelante, busquen lo que quieran y váyanse.
—Ojalá fuera tan sencillo, doctor... —dijo el hombre de la camisa negra, sentándose en el sillón—. Acláreme algo: ¿a los dentistas se les llama doctor o se les llama dentista? Es algo que nuca supe. ¿Se dice “señor dentista” o “doctor dentista”? —se encogió de hombros—. Bueno, da igual. —Se volvió hacia la mujer pelirroja—. Natalia, es hora de hacer la llamada.
Natalia asintió y fue hasta el teléfono.
Levantó el auricular y marcó un número bajo la mirada atenta de Sergio y Carla.
Al cabo de un momento, dijo:
—¿Sofía? Hola, soy Carla. Quería avisarte que Sergio no va a ir al consultorio hoy... No, está enfermo. De todas maneras, me dijo que tenía pocas consultas y que puede pasarlas todas para mañana, aunque hay algunas de las que se puede encargar Rogelio... sí... sí, sé que es un poco complicado, pero... Está bien... No, él no puede hablar ahora, está con cuarenta de fiebre, en cama y le duele tanto la garganta que no puede hablar... tono de él, le dije que se abrigara después de trabajar en el jardín. Sí, anoche refrescó y entonces... claro. Está bien... gracias, Sofía. Muchas gracias. Si, le digo. Por supuesto. Adiós.
Natalia colgó el teléfono y de inmediato arrancó el cable de la pared con un fuerte tirón. Dejó el aparato, ahora inútil, sobre la mesa y dijo a Sergio:
—Su secretaria le manda saludos, doctor. Dice que se mejore pronto.
—¿Por... —murmuró Sergio, aturdido—. ¿Por qué... la llamó?
—Usted no puede ir a trabajar hoy, doctor, se supone que está enfermo —dijo el de la camisa negra—. Su colega puede ocuparse perfectamente, pero eso es lo de menos. El caso es que vamos a buscar lo que queremos y después nos vamos. Vamos a tardar un poco, pero vamos a trabajar lo más rápido posible si no interfieren en el proceso. Y lo digo por usted, no por mí... o mejor dicho, por ustedes. ¿Acaso quiere que sus hijos crezcan sin padres? Estoy seguro de que a Camila y a Teo no les gustaría volver del campamento y descubrir que mami y papi... ya no están.
Sergio sintió una furia mezclada con sorpresa que crecía dentro de su pecho. Pero la sorpresa fue más que la furia. Carla lo miró con estupefacción, como diciendo: “¿Acaso escuché bien?”
¿Cómo era posible que ese sujeto supiera los nombres de sus hijos? ¿Cómo era posible que supiera que estaban en un campamento? ¿Cómo sabía que él era dentista?
Sergio se lo quedó mirando fijamente.
“¿Acaso lo conozco? —pensó—. ¿Por eso sabe tanto de nosotros? ¿Es alguien que yo conozca?”
Sergio se lo quedó mirando durante largo rato, pero no logró reconocer el rostro. Ninguno de ellos. No, no eran conocidos. Nunca antes los había visto, estaba seguro.
—Sí —dijo el hombre de la camisa negra—. Sabemos ciertas cosas sobre su familia, doctor... dentista. No podemos permitirnos dejar cabos sueltos. Elegimos este día porque sabíamos que sus hijos no iban a estar. De ese modo, iba a ser más fácil.
—Si le hizo algo a mis hijos, yo... —empezó a decir Sergio.
—Tranquilo, doctor —replicó él—. Sus hijos están disfrutando tranquilamente del campamento, muy lejos, allá en Colonia. No se preocupe por ellos. Preocúpese por lo que pasa aquí. Haga todo lo que le decimos y nadie va a salir lastimado. Ahora, por favor, junte las manos y los pies como le dijo mi compañero.
Sergio se volvió a mirar a Carla.
Ella asintió con la cabeza y una lágrima corrió por su mejilla.
—Tranquila —le dijo Sergio—. No te preocupes, amor, todo va a estar bien...
No pudo terminar porque el joven de la gorra azul le puso un trozo de cinta en la boca. Luego hizo lo mismo con Carla. Después, les pegó las muñecas, muy juntas, mientras Natalia y el hombre de la cicatriz los apuntaban con firmeza.
Matías ató los pies de carla, dando varias vueltas con la cinta a los tobillos de ésta. Luego, fue a atar los tobillos de Sergio.
Todavía no había empezado, cuando Sergio le puso un pie en el hombro y lo empujó con fuerza. Matías cayó hacia atrás, soltando una exclamación de sorpresa y se desplomó en el suelo.
Sergio se levantó de un salto y goleó con el hombro al hombre de la cicatriz, mientras Carla empezaba a gritar. Sus ritos sonaban amortiguados debido a la cinta que tenía en la boca.
Sergio sintió que le daba con el hombro a una pared. El de la cicatriz apenas se movió y Sergio estuvo a punto de caer al suelo. Intentó arremeter una vez más contra él, pero el de la camisa negra fue más rápido y le asestó un golpe en la cabeza con algo contundente.
El campo visual de Sergio se llenó de puntitos blancos al tiempo que sentía un dolor sordo que le recorría toda la cabeza. Soltó un gruñido y se desplomó en el sofá, jadeando con la boca tapada por la cinta. Un hilo de sangre empezó a bajarle por la frente. Con la vista nublada miró al de la camisa negra. Vio que en la mano tenía un revólver, sosteniéndolo como si fuese un martillo. Comprendió entonces, que le había dado un golpe con la cacha.
—Imbécil —dijo el de la cicatriz y le apuntó a Sergio con la pistola—. Debería meterle una bala entre los ojos.
—No —dijo el de la camisa negra—. Íbamos a hacer esto limpiamente, ¿recuerdas?
El otro bajó el arma, lentamente.
Camisa Negra se volvió a Matías, que estaba levantándose en el suelo, frotándose el hombro con aire adolorido.
—¿Estás bien? —preguntó.
Matías asintió.
—Termina de atarlo —dijo.
—Pero y si vuelve a pegarme...
—No te va a pegar —repuso Camisa Negra—. Vamos.
Matías, de mala gana, empezó otra vez.
—Roberto —dijo el de la cicatriz—, ¿vamos a dejarlos acá, en el sofá, mientras trabajamos? Yo creo que nos van a estorbar.
—Tal vez —dijo Rolando, el de la camisa negra—. Por eso, vas a llevarlos para arriba.
—Está bien.
—Matías, busca un par de sillas de la mesa del comedor, súbelas y llévalas al cuarto que esté más al fondo en el pasillo —dijo Roberto—. Rocco, ata a nuestros anfitriones a las sillas. Pero átalos bien.
—Claro —asintió el de la cicatriz.
Rocco le dio su revólver a Matías.
—Úsalo con cuidado —le advirtió.
Rocco esbozó una sonrisa.
—Seguramente, se va a disparar en un pie —murmuró.
—Ja, ja, qué gracioso —repuso Matías.
—A trabajar —dijo Roberto.
Matías fue rápidamente hasta la mesa y buscó dos sillas. No eran demasiado pesadas, pero tendrían que servir. Mientras tanto, Rocco levantó a Carla, cargándola sobre su hombro, como si fuera una bolsa de papas. Lo mismo hizo con Sergio, cargándolo en el otro hombro. Ellos tampoco eran muy pesados.
Empezó a subir las escaleras, sintiendo el llanto constante y desesperado de Carla y los gemidos imprecisos de Sergio, quién parecía al borde de la inconsciencia. Cuando Rocco llegó al corredor, Sergio ya se había desmayado.


18

Volvió en sí, cuando empezó a sentir una serie de golpes sordos que hacían vibrar toda la casa. ¡Bum... bum... bum...!
Abrió los ojos pesadamente y sintió que la cabeza se le partía al medio de dolor.
Trató de levantarse, pero se dio cuenta que no podía. Estaba atado a una silla. Y ya no estaba en la sala, sino en el cuarto. En su cuarto, el cuatro matrimonial, que compartía con Carla.
¡Carla!
La recordó de repente. Miró a un lado y la vio. Estaba sentada junto a él, también atada a la silla con aquella cinta infernal. Lo primero que notó fue que había estado llorando, porque tenía las mejillas empapadas.
Trató de abrazarla y las cintas se lo impidieron. Trató de besarla y tampoco pudo. Empezó a forcejear, a sacudirse para soltarse, pero no lo consiguió. Se sentía exhausto y además tenía todo el cuerpo adolorido.
De pronto, se abrió la puerta.
Roberto entró en el cuarto penumbroso, apuntándoles con el revólver.
—¡Ey! —exclamó—. Quieto. No me obligue a golpearlo otra vez, doctor. Quédense quietos y esperen a que terminemos. Les ruego paciencia. Voy a venir a verlos cada media hora. En cuanto terminemos, los vamos a soltar. Es una promesa.
Giró sobre sus talones y salió del cuarto. Sergio escuchó el clic que hacía la llave al girar en la cerradura. Roberto había trancado la puerta. ¿De dónde había sacado la maldita llave?
Sergio miró a su alrededor, como si no conociera el lugar. Todo estaba muy oscuro. Miró la ventana y comprendió por qué. No se trataba de las cortinas. La ventana había sido tapiada con tablones, seguramente, mientras él estaba inconsciente.
Volvió a mirar a Carla. Trató de acercarse a ella, pero otra vez no pudo. Lo único que podía hacer era mirarla.
“Te amo”, trató de decirle con los ojos y sintió que ella le respondía de la misma manera. “Yo también te amo”.


