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martes, 9 de septiembre de 2008

La gruta roja

1

Tenía que preparar el examen de biología y lo único que quería era un lugar tranquilo para estudiar. Mi casa estaba totalmente descartada, con mis padres y mi hermano molestando todo el tiempo. La biblioteca del IPA no me gustaba, porque era un lugar bastante ruidoso cuando se llenaba de gente. No tenía muchas opciones más y empezaba a desesperarme, así que le transmití mi inquietud a mi amigo Juancho, que estudia derecho en la facultad.
—¿Por qué no vas a la isla Diente de Tiburón? —me sugirió. Estábamos en el ciber café que estaba exactamente entre su casa y la mía, comiendo y sintiendo la frescura del aire acondicionado, ya que hacía calor.
Yo fruncí el ceño.
—¿La isla Diente de Tiburón? —pregunté. Nunca había oído hablar de ella.
—Sí —dijo Juancho—. Yo fui el año pasado para descansar un poco, después de los exámenes de la facultad. No te dejes engañar por el nombre. Se llama así simplemente porque tiene la forma de un diente de tiburón. Es un lugar increíblemente tranquilo. Hay tanta paz... tanto silencio...
—No sabía que habías ido allí —observé. Como estudiábamos en lugares diferentes y hacíamos carreras diferentes, Juancho y yo no nos veíamos muy seguido.
Él asintió con la cabeza y le dio una mordida a su cubo de tofu.
—Así es —dijo—. Estuve alrededor de dos meses. Realmente, es un lugar increíble.
—¿Fuiste sólo?
—No, con mi novia.
—¿Y qué hicieron... si puedo preguntar?
—Pasar por la playa, ir al pueblo a comprar baratijas hechas por los lugareños, tomar margaritas... ese tipo de cosas.
—Suena bien —observé—. Pero para ir de vacaciones. No creo que sea un buen lugar para estudiar.
—Sí —dijo Juancho—. Lo es. Es un buen lugar para todo, si lo que buscas es paz y tranquilidad. No vas a encontrar a nadie que te moleste, vas a tener tanto espacio, que te va a parecer que eres el único en la isla.
—¿Y el pueblo?
—¿Qué pasa?
—¿Cómo es?
—Solo son unas pocas casitas en la cima de un monte. Los lugareños son muy reservados, muy callados, pero bastante amables. Te va a parecer que no existen. No te van a molestar por nada, a menos que sea una emergencia... y no creo que tengas ninguna.
—No, no creo —dije yo, reflexionando.
—Si estás tan desesperado por encontrar un lugar tranquilo para estudiar, la isla Diente de Tiburón es la solución a tus problemas —dijo Juancho, como si fuera el presentador de un infomercial de televisión.
—¿Y dónde queda esa isla tan maravillosa? —pregunté con un dejo de ironía en la voz.
—En el Caribe —dijo Juancho—. A unos doscientos treinta kilómetros de la bahía de Tortuga. Veintisiete grados latitud norte, cuarenta y ocho grados longitud oeste, para ser preciso. No hay cómo perderse. Si quieres, te puedo prestar un mapa.
—Claro.
—¿O sea que vas a ir? —exclamó Juancho enarcando las cejas. Parecía realmente sorprendido.
Me encogí de hombros.
—Puede ser —dije, aunque estaba pensando seriamente en hacerlo. Tenía que estudiar para ese maldito examen y quería hacerlo bien. Y mi casa era el peor lugar para hacer cualquier cosa bien.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
Volví a encogerme de hombros.
—Tal vez una semana o dos... no sé, todavía no tengo decidido si quiero ir o no.
—Cuando lo decidas, llámame —dijo Juancho.
—Por supuesto.
Y la conversación tomó otros rumbos.
A la mañana siguiente, lo llamé. Ya lo había decidido: quería irme la isla Diente de Tiburón. No quería pasar un día más en la casa de mis padres. Fui a ver a Juancho a su casa. Él me dio el mapa que me había prometido, además de una brújula antigua, bastante bonita, que según él, había sido de su abuelo. Me la dio como una especie de amuleto de la buena suerte y que a él le había servido cuando había ido a Diente de Tiburón, el año pasado.
Yo no creía en los amuletos, pero aún así la llevé. Me pareció un detalle muy agradable de su parte.
—¿Tienes cómo llegar? —preguntó luego.
—Voy a alquilar coche anfibio —dije. Los coches anfibios estaban de moda últimamente y su precio había descendido, pero mis bolsillos no estaban muy bien alimentados—. Alguno que esté de oferta. Mi presupuesto es un poco limitado.
—Te entiendo, pero no vayas a alquilar uno de segunda mano —me advirtió Juancho con expresión de alarma—. No querrás hundirte a mitad de viaje.
—No, por supuesto que no —dije
—¿Quieres que te preste un poco de dinero para alquilar un coche decente?
—No, gracias —repliqué—. Ya hiciste suficiente por mí. Más, sería abusar.
—Al menos déjame acompañarte a alquilar el coche —dijo—. Para que no te decidas por el primer cacharro que el vendedor corrupto te quiera alquilar.
Sonreí.
—Eso sí lo acepto.
Fuimos juntos a El Emporio del Anfibio, que quedaba cerca del puerto de Montevideo, el lugar perfecto para alquilar un coche del tipo que yo necesitaba. Antes, pasé por mi casa par hacer la valija. No quería cargarme demasiado, así que llevé sólo lo esencial: ropa limpia para dos semanas (aunque tal vez me quedara más), mi cepillo de dientes, mi afeitadora y las cosas que usaba para estudiar: dos manuales de histología y mis cuadernos de apuntes. Me imaginé tumbado en las blancas arenas de la playa de la isla Diente de Tiburón, escuchando el rumor del mar verde caribeño, sintiendo el calor del sol sobre los hombros, mientras leía sobre los canales iónicos de las membranas celulares. Sonreí tontamente.
En aquél momento estaba sólo en casa, así que no tenía a quién avisar de mi partida. Simplemente, dejé una nota sobre el aparador del living: “Me fui a estudiar a la isla Diente de Tiburón. Vuelvo en unos días”. Aunque tal vez debería haber escrito “vuelvo el mes que viene”.


2


Durante el viaje no sucedió nada lo suficientemente interesante que valga la pena ser contado. Simplemente, tomé mucho sol en la cubierta del coche-anfibio, repasé lo que ya había estudiado y me dediqué a pescar todo tipo de peces raros. No para comerlos, sino para coleccionarlos. Los guardaba en frascos de vidrio que tenía en la cocina.
El coche no sufrió ningún desperfecto y el clima fue bueno la mayor parte del tiempo. Sólo hubo algunas lluvias y vientos algo fuertes del este el último día de viaje, pero nada de cuidado.
A veces, para matar el tiempo, arrojaba trozos de peces ensangrentados al agua, para alimentar a los tiburones. Conmigo, fueron bastante amigables, gracias a Dios.

Cuatro días después de zarpar de Montevideo, llegué a la isla.
Eran alrededor de las diez de la mañana y el sol era una bola de fuego enorme suspendida en un cielo absolutamente despejado. El termómetro del tablero del coche indicaba que había casi cuarenta grados. Mojé una de mis viejas camisetas en agua fría y me la puse en la cabeza, mientras dirigía la nave hacia la costa.
Desde el primer momento que vi la isla con los binoculares quedé fascinado. Era mi primera vez en el caribe y todo lo que sabia de él lo había aprendido en las películas y los libros. Pero no se comparaba en nada a lo que yo estaba viendo.
El agua era de un color verde esmeralda que lanzaba destellos plateados bajo la luz del sol. La arena de la costa se veía increíblemente blanca, limpia, sin esos manchones negros de aceite que se ven en las playas de Montevideo. Detrás, había una densa vegetación de un vivo color verde. Lo primero que me llamó la atención fue el cerro del que me había hablado Juancho. No debía medir más de cien metros de altura y en lo alto podían verse las pequeñas casitas blancas de los isleños. Era un paisaje realmente idílico.
El coche-anfibio llegó a la costa y lo conduje unos metros sobre la arena mojada por las olas, hasta que quedó completamente fuera del agua. No podía llevarlo a donde estaba la arena seca porque las ruedas se empastarían.
Apagué el motor y salté fuera de borda.
Caí sobre la arena blanca y la sentí ardiente sobre los pies y las manos. El sol sí que estaba fuerte.
Miré a mi alrededor. Luego cerré los ojos y respiré hondo. Sentí el aroma del mar, combinado con el de la vegetación de la jungla.
Juancho tenía razón. En Diente de Tiburón había mucha tranquilidad. Sólo se escuchaba el rumor del mar y el de la brisa agitando con suavidad las hojas de las palmeras más próximas a la playa.
Miré a izquierda y derecha. Estaba sólo, absolutamente sólo. Tenía toda la playa para mí y por un loco instante, se me ocurrió que podía pasearme y nadar desnudo. Era buena idea, pero no para ese momento. Acababa de llegar y había muchas cosas que quería hacer. Claro que tenía que ponerme a estudiar (para eso había ido a Diente de Tiburón), pero esto también podía esperar.
Regresé al bote y busqué un par de zapatos para caminar. Me coloqué la gorra por encima de la camiseta húmeda que llevaba en la cabeza. Guardé una botella con agua casi totalmente congelada en la mochila, me la colgué al hombro y me encaminé hacia la selva. Tenía pensado subir al pueblo para conocerlo. Tal vez, hasta pudiera entablar alguna amistad.
Por supuesto, corría el riesgo de perderme en la selva. Por eso llevaba la brújula que me había dado Juancho. Sabía que el cerro quedaba hacia norte y hacia allí debía caminar si en algún momento me desorientaba.
Me adentré en la selva y el cambio fue bastante brusco. Del calor seco de la playa, pasé al calor húmedo de la selva. Todo a mi alrededor, se llenó de ruidos: el canto de los papagayos, el chillido de los micos en lo alto de los árboles, el zumbido de los mosquitos y otros insectos alrededor de mi cabeza, el chillido de algún animal que me era desconocido. Me pregunté si habría algún animal ponzoñoso. Seguramente sí: alguna serpiente, araña o insecto. O también alguna especie de rana arborícola. Me di cuenta de que no tenía antídoto de ningún tipo. El maletín de primeros auxilios seguía en el bote, estaba tan emocionado por partir, que lo había olvidado. Aunque no era gran cosa, tan sólo llevaba unos rollos de vendas, un frasco con aspirinas, otro con paracetamol, un par de jeringas descartables, una tijera, una botellita de alcohol y otra de suero. Pensé el volver a buscar el maletín, pero no quería hacerlo. También hubiera sido conveniente llevar un machete para abrirme camino a través de la densa vegetación, pero no tenía ninguno.
Cada dos minutos, miraba la brújula, para saber si me había perdido. No, seguía yendo hacia el norte. Miraba a mi alrededor con mucha atención, prestando ojo a la mayor cantidad de detalles posibles. Pero casi toda la vegetación se veía más o menos igual. Al cabo de unos quince minutos de marcha, todo parecía igual, excepto por el detalle de alguna flor muy colorida sobre el fondo verde de las hojas.
En un momento, ví una rana pequeña de vivos colores posada sobre una hoja enorme. La rana coraba de una manera sorprendente para su tamaño. Su papada se inflaba como un globo. Cuando pasé junto a ella no se asustó, simplemente se limitó a mirarme con sus ojos saltones de color rojo. Un rato después, ví una liana verde colgando de la rama baja de un árbol. La tomé y entonces la liana se deslizó en mi mano y siseó. Era una víbora que agitó la cola y movió la cabeza, apuntando hacia mí. La solté de inmediato y di un salto hacia atrás, aterrado. La víbora cayó al suelo. Por un pavoroso instante, pensé que me atacaría, pero no lo hizo. Dio media vuelta y se fue, deslizándose sobre la maleza, indignada, y despareció entre unos matorrales. Agitado, seguí caminado. A partir de ahora, miraría dos veces antes de tocar cualquier cosa.
Más o menos unos diez minutos después de mi encuentro con la serpiente, me detuve para beber un poco de agua. El hielo se había derretido en su mayoría. Yo tenía la camiseta con enormes manchas de sudor en el pecho y la espalda y mi cara estaba empapada. Bebí un largo trago de agua y luego me eché un poco sobre la cara y los brazos. Afortunadamente, el repelente contra mosquitos que me había puesto antes de partir era a prueba de agua.
Cuando todavía me estaba mojando la cara, sentí un ruido muy cerca de mí, como el repentino chasquido de una rama que se parte. Abrí los ojos de golpe y miré a mi alrededor, con gotas de agua que me caían del mentón. Allí no había nadie, excepto yo y las alimañas que reptaban en la maleza. Pero, ¿qué había provocado ese ruido? Sin duda era un animal grande, lo suficientemente pesado como para romper una rama al pisarla... pero, ¿de qué clase de animal se trataba?
Me quedé muy quieto, sintiendo los latidos de mi corazón. A pesar de que acababa de refrescarme, empezaba a sudar otra vez, como un político en el detector de mentiras.
Fue entonces, cuando pensé que no se trataba de un animal. Sino de alguien. De una persona. Lo supe (o, mejor dicho, lo intuí), porque me sentía observado. Alguien estaba oculto en algún lugar entre la maleza, observándome. Tal vez fuera alguno de los aldeanos que miraba a este extraño recién llegado a su isla. Juancho me habían dicho que eran amistosos, pero...
—¿Hola? —dije en voz alta, algo ronca.
Un pájaro chilló lejos, pero nadie respondió.
—¿Quién está ahí? —pregunté entonces y me sentí un poco estúpido. Allí, en el medio de la selva, hablando en voz alta. Pero la sensación de ser observado era tan intensa...— ¿Quién es? Yo...
Entonces escuché otro ruido, un movimiento rápido, que se produjo en las plantas, a mi lado, cuando no estaba mirando.
Me volví hacia allí, pero sólo vi densa vegetación. Luego silencio, el característico silencio de la jungla, lleno de ruidos, pero no del ruido particular que yo había escuchado. Fuera quién fuese que había estado allí, se había marchado.
Lentamente, guardé la botella otra vez en la mochila. Me sequé la cara con la camiseta húmeda y seguí mi camino, esta vez caminando mucho más despacio, casi con miedo y procurando hacer menos ruido.


3


Pasé por entre un par de árboles retorcidos, de aspecto viejo y me di cuenta de que ya no pisaba maleza y hojas en descomposición, sino un suelo de tierra. Levanté la mirada y vi que me encontraba ante un sendero que ascendía a lo alto de una elevación, siguiendo un serpenteante recorrido. Había llegado a la colina, finalmente.
En el árbol de la derecha había clavado un gran cartel de madera, cubierto de moho y ennegrecido por el tiempo. En despintadas letras rojas y verdes se podía leer BIENVENIDOS A VILLA DIGGERT. POBLACIÓN: 47 HAB. PARA LLEGAR, SIGA EL SENDERO. Más abajo, en caracteres más estrafalarios decía: ¡¡VILLA DIGGERT, EL MEJOR LUGAR DEL CARBIE PARA VIVIR!!
Tal vez, esto último fuera verdad.
Bebí un poco más de agua y empecé a subir por el sendero. Un loro pasó volando por encima de mi cabeza, con su característico graznido y descendió hacia la jungla.
Ya empezaba a ver las primeras casitas. Eran pequeñas, casi todas iguales, de paredes de color blanco que brillaba bajo el sol. Parecían pintadas con cal, aunque dudaba que los lugareños la utilizaran. Seguramente no conocían nada más avanzado tecnológicamente que las sandalias de cuero que ellos mismos se habían fabricado.
Mientras caminaba, pensé en ese nombre, Diggert. ¿Quién era? Juancho ni siquiera lo había mencionado. Seguro que se había olvidado. Tal vez hubiera un poco de información sobre él en los folletos turísticos que me había dado. Hasta ahora, no los había leído. Durante el viaje sólo me ocupé de broncearme y alimentar a los tiburones.
Estaba llegando al pueblo y miré las casas a mi alrededor. Había ropa tendida en cuerdas fabricadas a mano, en algunas de ellas, toda ropa blanca y liviana, que se agitaba suavemente por la brisa. Pero parecía que hacía tiempo que se había secado y su dueña o dueño aún no la había recogido. Vi juguetes de madera, algunos de ellos bastante usados, en el sendero de entrada de una de las casas. Había algo que parecía una muñeca con la cabeza aplastada. A unos cinco metros hacia delante, sobre el camino, pero un poco en el borde, había una carretilla volcada, que contenía fruta. Mucha de ella estaba desparramada en una desordenada montaña sobre el camino. Era evidente que hacía tiempo que estaba allí, por las moscas que había volando encima de la fruta en monótonos círculos y por el olor rancio que me llegaba.
Al ver ese carro, me detuve. Un carro volcado en el camino, con frutas pudriéndose al sol... Era extraño. Tal vez un poco inquietante. Supongo que se debía al enorme silencio que había en el pueblo. La selva me había parecido llena de ruidos y en comparación, el pueblo era una tumba.
—¿Hola? —pregunté en medio de la quietud. Mi voz casi produjo eco. Escuché el graznido de un papagayo. Miré hacia atrás, por encima de mi hombro, pero no vi a nadie.
Estaba parado en medio del camino y el sol me castigaba la espalda y el cuello. Decidí seguir caminando, para no morirme achicharrado y para tratar de encontrar a alguien. Bebí un poco más de agua, que a esas alturas estaba casi tibia. La parte superior de la botella, que estaba vacía, se encontraba perlada de gotitas, producto de la evaporación y la condensación.
—¿Hola? —volví a preguntar. Esperaba a que alguien por lo menos se asomara por una ventana o una puerta, pero no sucedió. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Durmiendo la siesta? No lo creía. Me imaginaba algo más oscuro... como que el pueblo se encontraba desierto, abandonado. Me lo decía el ominoso silencio que reinaba allí. No era un silencio agradable.
Llegué frente a una casa un poco más alargada que las anteriores, que tenía la puerta abierta. En la entrada, bajo la sombra del techo de paja, había un par de sillas. Una de ellas estaba volcada. Miré fijamente el hueco de la puerta, mientras enormes gotas de sudor resbalaban por mi frente. No ví a nadie, tampoco pude ver el interior de la casa. sólo veía un rectángulo negro de oscuridad, sobre todo porque la intensa luz del sol me deslumbraba.
Me dirigí hacia la casa. Ya que la puerta estaba abierta, iba a ver si había alguien. Además, necesitaba un poco de sombra.
Primero me asomé hacia el fresco y penumbroso interior. La diferencia de temperatura era notable; dentro de la casa debían haber por lo menos diez grados menos. Y dudaba que fuera gracias a un sofisticado sistema de aire acondicionado.
—¿Hola? —murmuré—. ¿Hay alguien?
No obtuve respuesta, así que entré.
Las ventanas estaban tapadas por coloridas cortinas que protegían la casa del calor. A pesar de que estaba fresco y la temperatura era agradable, había un olor similar al del carro de frutas que se cocinaba afuera, en el camino. Una mosca pasó zumbando junto a mi oído y la espanté de un manotazo.
Había unos sencillos muebles hechos de caña, una hamaca de lona colgando de dos postes de madera en un rincón, unas estanterías con unos cuantos libros polvorientos, una lámpara que parecía fabricad con una hoja de palmera colgando del techo y, lo más llamativo de todo, un televisor.
Fascinado, me acerqué para verlo mejor.
Mis ojos no me engañaban, en efecto, era un televisor Phillips de veinticuatro pulgadas. Estaba colocado sobre una caja de madera y encima tenía un artefacto que parecía una antena parabólica en miniatura, pero que aún así, se veía más grande que la TV. Me pregunté qué tan poderosa sería. Seguramente captaría la mayoría de los canales del Caribe y Centro América.
Movido por una gran curiosidad, tomé el enorme control remoto lleno de botones y pulsé el botón On/Off. El televisor se encendió, pero la pantalla estaba llena de estática. Fui cambiando de canal, pero el resultado fue siempre el mismo, así que finalmente, lo apagué. Debía haber problemas técnicos.
Me acerqué al librero de la pared y leí los títulos de los libros. Estaban en diferentes idiomas, pero sobre todo en español y en inglés. Encontré mazos de folletos turísticos como los que me había dado Juancho, sujetos con cordones de yute.
Tomé uno de los libros al azar y soplé la gruesa capa de polvo que tenía encima. Una nube gris se formó delante de mí, irritándome la nariz. Miré la tapa forrada en tela roja y pasé la yema del dedo sobre las letras doradas que decían: LA VIDA DE JAMES DIGGERT por Gus Van Camillo. Otra vez James Diggert. Sin duda se trataba de alguien importante. Tal vez el que había fundado el pueblo. Pero, ¿quién era Gus Van Camillo?
Abrí la tapa y cuando empezaba a leer la primera página, escuché algo, un sonido como de pisadas. Levanté la mirada del libro de inmediato y miré la puerta que había frente a mí. Estaba tapada con una especie de cortina hecha con guirnaldas de caracoles que colgaban del marco. Por entre aquella cortina alcanzaba a ver la otra habitación en la que había una cama aparentemente cómoda. Pero no vi a nadie.
Me sentía otra vez como en la selva, cuando me había detenido para beber agua y había escuchado a alguien a mi alrededor, alguien me observaba... tal vez era la misma persona.
—¿Hola? —dije mirando hacia la habitación, cada vez más nervioso—. ¿Quién está ahí?
Nadie respondió. Muy despacio, dejé el libro sobre el estante y me acerqué a la puerta.
—Sea quién sea, no tenga miedo —dije—. No... no voy a hacerle daño.
Mi promesa no sirvió de mucho.
Llegué al umbral y con una mano moví las guirnaldas de caracoles hacia un lado. Me asomé y vi que el dormitorio estaba muy desordenado. Había ropa, toda femenina, desparramada por el suelo. En la cama, las alegres sábanas con estampados tropicales, estaban revueltas. Había fragmentos de cristal rojo desparramados por el suelo, tal vez de un florero o plato decorativo. El cuarto mostraba claros signos de que allí había habido un pelea... tal vez un asesinato.
A pesar del calor, sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Y eso que no había visto sangre... por ahora.
A pesar de que no podía verlo, había alguien en la habitación conmigo. Lo sentía.
—¿Quién está aquí? —dije, ahora en un tono de voz más trémulo y agudo—. Quienquiera que sea, hable por favor.
Me volví mirando hacia la puerta cuando algo me sujetó bruscamente del tobillo y tiró con fuerza. Yo caí al piso, soltando un grito ahogado.