VII. FILO

19

Caminó con pasos muy lentos hacia la puerta del fondo. Sabía que no podía bajar, porque ellos estaban allí y la verían, aunque tuviera mucho cuidado. Había tenido suerte para entrar en la casa, tenía que reconocerlo. Arriesgarse otra vez, sería demasiado.
Todas las puertas estaban cerradas, excepto la del cuarto de huéspedes por donde ella acababa de salir, que se encontraba entornada. Se preguntó dónde podían estar Sergio y Carla, si es que, en efecto, estaban en la casa. Debían estar escondidos en algún lugar, eso era obvio. La casa de los Pizarro no tenía sótano, así que quedaba descartado. Y que Filomena supiera, tampoco tenían un gran armario, que fuera apto para esconder a dos personas. Pero alguno de los cuartos...
Allí arriba, estaban el baño, el cuarto de huéspedes, el cuarto de los niños y el matrimonial. Filomena pensó en revisarlos todos y decidió empezar por el matrimonial, simplemente porque era el que más cercaba estaba del de huéspedes, que ya podía dar por descontado.
Pero, ¿y si tras revisar todos los cuartos, descubría que los Pizarro no estaban allí?, se preguntó ¿Qué haría entonces? ¿Volver a salir por la ventana, bajar por la enredadera y volver a casa? ¿Bajar por la escalera y tratar de salir sin que la vieran?
“Crucemos ese puente cuando lleguemos a él”, se dijo. Por el momento, lo importante era encontrar a los Pizarro. Después vería qué haría.
Se paró frente a la puerta del cuarto matrimonial. Tomó el pomo y lo giró muy despacio, pero la puerta no se abrió. Pensó que no había hecho suficiente fuerza, se movía con una cautela que para cualquiera que la mirara (Fede, por ejemplo) resultaría exasperante.
Lo intentó otra vez, pero la puerta no cedió. No se trataba de la fuerza que había ejercido, era simplemente, que la puerta estaba cerrada.
¿Por qué la puerta del cuatro matrimonial estaría cerrada con llave?
Filomena pasó la yema del dedo sobre el ojo de la cerradura, que se encontraba debajo del pomo circular. Pensó que ojalá tuviera la llave.
Se arrodilló y miró por el ojo de la cerradura. Al principio solo vio penumbras, pero cuando enfocó mejor, tuvo que taparse la boca para no dejar escapar un gemido de sorpresa.
Sergio y Carla estaban allí. Ambos sentados en sendas sillas, ambos atados con lo que parecía cinta de embalar gris, de esa que usa la gente cuando empaca cosas en cajas de cartón, o cuando tiene que hacer algún arreglo en casa. También tenían un trozo de cinta en la boca cada uno. Carla parecía estar dormida. Tenía la cabeza ladeada, apoyada sobre un hombro y los ojos cerrados. No se movía. Sergio, por el contrario, estaba muy despierto, con los ojos abiertos como platos, empapado en sudor, mirando con terror la puerta de la habitación. Filomena lo había alterado cuando trató de abrir y seguramente él creía que se trataba de alguno de los ladrones.
Filomena tuvo que contener el impulso de gritar: “¡Sergio! ¡Carla! ¡Acá estoy! ¡Ahora mismo los saco!”
No podía hacer eso. Sería demasiado alboroto. Lo que tenía que hacer era abrir esa maldita puerta, soltar a la pareja y encontrar la forma de sacarlos de la casa sin alertar a los invasores. Una misión muy sencilla, pensó Filomena con amarga ironía.
Se incorporó y miró a su alrededor, con un dejo de desesperación. Buscaba algo que sirviera para abrir la puerta. Cualquier cosa, un trozo de alambre, un destornillador...
De pronto, recordó el plantador que llevaba. Casi se había olvidado de él por completo. Lo tenía sujeto de la cinturilla del pantalón. Lo sacó y miró la oxidada hoja. Era puntiaguda, pero no lo suficiente como para entrar en la cerradura. Necesitaba otra cosa.
Se pasó las manos por el pelo, buscando una horquilla o broche, pero no encontró nada. Casi nunca usaba horquillas y el broche de plástico, totalmente inútil para la tarea que se disponía a hacer, lo había dejado en la mesa del cuarto de arriba, cuando estudiaba con Fede.
¡Dios! ¿Cómo podía ser que no tuviera nada a mano para abrir esa puerta?
Podía ponerse a buscar en los otros cuartos, claro. Ahí debía haber algo. Pero dudó de si debía hacerlo. Podría hacer demasiado ruido. Accidentalmente, podría tropezar con una silla o volcar una lámpara con el brazo. No debía olvidar que estaba muy nerviosa, o, mejor dicho, muerta de miedo.
“Voy a tener que hacerlo —pensó—. No puedo seguir acá parada como un poste, perdiendo el tiempo”.
Probó en abrir la puerta del cuarto de los niños. Esta, se abrió sin problema. Filomena se asomó, despacio. El cuarto estaba vacío. Entró. Miró ambas camitas gemelas con sus coloridos estampados: la de Teo tenía un diseño de dinosaurios que parecían luchar entre sí, la de Camila, unas muñequitas de mejillas abultadas y carnosas rodeadas de flores. Adorable. Había juguetes (muñecos de acción, muñecas Barbie, autitos, pelotas de goma de distintos colores) desparramados sobre la gastada alfombra, que seguramente había sido escenario de centenares de juegos.
Filomena se acercó al pequeño escritorio infantil de color amarillo. Sobre la mesa había lápices de colores y un montón de hojas con garabatos. Filomena abrió el primer cajón, muy despacio, como si tuviera miedo de que ese contuviera una bomba. Dentro había más papeles garabateados, algunos libros para colorear que parecía bastante viejos, otra caja de lápices, gomas de borrar, una pequeña engrapadora de plástico rosado... y en un rincón una pequeña caja de clips.
Filomena sacó la caja. Estaba llena. Filomena se preguntó para qué querrían un par de niños de diez años una caja de clips. Seguramente, para jugar a la oficina, pensó. Y también se alegró. Con su juego, los niños, sin saberlo, podían salvarle la vida a sus padres.
Filomena sacó un clip, cerró la cajita, la guardó otra vez en el cajón y lo cerró. Salió del cuarto a hurtadillas, como si Teo y Camila estuviesen durmiendo en sus respectivas camas. Cerró la puerta en silencio y cruzó el corredor hacia la puerta del cuatro matrimonial.
Allí, desdobló el clip, estirándolo, a excepción de uno de los esteremos que dejó con una pequeña curva.
Se arrodilló otra vez frente a la puerta e introdujo el extremo curvado del clip en la cerradura. Lo movió con cuidado, hasta que sintió que se enganchaba a algo. Luego, empezó a hacer leves movimientos hacia un lado y hacia otro, girando la muñeca apenas unos milímetros en ambas direcciones. Durante el proceso, casi no respiró y empezó a sudar, como un cirujano cerebral llevando a cabo una operación en extremo delicada.
“Por favor —se dijo Filomena—. Ya lo hiciste antes, puedes hacerlo de nuevo”.
Era verdad, ya había logrado abrir una puerta con un clip antes. Hacía unos siete u ocho años, en la casa de su amiga Jimena. Filomena se había quedado a dormir y era de madrugada cuando a Jimena se le ocurrió jugar un juego, que era como una extraña versión de Misión Imposible. El juego consistía en que una de ellas se encerraba en el baño de la planta alta (que tenía una puerta que se cerraba con llave, como ésta) y la otra trataba de abrir la puerta utilizando un clip, un alambre o una horquilla para el pelo. No valía usar la llave, por supuesto. La que lograra abrir la puerta en el menor tiempo posible, ganaba. Filomena, fue la primera en encerrarse en el baño, interpretando el papel de La Víctima y Jimena la que debía lograr vencer a la cerradura, encarnando al papel de La Heroína. Jimena utilizó una de sus coloridas horquillas para pelo, absolutamente convencida de que iba a lograr abrir la puerta y rescatar a La Víctima en menos de dos minutos. Se confió demasiado. Los dos minutos pasaron y se convirtieron en diez, luego en quince, después en veinte. Cuando casi había pasado media hora, Filomena le susurró desde el baño, a través de la puerta, que lo dejara, que no iba a conseguirlo. Jimena desistió y abrió la puerta con la llave, un poco avergonzada por su derrota. Filomena salió del baño con aire triunfal y dijo: “Ahora es mi turno”. Jimena parecía cansada del juego. Eran más de las cuatro de la mañana y se suponía que debían estar durmiendo. Pero entró en el baño y los papeles se intercambiaron. Ahora ella era La Víctima y Filomena La Heroína. Cerró la puerta y la trancó con la llave. Luego, con el mismo clip que había usado Jimena (que tenía la punta doblada), empezó la lenta y meticulosa operación. Al otro lado de la puerta, Jimena le decía que no lo iba a hacer, que no se podía. Filomena no respondió y se concentró aún más. Cinco minutos después, la cerradura saltó con un sonoro ¡clic!, que a Filomena le sonó a música. Giró la manija y abrió la puerta. Su amiga se quedó mirándola estupefacta, en el umbral. Filomena le devolvió el clip, con una sonrisa confiada, de superioridad. “Vamos a dormir”, dijo.
Pero en esta ocasión, tanto tiempo después, muy en su fuero interno, Filomena creía que no iba a lograrlo. Después de todo, ahora no se trataba de un juego. Era una cuestión de vida o muerte. Ella interpretaba otra vez el papel de La Heroína, pero si esta vez perdía, perdería de verdad.
Suspiró y se secó el sudor de la frente. Le dolían las puntas de los dedos que sostenían el clip.
—Por favor... —murmuró en voz muy baja—. Por favor, estúpida...
No sabía si insultaba a la puerta o a ella misma.
De pronto, el clip se trabó y se escuchó el ¡clic! tan familiar. Filomena cerró los ojos y sonrió, aliviada. Otra vez, le había sonado a música, pero mejor que antes. Mucho mejor.
Se levantó, giró el pomo de la puerta y la abrió.


20

El cuarto matrimonial estaba bastante oscuro y la luz que entró por el corredor cuando Filomena abrió la puerta no era suficiente. Aún así, pudo ver claramente a Sergio y Carla Pizarro, atados en las sillas. En efecto, estaban atados con cinta de embalar que soltó reflejos plateados cuando Filomena entró. El aire del cuarto estaba viciado y olía a encierro. Filomena comprendió por qué en cuanto entró. La única ventana había sido tapada con gruesos tablones de madera. Por eso todo estaba oscuro. El aire de ese cuarto no se había renovado en horas.
Sergio levantó la cabeza, sobresaltado y trató de decir algo (de gritar), pero la cinta que le tapaba la boca se lo impidió. Por suerte para todos. Empezó a sacudirse en la silla enérgicamente, como si estuviese electrocutándose.
Al verlo, Filomena apenas lo reconoció. Tenía el cabello revuelto, la cara húmeda por el sudor y un hilo de sangre seca en la frente, que le bajaba por el costado de la nariz y llegaba a manchar la cinta que tenía en la boca.
—Por Dios —murmuró en voz baja, aunque ella también hubiese querido gritar.
Antes de hacer nada, cerró la puerta.
Se acercó a Sergio y de un rápido tirón, le arrancó la cinta de la boca, sin siquiera decirle que iba a hacerlo.
Sergio soltó un gemido débil. Luego tosió. Su cabeza bamboleó como la de un muñeco. Filomena lo tomó por los hombros.
—Sergio —dijo, mirándolo a los ojos, que estaban inyectados en sangre—. Sergio, ¿estás bien? Háblame, ¿estás bien?
Sergio la miró, un poco atontado. Tenía los labios secos, arrugados y quebradizos. Debía estar muriéndose de sed.
—Fi... Filomena —jadeó.
Entonces apareció alguien allí.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar ella, aunque era obvio que la respuesta era no.
Sergio tragó saliva que no tenía y giró la cabeza hacia su mujer.
—Carla.
Filomena la miró. La mujer seguía dormida (o eso parecía), con la cabeza apoyada en el hombro.
—No te preocupes —dijo Filomena—. Voy a soltarlos y a sacarlos.
Filomena tomó el plantador y cortó las cintas que ataban los pies de Sergio a las patas delanteras de la silla. Luego lo rodeó y cortó las cintas que sujetaban sus muñecas, detrás del respaldo. Los brazos de Sergio cayeron lánguidamente a los lados de su cuerpo, como si estuviesen hechos de goma. Trató de pararse, se tambaleó y estuvo a punto de caer de bruces al suelo. Filomena se apresuró a sostenerlo.
—Tranquilo —dijo—. Tranquilo, no te muevas. Tienes las piernas entumecidas por estar tanto tiempo sentado.
—Estoy bien, estoy bien —respondió Sergio y trató de erguirse. Su espalda soltó un chasquido, como el de una rama seca que se parte—. Carla...
Filomena se acercó a ella y le arrancó la cinta de la boca. Creyó que el repentino dolor la haría despertar, pero no fue así. Con el corazón encogido de miedo, le puso dos dedos en el cuello. Tenía pulso.
—Está bien, no te preocupes —le dijo a Sergio—. Sólo está... agotada.
En dos segundos, Filomena cortó las cintas de los tobillos y las muñecas. Inmediatamente, Sergio tomó el rostro de su mujer entre sus manos y lo sacudió con suavidad.
—Carla —dijo con voz débil, quebrada—. Carla, por favor, despierta. Carla...
Ella tenía los labios grises, como si se les hubiera ido toda la sangre. O quizá, pensó Filomena, se debía a un efecto de la escasa luz. Sergio besó a Carla y por un instante Filomena creyó que quería darle respiración boca a boca.
—Carla, por favor... Carla...
Le apartó un mechón de pelo de la frente y volvió a besarla. Sergio tenía lágrimas en los ojos.
Carla exhaló un pequeño suspiro, casi como una niña dormida que tiene un sueño incómodo. Sus ojos se abrieron apenas un poco.
—¡Carla! —exclamó Sergio, sin poder evitarlo y la abrazó. Volvió a besarla, esta vez, por toda la cara.
Carla se espabiló un poco más.
—Sergio... —murmuró—. Tengo sed.
Sergio había empezado a llorar y la abrazó con más fuerza.
Filomena miró a Carla y le dijo:
—Hola. ¿Estás bien?
Carla, al verla, sonrió apenas, débilmente.
—Filomena —dijo—. ¿Qué haces? ¿Por qué está todo tan oscuro? ¿Me quedé dormida frente al televisor otra vez?
Era evidente que estaba desorientada, pero Filomena no creyó que fuera preocupante. No vio muy probable que Carla se hubiese vuelto loca debido a la situación traumática que le había tocado vivir. Debía haber tenido un sueño, mientras dormía.
—Carla, ¿no te acuerdas de lo que pasó? —preguntó su marido, mirándola a los ojos.
Carla pareció reflexionar unos instantes. Entonces, su pálido rostro, reflejó miedo.
—Los ladrones... —murmuró.
—Sí —dijo Sergio. Miró a Filomena y le preguntó:— ¿cómo entraste? ¿Qué pasó con esos tipos? ¿Vino la policía?
—Logré entrar por la ventana del cuarto de huéspedes. Lo demás una historia demasiado larga para contarla ahora—respondió Filomena—. Y no, esos tipos no se fueron, siguen abajo, haciendo un pozo en la cocina.
—¿Cómo?
—Sí. No me preguntes por qué. Lo importante es que tenemos que irnos ahora mismo, antes de que nos encuentren.
—Pero, ¿cómo vamos a irnos si siguen abajo? —preguntó Sergio.
—Podríamos bajar por la ventana... pero sería demasiado peligroso. No creo que ustedes puedan bajar en estas... condiciones. A mí me costó muchísimo subir.
—¿Cómo subiste? —quiso saber Sergio.
—Trepé por la enredadera.
—Pero... ¿Cómo sabías que esos tipos habían venido a nuestra casa?
—Ya te dije que es una historia muy larga —respondió Filomena, con un dejo de impaciencia. Estar en ese cuarto oscuro, con la ventana bloqueada por los tablones, la ponía más nerviosa de lo que ya estaba—. Tienen suerte de tener una vecina tan entrometida —agregó, sonriendo—. Lo que tenemos que pensar ahora es en cómo salir.
—¿Por qué no llamamos a la policía? —preguntó Carla, que parecía haberse despabilado de pronto. Estaba abrazada a la cintura de su marido y él le rodeaba los hombros con un brazo.
—Yo ya llamé a la policía hace un rato —repuso Filomena—. Vinieron, no vieron nada sospechoso y se fueron. No creo que quieran volver otra vez. Además, yo no traje mi teléfono. ¿Alguno de ustedes tiene su celular?
—No, el mío debe estar abajo —dijo Sergio.
—Y el mío también —agregó Carla.
—¿Hay algún teléfono en la planta alta?
—No. Tengo el mío en mi estudio, pero está abajo —dijo Sergio.
—¿Y si esperamos a que se vayan? —sugirió Carla—. Tarde o temprano se van a ir y...
—No podemos esperar —respondió Sergio—. Esa gente nos va a matar antes de irse. —Carla se estremeció—. Después de todo, les vimos las caras. No creo que se marchen y nos dejen como si nada... —se pasó una mano por el sudoroso cabello—. Lo que todavía no entiendo es qué están buscando. Vinieron hoy de mañana, justo cuando yo estaba por irme. Les pregunté más de una vez qué querían y todo lo que ese tipo me respondió fue “Queremos algo que está en esta casa. Algo que. Seguramente ustedes no saben que tienen”. Luego empezó a hablarme de nosotros, de nuestra familia. Sabía que yo soy dentista, sabía incluso que los niños están de campamento...
Filomena recordó las fotos que había encontrado dentro del sobre, en el BMW. Las fotos en las que aparecían ellos, los Pizarro, haciendo diferentes cosas, llevando a cabo su rutina diaria sin siquiera saber que los estaban fotografiando. Filomena pensó en mencionar las fotografías, pero decidió que era mejor no hacerlo.
—Parecía que sabía todo —continuó Sergio—. Como si nos hubiese estado espiando... o siguiendo. Esto lo planearon muy bien. No creo que se trate de ladrones comunes.
—Eso no importa ahora —replicó Filomena—. Lo que vinieron a hacer, podemos averiguarlo después. Lo que importa es que salamos de la cas...
Filomena se interrumpió al escuchar que un vidrio estallaba en el piso de abajo, como si alguien le hubiese dado una patada a una ventana. Se escuchó un grito de furia y sorpresa, luego alguien vociferaba algo incomprensible.
En el cuarto matrimonial, Serio, Carla y Filomena se quedaron muy quietos, petrificados por el susto.


VIII. FEDE

21

Abrí los ojos y lo primero que vi fue otro par de ojos, grandes, redondos, de un brillante color verde atravesados por dos líneas verticales negras. Ojos que me miraban con curiosidad. También escuchaba un ronroneo.
Levanté la cabeza, adolorido, y sentí que las cervicales crujían. Me dolía el costado de la cabeza, que había estado apoyado en el duro suelo. Me froté los ojos y me senté en el piso, algo desconcertado al principio. Me di cuenta de que quién me estaba observando con aquellos ojos verdes llenos de curiosidad, no era otro que Parches. El gato de Filo, que me observaba como si yo fuera un extraterrestre, con las patas muy juntas y la cola levantada, meneándose lentamente hacia un lado y hacia otro.
Extendí una mano y lo acaricié y le rasqué la cabeza. El gato entrecerró los ojos, echó las orejas hacia atrás, ronroneó satisfecho.
Me levanté despacio. Estaba algo mareado. Sentí una puntada de dolor en la nuca y me froté. Miré el suelo, en donde había estado tendido no sabía cuánto tiempo. Allí había una sartén de cobre y una botella de vinagre volcada. La botella había derramado su contenido, que había formado un charco circular en el suelo. el penetrante olor del vinagre me irritaba la nariz.
Me incliné y levanté la sartén. La observé, como si nunca hubiese visto un utensilio así en mi vida.
—Filomena —murmuré y negué con la cabeza.
Dejé la sartén sobre el mármol. También levanté la botella de vinagre. Pensé en secar el charco, pero me dije que no tenía tiempo.
Por sorprendente que pueda parecer, recordaba lo que había pasado. Recordaba que Filomena me había dicho que su té no tenía azúcar y yo había ido a la cocina a buscar más. Ella había venido conmigo. Recordaba que le había preguntado dónde la tenía y ella me había dicho: “Ahí, en ese estante”, con tono totalmente casual, como si no tuviera planeado darme un golpe en la cabeza.
También recordaba el golpe en sí. Volví a escuchar su sonido, un ¡clang!, que pareció la campanada de la torre de una iglesia. Luego, todo se me puso en blanco.
Pero sabía muy bien por qué Filomena lo había hecho. Ella había querido volver a la casa de los Pizarro después del frustrado intento de recibir ayuda de la policía y yo se lo había prohibido. Y claro, ella sabía que yo no iba a dejarla ir otra vez a esa casa infernal, por más que insistiera. Por lo tanto, la única manera de lograrlo, era sacándome de en medio, por decirlo de alguna manera. Si yo n la estorbaba, ella podía ir tranquilamente a jugar a la heroína. Y había encontrado la forma de hacer que dejara de estorbarla. Miré la sartén, todavía frotándome la nunca, sintiéndome agradecido de que no hubiese decidido usar una plancha, o un martillo. Agradecido y a la vez furioso. ¿Por qué tenía que ser tan... tan entrometida? ¿Por qué tenía que meterse siempre en donde no la llamaban? Miré a Parches, que al parecer se había aburrido de mí, porque se estaba lamiendo una de las patas delanteras. Ahora entendía por qué Filomena tenía un gato como mascota y no un perro, un loro o un hámster. Los gatos son curiosos por naturaleza... al igual que Filomena. Ella y Parches eran compatibles. Si Filomena eligiera ser un animal, seguramente elegiría ser un gato.
“La curiosidad mató al gato”, pensé.
“Pero la satisfacción lo revivió”.
Traté de recordar dónde había leído ese refrán, pero no lo conseguí.
Me di cuenta de que me estaba tomando todo el asunto con demasiada calma. Y las cosas eran graves, más graves de lo que yo suponía.
Sentí una ansiedad que me estremeció. Miré mi reloj. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? No lo sabía, pero me parecía mucho. Filomena me había pegado con fuerza, para ser una chica tan pequeña, que no medía mas de metro cincuenta y cinco y debía pesar poco más de cuarenta kilos.
Fui a la sala.
—¿Filomena?
La casa estaba vacía, eso era evidente. Filomena no estaba. Los padres de ella tampoco, pero pensé que no tardarían en regresar. Su hermano no volvería hasta el día siguiente.
Miré la mesita de centro en donde todavía estaba la taza de té. La toqué. Estaba fría. Filomena había dicho que le faltaba azúcar y eso, obviamente, no era cierto.
“Está en lo de los Pizarro —me dije—. Voy a tener que ir a buscarla. Voy a tener que entrar en esa casa, sin que los intrusos (que seguramente todavía están allí) me vean y voy a tener que sacarla...”
—¡No! —exclamé y solté una maldición. Le di un golpe con el puño al respaldo del sillón y todo este vibró. Mi mano rebotó debido a los resortes. Solté una maldición.
Ya estaba harto de todo aquello. Estaba harto de jugar al detective y al espía, estaba harto de “investigar” a los invasores. Quería acabar con ese asunto de una vez y para siempre. Ya no podíamos continuar, ni yo, ni Filomena, ni nadie más. Esto había durado demasiado y tenía que parar.
Nada de planear la manera de entrar en la casa, de pensar en la forma de poder escabullirme sin que me vieran, nada de urdir extraños planes para derrotar a los ladrones, como en Mi pobre angelito. Esto era la vida real, no una película. Aquí no podía cortar la baranda de la escalera con un serrucho, ni poner pegamento en el suelo o conectar una batería a la manija de la puerta. No tenía tiempo de hacer nada de eso y además estaba tratando con personas realmente peligrosas.
La mejor manera de terminar con todo era a la antigua: embestir y arrasar. Entrar sin pedir permiso. Patear la puerta si era necesario. Pegar primero y preguntar después. Era una locura, por supuesto, una idea suicida, pero estaba dispuesto a llevarla a cabo. Podrá parecer sorprendente de mi parte que pensara así, pero así era. Simplemente, estaba harto.
Miré mis manos pálidas, bajo la luz de la lámpara.
“Si tuviera un arma...”, pensé.
Por muy suicida que fuera mi plan, necesitaba algo para defenderme. Miré a mí alrededor, buscando algo que me sirviera. No, los almohadones del sofá no serían muy efectivos.
Tal vez un cuchillo de la cocina... pero tendría que acercarme demasiado para usarlo.
Miré la chimenea. A la izquierda había un soporte de hierro forjado en el que colgaban una pala larga, un atizador y una pinza para sujetar brasas.
Tomé el atizador y lo levanté como si fuera una espada. Era pesado. Lo moví hacia un lado y hacia otro y cortó el aire emitiendo un zumbido sordo. Podía servir para dejar inconsciente a alguien con un buen golpe en la cabeza.
—Perfecto —dije.
Enfilé hacia la puerta. Cuando iba a salir, sentí un maullido a mi espalda. Me volví y vi a Parches parado sobre el brazo del sofá, mirándome con sus grandes ojos verde—amarillentos. Era como si me dijera “Ten cuidado”, con esa mirada.
“Voy a traer a tu dueña de vuelta”, pensé.
A continuación, abrí la puerta y salí de la casa.