4


Me sacudí bruscamente, gritando y agité las piernas y los brazos, lanzando puñetazos ciegos al aire. Alguien salió de debajo de la cama muy rápido y se paró junto a mí, mirándome.
Yo me arrastré hacia atrás con los brazos, hasta chocar contra el rincón. El corazón me galopaba en el pecho y estoy seguro de que de haber tenido un arma en las manos, la hubiera disparado sin vacilar, hasta vaciar el cargador. Me avergüenza decir que estaba al borde de la histeria.
Miré a la aparición que había salido de debajo de la cama y me quedé atónito. Yo esperaba encontrarme con un monstruo verde y peludo, con dientes enormes y chorreando baba. Pero en lugar de eso, era una chica (nada menos parecido a un monstruo). Me estaba apuntando con una lanza de evidente fabricación casera, aunque la punta se veía bastante afilada.
Al principio nos miramos durante largo rato. Ella me perforaba con sus ojos negros. Parecía dispuesta a atravesarme el corazón con la lanza.
—¿Quién eres tú? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Qué haces aquí? No pareces uno de ellos. ¡Habla! ¿Quién eres?
—Soy... me llamo F...—dije—. No soy de esta isla. Vengo de...
—F... —murmuró ella, pensativa, pero todavía apuntándome con la lanza directo al corazón—. Ese nombre me suena familiar...
La miré atónito.
—¿En serio?
Ella guardó silencio, reflexionando unos instantes. Luego pareció sobresaltarse y dijo:
—Juancho. Juancho Uribe.
—Sí —dije yo, casi gritando—. Juancho Uribe es mi amigo.
—Él estuvo en la isla el año pasado —dijo—. Vino con su novia. Se quedaron un par de meses... Me habló de su amigo F..., dibujante amateur.
—¿Lo hizo? —estaba sorprendido. No esperaba que Juancho le hubiera hablado de mí.
Ella asintió con la cabeza.
—Pero claro, podrías estar mintiendo... —murmuró y levantó un poco la lanza.
—No, no —repuse—. No miento. Yo soy F.... Juancho es mi amigo.
—¿Ah, sí? ¿Cómo se llama su novia? Si eres su amigo, seguramente lo sabes, ¿verdad?
—Melina —respondí de inmediato—. Melina Molina. —Esbocé una sonrisa nerviosa—. Es un nombre gracioso.
Ella bajó un poco la lanza.
—Melina Molina —dijo—. Sí.
—¿Podrías... podrías dejar de apuntarme con eso? —pedí con humildad.
Ella pareció notar por primera vez que me estaba apuntando con la lanza y la bajó del todo. La afilada punta apuntaba ahora hacia el suelo de madera.
—Lo siento —dijo y me tendió una mano para ayudarme a levantarme—. Perdón por haberte asustado. Es que con lo que está pasando, tengo que ser desconfiada.
—No te preocupes. Me alegra encontrar a alguien, finalmente. Pero, ¿qué es? —pregunté cuando estuve de pie—. ¿Qué es lo que está pasando? Llegué hoy mismo a la isla. Recorrí la jungla hasta que encontré el camino que sube al pueblo y lo seguí. Pero cuando llegué, no había nadie. Es como si el pueblo estuviera desierto.
Ella movió la cabeza con aire triste.
—Lo está —dijo—. La verdad es que elegiste el peor momento para venir a Diente de Tiburón.
—Pero, ¿por qué? —quise saber—. ¿Qué sucede?
—Yo preguntaría qué no sucede —dijo ella—. es sencillamente un desastre, eso es lo que es. —Miró a su alrededor, nerviosa—. ¿Viniste sólo?
—Sí.
—¿No viste a nadie afuera? ¿En la jungla o en el pueblo? ¿O en la playa? ¿Hablaste con alguien? ¿Alguien te siguió?
Recordé lo que me había pasado en la selva cuando había parado para refrescarme. La sensación de ser observado... de que había alguien muy cerca. Decidí contárselo a mi nueva amiga. Cuando terminé, ella asintió con la cabeza, suspiró y se sentó en la desordenada cama, con aire desolado.
—Son ellos —dijo—. Están por todas partes. Es raro que no te hayan atrapado... quizá porque eres un extraño.
—¿Ellos? —pregunté—. ¿Ellos quienes? ¿Quiénes son?
Ella levantó la cabeza y mirándome me dijo:
—Son una pesadilla.
Su expresión era de verdadera aflicción. Por debajo de aquella rudeza que había mostrado al principio, se veía que estaba asustada... o mejor dicho, muerta de miedo.
Me acerqué y señalé la cama.
—¿Puedo?
Ella asintió con la cabeza y me senté. La cama, a pesar de estar revuelta, era bastante cómoda.
—Todavía no sé tu nombre —murmuré.
—Me llamo Lila. Lila Ubiquinona.
—¿Esta es tu casa, Lila? —inquirí.
—No. Es la casa de mi padre, Ube Ubiquinona. Él es el gobernador de Villa Diggert.
—¿O sea que eres la hija del jefe?
—Así es.
—¿Y quién es ese tal James Diggert?
—Es el fundador de la villa, por supuesto —explicó Lila—. Fue gobernador de la isla desde 1709 hasta 1759. Él fue quién puso un pie en ella por primera vez, el 14 de octubre de 1708, él fue el que construyó el pueblo y lo llenó de gente... Por eso la villa lleva su nombre. También fue quién bautizó la isla con el nombre Diente de Tiburón.
—Entiendo —dije—. No tenía idea de quién era James Diggert. Juancho no me lo mencionó para nada cuando me habló de la isla.
—¿Viniste de vacaciones?
—No exactamente. Vine a estudiar.
Lila frunció el ceño.
—¿A estudiar?
—Sí. Estudio biología en el IPA. Estoy preparando un examen y necesitaba un lugar tranquilo y alejado donde poder estudiar en paz y sin distracciones ni molestias.
—Bueno, elegiste un mal lugar para hacerlo —dijo.
—Juancho me dijo que Diente de Tiburón era muy tranquila y pacífica —repuse—. Que era un buen lugar para encontrar paz y tranquilidad.
—Eso era antes —dijo Lila—. Antes de que todo pasara.
—Pero, ¿qué fue lo que pasó? —insistí—. ¿Puedes decírmelo?
—Todo empezó hace una semana exactamente —dijo—. Una madrugada. Estaba lloviendo. Yo estaba aquí, en mi dormitorio, tratando de dormirme. En la isla la lluvia es muy intensa y a veces hace tanto ruido al caer que no deja dormir. Pero por encima del ruido de los truenos y la lluvia que golpeaba el techo de la casa, empecé a escuchar gritos. Venían de afuera. Eran... gritos guturales, como salvajes... como de animales, aunque nunca había escuchado a ningún animal que gritara así. Me levanté y me asomé por la ventana, pero no vi nada. Estaba demasiado oscuro y la lluvia era como una cortina gruesa. Pero los gritos se escuchaban cada vez más cerca. Empecé a asustarme, así que fui a despertar a mi padre. Él duerme como un tronco. Los gritos no lo habían despertado. Lo sacudí y cuando abrió los ojos y me miró le dije: “Papá, pasa algo en el pueblo”. Él se levantó, desconcertado y entonces alguien golpeó la puerta. Con mucha fuerza, como si quisiera derribarla. Me sobresalté y grité y mi padre se cayó de la hamaca, pero se levantó de inmediato. “Lila —me dijo—. Ve a tu cuarto y escóndete. No salgas por ningún motivo, hasta que yo te diga”. “Pero papá, ¿qué está pasando?” “¡No discutas, hija! ¡Haz lo que te digo!” Y lo hice. Corrí a mi dormitorio, a este dormitorio, y me oculté debajo de la cama, como una niña. En ese momento, escuché que la puerta se abría de golpe y alguien entraba, soltando rugidos espantosos. Mi padre también gritó. Trató de defenderse, pero... lograron llevárselo.
—¿Se lo llevaron?
—Sí. Escuché cómo lo sacaban de la casa a rastras. Y eso que mi padre es un hombre muy fuerte. Por supuesto no se fue sin luchar, pero... ellos eran más. Entonces, yo salí de debajo de la cama, gritando: “¡Papá, papá!”. Salí de la casa y la lluvia me empapó de inmediato. Lo único que pude ver fueron un par de siluetas encorvadas que se perdían en la oscuridad... y escuchaba los gritos de mi padre. —Guardó silencio durante un instante. Luego prosiguió:— Pero él no fue el único. Se los llevaron a todos... o a casi todos. Arrasaron con todo el pueblo en menos de una noche. Yo no sabía qué hacer. Estaba... aterrada. Y paralizada. Lo único que supe hacer fue volver a entrar a la casa, cerrar la puerta y volver a esconderme debajo de la cama.
“Para el amanecer ya había dejado de llover. Ahora, todo era silencio, un silencio profundo y... horrible. Un silencio que nunca había escuchado antes.
Asentí. Sabía exactamente a qué se refería.
—Esperé un tiempo, no sé exactamente cuándo —prosiguió—. Entonces, por fin, me animé a salir. Salí de la casa y mire el pueblo... La lluvia había convertido el camino en un barrial por el que apenas se podía caminar. Y el silencio era tan intenso... empecé a caminar, llamando a mi padre a los gritos. No lo encontré, entonces empecé a llamar a los demás habitantes del pueblo. Lo único que quería era que alguien me respondiera. Pero el pueblo estaba totalmente desierto. Se los habían llevado a todos.
Guardó silencio durante un momento. Tenía la mirada fija en el suelo. Una lágrima corrió por su mejilla.
—Y yo no hice nada. No hice nada por defender a mi padre, o a la gente de la villa. En lugar de luchar, me escondí debajo de la cama como una niñita asustada... Yo, la hija del jefe. No puedo creer que haya sido tan cobarde.
—No hagas eso —dije—. No te culpes. Estabas aterrada. Eso no tiene nada de malo, por más que seas la hija del jefe. Cuéntame, ¿qué pasó después?
—Bueno, pensé que era hora de hacer algo... aunque tal vez fuera demasiado tarde. Así que decidí buscar a mi padre y a todos los demás. Salí del pueblo y me interné en la jungla. Yo sóla. Sin saber a qué podía enfrentarme.
—¿Encontraste a alguien? —pregunté.
Lila negó con la cabeza.
—No, pero durante todo el tiempo que estuve explorando, tenía la sensación de que me seguían, de que me observaban... al igual que te pasó a ti.
—¿Y qué hiciste después?
—Busqué durante días, pero al no encontrar a nadie, decidí regresar al pueblo... tal vez con la vana esperanza de que alguien lograra regresar, de que lograra escapar de ellos y volver... pero eso no sucedió. Y aquí estoy desde entonces. Oculta en este pueblo desierto, esperando... esperando...
Guardó silencio.
—Lila —dije yo, tragando saliva—, ¿estás segura de que no sabes quién pudo hacerlo? ¿Qué no tienes idea de quién es esa gente? ¿Tal vez una... una tribu indígena que habita en la selva?
Lila movió la cabeza en señal negativa.
—En Diente de Tiburón no hay tribus indígenas —dijo—. Cuando James Diggert llegó por primera vez, la isla estaba desierta. La gente llegó cuando él construyó la villa.
—¿Y entonces? ¿Pudo ser gente que llegara de improviso, proveniente de otra isla, o de algún otro lugar?
—No lo creo... —murmuró Lila, pensativa—. Tal vez suene un poco descabellado, pero creo que esto tiene algo que ver con la Gruta Roja.
Fruncí el ceño, confundido.
—¿La Gruta Roja?
—Es una vieja leyenda sobre esta isla, que todo el mundo cuenta, en especial mi padre. Algo que le sucedió a James Diggert, cuando exploraba la selva, poco después de haber desembarcado en la isla. Él y su grupo de exploración encontraron una gruta, en algún lugar de la isla... una gruta de piedra roja. Se internaron en ella y encontraron a ciertos... seres que habitaban allí, viviendo en cuevas. Según la leyenda, estos seres guardaban un tesoro increíble. Y lo guardaban muy bien. Si alguien se atreve a entrar en la Gruta Roja, no sale con vida.
—¿Qué le sucedió a James Diggert?
—Bueno, según la historia, él entró junto con sus doce subordinados... y al día siguiente, sólo él salió. Pero ya no volvió a ser el mismo. Dicen que cuando volvió al barco, estaba completamente loco. Pasó sus últimos días encerrado en un internado psiquiátrico de Tortuga, hablando de los seres que había visto, hablando del tesoro... por supuesto, nadie le creyó una palabra.
—Pero, ¿no crees que esa leyenda pueda ser verdad?
—Sólo es un cuento que le gusta contar a las viejas para asustar a los niños —replicó Lila—. He vivido en esta isla durante toda mi vida, la conozco de punta a punta y nunca he visto esa gruta. Y no conozco a nadie que la haya visto, ni siquiera mi padre. Hay un viejo que vivía en el pueblo, llamado Stroganof, que contaba historias sobre la Gruta Roja, que él había entrado una vez y había visto a sus habitantes... pero estaba tan loco como Diggert.
—¿Dónde está el viejo Stroganof ahora? —pregunté.
—Ellos se lo llevaron —dijo Lila—. Al menos, eso creo.
—¿Cuándo buscabas a tu padre, no se te ocurrió buscar la gruta?
—Por un momento lo pensé, pero entonces me dije que sería una idea estúpida y peligrosa. Lo que quiero hacer es encontrar a mi padre y a los demás, no buscar tesoros perdidos.
—Te entiendo —murmuré—, pero tienes que reconocer que todo este asunto es bastante sospechoso. ¿Por qué esa gente, sea quién sea, decidió asaltar el pueblo así como así? ¿Por qué aquella noche especialmente? ¿Por qué se llevaron a la gente? Y lo más importante, ¿a dónde se la llevaron?
—Eso es lo que quisiera averiguar —dijo Lila—. Pero ya no sé qué hacer. —Se levantó de la cama y caminó hacia la ventana—. A veces siento que debería resignarme... a veces siento que los perdí a todos...
Yo me levanté y me acerqué a ella. Con cierta incertidumbre, puse una mano sobre su hombro. Su piel era suave y tersa como la seda.
—No creo que los hayas perdido —murmuré—. Esto es una isla, no un continente. No pudieron haber desaparecido así como así. Tienen que estar en algún lugar.
Ella se volvió, mirándome.
—Pero no se me ocurre en dónde más buscar —dijo—. Creo que ya recorrí cada centímetro de la selva y...
—No creo que hayas podido recorrer toda la selva tú sola —repliqué—. Seguramente hay lugares a los que nunca fuiste, en donde nunca pusiste un pie. Tal vez te parezca que conoces cada centímetro de esta isla, pero seguramente no es así. No te lo tomes a mal. Simplemente creo que nadie llega a conocer nada exactamente.
Lila hizo una mueca. Era como si estuviera de acuerdo conmigo, pero no quisiera reconocerlo.
—Puede ser —dijo en voz baja—. Pero aún si fuera así... es posible que ya sea demasiado tarde. No quiero pensar en eso, no me gusta hacerlo, pero... tengo que sea realista.
Yo intenté sonreír sin humor.
—Nunca es tarde hasta que es tarde —dije.
Lila me miró, confundida.
—¿Qué?
—Es un dicho que tenemos en el IPA —dije—. No importa, es una historia muy larga. Lo que quiero decir es que no pierdas las esperanzas todavía. Todavía podemos buscar a tu padre y a la gente de la villa, encontrarlos y traerlos de vuelta.
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
—¿Podemos? —dijo—. ¿Qué quiere decir? ¿Qué vas a ayudarme?
—¿Por qué no? —repuse—. No podría abandonar a una dama en apuros.
Por primera vez, Lila sonrió.
—Está bien —dijo—. Gracias. De verdad, gracias.
—No hay problema —dije.
Pero por supuesto que lo había, había mucho problema.