22

Calle Atlántida estaba bastante oscuro, a pesar de que quedaba al menos media hora o tal vez cuarenta y cinco minutos de crepúsculo todavía. Supuse que se debía a que los árboles del oeste bloqueaban la luz. Pero sobre las fachadas de las casas había un fulgor naranja muy intenso, como si estuviesen ardiendo.
Un pájaro (tal vez una gaviota) graznó a mi espalda, quebrando el silencio. Luego, solo escuchaba el crujido de mis pasos sobre la grava del camino. Me di cuenta de que llevaba el atizador sujeto con ambas manos delante de mí, como esa gente de la procesión que lleva una vela encendida. Apretaba el mango con tanta fuerza que los dedos me dolían.
Mientras me acercaba a ella, contemplé la casa de los Pizarro. No sé si se debía a la luz mortecina de esa hora del día, pero tenía un aspecto realmente siniestro. Tal vez a mí me parecía así debido a lo asustado que estaba. Porque, tenía que reconocerlo, estaba asustado. Iba entrar (o al menos a intentarlo) entrar a esa casa y no sabía si iba a lograr salir... con vida. ¿Y si ya era demasiado tarde? ¿Y si Filomena no había conseguido rescatar a sus vecinos y ahora estaba...?
“No —me dije—. No pienses en eso”.
(No todavía)
Me detuve frente al portón. La madera de color verde oscuro se veía casi negra en la penumbra.
Por un instante, pensé en tocar el timbre, pero me dije que no serviría de nada. Yo quería caer de sorpresa y tocar el timbre los alertaría antes de tiempo.
Así que, sujetando el atizador con firmeza, me dispuse a trepar el portón. Me sujeté del borde superior con una mano y me impulsé con los pies, utilizando la manija del portón como apoyo.
Fue más fácil de lo que había pensado. Inconscientemente me pregunté cuándo había sido la última vez que había trepado algo como un árbol o un muro. Me di cuenta que había pasado mucho tiempo y yo creía estar bastante fuera de forma. Pero esa vez, supongo que gracias a la adrenalina, más que a mi agilidad, logré trepar el vallado y pasar al otro lado en menos de cinco segundos.
Salté y caí parado sobre el caminito de piedra que llevaba al porche. Ya estaba dentro. Primer nivel superado, pensé.
Miré la casa. Las ventanas del piso de arriba estaban todas oscuras y tapadas por las cortinas. En cambio, por las del piso de abajo, salía luz, aunque tenue. Pensé que las luces del salón no debían estar encendidas, pero sí las de la cocina.
Caminé por el sendero hasta la puerta y lentamente, subí los tres escalones del porche. Recordé el momento, aquélla tarde, cuando Filomena y yo habíamos ido allí por primera vez, después de que viéramos al BMW negro salir como loco por el camino. Habíamos ido a ver (por iniciativa de Filomena, por supuesto), si los vecinos se encontraban bien. Y Natalia, quién era supuestamente la hermana de Carla, nos había dicho que sí, que todo estaba bien, que no había ningún problema.
Sí, claro, cómo no.
Me acordé también de que al principio yo me había mostrado escéptico y hasta irónico con las suspicacias y sospechas de Filomena. Desde el primer momento ella supo que algo no andaba bien y yo no le hice caso. Estaba más preocupado por el maldito parcial de biología de la semana siguiente, todo lo que no se relacionara de alguna manera con él, me parecía superfluo, inútil, una pérdida de tiempo. Si hubiera sido por mí, seguramente nunca hubiera prestado atención a los ruidos extraños que provenían de la casa vecina, nunca me hubiera preocupado por averiguar qué pasaba. Tenía que admitir que Filomena tenía un sexto sentido para darse cuenta de las cosas y de que poseía una vocación para ayudar que yo no tenía.
Pero eso iba a cambiar pronto.
Me paré frente a la puerta y esperé unos segundos. No sé exactamente por qué, supongo que quería tranquilizarme, recuperar el aliento. Sentía el corazón a punto de salir disparado de mi pecho.
Me volví y miré el patio. El BMW estaba estacionado en el camino de entrada del garaje, como un enorme animal negro dormido.
“Parece que estoy solo”, pensé.
Volví a mirar la puerta. Tomé la manija con suavidad y la moví. Pero la puerta estaba cerrada con llave, claro. Después de todo lo que había pasado no iban a ser tan estúpidos de dejarla sin llave para que cualquiera pudiera entrar cuando se le diera la gana.
“Tengo que entrar —me dije—. Una puerta cerrada no me va a detener”.
Bajé del porche y me acerqué a la ventana. La cortina estaba corrida, pero aún así podía ver hacia el interior, si me acercaba lo suficiente y hacía pantalla con ambas manos.
Noté que el salón era un desorden. Todos los muebles habían sido movidos, amontonados contra las paredes. Había un par de sillas volcadas. La alfombra había sido enrollada y puesto verticalmente en un rincón.
No vi a los ladrones por ninguna parte. Ni a Natalia, ni a ninguno de los otros, pero aún así escuchaba ruidos. Voces y golpes que parecían hechos con un pico sobre la piedra. Supuse que estarían en la cocina.
Era el momento.
Me aparté de la ventana y miré el cantero con violetas que había debajo de ésta. Me incliné y levanté una piedra que había sobre la tierra, del tamaño de un limón. Estaba medio enterrada en la tierra y cuando la saqué, un ciempiés me corrió por el dorso de la mano. Le di un golpe con el dedo, para quitármelo y retrocedí algunos pasos más. Miré la ventana, sujetando la piedra en mi mano, y la arrojé con todas mis fuerzas.
El ruido que hizo el vidrio al romperse fue como un estruendo que se propagó por toda la cuadra, o al menos, eso me pareció a mí. Fue casi como un trueno que estallara en medio de la quietud, pero no me dejé impresionar. No tenía tiempo para eso.
Corrí hacia la ventana y le di golpes con el atizador a los vidrios que quedaban en el marco. Luego entré. Una astilla de vidrio me rozó la espalda, abriendo un tajo en la camiseta, pero no llegó a cortarme la piel.


23

Un olor penetrante a pintura fresca, yeso y piedra molida me llenó las fosas nasales.
Me dirigí hacia la cocina y en ese momento, Natalia salió de ella.
—¡No te muevas! —me gritó, apuntándome con una pistola.
Me detuve en seco y confieso que debido al susto, estuve a punto de soltar el atizador, pero por suerte mi sangre fría pudo más... una sangre fría que yo no sabía que tenía.
Le di un golpe con el atizador a la pistola. Natalia soltó un grito de sorpresa y el arma se le salió de la mano. Voló en el aire, rebotó contra una pared y cayó al suelo, lejos de nosotros.
Inmediatamente, ella corrió para recogerla, pero yo la empujé. Natalia cayó sentada en el suelo y el que levantó la pistola fui yo. Le apunté antes de que pudiera levantarse.
—¡Quieta! —dije.
Ella me miró con incredulidad. Tengo que decir que yo tampoco podía creer lo que acababa de hacer.
—¿Dónde está Filomena? —pregunté.
Natalia me miró como si no entendiera.
En ese momento, el hombre de la camisa negra salió de la cocina. No le apunté, sino que seguí apuntándole a Natalia.
—¡Quieto o la mato! —le grité—. No des un paso más.
El hombre de la camisa negra me miró largamente, como estudiando mi situación, como tratando de descubrir alguna manera de revertir los papeles y hacerse con el arma. Pero yo no iba a dejarlo.
—¿Dónde está Filomena? —le pregunté.
—Te juro que no sé de qué... —empezó a decir él.
Entonces moví la pistola hacia un lado y disparé.
Era la primera vez que disparaba un arma y no me hizo ninguna gracia. El disparo sonó como un petardo de los que usan los niños en navidad, eso que sólo sirven para hacer un ruido espantoso. Le di a la pata de una mesita que se quebró con un chasquido y se desplomó. Sobre ella había un juego de té de porcelana que se hizo pedazos contra el suelo.
Natalia y el hombre de la camisa negra se sobresaltaron tanto como yo. volví a apuntarle a ella.
—¡Basta de estupideces! —bramé—. Quiero que me digan dónde están Filomena y los Pizarro. ¡Ahora!
¿Y dónde están los otros dos?, me pregunté. El hombre fornido de la cicatriz y el de la gorra azul. ¿Dónde estaban? Miré hacia la cocina, pero parecía que no estaban allí. ¿Adónde habían ido? ¿Acaso Natalia y el de la camisa negra estaba solos?
—Los Pizarro están arriba y no sé quién es Filomena... —empezó a decir el de la camisa negra.
—Es la vecinita entrometida —dijo Natalia de mala gana, todavía sentada en el suelo. No sabemos dónde está.
La miré tratando de perforarla con los ojos.
—Más les vale que no estén mintiendo —dije—. O sino...
—No lo sabemos —repitió Natalia—. Pero los Pizarro están arriba.
—¿Están muertos?
—Podrías ir a verlo por ti mismo —dijo ella, en tono desafiante.
—¿Dónde están los otros dos? —pregunté entonces—. ¿El de la cicatriz en la cara y el idiota de la gorra azul? ¿Dónde están?
Natalia y Camisa Negra intercambiaron una mirada. No respondieron.
—¿Vas a matarnos? —preguntó Camisa Negra—. Nosotros no matamos a nadie.
—¡Silencio! —le espeté. Tenía que pensar, pero rápido. Tenía que encontrar a Filomena y a los Pizarro, pero a la vez tenía que encargarme de ellos dos. Y posiblemente, de los otros dos, de Cicatriz y Gorra Azul.
Era posible que estuvieran mintiendo acerca de dónde estaban los Pizarro. Tal vez no estaban arriba. O tal vez sí, pero no con vida. Lo cierto era que no podía fiarme de la palabra de Camisa Negra o de Natalia.
Levanté la cabeza, mirando un poco hacia atrás.
—¡Filomena! —grité—. ¡Filomena!, ¿dónde estás?
Esperé unos segundos, que me parecieron interminables. Finalmente, escuché la voz asustada y desconcertada de mi amiga.
—¿Fede?
Me sobresalté. Quería correr y buscarla, pero no podía descuidar a los ladrones. Un movimiento en falso, una mínima distracción y se me vendrían encima y seguramente acabaría con dos tiros en la cabeza. Luego, irían por Filomena y por los Pizarro.
—Estoy abajo, en la sala, frente a la cocina —dije—. ¿Dónde estás?
—En el piso de arriba con Carla y Sergio.
—¿Están todos bien? —pregunté.
—¡Sí! ¿Y tú?
—Sí —respondí—. Pero no bajes todavía. Quédense ahí.
—¿Qué pasa?
—Haz lo que digo, Filomena, al menos una vez en la vida —repliqué.
—Está... esta bien —dijo ella, dubitativa.
—¿Problemas de pareja? —preguntó Camisa Negra en voz baja.
—Cállese —repuse. Volví a gritarle a mi amiga:— ¿Sabes dónde están el gordo de la cicatriz y el tipo de la gorra azul?
Filomena tardó un momento en responder, seguramente tratando de entender a qué venía mi pregunta.
—No —dijo.
—Está bien —dije. Miré a Natalia y le hice una seña con el arma—. Levántate. Vamos, arriba.
Ella obedeció, muy despacio. Era como si me retara.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Matarnos?
—Silencio —dije yo.
—Como vez, nosotros no matamos a nadie —agregó Camisa Negra—. Ahora podrías...
—¿No me escuchó? —le dije—. Dije que no hablaran.
Camisa Negra guardó silencio.
—Abra la puerta del armario —dije, señalando el armario de la escalera—. ¡Hágalo!
Camisa Negra pareció dudar un momento. Luego, se dirigió a la puerta y la abrió.
—Métase ahí dentro —ordené—. Usted también —le dije a Natalia—. ¡Vamos! ¡Rápido!
Ninguno de los dos se movió.
—¿Acaso son idiotas? Más les vale que no me provoquen. ¡Entren en el armario ahora!
Despacio, Camisa Negra entró en el armario. Luego Natalia también. Apenas había espacio para los dos. Se encontraban rodeados de cajas de cartón llenas de cosas, libros, una vieja aspiradora. No había más espacio que dentro de una cabina telefónica, pero los dos cupieron.
—¿Qué vas a lograr con esto? —me preguntó Natalia—. ¿Acaso piensas que vamos a...?
No la dejé terminar. Le cerré ambas puertas del armario en la cara. De inmediato, coloqué el atizador transversalmente sobre las manijas de ambas puertas, trancándolas. Las manijas eran de bronce, pero bastante pequeñas y seguramente no resistirían mucho, pero tendría que bastar.
—Les aviso que les estoy apuntando en este momento —dije—. Si veo que las puertas se mueven, aunque sea un milímetro, voy a empezar a disparar, ¿entendieron?
No respondieron. No esperaba respuesta.
—¡Filomena!
—¿Sí?
—Pueden bajar.
Filomena bajó casi de inmediato. Me alegré mucho de verla y saber que estaba bien. Detrás de ella, bajaron un hombre y una mujer, tomados de la mano. Ambos tenían un aspecto agotado, sobre todo él, que parecía el perdedor de una pelea de bar. Sergio y Carla. También me alegraba ver que ellos estaban bien, o al menos, con vida.
—¿Están bien? —pregunté—. ¿Están todos bien?
—Sí —dijo Filomena y me dio un rápido abrazo.
—Te dije que te quedaras en casa —le dije.
—No podía hacerlo —respondió ella—. ¿Qué pasó?
—Los tengo adentro del armario —expliqué—. A Natalia y a Camisa Negra. Los otros dos no sé donde están.
Filomena, Sergio y Carla se quedaron mirando el armario, estupefactos.
—Tenemos que llamar a la policía —dije.
—Arrancaron el teléfono cuando llegaron —respondió Sergio. Miró a su alrededor—. Dios, ¿qué hicieron...?
—¿Hay algún otro teléfono en la casa? —pregunté.
—Sí, hay uno en mi estudio.
—Bien, ve a llamar a la policía —respondí—. Seguramente van a decir que ya vinieron, que no ana perder el tiempo viniendo una segunda vez, pero insiste.
—Claro —dijo Sergio.
Y corrió hacia una puerta estrecha que había en un rincón. La abrió y entró.
Miré a Filomena y a Carla. Esta última tenía el cabello revuelto y una expresión de desconcierto en el rostro, como si no supiera en dónde se encontraba. tenía ojeras bajo sus ojos, que eran bonitos.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí —dijo ella—. Es que... me sorprende ver mi casa así...
—No te preocupes por eso —respondí. Yo seguía apuntando con la pistola hacia el armario. Y no escuchaba absolutamente nada. Natalia y Camisa Negra no hacían ningún tipo de ruido, no hablaban. Era como si no se movieran—. La casa es lo de menos. Lo importante es que ustedes están bien.
Carla hizo un esfuerzo por sonreír.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
—Esperar a que venga la policía y se lleve a estos dos.
—Pero eran cuatro...
—Ya sé. Tal vez escaparon antes de que yo llegara —dije—. Pero no creo que estén muy lejos.
Al cabo de un momento, Sergio salió de su estudio y volvió con nosotros.
—Ya los llamé —dijo—. Vienen en camino.
—Bien —respondí.
Carla se pasó una mano por el desordenado cabello.
—Dios, no puedo esperar así... —dijo. Sergio le rodeó los hombros con un brazo y la besó en la cabeza.
—Sería mejor que fueran a otro lugar —dije yo—. No tienen por qué esperar acá parados.
—Quiero ver cómo está la casa —dijo Carla—. Quiero saber qué hicieron. Qué se llevaron... si es que se llevaron algo.
Carla se dirigió entonces a la cocina. Sergio fue con ella.