5


En la sala, tomé otra vez el libro que había visto en la estantería, el de la biografía de James Diggert, y enseñándoselo a Lila, pregunté:
—¿Alguna vez lo leíste?
—Creo que unas doscientas veces —repuso ella—. Además, mi padre me lo leía todas las noches, cuando era niña. Es una historia entretenida, en su mayoría, pero creo que algunas de las crónicas que contiene son un invento del autor.
Miré la tapa y leí las letras doradas.
—¿Quién era ese tal Gus Van Camillo?
—Supuestamente, era la mano derecha de Diggert —explicó Lila—. Lo acompañó en todos sus viajes y por supuesto en el que hizo a esta isla. Según dice la leyenda, él fue uno de los que entró en la Gruta Roja junto con Diggert.
—¿Y fue uno de los doce que desapareció?
—Sí, porque, como te dije, sólo Diggert salió. Al menos, eso dice la historia. Personalmente, dudo que la mitad de las cosas que dice sean verdad... al igual que esa biografía. Pero, ¿por qué estás empeñado en saber sobre Van Camillo y Diggert?
—Pensé que a lo mejor este libro podría darnos una pista —dije—. ¿No dice nada sobre la Gruta Roja? ¿No da un indicio de dónde pueda estar?
—No, en ningún momento la menciona, si mal no recuerdo —dijo Lila.
—¿O sea que no lo recuerdas exactamente?
—Hace años que no toco ese libro —repuso ella con tono impaciente—. Y tampoco pienso hacerlo ahora. Quiero encontrar a mi padre, no ponerme a leer cuentos de aventureros.
—Está bien... —murmuré.
—Creo que lo mejor sería que olvidáramos el asunto de la Gruta Roja —replicó Lila—. Y pensáramos en otra cosa.
Iba a responder, cuando algo en el libro de Van Camillo me llamó la atención. El papel pegado en la parte interior de la contratapa estaba suelto en una esquina. La tomé entre la punta del índice y el pulgar y tiré, despegando el papel un poco más. Entonces ví que había algo debajo. Parecía un trozo de cuero muy delgado con algo escrito encima.
Tiré del papel con más fuerza hasta que lo arranqué por completo, hasta que descubrí el cuero amarillento que había debajo. Me quedé mirándolo atónito.
—Lila —dije.
Ella se acercó a mí, curiosa.
—¿Le arrancaste una página al libro? —preguntó.
—Sólo la que estaba pegada a la contratapa —dije—. Y mira lo que descubrí.
Se lo enseñé. Ella tomó el libro entre las manos y se quedó observándolo durante largo rato.
Se trataba de un mapa dibujando con tinta negra sobre el retazo de cuero que estaba pegado a la contratapa del libro. Era un mapa de la isla Diente de Tiburón, muy bien detallado. En él se veía trazado un camino punteado desde la playa (la misma en la que yo había desembarcado) hasta la villa, en lo alto del cerro rodeado de selva. Había otros caminos marcados, sinuosos, que llevaban a distintos puntos. Uno de ellos, llamó nuestra atención. Nacía desde el pueblo y atravesaba la isla hasta un sitio marcado como Gruta Roja. Debajo, había dibujada una pequeña calavera con dos huesos cruzados.
—¿Habías visto este mapa? —le pregunté a Lila.
Ella tardó un instante en responder.
—Nunca lo había visto —confesó—. Estuvo oculto en este libro durante todos estos años...
—¿Tu padre lo conocía?
—Creo que no —dijo—. Nunca me habló de él.
—Este mapa debe haber sido hecho por el propio Diggert... o tal vez por Van Camillo —aventuré—. Da igual, lo importante, es que podemos usarlo.
—Tal vez no nos lleve a ningún lado —dijo Lila—. Tal vez sea falso...
—Lila, deberíamos intentarlo antes de sacar conclusiones.
—Si, pero... esa gruta no está en la isla —dijo—. Yo nunca la vi. Ya te lo dije. No conozco a nadie que la haya visto, que haya estado ahí.
—¿Y el viejo Stroganof?
—Ya te dije que es un viejo loco y...
—Puede ser, pero la mayoría de las veces, los locos dicen la verdad. Lo sé por experiencia propia.
—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.
—Bueno... ¿qué te parece si usamos el mapa para ir hasta la Gruta? Me parece que sería más inteligente que empezar a dar vueltas por la isla sin saber a dónde ir.
Lila suspiró.
—Creo que tienes razón —dijo.
—Vamos a prepararnos —dije yo—. Necesitamos provisiones y... armas. ¿Tienes alguna?
—Sólo la lanza con la que por poco te corto el cuello —dijo Lila—. Y en el pueblo casi no hay comida. Hasta ahora, he sobrevivido comiendo frutas y semillas.
—Volvamos a mi coche anfibio —sugerí—. Ahí tengo provisiones suficientes, agua fresca y un botiquín de primeros auxilios.
—Está bien. ¿Desembarcaste en la playa sur?
—Sí.
—Yo conozco un sendero que va directamente desde aquí hasta la playa.
—Qué bueno, porque no quiero pasarme por la selva otra vez.


6


Tardamos menos de diez minutos en ir de Villa Diggert hasta la playa, yendo por el camino que conocía Lila. En el trayecto, no nos encontramos con ninguna sorpresa. La sensación de ser vigilados no nos afectó (al menos, a mí). Sin embargo, la sorpresa la encontramos cuando llegamos a la playa.
Salimos a unos cincuenta metros de donde yo había dejado el coche anfibio. Y este seguía allí, pero... no estaba igual como cuando lo había dejado.
—No puede ser —murmuré, atónito, y corrí sobre la arena ardiente hacia el coche. Lila me siguió.
El bote había sido desmantelado... o mejor dicho, saqueado. Le habían quitado las cuatro ruedas y estaba con la panza enterrada en la arena. Todas mis cosas (mi ropa, platos, cubiertos, mis libros de biología, papeles varios, herramientas) estaban desparramadas alrededor. La tapa del motor estaba abierta, como la boca de un animal hambriento, esperando que caiga algo dentro de ella y el motor había desaparecido. Había algunas piezas en el suelo, sobre una mancha de aceite negro que hervía bajo el sol en la arena blanca. Hasta se habían llevado las ventanillas de la cabina.
—No puede ser —repetí estúpidamente. No se me ocurría otra cosa qué decir.
Subí al coche y ví que había mas cosas tiradas por el suelo. Entré en la cabina. También era un desorden. Pero lo que impactó fue la radio. Estaba destrozada, con las tripas de cables y plaquetas de circuitos salidas hacia fuera. El transmisor colgaba del cable hacia abajo, muerto como un pescado en el anzuelo. Parecía que habían destrozado la radio a golpes con un garrote.
—Malditos —dije—. Malditos hijos de...
Lila apareció junto a mí. Miró el desastre que nos rodeaba y dijo crípticamente:
—Ellos.
—Ellos lo hicieron —agregué—. Me vieron en la selva y en lugar de atraparme o atacarme, decidieron hacerlo con mi barco... para que me quedara atrapado. Ahora no puedo salir de la isla.
Solté un juramento y di un golpe con el puño sobre el tablero. Lila se sobresaltó.
—Yo... —empezó a decir—. Creo que... lo mejor que puedo hacer es ayudarte a encontrar un bote en buen estado para que te puedas ir la de la isla y...
Me volví hacia ella bruscamente, mirándola.
—¿Qué estás diciendo? —dije—. No voy a irme ahora. Vamos a encontrar a esos desgraciados, a matarlos y a rescatar a tu padre y a la gente del pueblo.
Lila me miró con sorpresa.
—¿Estás seguro de que quieres ayudarme después de esto? —preguntó.
—Por supuesto que sí —afirmé—. Ahora más que nunca. Ahora es personal.


Los que habían asaltado mi coche-anfibio se habían llevado o habían destruido gran cantidad de cosas, pero no todo. Dejaron un poco de comida intacta en la heladera y un par de botellas de agua. El botiquín de primeros auxilios estaba en su sitio, con todo lo que contenía, en un estante de la cabina. Seguramente, no lo vieron.
Lamentablemente, yo no tenía nada en el barco que pudiera servir de arma, porque cuando planeé el viaje, no tenía pensado usar una. Claro que podía usar el manual de histología a modo de maza (podía noquear a cualquiera con un solo golpe en la cabeza), pero... necesitaba algo más manejable. Tuve que conformarme con un cuchillo de cocina que encontré en un cajón. Era grande y estaba bastante afilado, pero hubiera preferido un arma que disparara... como una pistola o una bazuca.
—¿Estás lista? —le pregunté a Lila cuando hubimos juntado todo lo que necesitábamos.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y tú? —me preguntó.
—También —dije—. Vamos de una vez.


7


En el mapa que teníamos indicaba el camino hacia la Gruta Roja desde la villa, así que regresamos a ella y partimos desde allí, dirigiéndonos hacia el noroeste. Nos ayudábamos con la brújula que me había dado Juancho. Afortunadamente, la llevaba colgada al cuello todo el tiempo. Si la hubiera dejado en el coche, seguro que aquellas bestias se la hubieran llevado.
No caminábamos por ningún sendero. Simplemente, atravesábamos la jungla, como había hecho yo cuando llegué a la isla. Si había habido un sendero que llevara a la Gruta Roja, seguramente ya no existiría. La maleza lo habría cubierto después de tantos años.
Al cabo de unos minutos de marcha, Lila me preguntó:
—¿Estás seguro de que es el camino correcto?
—Sí, vamos en la dirección correcta —dije yo sin apartar la mirada de la brújula. Estaba tan concentrado que no prestaba atención a lo que me rodeaba. De eso se encargaba Lila.
—Teniendo en cuenta la escala del mapa —dije—, yo diría que la gruta está a unos dos kilómetros de la villa.
—Si es que realmente está ahí —dijo Lila y con un rápido movimiento cortó una rama baja que entorpecía le paso. La rama cayó al suelo y una araña enorme de color amarillo saltó, correteó con sus peludas patas y se ocultó entre la maleza.
—¿Son venenosas? —pregunté.
—No, si te mueren sientes lo mismo que si te picara una abeja. ¿Eres alérgico a las picaduras de abeja?
—No —dije—. No soy alérgico a nada... al menos que yo sepa.
El calor y la humedad pronto se volvieron insoportables y los mosquitos volvieron a atacarnos. Tuvimos que aplicarnos repelente, pero eso no pareció ahuyentarlos. A cada minuto, insectos grandes y extraños caían desde los árboles sobre mis hombros o mi cabeza. Un miriápodo de casi treinta centímetros de largo apareció repentinamente sobre mi hombro derecho. Estuvo a punto de trepar sobre mi cara, pero lo espanté de un manotazo. De inmediato, Lila lo decapitó con la lanza.
—Odio a esos bichos —gruñó.
—¿Nunca habías venido por aquí? —le pregunté unos minutos después.
—No que yo recuerde —repuso.
—Entonces vamos por buen camino.

Media hora más tarde, cuando el sudor me había empapado nuevamente y goteaba de mi frente picada por los mosquitos, Lila me preguntó:
—¿Podrías darme el mapa?
Se lo pasé y ella lo miró durante un momento, como si intentara descifrarlo.
—¿Algún problema?
Lila negó con la cabeza.
—No, simplemente, quería verlo... —murmuró.
—¿Crees que estamos perdidos? —pregunté—. Si quieres puedes decírmelo. No me voy a ofender.
Lila levantó la cabeza del mapa y me miró.
—No, no dije que estemos perdidos. Y tampoco lo creo. Simplemente, quería ver el mapa porque tú lo tuviste todo el tiempo.
Asentí con la cabeza y moví los pies, incómodo.
—Es verdad. Perdón si soné agresivo —dije—. Pero este calor me está matando.
Lila esbozó una sonrisa. A ella, el calor no parecía afectarle. Claro, porque había vivido en esa isla toda su vida y estaba acostumbrada al clima.
—Al menos los árboles nos dan sombra —dijo.
—Es verdad —convine—, pero prefiero el calor seco de la playa a esta humedad pegajosa... ¿Quieres que descansemos un rato?
—No, continuemos —repuso ella—. A menos que tú quieras descansar.
—Por el momento estoy bien —dije. Era verdad, aunque la mochila empezaba a pesarme.
Me volví y reemprendí la marcha, ya que nos habíamos detenido cuando Lila me pidió el mapa.
—Cuando lleguemos a la gruta —empecé a decir—, si es que llegamos, deberíamos...
No pude terminar, porque, de pronto, mi pie se encontró pisando el aire. Me precipité hacia delante y caí bruscamente.
Lila soltó un grito de sorpresa.
Yo rodé cuesta abajo por una empinada pendiente cubierta de maleza y ramas muertas, levantando un torbellino de hojas a mi alrededor. Era como estar en una licuadora gigante. Escuchaba los gritos de Lila, llamándome, cada vez desde más lejos.
De pronto, dejé de sentir la vegetación debajo mío y percibí un contacto frío, viscoso y desagradable, como de musgo sobre rocas. Un segundo después, perdí contacto con el suelo y me precipité al vacío, como si cayera por un pozo.


8


Caí sobre un charco de agua que no era nada profundo y sentí un suelo duro bajo mi espalda. La mochila amortiguó la caía, pero no lo suficiente. Escuché el chasquido que hacía la botella de agua al estallar. Afortunadamente, no llevaba ningún aparato, como celular, radio o calculadora (lo había dejado todo en Montevideo), o se hubiera triturado.
Con los ojos entreabiertos vi como una lluvia de hojas, ramitas, trozos de plantas e insectos aplastados caían sobre mí. Era todo lo que había arrastrado durante mi vertiginosa caída por la pendiente.
Luego, mis ojos se cerraron, como si tuvieran voluntad propia. Por un momento, creí que iba a desmayarme. Empecé a escuchar los gritos de Lila, desde muy lejos, llamándome... ella gritaba mi nombre... sentía que me estaba quedando dormido, que estaba ingresando en un sueño...
De pronto ví su silueta recortada sobre un rectángulo alargado de luz blanca.
Volvió a gritar mi nombre y fue como una bofetada helada en la cara: bastó para que volviera en mí. Abrí los ojos de golpe y levanté la cabeza. Mi cuello crujió y sentí una puntada de dolor en la nuca.
—¡F...! ¿Estás bien? —gritaba Lila desde arriba mío—. ¿Estás bien? ¿Puedes oírme? ¡Respóndeme!
Con un esfuerzo sobrehumano, logré levantarme. Entonces, todos los huesos de mi cuerpo crujieron. Sentía la espalda muy agarrotada y al principio no pude erguirme, sino tan sólo pararme encorvado, como un viejo decrépito.
—¡...ESTÁS BIEN!
Levanté la vista. El lugar en el que me encontraba era penumbras, casi no había luz. Y además era muy frío, al menos en comparación con la jungla.
Lila era una silueta recortada sobre la luz blanca a unos diez metros por encima de mi cabeza.
—Li... Lila —dije y tosí—. ¡Lila!
—Por Dios, ¿estás bien? —gritó ella, angustiada—. ¿Estás bien?
—S... Sí, creo que sí —dije. Intenté enderezar la espalda y cuando lo hice sentí un chasquido, como el de una rama que se parte. Seguramente, una vértebra volviendo a su lugar. Además de la espalda y el cuello, me dolían los brazos y las piernas... o mejor dicho, me ardían. Claro, por todos los raspones que me había hecho al rodar por la pendiente. La rodilla de la pierna izquierda estaba en carne viva, como si me hubiera rascado con un rallador.
Miré a mi alrededor.
—¿Dónde estoy bien? —pregunté en voz baja.
A ambos lados, tenía paredes altísimas de piedra húmeda. En algún lugar, goteaba agua, podía escucharlo. Miré el suelo, donde había caído. Estaba parado en el charco de agua. El suelo no era de piedra, sino de arena, lo cual era casi lo mismo en cuestión de suavidad. La arena se veía oscura y sucia. Había renacuajos nadando perezosamente en el charco. Me sorprendió que no los hubiese aplastado.
—¿Ves alguna manera de subir? —me preguntó Lila, desde arriba. Su voz resonaba entre las cavernosas paredes.
—No —dije tras echar un rápido vistazo.
—Está bien —dijo ella—. Voy a... voy a bajar.
—¿Cómo? —pregunté, pero entonces Lila despareció. Me quedé mirando hacia arriba durante un momento, nervioso—. ¿Lila?¿A dónde fuiste?... ¡Lila!
Entonces una cuerda apareció en la abertura y se desenrolló al caer hacia abajo. Me aparté hacia un lado para que no me cayera en la cabeza. Cuando la punta tocó el suelo, me di cuenta de que no era una cuerda, sino una liana. Un segundo después, Lila bajaba por ella con una destreza increíble. Llegó al suelo en un abrir y cerrar de ojos, posándose con los pies con la delicadeza de un gato.
Yo me quedé mirándola, sorprendido.
Ella me abrazó.
—¿Estás bien? —volvió a preguntarme.
—Sí —dije—. No te preocupes. Sólo un poco lastimado, pero voy a vivir.
Miró mi camiseta, destrozada y mugrienta y se horrorizó.
—¡Estás sangrando! —La camiseta tenía una enorme mancha roja en el pecho.
—No —dije—. No es mi sangre...
Toqué aquella sustancia, viscosa y fría. Entonces recordé que había sentido algo parecido cuando caía por el último tramo de la pendiente.
—Es de la roca —murmuré, mirando los grumos de sustancia que tenía en la punta de los dedos—. Parece... una especie de musgo o liquen.
Lila miró a su alrededor, en silencio.
—Lila... Creo que la encontramos.
Ella volvió a mirarme.
—¿La gruta?
—¿Qué otra cosa podría ser? —pregunté. Le enseñé los dedos manchados de rojo—. La Gruta Roja.
Ella retrocedió un paso, como si se hubiera dado cuenta de algo horrible y piso algo que crujió bajo su pie. Se inclinó para recogerlo y cuando lo levantó, vi que se trataba de un collar hecho con unos llamativos caracoles redondos y blancos. Algunos de ellos, estaban rotos.
—¿Qué es eso? —inquirí.
Lila lo estudió atentamente.
—Lo reconozco.
—¿Es de tu padre?
—No —repuso ella—. Es de Almirón.
—¿Almirón? —pregunté.
—Ahora lo recuerdo —murmuró Lila, sin dejar de mirar el collar—. Almirón... se fue aquél día y no volvió... claro que en el pueblo, nadie lo echó de menos.
—Estoy perdido —declaré.
—Almirón vive en Villa Diggert —explicó Lila—. Es un superficial engreído y nadie lo soporta. Tres o cuatro días antes de que el pueblo fuera saqueado la noche de la tormenta, Almirón salió, supuestamente a buscar algo para regalarme. Siempre estaba intentando cortejarme, haciéndome regalos que yo terminaba tirando a la basura. Me dijo que iba a hacerme el mejor regalo de todos. Yo le pregunté qué era, aunque en realidad no me interesaba. Él me dijo que era sorpresa y se fue... Y no volvió más. Recién ahora lo noto. Todo este tiempo estuve tan preocupada y asustada por mi padre y por la gente del pueblo, que apenas me di cuenta de la falta de Almirón. Creo que él fue el primero de todos en desaparecer.
—Bueno —dije yo, mirando el collar. Resultaba algo inquietante haberlo encontrado allí—. Es posible que ahora lo encontremos.