24

Entraron a la cocina, mientras yo me quedaba con Filomena en el salón, frente al armario, vigilando que los ladrones no hicieran intentos por escapar.
Carla contempló la cocina (su concia) en silencio, con los ojos muy abiertos.
—Dios mío... —murmuró en voz muy baja.
Empezaron a recorrerla. El suelo estaba destrozado, con todas, o casi todas, las baldosas levantadas. Había una gruesa capa de polvillo cubriéndolo todo, un polvillo que parecía yeso molido. El aire olía a yeso.
Carla se detuvo en seco junto al borde de un enorme boquete que había en el suelo, cerca de la puerta de la cocina que daba con el jardín. Se asomó y comprobó que el pozo medía más de dos metros de profundidad. Había una montaña de escombros, tierra y piedras, en un rincón, de un metro de alto. Junto al montón de escombros, había un pico y dentro del pozo, Carla pudo ver que había una pala, medio enterrada en la tierra barrosa.
En el fondo del pozo había una cavidad que tenía forma rectangular.
—Desenterraron algo —dijo Carla.
Sergio se acercó al pozo y miró.
Era verdad. Habían sacado algo del pozo. En el suelo, había una enorme mancha de tierra seca que se extendía hasta la puerta de la cocina. Habían sacado algo (al parecer, bastante pesado) y lo habían arrastrado el suelo hasta la sala.
“Queremos algo que está en esta casa —había dicho el ladrón—. Algo que... seguramente ustedes no saben que tienen.”
Sergio se dio cuenta de que era verdad. Él no sabía que pudiera haber algo enterrado tan profundo bajo el piso de su cocina. Pero, ¿qué era, por Dios? ¿Un tesoro?
Sergio vio que sobre la mesa, que había sido empujada contra la pared (la misma mesa en al que él había desayunado esa mañana, como todas las mañanas), había unos papeles grandes y arrugados. Se acercó y miró los papeles largo rato.
Su mujer se le acercó.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Son planos —dijo Sergio—. Planos de nuestra casa. Mira, este es un plano de la cocina.
Carla lo miró. Ella no entendía nada de planos, no había estudiado arquitectura, sino contaduría, pero vio que sobre el plano había dibujada una gran X roja, rodeada de pequeñas anotaciones y cálculos.
—Es el punto donde estaba enterrado... lo que fuera —dijo Carla, mirando la X.
—Sí —dijo Sergio.
Ellos sabían exactamente lo que buscaban y sabían exactamente dónde estaba. No habían ido a buscar nada más que aquello que había estado enterrado allí sólo Dios sabía cuánto tiempo.
Luego, intercambiaron una mirada.
—Pero, ¿qué pudo ser? —preguntó ella.
Sergio negó con la cabeza.
—No tengo idea, mi amor —respondió.
Luego, la abrazó.







25

Estábamos afuera, en el camino, frente a la casa. Ya era noche cerrada y la policía había llegado hacía unos minutos. Las luces azules de las tres patrullas que había delante de la casa, bloqueando el camino, iluminaban la noche y los rostros de todos nosotros con su misteriosa luz.
En cuanto habíamos empezado a escuchar las sirenas que se acercaban, Filomena había exclamado:
—¡Ya llegaron! —y abrió la puerta, salió de la casa y corrió al camino. Yo me quedé delante del armario de la escalera, todavía apuntando y me alegré.
“Les llegó la hora”, pensé y me alegré tanto, que lo dije en voz alta. Ni Natalia ni Camisa Negra respondieron. Debían estar demasiado consternados porque su plan había fracasado.
Al cabo de unos instantes, la puerta (la de calle) se abrió de golpe y tres uniformados entraron junto con Filomena. Escudriñaron el lugar y se acercaron a mí.
—¿Dónde están? —me preguntó uno de ellos, con expresión recia. Noté que ninguno de los agentes era de los que nos habían visitado aquella tarde. Pensé que era mejor así.
—Ahí dentro —dije, señalando el armario.
—Está bien —dijo el policía—. Nosotros nos encargamos. ¿Esa es tu arma?
—No, es de ellos. Yo se la quité y...
—Dámela.
Se la entregué. Él la tomó con la punta de los dedos (para no dejar huellas) y la dejó sobre la mesa del teléfono.
—Ahora, salgan de la casa —nos dijo a todos.
—Pero...
—Salgan —insistió—. Nosotros nos encargamos.
—Está bien —respondí y todos nos miramos. Luego, salimos de la casa.
Ahora, estábamos hablando afuera con otro oficial. En realidad, Sergio estaba hablando con él, respondiendo sus preguntas. En ningún momento soltó la mano de su esposa, que parecía haber recobrado cierta compostura. Me alegré por ella.
Filomena estaba a mi lado, mirando hacia la casa con atención.
—¿Todo bien? —le pregunté.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí. Gracias —dijo.
—Sólo era una pregunta —respondí.
—No —dijo ella—. Gracias por todo. Por todo lo que hiciste. Por haber venido a ayudarme. Y por tratar de cuidarme.
—No te preocupes —dije.
—Y perdón por haberte pegado en la cabeza con la sartén —agregó—. No quería hacerlo, pero...
Sonreí, sin poder evitarlo.
—No importa —dije, frotándome la nuca, como si me doliera, aunque en realidad no era así—. Entiendo por qué lo hiciste... así que te perdono. Y yo debería pedirte perdón. Por haber dudado. Por no haberte hecho caso desde el principio... Sergio y Carla deberían alegrarse de tener una vecina así... que se mete en donde no la llaman.
Filomena rió.
—Sólo soy un poco curiosa —dijo.
—Sí, claro —respondí en tono conciliador.
Cuando el agente terminó de hablar con Sergio, este se acercó a Filomena y a mí, junto con Carla.
—Yo... —dijo Sergio—. No sé cómo agradecerles todo lo que hicieron por nosotros.
—Es verdad —dijo Carla—. No tenemos palabras para expresarlo. Realmente, que se hayan arriesgado así para ayudarnos...
—No hay problema —dije—. Estamos acostumbrados a hacer este tipo de cosas, ¿no? —Sergio y Carla se echaron a reír—. Además, deberían agradecerle a Filomena, no a mí. Ella fue la que ideó el rescate... de cierta manera.
Carla suspiró.
—Ahora, lo único que quiero es ver a mis hijos —dijo—. Abrazarlos... llenarlos de besos.
—Yo también —respondió Sergio y la abrazó con más fuerza.
En ese momento, una camioneta blanca que venía por Calle Atlántida, conducida por un hombre rubio, tuvo que detenerse ante el bloqueo de las patrullas. Un oficial habló con el conductor, seguramente diciéndole que no podía pasar. Un momento después, la camioneta retrocedió y se marchó por donde había venido.
Los oficiales que habían entrado en la casa, salieron. Yo esperaba ver que llevaran esposados a Natalia y Camisa Negra y que los metieran de cabeza en el asiento trasero de una patrulla... pero no. Venían ellos solos y su expresión era grave, afectada.
Se acercaron directamente a mí, como si fuera un sospechoso y estuviesen dispuestos a interrogarme.
—¿Qué pasa? —preguntó Filomena—. ¿Dónde están...
—¿Estás seguro de que estaban en el armario de la escalera? —me preguntó uno de los agentes.
Lo miré sin entender.
—Claro que estoy seguro —dije—. ¿Por qué?
—¿No te descuidaste en ningún momento? —insistió el oficial—. ¿No dejaste solo el armario para ir a algún otro lugar?
Nosotros nos miramos, confundidos.
—No —dije—. Los encerré en el armario y me quedé vigilándolo hasta que ustedes llegaron. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Pueden decirnos?
—No había nadie dentro de ese armario —respondió el oficial, poniendo los brazos en jarras.
—¿Qué? —exclamó Filomena.
—Pero... —balbuceé—. Cómo...
—Cuando abrimos el armario, estaba vacío. Eso es lo que estoy diciendo. Sacamos algunas cajas, para revisar, pero no encontramos a nadie. De hecho, no estamos seguros de cómo hiciste para que se metieran ahí, porque casi no había espacio. Después, revisamos toda la casa, pero tampoco los encontramos.
—Oficial... —murmuré, cada vez más desconcertado—. Le juro que yo los encerré en ese armario y que en ningún momento le saqué los ojos de encima...
—Es verdad —agregó Filomena—. Yo estaba con él. Nos quedamos los dos. Ellos no pudieron salir sin que los viéramos.
El oficial levantó una mano, como diciendo que ya había escuchado suficiente.
—Les creo —dijo. No estoy seguro de si lo dijo porque realmente nos creía o porque ya no quería escucharnos hablar. Personalmente, me inclino por la segunda idea—. De todas maneras los estamos buscando por todo el barrio y sin duda no van a tardar en aparecer. —suspiró—. No se preocupen. De todas maneras, hicieron un buen trabajo.
—¿Podemos ir a la casa y ver el armario? —preguntó Filomena.
—No, todavía no —dijo el oficial—. No hasta que terminemos. Por favor, quédense aquí. —miró a los Pizarro—. A propósito... ¿tienen idea de qué era lo que buscaban?
—No lo sabemos —respondieron Carla y Sergio al unísono.
El oficial los escrutó como si tratara de descifrar si estaban diciendo la verdad o mintiendo. De hecho, nos miró a todos así. Estaba seguro de que para él, debíamos parecer cuatro mentirosos.
—Esta bien —dijo secamente.
Giró sobre sus talones y volvió con paso firme a la casa de los Pizarro.
Nosotros nos quedamos donde estábamos, todavía mirándonos con desconcierto, mientras las luces titilantes de las patrullas nos teñían el rostro de azul.