Empezamos a caminar en dirección sur (guiándonos por la brújula de Juancho, que gracias a Dios, no se había roto en la caída) sin tener idea de a dónde íbamos. Habíamos decidido ir hacia el sur simplemente porque el sonido del agua goteando provenía de esa dirección.
Pisábamos una ingrata arena blanda y mojada, en la que nuestros pies se hundían dejando profundas huellas. Las paredes, teñidas de rojo a causa de los líquenes que en ellas crecían, formaban un corredor de unos cuatro o cinco metros de ancho. Había enredaderas de hojas enormes colgando desde la abertura en lo alto de las paredes. Algunos insectos reptaban, escondiéndose en grietas al escuchar nuestros pasos acercándose. La primera impresión que tuve fue que la gruta era un lugar bastante desagradable. La poca luz, la humedad, los insectos y sobre todo el olor: no era a podrido, pero aún así resultaba chocante para la nariz. Un olor a tierra mojada, raíces y agua estancada. Tenía la sensación de que había moho flotando en el aire y de que nosotros lo estábamos inhalando.
Durante un rato, al principio, caminamos en silencio. Era como si tuviéramos miedo de hablar. Pero entonces, el silencio empezó a hacerse muy incómodo. La sensación de que no estábamos solos se acrecentaba.
Fue entonces cuando dije:
—Estoy seguro de que ese tal Almirón sabía de la existencia de esta gruta.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —preguntó Lila.
—Bueno, el dijo que te iba a traer un regalo, ¿no? —dije—. El mejor regalo de todos, según él. Y la leyenda dice que en esta gruta se oculta un tesoro, un tesoro maravilloso. ¿No te parece que ese era el regalo en el que estaba pensando Almirón?
Lila reflexionó unos instantes.
—Puede ser, ¿pero cómo sabía dónde estaba la gruta exactamente? —preguntó.
—Tal vez la encontró por accidente —sugerí—. O tal vez tenía un mapa, como nosotros.
—Pero si tenía un mapa, ¿de dónde pudo haberlo sacado?
—¿Cuántos libros como éste hay en la isla? —pregunté enseñándole el libro de Gus Van Camillo, en donde estaba el mapa.
—Creo que mi padre tiene el único —repuso Lila—. La mayoría de la gente en villa Diggert no tiene libros. Si quieren leer uno, se lo piden a mi padre.
—¡Ahí está! —exclamé—. Almirón debe haberle pedido el libro a tu padre y entones encontró el mapa oculto en la contratapa, como nosotros. ¿Recuerdas que una esquina del papel que tenía encima estaba despegada? Seguramente Almirón despegó el papel, leyó el mapa, lo copió y volvió a pegar el papel encima, como si nada, antes de devolverle el libro a tu padre.
—Tiene sentido —dijo Lila—. Pero... no recuerdo haber visto a Almirón en casa para pedirle un libro a mi padre. Si venía, lo hacía para molestarme a mí, para traerme sus ridículos regalos y sus ridículos poemas engreídos. Dudo que Almirón supiera leer.
—Eso lo dices porque te cae mal —dije yo—. Pero que tú no lo hayas visto pidiéndole un libro a tu padre, no quiere decir que no haya pasado.
—No, supongo que no —repuso ella—. Pero eso es lo de menos. No me importa si Almirón encontró la mina perdida del Holandés. Lo único que me importa es encontrar a mi padre y a los demás... Hasta me alegraría de encontrar a Almirón.
En ese momento, nos detuvimos en seco, al ver algo delante nuestro.
A primera vista parecía un montón de ropa vieja y carcomida colocado contra la pared... pero cuando nos acercamos vimos lo que era realmente: un esqueleto. Un esqueleto vestido con harapos. Estaba tendido en el piso, con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra la pared. Tenía la cabeza volcada sobre un hombro y un brazo tendido sobre la arena. Los huesos de la mano estaban enterrados y sobresalía un objeto de metal oxidado sobre ellos: una vieja pistola de mecha.
Estábamos sorprendidos de ver aquél esqueleto, pero no asustados o impresionados... al menos, no demasiado. Tal vez porque era tan sólo un esqueleto y no un cuerpo en estado de putrefacción.
Las cuencas negras y vacías de los ojos nos miraron hondamente. Me di cuenta de que al cráneo le faltaban la mitad de los dientes. Uno de ellos brillaba. Evidentemente, era de oro.
—Parece que él mismo puso fin a su vida —murmuré observando la pistola que tenía sobre la mano. Además, tenía un costado del cráneo destrozado. Dentro, en la cavidad craneana, había una telaraña.
Me incliné despacio, muy despacio, como si temiera despertarlo y tomé la pistola. Estaba muy fría y dejó manchas de óxido sobre mis dedos. La levanté y la observé bajo la escasa luz que entraba por la gruta.
—Parece un trabuco del siglo diecisiete —observé. Luego observé al esqueleto—. Cinturón hecho con una cuerda, botas de cuero... creo que era un...
De pronto, Lila dijo mi nombre, sobresaltándome.
Me volví, mirándola. Ella levantó un dedo, señalando hacia un lado del esqueleto. Yo seguí su indicación y me encontré con otro esqueleto. Y al lado otro. Y a su lado otro. Y otro y otro más. Todos estaban colocados en hilera, como si se hubieran sentado en el piso a conversar, con la espalda apoyada en la mohosa pared roja. Algunos tenían cosas en las manos (como espadas, o trabucos, o botellones de barro que seguramente contenían ron). Al verlos, todos parecieron devolverme la mirada con sus ojos vacíos. Sus dientes carcomidos sobresalían, como si estuvieran riendo.
—Son doce —dije en voz baja—. Doce esqueletos en total.
—La tripulación de James Diggert —dijo Lila, pasmada—. No puedo creerlo... aquí están.
Me volví a ella, mirándola.
—Parece que, finalmente, la leyenda era cierta —dije.
Me di cuenta de que Lila estaba asustada. Y yo también. Estar en esa caverna oscura, rodeados de aquellos esqueletos vestidos en harapos que habían tenido un trágico final... era como estar en el interior de una catacumba.
Lila se acercó a los esqueletos y los examinó durante un momento. Miró uno en particular que tenía algo en la mano que no era un arma. Se inclinó y lo levantó. Era un libro carcomido y deformado por la humedad, con las tapas desmenuzadas y cubiertas de moho. Lo abrió con extremo cuidado, utilizando sólo las puntas de los dedos. Yo me acerqué para verlo. En la página amarillenta y llena de manchas decía lo siguiente, escrito con temblorosa caligrafía:

14 de octubre de 1708

Por fin llegamos a esta isla en apariencia desierta. Ya estaba deseoso de pisar tierra firme y poder desembarcar. Las autoridades de las colonias nos están buscando como gatos enfurecidos y ya no contamos con muchos lugares para escondernos. Tortuga, Barbuda y hasta Cuba y Jamaica, todas las islas están fuertemente vigiladas. Los puertos son impenetrables. Parece que están al tanto de nosotros en cada rincón del Caribe. He oído que la corona ofrece novecientos doblones por mi cabeza y por supuesto, una recompensa tan elevada ha alborotado a todos los caza fortunas de todas las islas.
Pero, agraciadamente, encontramos esta, una isla aún virgen, sin pobladores, ni puerto, ni siquiera un muelle. Hemos explorado una buena parte y no hemos encontrado nada demasiado llamativo, excepto una jungla bastante densa, que rodea una colina no muy elevada en la que no hay absolutamente nada. Es extraño, nunca había visto esta isla en los mapas ni cartas de navegación... es como si hubiera aparecido de la nada. Es una bendición, pero de todas maneras, no quisiera confiarme demasiado. Todos nos están buscando, el m mar está infestado de polizontes y tarde o temprano, llegarán aquí. En estos momentos, mis hombres están buscando un lugar en donde esconder nuestro botín, hasta que sea seguro...

El texto seguía, pero la letra estaba tan emborronada y la página tan deshecha que resultaba ilegible.
Ambos nos quedamos mirando el libro durante largo rato. Me di cuenta de que las manos de Lila temblaban ligeramente. Al final, Lila retrocedió unas cuantas páginas, hasta llegar a la primera, que no era más que un trozo amarillento a punto de hacerse polvo. Pero aún podía leerse el elegante trazo que rezaba:

BITÁCORA DE JAMES “PALADAR NEGRO”
DIGGERT

—¿Paladar Negro? —murmuró Lila—. No sabía que James Diggert tuviera un alias.
Yo iba a decir algo, cuando en ese momento, escuchamos pasos detrás nuestro, pasos lentos, que se arrastraban sobre la arena húmeda.
—Claro que Diggert tenía un alias —dijo una voz áspera, resonante—. Como todos lo piratas.
Sobresaltados, nos volvimos de inmediato.


9


Yo esperaba encontrarme con una especie de monstruo con una cabeza enorme, erizada de cuernos y unos brazos largos y viscosos como tenáculos, después de todo lo que había visto desde que llegué a Diente de Tiburón.
Sin embargo, ahí estaba este joven, quizá algunos años mayor que yo, con la espalda encorvada, las manos agarrotadas y mechones de cabello rubio opaco cayéndole sobre la frente y a los lados de la cara. Una barba incipiente le cubría la quijada y tenía los ojos inyectados en sangre, como si hubiese pasado muchos días sin dormir. Su boca estaba torcida en una mueca inquietante, que tal vez era una sonrisa. Parecía un espantajo salido de la imaginación de Edgar Allan Poe. Sus ropas estaban mugrientas y hechas harapos. Del cuello le colgaba un truculento collar, no hecho de caracoles, como el que habíamos encontrado, sino de pequeños cráneos blancos. Cráneos de monos.
Al verlo, Lila dejó caer el diario de Diggert al suelo, de la impresión. El libro golpeó la arena con un ruido a mojado y la blanda tapa se rompió en dos.
—Almirón —dijo con voz ahogada.
—¿Almirón? —exclamé yo, atónito—. ¿Él es quién...
—Hola, princesa —dijo Almirón a Lila, con su voz jadeante y áspera—. ¿Me extrañaste durante mi ausencia?
Lila lo miró entre asustada y confundida, más lo segundo que lo primero. En realidad, era como si no se hubiese sorprendido tanto por la aparición de Almirón. Lo único que le había sorprendido era su aspecto.
—¿Qué... qué es esto? —pregunté—. ¿Qué está pasando?
Almirón se volvió a mirarme con una expresión irónica, divertida. Sus ojos saltones parecieron agrandarse.
—¡Bueno! —exclamó—. ¿Otro extranjero que viene a la isla en busca de aventuras? Creo que no hemos sido presentados formalmente. Me llamo Ricardo Almirón.
Se inclinó hacia delante haciendo una torpe reverencia, que pretendía ser burlona.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Lila—. ¿Tú... tú secuestraste a mi padre y a toda la gente de la villa?
—Bueno —dijo Almirón—, eso es lo que normalmente hace un pirata, ¿verdad? Está en su naturaleza.
—¿Pirata? —exclamó Lila—. ¿Qué quieres decir? ¿Todo esto te parece un juego, idiota?
—Por supuesto que no —replicó Almirón—. No es un juego. Nunca había sido tan serio como ahora. Simplemente estoy... siguiendo la tradición familiar.
Lila lo miró con una expresión que denotaba verdadera confusión. Yo me sentía igual. No tenía idea de lo que estaba hablando.
—¿Qué...
—Creo que a esta altura debería resultar obvio —dijo Almirón—. Nuestro amado héroe, nuestro mártir, James Diggert, no era lo que todo el mundo en esta estúpida isla cree o quiere creer.
—Era un pirata —dije yo. Las palabras salieron de mi boca sin que las pensara.
Almirón volvió a mirarme con esa expresión burlona.
—¡Muy inteligente! James “Paladar Negro”· Digert era uno de los piratas más desalmados del caribe. Un asesino, secuestrador y ladrón que tenía a todos los gobernadores de las islas temblando de miedo. No se animaban a asomar la nariz a la mar, por miedo a que Paladar Negro se las cortara.
—Pero... —empezó a decir Lila, pero Almirón la interrumpió.
—Después de haber saqueado una docena de buques, Paladar Negro tenía a todas las autoridades tras de él, por orden de la Corona. Evidentemente, era arriesgado viajar entre las islas, buscando nuevos tesoros, así que decidió buscar un lugar en el que esconderse, al menos por un tiempo, hasta que las cosas se calmaran. Fue así, como, casi por accidente, encontró esta isla... completamente desierta, como si hubiera sido olvidada. El lugar perfecto para que un pirata se escondiera. Y para que escondiera su cuantioso botín.
“Y eso hizo. Por orden suya, doce de sus hombres, salieron a explorar la isla. Tras casi un día entero de marcha, la encontraron. Encontraron la gruta. Al principio, tenían miedo de entrar, sobre todo por su color, el color de la sangre que bañaba las paredes. Decían que era un lugar maldito. Pero Paladar Negro era aún más maldito que cualquier lugar extraño y él fue el primero entrar. Los demás lo siguieron. Registraron la gruta y no encontraron nada más que arena mojada y unos cuantos recovecos. Estaba decidido, este sería el lugar en el que esconderían el tesoro. Descargaron todo del barco y se encargaron de esconderlo muy bien. Paladar Negro tuvo la idea de hacer un mapa que condujera hasta la gruta desde algún punto de la isla, porque tenía pensado no volver a contemplar su tesoro en algún tiempo. Por la noche, cuando todo el trabajo estuvo hecho, hubo una pequeña celebración. Una fiesta, con música y ron. Fue entonces cuando uno de los hombres de Paladar Negro, decidió que era momento de actuar. Era hora de eliminar al gran y temible pirata y quedarse con su tesoro.
“La fiesta fue en la entrada de la gruta. Duró hasta muy tarde; los hombres cantaron y bebieron y bailaron alrededor de la fogata... Y cuanto todos, incluido el propio Paladar Negro, estuvieron lo suficientemente borrachos de ron, el pirata traicionero tomó su arma. Mató a toda la tripulación y a Paladar Negro. Fue fácil. Estaba tan borracho que apenas podía mantenerse en pie. No tuvo oportunidad de defenderse. El pirata traicionero nunca hubiera creído que el trabajo sería tan fácil. Ahora, el tesoro era todo suyo.
—Déjame adivinar —dije yo entonces—. Ese pirata traicionero... era la mano derecha de Diggert, ¿verdad?
Almirón asintió con la cabeza y sonrió.
—Gus Van Camillo —dijo—. Seguramente, Paladar Negro no se esperaba que su sirviente más fiel fuera quién acabara traicionándolo. Pero estaba en su esencia. Iba a hacerlo tarde o temprano. Sólo se mantuvo al lado de Paladar Negro durante tanto tiempo para esperar a que el tesoro se acrecentara lo suficiente. Paladar Negro era tan ingenuo...
—¿Y qué hizo Camillo después? —pregunté—. ¿Fue él quién fundó el pueblo? ¿Villa Diggert?
—Por supuesto —dijo Almirón—. Invirtió parte del tesoro para construir la villa. Por supuesto, fue él quién inventó esa absurda historia sobre la maldición de la gruta roja, sobre las extrañas criaturas que en ella habitaban y que habían vuelto loco al pobre pero honorable James Diggert.
—La biografía que Camillo escribió sobre Diggert también es falsa —agregué.
—Tanto como los dientes de mi abuela —repuso Almirón—. Camillo construyó la aldea para cubrirse, para encubrir lo que había hecho. Hizo aparecer a Diggert como un mártir, cuando había pasado el tiempo suficiente para que la gente lo olvidara como un temible pirata.
—No lo entiendo —dijo Lila. Respiraba agitadamente, como si hubiera estado corriendo—. ¿Qué tienes que ver tú en todo este asunto? ¿Por qué hiciste esto? ¿Por qué saqueaste el pueblo?
—Creo que nunca te lo dije, Lila —dijo Almirón—. Nunca me diste la oportunidad de decírtelo. Mi nombre completo es Ricardo Almirón Castillejo y Libreta Van Camillo.
Los ojos de Lila se abrieron como platos, pero yo no estaba tan sorprendido. El fondo de mí, ya me lo esperaba.
—Soy descendiente directo de Gus Van Camillo —explicó Almirón—. Algo así como su tátara, tátara, tátara, tátara nieto. Lo sé desde siempre. Como vez, por mis venas corre sangre pirata.
—La sangre de un traidor —dijo Lila. Escupió cada palabra como si le hubieran quemado la lengua.
Almirón sonrió.
—Pero un traidor enamorado —dijo—. Aunque tu nuca me correspondiste.
—¡Ni en un millón de años! —exclamó Lila.
—Es por esa actitud que hice lo que hice —dijo Almirón—. Verás, yo siempre supe de la existencia de esta gruta, siempre supe que no era una leyenda, que era real. Pero nunca supe dónde estaba exactamente. La he estado buscando durante años. Sabía que mi antepasado había hecho un mapa que conducía de la villa a la gruta, pero nunca lo había visto. Simplemente, yo no lo tenía.
—Es el mapa que está en el libro —dije yo—. En la biografía de Diggert.
—Ni más ni menos —dijo Almirón—. El mapa oculto en la contratapa. Para tu información, está hecho con un trozo del cuero cabelludo de James Diggert. —Un escalofrío me recorrió la espalda y me estremecí. Almirón pareció divertido—. Yo leí la biografía escrita por mi antepasado cientos de veces. La había leído con la esperanza de encontrar alguna pista que me llevara a la gruta y al tesoro. Por supuesto, yo no tenía el libro. Tu padre es el único que tiene libros en la villa, Lila. Lo sabes. Yo se lo pedía de vez en cuando. Y él no se extrañaba o si lo hacía, no lo demostraba. Leí y leí ese libro de arriba abajo, pero no me decía nada. Solamente un montón de patrañas sobre la vida de James Diggert... hasta que un buen día vi que el papel pegado en la contratapa estaba algo suelto en una esquina.
—Y entonces encontraste el mapa —continué yo—. Seguramente hiciste una copia y volviste a pegar el papel, porque no podías devolverle el libro roto al padre de Lila, o él sospecharía.
—Exactamente —dijo Almirón—. Podrás imaginar lo que sentí cuando encontré el mapa. Fue como una bendición de los demonios. Salí inmediatamente del pueblo a buscar la gruta.
—Pero antes me dijiste que me ibas a traer un regalo increíble, el mejor de todos —agregó Lila.
—Y eso iba a hacer —dijo Almirón—. Te iba a traer, nada menos, que el tesoro de mi antepasado. Gracias al mapa, pude encontrar la gruta. Y encontré el tesoro... y encontré algo más.
—¿Qué cosa? —pregunté.
—Nada menos que a mi antepasado... a Gus Van Camillo —dijo Almirón—. Y él tenía esto, colgado del cuello. —tomó el collar de calaveras de mono que le colgaba del cuello, enseñándonoslo.
—¿Qué es eso? —preguntó Lila.
—¿Sabías que a mi antepasado lo llamaban “Brujo”? Van Camillo era un hechicero vudú. Después de haber recorrido el Caribe durante tanto tiempo, después de haber ido de isla en isla, aprendió todos los secretos del vudú, que le enseñaron los mejores hechiceros que fue encontrando a su paso.
“Cuando encontré el collar, colgando del cuello del cadáver de mi antepasado y lo tomé en mis manos, sentí que el poder fluía en mí como una corriente eléctrica. Un poder increíble que recorrió todos mis nervios y todas mis venas hasta cubrirme por completo. Me sentí revitalizado, lleno de energía... ahora, el poder vudú me pertenecía. Otro legado de mi buen antepasado. Y lo utilicé para saquear el pueblo y secuestrarlos a todos.
—¿Cómo? —exclamó Lila.
—Utilizando un hechizo para revivir a los muertos —dijo Almirón—. A estos muertos, a la tripulación de James Diggert. —Señaló a los esqueletos que estaban tendidos en la arena, como esperando. De pronto, me parecieron vivos, despiertos, capaces de moverse e incluso hablar. ¿Acaso esqueletos vivientes habían sido los que saquearon la villa? ¿Acaso habían sido los que habían atacado y desmantelado mi coche anfibio?
Sacudí la cabeza y miré a Almirón.
—Imposible —dije—. Todo eso del vudú son estupideces. La hechicería no existe. Solo son cuentos de viejas.
El rostro de almirón se movió, adoptando una cómica expresión de ofensa. Su cara era como una máscara de cera ablandada por el calor que podía deformarse para hacer cualquier tipo de mueca.
—¿Te gustaría una pequeña demostración? —dijo.
Sujetó el collar con una mano, echó la cabeza hacia atrás, mirando hacia arriba y empezó a vociferar una sarta de palabras incomprensibles, que no parecían tener sentido.
A nuestra espalda, los esqueletos empezaron a vibrar. Sus huesos entrechocaban emitiendo un inquietante repiqueteo. Entonces, se levantaron. Casi a la misma vez, los doce esqueletos, vestidos con sus harapientas y deshechas ropas empezaron a ponerse en pie. Un fulgor de color verde enfermizo empezó a brillar dentro de sus cráneos y a salir por las órbitas huecas de los ojos.
Los esqueletos estiraron los brazos y caminaron hacia Lila y hacia mí con paso tambalenate.