EPÍLOGO

Supongo que lo único que queda por contar es cómo hicieron los ladrones para escapar y qué fue lo que se llevaron de la casa de los vecinos de Filomena.
Creo que es algo relativamente fácil de explicar, sobre todo ahora que pasó cierto tiempo (un mes y medio) y que algunas cosas salieron a la luz y me permitieron atar algunos cabos. Pero aún siguen habiendo muchas lagunas... Espacios en blanco que solo puedo llegar utilizando mi imaginación. De hecho, durante todo el relato, casi desde el principio me vi obligado a valerme de mi inventiva para narrar ciertos pasajes. Pero por supuesto, traté de mantenerme apegado a la verdad la mayor parte del tiempo.
Sergio Pizarro me dijo que el cabecilla de la banda (el hombre de la camisa negra) se hacía llamar Roberto. La mujer, como todos sabíamos, se llamaba Natalia. El hombre de la cicatriz en la mejilla y el ojo en blanco era Rocco y el joven de la gorra azul con aspecto de despistado, Matías. Así era como ellos se habían llamado cuando asaltaron la casa de los Pizarro. Sergio le dijo esto a la policía, además de darles una detalla descripción física de cada secuaz (en esto, Carla contribuyó más, que era más atenta a los detalles físicos de cada persona).
La policía no tenía registro alguno de personas que tuvieran esos nombres y encajaran con esas descripciones. Se trataba de profesionales que al parecer nunca habían estado en la cárcel, nunca habían sido alcanzados por el largo brazo de la ley... al menos en parte. Aunque, en realidad, sus nombres eran falsos, como descubriría más tarde.
La policía interrogó a Sergio y a Carla sobre lo que los maleantes buscaban en la casa. Les preguntaron qué podían haber sacado del piso de la cocina, qué había oculto allí. Sergio y Carla no lo sabían, juraban que no tenían ni idea. Después de todo, ellos nunca se habían puesto a hacer pozos en el suelo de la cocina, sólo para ver qué había debajo. Los planos que encontraron en la mesa de la cocina, minuciosamente detallados y hechos con increíble precisión tampoco revelaban cuál era el misterioso tesoro. Pero lo evidente era que ellos sabían muy bien donde estaba enterrado.
Así, la única explicación posible es que ellos mismos (o al menos, alguno de ellos, presumiblemente el cabecilla) habían enterrado el tesoro allí, sólo Dios sabía cuándo. Seguramente, años atrás, porque, antes de que llegaran los ladrones, en el suelo de la cocina de los Pizarro no había marcas, gritas o algún signo de que hubiese sido levantado recientemente. Ellos nunca lo habían advertido.
Sergio y Carla se habían mudado a la casa de Calle Atlántida en 1992, pocos meses después de casarse, cuando los niños aún no habían nacido. La habían comprado a un precio bastante accesible, porque la casa había estado abandonada durante unos cuantos años, aunque habían invertido bastante para restaurarla. Cuando el joven matrimonio llegó por primera vez, un caluroso día de febrero, se encontraron con un jardín poblado de malezas que habían crecido de manera descontrolada, salvaje, con paredes llenas de manchas de humedad, techos agrietados y sin tejas, ventanas rotas... El cartel de SE VENDE llevaba tanto tiempo colgado del alambrado (porque cuando compraron la casa no tenía el callado de madera verde, sino un simple alambrado) que estaba prácticamente deshecho, devorado por el óxido y la intemperie. Pero sabían que habían encontrado el lugar adecuado, su “nido de amor”, para decirlo en términos novelescos, y allí se instalaron y tuvieron a sus hermosos hijos.
La pregunta (o las preguntas) era: ¿qué había pasado en esa casa antes de que ellos se mudaran? ¿Quién la había ocupado? ¿Y por qué la había abandonado?
Más por curiosidad personal, que por tratar de encontrarle una explicación al asunto, Sergio se encargó de hacer algunas averiguaciones. Quería saber quién había vivido en la casa antes de él la comprara. Todavía guardaba los recibos, folletos y demás papeles de la inmobiliaria que se había encargado de venderla, en una vieja carpeta en el archivador de su estudio. La inmobiliaria era Pineda y Asociados. Sergio miró el número en la factura, pero era tan vieja que sólo tenía seis dígitos. Obviamente, porque databa de antes del cambio de número que se había hecho en 1997. Sergio buscó el número actual en la guía clasificada. Llamó a la inmobiliaria, habló un rato con la secretaria y luego con la agente que había efectuado la venta. Sergio todavía conservaba su tarjeta, amarillenta, sujeta a los demás papeles con un clip.
Hizo unas cuantas preguntas. A la mujer, que ya estaba bastante entrada en años, le parecieron un poco extrañas, al menos al principio, pero aún así las respondió, al menos, hasta donde pudo.
Sergio averiguó que la casa había estado abandonada desde 1986 hasta que ellos la compraron, o sea, seis años. Antes de eso, allí había vivido un hombre llamado Eduardo Carmical. Se dedicaba al comercio de electrodomésticos. El tal Carmical había vivido sólo en la casa durante unos quince años, hasta que un buen día, se había marchado. O eso parecía. En realidad, había desaparecido sin dejar el menor rastro. Vivía solo, no tenía familia y nadie se preocupó demasiado por su desaparición. Eso era todo lo que sabía la señora de la inmobiliaria. Sergio le agradeció su tiempo y su ayuda. La mujer le preguntó por qué, después de tanto tiempo, se había interesado por el pasado de su hogar. Sergio le respondió que por simple curiosidad y colgó.
Después de la conversación telefónica, pensó que lo más lógico sería hablar con los vecinos. Después de todo, ellos vivían en el barrio, lo conocían mejor que cualquier agente inmobiliario. Sergio conocía a un vecino en particular que quizá pudiera ayudarlo. Era un anciano que había vivido allí durante mucho tiempo. Sergio y Carla lo conocieron cuando se mudaron y todavía vivía. Era un militar retirado (Sergio creía que ingeniero aeronáutico o algo así) y vivía casi a una cuadra de su casa, en una pequeña casita de ladrillos y techo de un agua de tejas de barro.
El viejo tenía fama de huraño, pero era amable. Atendió a Sergio después del segundo timbrazo y lo invitó a entrar. Seguramente, se trataba de un instinto solidario inmediato. Después de todo, el viejo sabía perfectamente lo que le había pasado a Sergio y a su esposa, así como lo sabía todo el barrio.
Debía medir poco más de metro sesenta (aunque tal vez fuera veinte centímetros más alto si no tuviera la espalda encorvada) y usaba un grueso bastón de madera negra con puño de oro. Rondaba los ochenta y cinco u ochenta y seis años, pero aún conservaba una mente despierta y unos claros ojos vivaces y penetrantes.
El viejo militar estaba continuamente quejándose de la inseguridad que azotaba al país y la tragedia que habían sufrido sus jóvenes vecinos era la excusa perfecta para que despotricara aún más y con más razón.
“Esto es el no—va—más —decía, sujetando su bastón como si fuera un garrote—. Habría que agarrar a todos los delincuentes y colgarlos en una plaza pública, para que todo el mundo los vea y pueda apedrearlos. ¿Cuándo, nuestros políticos, van a permitir la pena de muerte? Por Dios, ¿cuándo? ¡Muerte a todos los delincuentes! ¡Un delincuente, una bala!”
Sergio no estaba para nada de acuerdo con las extremistas ideas del viejo, pero no dijo nada. Después de todo, no había ido a visitarlo para discutir sobre política o ideología.
Le contó una versión resumida de lo que había vivido y luego fue directo al grano. Le hizo las mismas preguntas que a la señora de la inmobiliaria Pineda y Asociados. Pero a diferencia de la señora, el viejo no se mostró tan sorprendido. Él había conocido un poco a Eduardo Carmical. Un tipo “extraño”, según su propio juicio. Al viejo militar nunca le había gustado demasiado, pese a que casi no lo conocía. Estaba convencido de que Carmical estaba metido en algo raro. Que su negocio de venta de electrodomésticos era una tapadera, una fachada para ocultar algo grave.
Habían corrido rumores, dijo el viejo, dando golpecitos con la punta de su bastón en el gastado suelo de madera de su living. Una vez, incluso, había ido la policía. Habían ido a hacer una visita al señor Carmical, por un asunto turbio... algo relacionado con el tráfico de joyas. Al parecer, Carmical estaba involucrado, o alguien a quién él conocía, lo estaba. Sí, sí, dijo el viejo, un amigo suyo, que era muy joven por aquellos días. No debía tener más de veinte o veintitantos años. A veces, se lo veía llegar por las noches a la casa de Carmical y se iba tarde, muy tarde en la madrugada, en una camioneta blanca. Al parecer, era el socio de Carmical, o su empleado. Iba una vez por semana, o algo así, el viejo no lo recordaba exactamente. Hasta que un día, Carmical se fue. La policía fue a buscarlo un par de veces más, pero no lo encontraron. Nunca más lo encontraron, al menos que él supiera. Y la casa quedó vacía durante seis años. Los vecinos no se mostraron demasiado extrañados. Después de todo, Carmical no era muy sociable. Lo único que les sorprendió fue ver el pasto creciendo en el jardín y las paredes ennegreciéndose. Después, la casa se puso en venta y fue comprada por Sergio y Carla Pizarro, el joven y encantador matrimonio. Y el socio, amigo o pariente de Carmical, el joven que andaba en una camioneta blanca, no volvió a aparecer.
Sergio le preguntó al viejo militar retirado si alguna vez había visto a dicho joven, si recordaba cómo era.
Sí, dijo el viejo, en efecto, una vez lo había visto, una tarde cuando había salido a pasear con su perro. Lo vio hablando con Carmical en el porche de su casa. Un joven alto, de piel blanca y un cabello rubio tan claro que parecía blanco a la luz mortecina del ocaso. De hecho, fue poco antes de que Carmical desapareciera, tres o cuatro días antes. Y por lo que le pareció al viejo militar, el joven y su vecino no estaban hablando, sino más bien, discutiendo. Sergio le preguntó si sabía de qué discutían y el viejo le respondió, con una mirada indignada, que no tenía ni idea, que simplemente había pasado frente a la casa, llevando la correa de su ovejero alemán y había escuchado un par de voces subidas de tono, pero nada más, que él no se metía en discusiones ajenas, a menos que lo invitaran a intervenir.
Pero el viejo recordó que esa había sido la última vez que los había visto a los dos. A Carmical y a su joven amigo. Luego, los dos se habían esfumado. Fin de la historia.
Sergio me contó todo esto tres días más tarde, cuando comíamos en su casa. Estaba toda la familia (Sergio, Carla y los niños, Teo y Camila), Filomena y yo. Fue una comida agradable y amena y durante la mayor parte de la velada no tocamos el tema del robo. Hablamos de cualquier cosa, de temas cotidianos, como suele hacer la gente cuando se reúne, comimos y reímos.
Pero más tarde, después del postre, cuando los niños se fueron a jugar al jardín y los adultos nos sentamos en el porche (porque la casa entera estaba en refacciones después de los destrozos que habían producido los ladrones), Sergio me habló de lo que había averiguado, que es lo que yo acabo de transcribir aquí. Filomena y yo escuchamos atentamente. Carla también, porque al parecer, Sergio no le había dicho mucho a ella. Tal vez porque parecía que Carla quería dejar todo el asunto atrás, enterrarlo y no volver a hablarlo nuca más. Pero había que hablarlo, teníamos que llegar lo más cerca posible de una conclusión.
Yo escuché, impávido, hasta que Sergio llegó a la parte en que el viejo militar retirado le describió al amigo de Carmical... Un joven rubio que manejaba una camioneta blanca.
En ese momento recordé la noche cuando todos estábamos en Calle Atlántida, un par de semanas atrás, cuando la pesadilla por fin había terminado. La policía había cortado el camino y había muchos curiosos alrededor, cosa que sucede habitualmente cuando ocurre un hecho de sangre. En un momento, había llegado una camioneta blanca. Yo la había mirado distraídamente, porque el conductor había tocado bocina. Un policía se le acercó y le dijo que diera la vuelta, que el camino estaba cerrado. El conductor asintió, maniobró, dio media vuelta y se alejó. El conductor...
Era rubio.
Creo que mi expresión fue bastante elocuente, porque Sergio me miró extrañado y me preguntó si me sentía bien.
Le dije que sí, que todo estaba bien, que tan solo me había impresionado lo que acababa de contarme. Por un momento, pensé en decirle lo que había visto, pero decidí no hacerlo. Después de todo, no podía estar seguro de que se tratara de la misma persona. ¿El conductor de la camioneta blanca y el amigo de Eduardo Carmical eran la misma persona? ¿Y acaso ésa era la persona que había entrado en la casa de Sergio Carla para robar? Demasiada casualidad... ¿verdad?
Pero además, había otro detalle. El cabecilla de los ladrones (que se hacía llamar Roberto) tenía el cabello tan negro como la noche y sus ojos eran como dos trozos de carbón. Yo lo había visto con mis propios ojos. No era rubio en lo absoluto.
“No, claro —pensé de inmediato— y tampoco existen las tinturas para pelo y los lentes de contacto de colores”.
Entonces otra pieza del rompecabezas encajó. Al principio se había resistido, pero ahora parecía cuadrar, aunque había que meterla a presión.
Sergio, Filomena, Carla y yo había dado a la policía descripciones lo más detalladas posibles de los ladrones. Los identikits los había hecho un dibujante profesional de la policía. Y como el caso había llegado a la prensa, también los identikis. Habían circulado por los noticieros de la tele y por los diarios. La policía buscaba a los prófugos frenéticamente. Todavía no habían dado con ellos, pero había pasado poco tiempo.
Pero, ¿y si los identikits no eran correctos? ¿Y si no le habíamos dado a la policía una descripció0n correcta de los ladrones? Los habíamos visto, sí, pero no como eran realmente. Por eso no se habían molestado en usar máscaras o pasamontañas o medias de mujer en la cabeza. Nos habían mostrado los rostros que ellos querían mostrar. Cada uno de ellos, tenía un rasgo distintivo: Roberto, su cabello negro intenso. Natalia su pelo rojo encendido y sus ojos negros. Matías, la gorra azul (que no parecía haberse sacado en ningún momento) y Rocco la cicatriz en la mejilla y el ojo blanco.
Nada de eso era real, todo puro maquillaje. Natalia no era pelirroja, sino rubia. Y ni siquiera se había teñido el cabello, sino que se había puesto una peluca. Matías debía tener la cabeza totalmente rapada debajo de la gorra por la que se escapaban unos enmarañados mechones de pelo sintético. La cicatriz en la mejilla de Rocco no era más que una tira de caucho convenientemente maquillada y su inquietante ojo blanco, un efecto producido gracias a un lente de contacto. Y Roberto, era casi albino, pero para dar el golpe se había teñido el cabello y había cubierto los iris incoloros de sus ojos con lentes negros. Nada tan sencillo para ocultar quién eras en realidad.
Me lo estaba imaginando, claro (al principio dije que llenaría algunas lagunas mediante el uso de mi exaltada imaginación), pero no me parecía una solución imposible. Y cada vez estaba más convencido de que el hombre rubio en la camioneta blanca que había visto en Calle Atlántida, en efecto, había sido Roberto. Seguramente, sus secuaces debían estar ocultos en la caja, ya desprovistos de su maquillaje, sonrientes y satisfechos, sentados alrededor de lo que habían desenterrado del piso de la cocina de los Pizarro. Y ahora podían estar... bueno, en cualquier parte.
Al final, decidí contarles lo del hombre rubio en la camioneta. Cada vez que lo imaginaba, su rostro se parecía más al de Roberto, aunque con el pelo rubio—blanquecino y los ojos casi transparentes.
Cuando terminé, les conté lo que había visto en el noticiero cinco días antes del robo. Lo había visto de casualidad, porque yo no suelo ver los noticieros (en realidad, no suelo ver televisión en general) y por supuesto lo olvidé de inmediato, porque en ese momento no tenía la menor importancia para mí. Pero ahora, lo había recordado y supuse que podía tener relación con nuestro caso.
La noticia que había visto, hablaba sobre la fuga de un preso del Penal de Libertad. Se había escapado por un túnel, hecho en los baños del módulo 3, donde estaba recluido desde hacía unos catorce meses por robo a mano armada. El convicto se llamaba Renzo Aragón y tenía profusos antecedentes por hurto. Un ladrón nato. Al parecer, no se había escapado sólo (es difícil que un preso se escape sólo), sino con otro recluso, que había estado encerrado dos años, también por robo agravado y que respondía al nombre de Jorge Urzo.
Después del robo, la policía había comparado las fotografías de los expedientes de ambos reclusos con los identikits que nosotros habíamos facilitado. Según el cotejo, había un setenta y siete porciento de coincidencia entre Aragón y Urzo con los dibujos de Roberto y Rocco.
Setenta y siete porciento. Bastante alto, aunque quizá no demasiado.
Aún así, era suficiente para hacer algunas conjeturas.
Aragón y Urzo se conocen desde hace tiempo, quizá años, seguramente hicieron muchos robos juntos. Son amigos. A Aragón lo encierran porque él quiere, para ayudar a escapar a Urzo. Lo necesita para llevar a cabo un gran golpe, quizá el golpe final, el que hace años que espera pacientemente poder realizar. Le cuenta su plan maestro a Urzo. Este se muestra de acuerdo (o tal vez, encantado) y entonces escapan. Cosa fácil. Ambos son gatos viejos. Conocen la cárcel como la palma de su mano, saben cómo se manejan las cosas adentro. El escape es lo de menos, un trámite sin importancia.
Tras escapar, ambos se dirigen (¿en una camioneta blanca?) a la guarida que Aragón tiene preparada. Un lugar apartado, lúgubre, al que no se acerque mucha gente, seguramente en las afueras de Montevideo. Allí, los esperan, pacientemente, sus otros dos secuaces. Natalia y Matías. Natalia es la novia o la prometida de Aragón, desde hace algún tiempo. Urzo la conoce. En realidad, todos se conocen.
En la guarida, desarrollan su plan. Aragón les cuenta de su viejo socio del crimen, el desaparecido Eduardo Carmical. Les cuenta sobre el tráfico de joyas que ambos habían estado llevando a cabo durante años y de la fortuna que habían acumulado. Fortuna que Carmical se había encargado de guardar celosamente y que no pensaba compartir con Aragón. Este les cuenta a sus nuevos secuaces que sabe muy bien dónde está esa fortuna, que el inútil de Carmical no hizo suficiente para ocultarla. Aragón tiene los planos de la casa en donde él vivía, en Ciudad de la Costa y tiene marcado el lugar exacto donde Carmical enterró el tesoro. En la cocina, cerca de la puerta que da al jardín. Urzo le pregunta de dónde sacó los planos y Aragón responde que los consiguió de Carmical poco antes de que éste desapareciera. Urzo decide no hacer más preguntas al respecto.
Aragón les habla del plan, les habla de la casa en donde se oculta su tesoro. Les dice que van a tener que lidiar con un pequeño problema. Hay una familia viviendo en la casa. Una pareja joven, con dos hijos pequeños. El tiempo que Aragón y Urzo estuvieron en la cárcel, Natalia y Matías se encargaron de hacer un poco de investigación, se encargaron de averiguar todo lo referente a esa familia. Natalia da vuelta un sobre marrón sobre la mesa, desparramando un montón de fotografías. La familia se apellida Pizarro y Natalia les cuenta de sus rutinas, sus costumbres diarias, sus hábitos, hasta sabe que todos los jueves cenan pescado con papas fritas, la comida preferida de Sergio (lo cual averiguó gracias a un exhaustivo análisis de su basura).
Urzo pregunta qué van a hacer con la familia. Aragón le responde que se van a encargar de ella. ¿Cómo?, pregunta Urzo. Aragón dice que lo único que tienen que hacer es mantenerlos quietos y encerrados en una habitación por tan sólo algunas horas, el tiempo suficiente para que puedan hacerse con el tesoro. Urzo, inquieto, pregunta si no es demasiado arriesgado, si podrán tomar de rehenes a los cuatro miembros de la familia sin llamar la atención. Matías dice que todo está cubierto, que cuando vayan, no van a ser cuatro, sino solamente dos, porque los niños van a estar de campamento. Urzo pregunta por qué no lo hacen un día que no haya nadie, cuando la casa esté vacía. Natalia dice que en la casa siempre hay alguien. La mujer (que se llama Carla y es bastante bonita) es ama de casa y está casi todo el día allí, haciendo las tareas del hogar. Eso, sin contar a los niños.
Urzo dice que está bien, que si son la mujer y el tipo entonces pueden manejarlos, pero... ¿y si él tiene un arma? Según Natalia, no la tiene. Sergio Pizarro es un pacifista. Odia las armas. No cree en ellas. Tanto mejor.
Planean cuidadosamente la hora y el día del atraco. Se preparan, confeccionan su escueto pero efectivo maquillaje. Natalia se aprende su papel. Debe interpretar a la hermana mayor de Carla, que viene de visita, porque vive en Buenos Aires desde hace años. Todo está previsto, todos los frentes están cubiertos. Repasan en plan una y mil veces, buscando posibles fallas, puntos débiles o espacios en blanco. Las pocas imperfecciones que pueda haber, son corregidas de inmediato. Todo está preparado.
La noche antes del robo, cenan bien y se van a dormir temprano.
Mañana, será un día especial.
Claro que, mientras duermen y sueñan con la gran fortuna con que se harán, no se imaginan que los Pizarro tienen una vecina sagaz e inteligente, a la que no se le escapa ningún detalle y que está constantemente mirando a su alrededor, con sus lindos ojos castaños, a través de sus lentes de montura de acero esmaltado de rosa. Una vecina, que junto con su amigo y compañero de estudio, va a hacer lo imposible por impedir que ellos se salgan con a suya. Y por poco lo logra.
El resto ya lo conocen; es la historia que acaban de leer.