10


—¡Lila! —bramó Almirón con una voz profunda, infrahumana—. ¡Vas a ser mía, o te voy a convertir en un cadáver ambulante como ellos!
Los esqueletos se acercaban hacia nosotros. Algunos de ellos habían sacado sus espadas, que estaban oxidadas y llenas de muescas, pero que, seguramente, todavía servían para cortar y lastimar.
Lila retrocedió un paso y yo otro.
La mano huesuda de un esqueleto se acercó a mí. Ví que tenía jirones de carne negra pegados a las articulaciones.
—¡No me toques! —grité y le di un golpe con la biografía de James Diggert.
El esqueleto apartó la mano inmediatamente. Yo creí que se le desprendería y caería al suelo, pero no. Siguió firme en su sitio. Para ser un montón de huesos, tenían una fuerza increíble.
Almirón rió a carcajadas.
—¿Crees que vas a poder derrotar el poder del vudú a golpes de un libro viejo? —gritó.
Me volví a mirar a Almirón. Tenía el collar sujeto con ambas manos y la cabeza aún echada hacia atrás. Las venas del cuello le latían como si estuvieran a punto de estallar. Tenía el cabello totalmente erizado. Podía sentir la corriente energética que pasaba a través de él. Era como estar cerca de un cable de alta tensión.
Yo estudiaba biología, creía en la ciencia y no en la magia, pero por supuesto, nunca había visto nada como eso.
Las cuencas oculares de los pequeños cráneos de mono del collar también brillaban con un resplandor verde.
—Tenemos que sacarle el collar —le dije a Lila—. Si se lo sacamos, es posible que el hechizo se rompa.
Lila me miró con desesperación. Luego miró a Almirón y exclamó:
—¡Está bien! ¡Está bien, voy a ser tuya! Pero, por favor, detén esto.
Almirón bajó la cabeza y la miró con los ojos inyectados en sangre.
—Lila —dijo con aquella voz infrahumana.
Los esqueletos seguían acercándose a nosotros.
Entonces Lila corrió hacia Almirón, le rodeó el cuello con las manos y lo besó. Fue un beso largo, hasta apasionado, podría decir. Almirón fue bajando lentamente los brazos, como si hubiera olvidado de golpe lo que estaba haciendo.
Pero los esqueletos seguían acercándose a mí. De pronto, tropecé, cayendo sentado al suelo. Los esqueletos se me venían encima.
—¡Lila! —grité.
Por un momento, tuve la pavorosa idea de que Lila realmente iba a ser suya, de que realmente se había entregado a su poder y que el beso era real y no fingido. Entonces, sería un triste final para mí.
Pero entonces, Lila le arrebató el collar de la mano y dio un salto hacia atrás, apartándose de Almirón. La cara de éste se puso roja de golpe, como una brasa que arde en el fuego.
—¡No! —gritó—. ¡Sucia traidora! ¡Dame ese collar!
—¿Lo quieres? —preguntó Lila— ¿De verdad? ¡Aquí está!
Lila golpeó el collar contra la pared de la gruta, con todas sus fuerzas. La mayoría de los pequeños cráneos se destrozaron como si estuvieran hechos de delgadas capas de yeso. Los trocitos cayeron al suelo y de ellos salieron unos bichos negros, parecidos a cucarachas, que rápidamente, se enterraron en la arena y desaparecieron.
—¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooo! —gritó Almirón. Su voz resonó en la gruta como el rugido de un león enfurecido.
El collar que Lila aún sostenía en la mano brilló de pronto con un chispazo de esa malsana luz verde. Ella lo arrojó al suelo, como si la quemara.
Los esqueletos que se estaban acercando a mí y que casi me habían agarrado, se detuvieron de golpe. Se irguieron y se volvieron hacia Almirón, quién había caído de rodillas al suelo y seguía gritando, casi al borde del llanto.
Entonces, los esqueletos empezaron a acercarse a él. Uno de ellos (el que seguramente había sido James “Paladar Negro” Diggert) sacó su espada y empezó a blandirla, cortando el aire húmedo y fétido.
Almirón se dio cuenta de que los esqueletos se le acercaban y empezaban a formar un círculo alrededor yo.
—No —dijo con voz débil—. ¡No...! ¡Yo soy su amo! ¡Yo los controlo con el poder del vudú y del espíritu maldito de mi antepasado! ¡No pueden volverse contra mí! No pueden... ¡NOOOOOOOOOOO...!
Los esqueletos formaron una especie de cúpula a su alrededor y Almirón enmudeció de inmediato.


11


Lila aplastó con el pie los restos del collar tirados en el suelo y corrió hacia dónde yo estaba.
—¿Estás bien? —me preguntó, tendiéndome la mano para ayudarme a levantarme.
—Sí —dije, poniéndome de pie—. ¿Y tú?
—Claro —respondió ella—. A pesar de que tuve que besar a ese cerdo...
Miramos a Almirón, pero ya no podíamos verlo. Estaba enterrado bajo un montón de huesos muertos y harapos. Los esqueletos habían dejado de moverse. Lo único que se veía de Almirón era una mano agarro que salía por entre ellos, apuntando hacia arriba.
—Dios —dije y no pude decir nada más.
—¡Tenemos que encontrar a mi padre! —exclamó Lila de pronto—. ¡Tenemos que encontrarlo a él y a los demás!
—Pero, ¿dónde pueden estar? —pregunté—. Almirón nunca lo dijo.
Lila se pasó una mano por los ojos, con desesperación, como si intentara contener las lágrimas. Miró a su alrededor y entonces gritó:
—¡Papá! ¿Dónde estás? ¿Dónde están todos? ¡Papá!
En ese momento, vi algo que me llamó la atención, en el sector de la cueva en donde habían estado tendidos los esqueletos. Era algo que sobresalía de la pared, como una rama gruesa y corta.
Me acerqué y la observé con curiosidad. No la había visto antes, porque los esqueletos la habían tapado, como si quisieran ocultarla.
—¿Qué es eso? —preguntó Lila, acercándose a mí.
—Una rama —dije yo, observándola—. Sale de la pared, de esa ranura... es muy raro. No parece tener raíces, ni nada. —Lila me miró un momento—. Tal vez no sea una rama simplemente —dije.
La sujeté con una mano y la traté de moverla. La rama se movió con dificultad hacia abajo. Entonces, se escuchó un ¡clanc! metálico y una porción de la pared, al lado de la rama, se deslizó pesadamente hacia un lado, descubriendo un hueco cuadrado.
—Un pasadizo —dije yo—. Debería habérmelo imaginado.
El olor a humedad que salía del hueco era aún más intenso que el de la gruta.
—Con toda seguridad, el tesoro está oculto ahí y también...
Lila no me dio tiempo a terminar. Se arrodilló y pasó rápidamente por el hueco.
—¡Papá! —gritó—. Papa, ¿estás ahí?
—Lila, espera —dije yo y fui tras ella.

Descendimos por una resbaladiza escalera de piedra, que parecía estar cubierta con los mismos líquenes rojos que había en la paredes de la gruta.
Al principio, yo había creído que íbamos a entrar en una cueva oscura y estrecha, pero me equivoqué.
La escalera conducía a una enorme cámara subterránea, iluminada por varias antorchas que había sujetas en las paredes.
La cámara tenía unos dice metros de altura. En el centro de la misma había una montaña de unos tres metros de oro y plata. Doblones, joyas de toda clase, diamantes, esmeraldas, vajilla muy fina, hasta antiguos cuadros formaban un cuantioso montón de riquezas, que lanzaban destellos dorados bajo la luz titilante de las antorchas. El famoso tesoro de James “Paladar Negro” Diggert, o lo que quedaba de él.
Lo miré fascinado durante un momento, pero no tuve mucho tiempo para admirarlo.
—¡Lila! —gritó de pronto una voz.
Miramos hacia arriba y vimos que justo por encima del tesoro, a unos seis metros, había una enorme jaula de hierro colgando de una cadena que estaba fijada al techo de la cámara. La jaula estaba llena de gente, todos amontonados. Hombres, mujeres, niños y ancianos, formaban una especie de pelota humana.
Un hombre grueso de tez oscura sacaba un rollizo brazo por uno de los huecos de la jaula y lo agitaba vigorosamente hacia donde estábamos nosotros.
—¡Lila! —gritaba el hombre.
—¡Papá! —le respondió ella.
Terminó de bajar la escalera y corrió hacia el centro de la cámra.
—¡Papá! —volvió a decir con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Por Dios, al fin! ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —dijo él—. Hija, ¡cuánto me alegro de verte!
—Yo también. ¿Cómo están todos?
—Todos están bien, aunque bastante asustados —repuso el hombre—. Pero, ¿cómo nos encontraste? ¿Te cruzaste con ese desalmado de Almirón? Cuado le ponga las manos encima...
—Almirón ya no va a molestarnos —replicó Lila—. Es una historia muy larga. Ahora, lo importante es bajarlos de ahí y sacarlos de esta asquerosa cueva. Pero, ¿cómo...
—Hay una palanca en aquella pared —dijo Ubiquinona, señalando con el brazo hacia una de las paredes de la cámara, la más oscura—. Sirve para subir y bajar la jaula.
—Está bien —dijo Lila.
Yo corrí hacia donde indicaba Ubiquinona.
—¿Quién es él? —preguntó al verme pasar.
—Un amigo —dijo Lila—. Llegó a la isla hoy mismo. Me ayudó a encontrarlos.
—Excelente —dijo él.
Llegué a la rugosa pared de piedra y ví la palanca que señalaba Ubiquinona. Al lado, en una silla vieja y carcomida, había sentado otro esqueleto. Pero no era como los de la gruta. Este estaba más... fresco, por decirlo de alguna manera. Todavía tenía jirones de carne colgándole de los huesos, e incluso uno de sus ojos. El otro faltaba. Al verlo, me detuve, impresionado.
—Está ahí desde hace tiempo —dijo Ubiquinona—. A veces, ese desquiciado de Almirón le hablaba...
—Van Camillo —murmuré yo.
El antepasado de Almirón, allí estaba, en cuerpo presente. En la pared, a su alrededor, había pintadas (seguramente con sangre) toda clase de figuras y runas siniestras. Seguramente, símbolos de la hechicería vudú.
Decidí no entretenerme más. Sujeté la palanca y la moví hacia abajo. Me costó más moverla que la rama que abría la compuerta de acceso a la cámara.
Pero entonces, la jaula comenzó a bajar lentamente. La gente atrapada en ella empezó a soltar suspiros y exclamaciones de alivio y alegría. Incluso algunos aplaudieron.
La jaula descendió hasta apoyarse sobre la montaña del tesoro, la cual aplastó un poco. Lila trepó por ella y tomó las manos de su padre, besándolas.
—La jaula tiene un candado en la parte de arriba —explicó Ubiquinona—. La llave está colgada del cinturón de ese esqueleto putrefacto.
Vi que en efecto, así era. Una llave enorme y cubierta de herrumbre colgaba de la cintura del cadáver de Van Camillo.
La tomé y la arranqué de un tirón.
—La tengo —anuncié.
En ese momento, la mano de Van Camillo se irguió de pronto, atenazándome la muñeca.
Yo grité y lo mismo hizo Lila y la gente de la jaula.
Van Camillo se irguió de pronto de la silla y sus huesos putrefactos crujieron.
—Iluso —murmuró con una voz infrahumana similar a la que había utilizado su descendiente, pero mucho más cascada y vieja. Me llegó el vaho a carne corrompida de su aliento—. Tal vez detuviste al inepto de mi nieto, pero no vas a detenerme a mí.
Yo aparté la llave de su alcance y la lancé hacia Lila.
Ella saltó, atrapándola con presteza en el aire. Entonces, Van Camillo me dio un golpe en la cara. Un golpe fuerte, que me partió el labio y me hizo sangrar. Para ser un esqueleto, el desgraciado tenía mucha fuerza.
Lila se apresuró a usar la llave en el candado de la jaula. Ni bien lo abrió, su padre y todos los demás se levantaron de golpe, abriendo la chirriante tapa de hierro.
—¡Vamos! —gritó Ubiquinona—. ¡Hay que ayudarlo!
Él y tres hombres más corrieron hacia donde yo estaba y se abalanzaron sobre el esqueleto. Lo lanzaron al suelo, cayendo sobre él. Van Camillo soltó un chillido horripilante, mientras el peso del grueso Ubiquinona lo aplastaba. Los demás, me ayudaron a levantarme.
Entonces, Van Camillo empezó a reír con carcajadas histéricas, desquiciadas y en absoluto humanas. Era como escuchar la risa de un demonio. Sentí un cosquilleo en el cuero cabelludo y los dientes. un efecto similar me producía que alguien rascara un pizarrón con las uñas.
—Idiotas —dijo Van Camillo con su voz endemoniada—. ¡Nunca van a poder salir de esta cueva maldita! ¡Su destino será igual al de Paladar Negro y su tripulación!
Una mano de Van Camillo salió eyectada hacia la pared, apoyándose sobre ella. Entonces, los símbolos vudú pintados sobre la pared empezaron a brillar. Se encendieron con una luz increíblemente intensa, como si se prendieran fuego.
La cueva empezó a temblar.
—¿Qué pasa? —exclamó Lila.
—Tenemos que salir —le dije yo.
—¡Papá! —gritó ella.
Ubiquinona tomó la cabeza de Van Camillo entre sus manos y la arrancó de un tirón. La cabeza se desprendió, pero seguía riéndose.
—¡Ya es demasiado tarde! —gritó—. ¡Vas a venir al infierno conmigo!
—Tengo otras cosas que hacer —replicó Ubiquinona. Lanzó la cabeza como si fuera una pelota. Ésta cayó en un rincón, y continuó riéndose.
Ubiquinona se levantó con torpeza y corrió hacia nosotros. Lila ya había empezado a guiar a la gente hacia la escalera, para que subieran. La cueva temblaba cada vez con más violencia. Trozos de roca empezaron a desprenderse del techo y a caer. Evidentemente, el poder vudú de Van Camillo era muchísimo más fuerte que el de Almirón.
—¡Vamos! —gritó Ubuquinona tomando la mano de su hija—. ¡Tenemos que salir! ¡Rápido!
Nosotros tres fuimos los últimos en subir. Lila llevaba a una niña pequeña en brazos.
Salimos de la cámara, escuchando la risa desquiciada de Gus Van Camillo, alias “Brujo”, pirata, asesino y traidor, a nuestra espalda, mientras la cámara colapsaba.
Cuando todos salmos a la gruta, ésta también temblaba, aunque con menor violencia. Sin embargo, parecía que también iba a derrumbarse sobre nosotros.
—¡Tenemos que encontrar una salida! —gritó Ubiquinona.
—¡Por ahí! —dije yo. señale hacia el frente. A unos cincuenta metros de nosotros se veía la salida de la gruta, por la que entraba la brillante luz del sol.
Todos echamos a correr hacia allí. Increíblemente, todavía escuchamos la risa de Van Camillo, llenándolo todo. Era como una pesadilla.
Por un instante, pensé que no íbamos a conseguirlo. Que la gruta se iba a desmoronar sobre nosotros, atrapándonos para siempre. Una roca del tamaño de una sandía cayó delante de mí y salté sobre ella para seguir mi camino. Alunas personas se tropezaron en la desesperada carrera y otros los ayudaron a levantarse y continuar.
Salimos de la gruta escuchando un sordo rugido, similar a un trueno. Entonces, un estrépito de rocas que se venían abajo. Todos nos echamos al suelo, mientras parte de la gruta colapsaba. Una avalancha de piedras se vino abajo, al tiempo que una nube de polvo rojizo se elevaba en el aire.
La risa de Van Camillo siguió escuchándose, hasta que se convirtió lentamente en un quejido lejano.
—Aaaahhhhhhhhhhh....
Finalmente, se desvaneció y sobre nosotros cayó el silencio.


12


En medio del agradable silencio, abrí los ojos y comprobé que seguía con vida. Levanté la cabeza, mirando a mi alrededor y vi que todos estaban allí. Lila a un lado y su padre, al otro.
La niña que Lila había cargado en brazos cuando salíamos de la cueva, se levantó y se atrevió a acercarse al montón de piedras que se había formado en la entrada de la gruta, tapándola por completo. Levantó una pequeña piedra roja, la miró y luego la dejó caer.
—No va a salir —dijo con una voz firme y segura.
Entonces todos nos pusimos de pie. Observamos la gruta roja, derrumbada, silenciosa, durante un rato. Hasta que de pronto, el padre de Lila alzó la cabeza y soltó un grito de victoria y alegría que resonó en cada rincón de la isla. Una parvada de papagayos rojos salió volando de entre los árboles, alarmada por el grito repentino.
Entonces, todos soltamos exclamaciones de alegría similares. La gente empezó a abrazarse, a llorar de felicidad. Lila y su padre se abrazaron cariñosamente. Fue un abrazo largo, muy, muy largo. En los enormes brazos de él, Lila parecía una niña pequeña.
Cuando el abrazo se deshizo, Ubiquinona me dio una vigorosa palmada en el hombro.
—Muchísimas gracias por todo, muchacho —me dijo, lleno de felicidad—. Relamente, gracias por ayudarnos.
—No... no fue nada —dije yo.
El padre de Lila fue a ver cómo estaba su pueblo.
—¿Están todos bien? —preguntó.
Entonces, Lila se acercó a mí, mirándome a los ojos.
Yo solté un silbido.
—Qué aventura —dije—. Cuando vuelva a Montevideo, no me van a creer una palabra.
Ella rió.
—Para mí también fue una aventura —dijo—. Pero nunca lo podría haber logrado sin tu ayuda... Nunca en la vida.
Entonces, se inclinó hacia delante, acercando su rostro al mío y me besó. Fue un beso corto, pero cálido. Por el rabillo del ojo observé que el padre de Lila nos miraba, pero tenía una expresión alegre y divertida en el rostro.
—Seguramente vamos a hacer un banquete para festejar esta victoria —me dijo Lila, tomándome la mano—. ¿Te gustaría quedarte?
—Me encantaría —dije con sinceridad—. Aunque después voy a tener que encontrar algún bote en buen estado para poder volver.
—Tenemos una gama de botes inflables a la venta, muy buenos —dijo Lila—. Mi padre lleva adelante el negocio y le va muy bien. Seguramente podría dejarte uno a buen precio.
—Con lo que me va a salir pagar los destrozos del coche-anfibio —dije—, es mejor que vuelva en un barquito de papel.

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