Seguramente se estarán preguntando sobre un pequeño detalle que aún no he explicado. No lo he olvidado, sino que lo dejaba para el final.
¿Cómo hicieron Natalia y Roberto (o, mejor dicho, Natalia y Renzo) para escapar del armario de la escalera, si yo los estuve vigilando todo el tiempo, hasta que llegó la policía? Fue algo que nos dejó a todos muy desconcertados, al menos al principio.
Creo haber mencionado que Renzo y Urzo se fugaron del Penal de Libertad mediante un túnel. Y utilizaron el mismo sistema para escapar de la casa de los Pizarro. De hecho, yo contribuí en su huída, cuando les ordené que se metieran en el armario. Por eso ellos no habían ofrecido resistencia.
Al final, la policía nos dejó entrar para revisar la casa aquella noche, después de que el agente de mirada severa nos dijera que Natalia y Roberto no estaban en el armario, como yo había dicho. Tenía que verlo con mis propios ojos. Simplemente, no podía creerlo.
Abrimos el armario y vimos que, en efecto, estaba vacío. Lo revisamos atentamente. No parecía tener nada extraño, pero hubo algo que me llamó la atención. En el sitio donde habían estado Roberto y Natalia, había una caja de cartón de un metro y medio de alto. Yo empujé esa caja a un lado (que estaba llena de cachivaches rotos que la familia había ido acumulando con el paso del tiempo) y miré el piso, que era de piedra desnuda. Me arrodillé y casi me metí de lleno en el armario para verlo mejor. Mis dedos palparon una grieta irregular, que formaba un cuadrado de sesenta centímetros de lado.
Me levanté de golpe y empecé a pedir a gritos una pala, o cualquier cosa que sirviera para hacer palanca. Todo el mundo estaba demasiado confuso como para hacerme caso. Lo único que encontré fue un enorme destornillador, tirado contra la pared, el cual seguramente, se habían dejado los ladrones.
Metí la cabeza del destornillador con todas mis fuerzas en la grieta e hice palanca. Me costó un esfuerzo terrible, pero al fin logré levantar una pesada tapa de piedra, que descubrió un hueco oscuro por el que salía olor a humedad y a tierra húmeda.
—Se fueron por ahí —les dije a los pasmados agentes que me miraban.
Carla, Sergio y Filomena se limitaban a mirar con expresión aturdida.
Yo casi me lanzo de cabeza al agujero, pero el agente recio me detuvo.
—¡No! —exclamó—. Vamos nosotros.
Y se metió junto con su compañero, que al parecer, no tenía ninguna gana de seguirlo.
Tuvieron que avanzar a gatas por un túnel de ciento veinte metros, que terminaba en el terreno baldío que había detrás de la casa de los Pizarro, un lote lleno de árboles y malezas. Cuando llegaron a la otra salida del túnel, los oficiales estaban mojados, manchados de barro, agitados y furiosos. No encontraron a los ladrones.
Estoy seguro de que ellos no pudieron haber hecho ese túnel en tan poco tiempo, mientras desenterraban el tesoro al mismo tiempo. Se me ocurrió que la única explicación posible era que el túnel ya estuviese allí antes de que ellos llegaran, probablemente incluso antes de que Sergio y Carla compraran la casa. Apuesto a que Eduardo Carmical fue quién lo construyó y trató de utilizarlo para escapar cuando decidió romper su relación con Renzo Aragón, hacía más de veinte años. Pero Aragón había sido más rápido.
Había sido más rápido que todos nosotros.

Todavía queda una cosa más por aclarar, quizá lo más importante de todo: ¿Qué había enterrado en la cocina de los Pizarro?
Yo me hago la misma pregunta y todavía no encuentro una respuesta satisfactoria. Carmical y Aragón traficaban con joyas. Es probable que Aragón y sus secuaces hayan desenterrado un cofre lleno de joyas de oro y piedras preciosas y lo hayan arrastrado ciento veinte metros por ese túnel subterráneo. Es posible que hayan desenterrado un baúl o una valija llena de dinero. O tal vez fuera otra cosa, algo mucho más valioso, o algo totalmente distinto, algo que solo tuviera valor para los ladrones y que para cualquiera de nosotros sería algo ordinario, común. Para ser franco, no sé qué pensar.
Se los pregunté a Filomena, a Carla y a Sergio, les pregunté qué creían que pudo haber sido, y ellos tampoco tienen una respuesta. Se encogen de hombros y se limitan a decir: “¿Quién sabe?”
Incluso después de haber recibido el paquete por correo, Sergio sigue sin saber cuál era el tesoro.
Dos días después de nuestro agradable almuerzo, Sergio fue a revisar el buzón de la casa y encontró un paquete colocado encima, demasiado grande para caber por la ranura. Lo miró con curiosidad durante largo rato. Luego lo tomó. Tenía escrita la dirección de su casa, no había remitente, pero sí media docena de sellos matasellados en los que se veía un tren viajando a toda velocidad.
Sergio entró con el paquete en las manos, olvidando las facturas y folletos que estaban dentro del buzón. Cuando entró, Carla, le preguntó qué era eso que tenía.
—Un paquete —dijo Sergio—. Estaba arriba del buzón.
Se sentaron en el sofá y lo examinaron, como si se tratara de un bicho raro.
—No tiene remitente —observó Carla—. ¿De quién puede ser?
Sergio negó con la cabeza. No tenía la menor idea. Colocó el paquete sobre la mesa y despegó las solapas del papel de los costados. Lentamente, lo desenvolvió. Descubrió una caja de cartón blanca, como de zapatos, sobre la cual había un sobre cerrado. La caja estaba atada con hilo sisal.
Sergio tomó el sobre, rasgó un extremo y extrajo una sola hoja de papel. La desplegó y ella y Carla leyeron lo que tenía escrito a máquina.

Familia Pizarro:

Cuando estén leyendo esto, nosotros ya vamos a estar muy lejos, tomándonos unas merecidas vacaciones. Pero consideré importante que nos despidiéramos correctamente, ya que no nos conocimos en los mejores términos.
Seguramente todavía están muy desconcertados por lo que pasó... y puede que hasta asustados. Por eso, quería pedirles perdón. Por todas las molestias que les ocasioné. Ya sé que “molestias”, tal vez sea una palabra demasiado suave, pero abarca haber irrumpido en su hogar, haberlos amedrentado, amenazado, atado y demás. Lamento haberte pegado en la cabeza, Sergio, pero no podía permitir que interfirieras con nuestros planes. También le pido perdón a tu mujer, Carla, por haberla hecho llorar.
Ya sé que todo esto puede sonar ridículo, increíble, pero es la verdad. Nuestra intención siempre fue llevarnos lo que estaba en la casa, no hacerles daño a ustedes. El tesoro, si cabe llamarlo de esa manera, me pertenece. Siempre me perteneció y estuve esperando mucho tiempo para recuperarlo. Ya sé que eso no justifica lo que hice. No pido que me compadezcan, o que me perdonen. Soy lo que soy. Y eso nunca va a cambiar. Ojalá hubiese podido hacer algo más honesto con mi vida, (como dentista, por ejemplo), pero lamentablemente, la vida es la que elige lo que vamos a ser y no al revés.
Es posible que aún se pregunten qué es lo que nos llevamos. Eso es algo que no revelaré, por cuestiones personales y también por razones de seguridad. De nuestra propia seguridad, quiero decir. Pero lo que puedo decirles es que es algo muy valioso, algo que estamos disfrutando realmente. En la caja de cartón que viene con esta carta hay una pequeña porción de nuestro botín. No es mucho, pero creo que sí es suficiente como para cubrir los gastos de los arreglos de su casa. Espero que también les sobre para darse algún pequeño gusto.
Bueno, no queda mucho más que decir. El dinero que está en la caja es nuevo, fue cambiado recientemente, y no era lo que había enterrado en su cocina, así que no intenten rastrearlo. Tampoco intenten rastrear esta carta. La verdad es que los sellos son falsos y para cuando la lean, nosotros ya no vamos a estar en el lugar en el que la estoy escribiendo. Tengan la certeza y la tranquilidad, de que no van a volver a vernos nuca más. No pensamos regresar. Y en cuanto al dinero, no se preocupen. No es lavado del narcotráfico, ni robado, ni nada por el estilo. Fue ganado honestamente. Así que no esperen a que la policía golpee a su puerta. Pueden dormir tranquilos.
En fin, espero que nuestra pequeña aportación les sirva de algo, pero sepan que pueden hacer lo que quieran con el dinero. Francamente, no espero que lo acepten. Aún así, sepan que fue enviado con buena intención.
Sean buenos.

Roberto y sus amigos.

PD: Aprovechen para enviarle mis saludos a sus vecinos. Se entrometieron con nosotros, pero creo que en su lugar, yo hubiese hecho lo mismo... O tal vez no. Ya casi no queda gente buena en el mundo. Yo puedo dar fe de ello.

R.
Con manos temblorosas, Sergio volvió a leer la carta otra vez. Lo invadía una sensación de irrealidad. Mientras tanto, Carla tomó la caja de la mesa y la abrió.
—Dios mío —murmuró en voz muy baja.
Sergio miró la caja. Dentro había cinco fajos de billetes, que llegaban hasta el tope de la caja. Tomó uno, lo pesó y luego miró los billetes. Todos eran de cien dólares.
Ahora, eran las manos de Carla las que temblaban. Unas lágrimas enormes empezaron a rodarle por las mejillas.
—¿Cuánto crees que sea? —preguntó.
—Más que suficiente, seguro —respondió Sergio.

No sé qué fue lo que hicieron los Pizarro con ese dinero. No sé si lo emplearon para reparar la casa (que era para lo que estaba destinado), si lo guardaron en una caja fuerte, si lo donaron a la caridad o si se compraron un auto de lujo. Tampoco sé si decidieron rechazarlo. Claro que no podían devolverlo, porque el paquete no tenía remitente, pero si decidieron no quedárselo, seguramente encontraron la forma de deshacerse de él. Como sea, no les pregunté y realmente no me interesa. Lo que hagan con ese dinero es problema de ellos, no mío.
Dije que el punto más importante era qué fue lo que se llevaron los ladrones de la cocina de los Pizarro y tal vez no lo sea. En el fondo no importa lo que se llevaron. No importa si fue un millón de dólares en joyas, o una colección de estampillas aún más valiosas, o un montón de cacharros de cocina de la época del imperio inca. Lo que verdaderamente importa es que no se llevaron ninguna vida humana. Fueron violentos, sí y hasta puede que algo despiadados y lo que hicieron es imperdonable, pero todos estamos vivos. Al final, lo único que nos llevamos, fue un buen susto. Uno de esos sustos que, cuando pasan, te hacen darte cuenta de lo bueno que es estar vivo, de lo cerca que estuviste de perder la vida y de lo mucho que deberías valorarla.
Si para algo me sirvió esta experiencia fue para darme cuenta de que debía dar mayor importancia a vivir cada día y de no preocuparme por cosas que, en el fondo, son casi nimiedades... como por ejemplo, el parcial de biología, para el cual estaba estudiando con Filomena cuando todo esto empezó. En ese momento, me parecía lo más importante del mundo, me parecía casi una prueba definitiva. Perderlo, hubiese sido el fin del mundo. Ahora me doy cuenta de que no es para tanto. Hay cosas mucho peores en el mundo.
Ojalá me hubiera dado cuenta antes.

1 comentario:

  1. Terminado hace un rato.
    No está mal ¿eh? Nada mal... ;)
    Sí que los has escrito mejores, pero al final solventas bien la papeleta...

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